miércoles, octubre 25, 2017

Trento (35)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.


En el concilio, la llegada de Morone supuso el reinicio de los trabajos que se habían interrumpido durante cuatro meses. El legado presidente llegó con ganas de coger el toro por los cuernos, y por eso decidió empezar por el tema que más estaba envileciendo los debates: la naturaleza divina del compromiso episcopal. Decidió comenzar a discutirlo mediante conferencias particulares con cardenales, embajadores y algunos otros padres conciliares de especial importancia. Pronto comenzaron a producirse las escenas de debate casi violento, o sin casi, como los que se produjeron entre franceses e italianos durante las discusiones del octavo canon, dedicado a la prelación papal.

lunes, octubre 23, 2017

Isabel (4: Ralegh y el informe Hakluyt)

Atenta la compañía con:


En efecto, en aquellos tiempos la reina Isabel echó mano de dos comerciantes para que le hiciesen de intermediarios con Parma a la hora de ofrecer algún tipo de acuerdo en Holanda. Andreas de Loo y Agostino Grafiña hicieron su trabajo mejor que bien, pero no sirvió de nada. Si Parma se sintió impresionado por las ofertas de Isabel, en ningún caso aceptó siquiera estudiarlas con algo de cariño. La pretensión de Londres, que era algo así como poner el reloj a cero en el momento anterior a la rebelión de las Provincias Unidas, era algo imposible de conseguir, una de esas cosas que se ofrecen como quien ofrece un unicornio para las cuadras. Para colmo Isabel, muy presionada por su establishment económico, pretendía que el rey español aceptase indemnizar a los comerciantes ingleses afectados por el embargo. Misión imposible.