Atenta la compañía con:
En efecto, en aquellos tiempos la reina Isabel echó mano de dos comerciantes para que le hiciesen de intermediarios con Parma a la hora de ofrecer algún tipo de acuerdo en Holanda. Andreas de Loo y Agostino Grafiña hicieron su trabajo mejor que bien, pero no sirvió de nada. Si Parma se sintió impresionado por las ofertas de Isabel, en ningún caso aceptó siquiera estudiarlas con algo de cariño. La pretensión de Londres, que era algo así como poner el reloj a cero en el momento anterior a la rebelión de las Provincias Unidas, era algo imposible de conseguir, una de esas cosas que se ofrecen como quien ofrece un unicornio para las cuadras. Para colmo Isabel, muy presionada por su establishment económico, pretendía que el rey español aceptase indemnizar a los comerciantes ingleses afectados por el embargo. Misión imposible.
Semanas después,
llegado el verano, en Londres comenzaron a filtrarse noticias de las
negociaciones. Isabel actuó como los políticos corruptos: primero
negó que hubiese un adarme de verdad en aquellas noticias y luego,
cuando eso fue imposible de sostener, comenzó a decir que eran
cosas que se habían hecho sin su consentimiento.
Para Leicester,
aquellas noticias fueron las peores posibles. No sólo ponían en
obvio peligro su misión holandesa, sino que venían a apuntar hacia
algo muy parecido a una ruptura entre la reina y él. Pero entonces,
todo cambió radicalmente, como por otra parte ocurría con cierta
frecuencia en la vida de aquella mujer ciclotímica, insegura y
bastante caprichosa. Isabel de Inglaterra le escribió al conde una
de las cartas más románticas de toda su vida, una carta en la que
abandonaba el mayestático Nos de los reyes para hablar en primera
persona, y en la que apelaba a su seguro servidor con el diminutivo
familiar Rob. En la carta, por otra parte, venía a decirle que se
había obsesionado por algunas ideas erradas, pero que ahora veía
con claridad su relación y todo eso.
Leicester llegó a
la conclusión de que todavía quedaba esperanza para él. Arruinado
como estaba, no podía aspirar a plantar batalla total a Parma, pero
por lo menos sí tenía fuerzas que le permitían ambicionar la
reconquista de algunas plazas tomadas por los españoles, plazas que
le permitirían asegurar el tránsito por el Scheldt hasta el Rhin.
Leicester amenazó
la villa de Zutphen, en poder de los españoles. Parma hubo de
marchar hacia el norte para recuperarla, momento en el que el inglés
caviló la posibilidad de emboscarlo en el amanecer. Tenía informes
precisos de los movimientos de los españoles, así pues diseñó el
ataque para la primera mañana del jueves, 22 de septiembre.
La cosa empezó muy
bien y, de hecho, en aquella batalla se ganaría merecida fama el
propio hijastro de Leicester, Robert Devereaux, hijo de Lettice en su
primer matrimonio. Sin embargo, eso fue mientras la mañana estuvo
presidida por una espesa niebla. Cuando ésta se levantó, los
ingleses descubrieron que los españoles eran más de los que habían
creído ver y, además, estaban mejor situados. De hecho, no pudieron
impedirles que liberasen Zutphen. En la batalla subsiguiente el
sobrino de Leicester, Philip Sidney, resultó herido por una bala de
mosquetón en un muslo. La bala quedó alojada en un lugar demasiado
profundo, por lo que Sidney desarrolló una gangrena que acabó con
él en un mes.
Mientras las cosas
en Holanda iban así de malamente, en Londres lord Walsingham había
seguido su actividad de control a través de sus espías y había
conseguido desenmascarar una nueva conspiración, en la que estaban
implicados partidarios de María, reina de los escoceses, y el propio
Bernardino de Mendoza, quien para entonces era embajador en París.
Según Walsingham, todos los conspiradores estaban actuando con el
conocimiento claro y la anuencia expresa de María. Sabedores de que
Isabel, por sí sola, nunca daría el paso de acusar a su prima,
decidieron que necesitaban al suave Leicester de su lado. Así, con
el pretexto de que era necesaria su presencia en una inminente sesión
del Parlamento, consiguieron hacerlo llamar.
Respondiendo a
aquella llamada, Leicester regresó a Londres el 24 de noviembre de
1586, tras dejar al mando del momio holandés a Peregrine Bertie,
lord Willoughby, un militar bastante capaz.
La verdad es que la
llamada le vino a Leicester como el maná. Ya hemos dicho que se
había arruinado financiando a las tropas, y ahora sus acreedores de
Londres y Holanda se negaban a renovarle los créditos y querían
cobrar. Visitando la Corte, Dudley esperaba conseguir un apoyo
decidido de la reina que permitiese mantener a la soldadesca en
Holanda sin problemas.
La realidad no fue
exactamente así, para desgracia y sorpresa de un Leicester bastante
presionado. Su llegada a Londres vino a consistir, básicamente, en
un interrogatorio non stop en el que la reina y Burghley,
Burghley y la reina, le preguntaban esto y aquello, aquello y esto,
sobre cómo se había gastado el dinero que había recibido de la
corona. En términos actuales, podríamos decir que le metieron una
comisión de auditoría por el orto.
Dudley protestó,
indicando que para él era totalmente imposible poder informar los
gastos a tal nivel de detalle como reclamaba Isabel. Y, la verdad,
tenía razón. Porque lo cierto es que la reina no había dado sino
instrucciones muy generales sobre el uso de sus finanzas en la
guerra. Pero ya se sabe que el rey es el rey. Quien manda, manda.
Los hechos que
estaban en el fondo de la vida de la Corte en aquellas últimas
semanas de 1586, esto es el descubrimiento del complot político
contra Isabel, hicieron que toda aquella discusión no terminase con
gran violencia. Aunque, eso sí, Leicester tuvo que acostumbrarse a
la idea de que la reina no le pagaría las cantidades que él mismo
había adelantado.
Bueno, ahora que
dejamos a la Corte inglesa a punto de irse a Greenwich a pasar la
Navidad de 1586, ha llegado probablemente el momento de hablar de otro de los
grandes nombres de aquella época tan interesante: sir Walter Ralegh.
Ralegh no era
noble; lejos de ello, era un commoner de Devonshire. Pero, eso
sí, era, dicen, extremadamente bien parecido, muy echado para
delante, extrovertido como pocos y, además, en 1584, más o menos
cuando hemos empezado nuestro relato, tenía 30 añazos. Estaba en la
flor de su vida.
Pendenciero,
ambicioso, con ese buen toque con las mujeres que tienen los malotes
que además saben serlo sin dejar de abrir la bolsa de cuando en
cuando, Ralegh era famoso en todo Londres porque, en los últimos
años de aquel siglo XVI, era uno de los pocos, por no decir el
único, de los londinenses que tenía un criado africano negro; que
para los criterios de aquella época era como hoy tener un Alien
amaestrado en el jardín.
A Walter Ralegh
todo se la sudaba y nada le parecía lo suficientemente inalcanzable.
Lo cual quiere decir que, cuando se le pasó por la cabeza meterle
mano a la reina de Inglaterra, en ningún momento se dejó llevar por
la impresión de que el reto le viniese grande. Que sepamos ya en
1584 la reina le dedicaba no pocas confidencias en público. De
temperamento indomable, Ralegh desarrolló una vida personal bastante
escandalosa. Tuvo una hija ilegítima en Irlanda, a la que reconoció;
y se hizo famosa una historia por la cual se había pulido a una
camarera de la reina en los jardines de palacio contra un árbol.
Debió su ascenso
en la Corte a algunos contactos de importancia. Era sobrino de
Katherine Ashley, la mujer que había sido elegida por la reina en
1559 como su primera dama en la Cámara Privada. Ambas mujeres,
Isabel y Kat, se conocían de toda la vida, pues la segunda de ellas,
hija del noble de Devon sir Phillip Champernowne de Modbury, había
entrado a servicio de la primera cuando ésta tenía cinco años.
Cuando alcanzó la edad adulta, Kat Champernowne se casó con John
Ashley, que era primo segundo de la reina. Murió cuando su sobrino Walter todavía tenía 12 años de edad, pero aun así tuvo tiempo de
hablarle a la reina de él.
Por si esto fuera
poco, Ralegh era medio hermano de sir Humphrey Gilbert. Hombre de
armas por encima de todo, Gilbert representa a ese hombre que toda
Corte renacentista tenía (y necesitaba) que recelaba de los juegos
de manos de los diplomáticos y presionaba constantemente para que
los hombres de armas fuesen escuchados. En 1580, fue Gilbert quien se
aseguró de que Ralegh fuese nombrado al frente de una misión
militar encomendada de sofocar una revuelta en Irlanda, donde se
desempeñó con inusitada crueldad. Suya es, por ejemplo, la
responsabilidad de la masacre de Smerwick, un castillo de Kerry que
había sido ocupado por aventureros españoles y papistas, el cual
sitió y rindió, para después masacrar a sus ocupantes.
Y ni siquiera era
el único moscón de aquella Corte. Antes de Ralegh, Leicester había tenido que espantar a
sir Christopher Hatton. En 1572, la reina había hecho a Hatton
caballero de su Cámara Privada y había comenzado a alicatarlo de
regalos. Hatton había respondido afirmando una lealtad a la reina
más allá de la muerte y realizándole declaraciones de amor nada
metafóricas.
Presentaba Hatton
una ventaja sobre Leicester: él nunca se había casado. La reina, en
un gesto que en ella denotaba un cariño especial, le puso un mote:
Lyddes (de eyelids). Solía decir que él era su oveja y ella
su carnero.
Sin embargo, cuando
Hatton fue elevado al centro de la Corte, perdió interés por los
juegos amorosos y se dedicó más a crecer como hombre de Estado.
Comenzó a trabajar con Leicester en cuestiones de alta política,
como el compromiso de la reina con Anjou, y cultivó su amistad. Como
resultado, cuando Dudley irritó a la reina con su aceptación del
gobierno de Holanda, Hatton se alió con Walsingham para tratar de mitigar
los efectos de aquella decepción.
Leicester había
conseguido cauterizar la ascensión de Hatton frente a la reina, pero
no así la de Ralegh. La masacre de Smerwick aparecía como un hecho
de notable mérito ante los ojos de Isabel. Además, aquella acción
le ganó el estatus de informante directo de la reina sobre
asuntos irlandeses; puesto que Ralegh no desaprovechó a la hora de
poner a parir a casi todos sus superiores. Para Isabel, además, un
tipo así resultaba un apoyo interesante frente a las posiciones,
siempre melifluas y excesivamente moderadas, de sus asesores
habituales Burghley y Walsingham.
El temperamento
siempre echado para delante de Ralegh, sin embargo, hizo que acabase
por decidir que sólo existía un destino que se adaptase
adecuadamente a sus ambiciones: el Nuevo Mundo.
Antes de él, los
avances de los ingleses en el continente americano habían sido muy
pocos. Recuérdese que en 1493 el Papa Alejandro VI había firmado
cinco decretos que le concedían a España el derecho de ocupar las
tierras que había descubierto y las que quedasen por descubrir.
Estas normas se habian visto modificadas un año después por el
tratado de Tordesillas, pero tan sólo para crear un duopolio
colonial entre España y Portugal. El resto estaban fuera.
En 1496, Enrique
VII había financiado una expedición de los genoveses Juan y
Sebastián Caboto cuyo objetivo era encontrar un paso a las Indias por
el norte. El objetivo no se consiguió, pero sí se descubrió la
isla de Newfoundland, o Terranova, como la llamamos nosotros.
La ruptura de
Enrique VIII con el Papa, lógicamente, abrió el portillo para que
los navegantes ingleses se lanzasen Atlántico adelante, aunque el
rey, que era una pieza financiera fundamental para los viajes, hizo
poco por fomentarlos. Con Eduardo VI la cosa ya cambió. En 1553, que
fue un año despatolantemente malo para el comercio británico, la
liga de mercaderes locales se dirigió al rey para ofrecerle un
esfuerzo mancomunado en la búsqueda del paso a Asia por el noreste,
pasando por el Océano Ártico y el Mar de Bering. De hecho, tres
barcos salieron de Tilbury, Essex.
Dos de esos barcos
decidieron tocar tierra a causa del frío extremo, que su tripulación
no podía soportar. Un año después, unos pescadores rusos los
descubrirían totalmente congelados, algunos de ellos todavía
sentados frente a un papel, con la pluma en la mano, escribiendo sus
últimas voluntades.
El tercero de los
barcos, capitaneado por Richard Chancellor, llegó hasta el Mar
Blanco, pero no pasó del puerto ruso de San Nicolás. El capitán,
sin embargo, no perdió el tiempo, porque cogió el AVE hasta Moscú,
donde logró entrevistarse con el zar Iván el Terrible y negoció
con él un tratado comercial. Como resultado, se creó en Londres la
Muscovy Company.
En 1578, fue el
propio Gilbert quien se interesó por encontrar la ruta norteña
hacia Asia, y se garantizó una licencia real en monopolio con
duración de seis años. Lo que buscaba era, fundamentalmente, anexar
la mayor parte de Newfoundland en favor de la reina, a cambio de que
su familia explotase en exclusiva sus riquezas. Gilbert tenía la
idea de financiar parcialmente la expedición realizando actos de
piratería en el Caribe español. Ralegh, en cuando conoció el
proyecto, quiso ir.
El problema fue,
como casi siempre en esas latitudes, el mal tiempo. Entre que llovía
y hacía un viento de cojones y que Gilbert tuvo problemas de
insubordinación con sus oficiales, tuvo que dar la vuelta cuando
apenas estaba rodeando Irlanda. Ralegh, por su parte, llegó hasta
las cosas de Cabo Verde (recuérdese que primero iban al Caribe),
donde se quedó sin sacarina y tuvo que volver.
Inasequible al
desaliento, Gilbert organizó una segunda expedición en 1583. Fue
mejor. Los barcos llegaron hasta el puerto de San Juan, en la misma
Newfoundland. Tomó posesión de la plaza a base de mandar a tomar
por culo a los pescadores de bacalao bretones que estaban
establecidos allí, y que decían tener una concesión de la reina.
Al colocar la bandera, había comenzado la larga carrera inglesa en
el continente americano.
Gilbert estaba
allí, fundamentalmente, porque creía que aquella tierra aportaría
grandes posibilidades mineras. Incluso había contratado a un alemán
que sabía de la cosa. Pero no pudo avanzar mucho porque, al poco,
casi toda su tripulación cayó enferma. Para colmo, un barco cargado
con la mayoría de los pertrechos con que contaba la expedición se
hundió, por lo que los marineros comenzaron a pedir la vuelta. Ni
así lograron evitar la muerte. El barco de Gilbert, por ejemplo, fue
sorprendido por una galerna a la altura de las Azores. Lo último que
se sabe del bravo militar es que estaba en el puente de su nave, con
una Biblia en la mano, gritándole a sus marineros: we are as near
to Heaven by sea as by land. En el mar estamos igual de cerca del
Cielo que en la tierra. De aquella expedición sólo regresó a
Falmouth un barco.
Ralegh se salvó
porque no había formado parte de aquella locura. Pero, en cuando
conoció la desgracia de su medio hermano, solicitó a la reina los
privilegios que él había visto concedidos.
La reina debía de
estar muy colgada de aquel hombre pues, más que asentir, obedeció.
La carta de privilegios que le firmó era exactamente la misma que
recibió Gilbert, hasta en las comas. Pero no sólo es eso. También
le autorizó a residir en los apartamentos de Durham House, en el
Strand, un palacio entonces reservado para residencia de diplomáticos
de paso (o sea: viene a ser como si el rey Felipe autorizase a
alguien a vivir permanentemente en el palacio de El Pardo). Además,
le garantizó exclusivas económicas de mucho beneficio: a partir de
entonces, todo aquél que vendiese vino y tuviese una taberna debería
sacarse una licencia que le expediría Ralegh.
En ese momento, los
intereses de Ralegh se encontraron con los de Walsingham, a cuya
responsabiildad estaba la expansión de los intereses comerciales
gestionados por la Muscovy mediane el desarrollo de nuevas rutas por
el Ártico. Ambos se necesitaban: uno tenía los barcos, y el otro
tenía a la reina.
Pocos días después
del asesinato de Guillermo de Orange, en el verano de 1584, Ralegh
comenzó a reclutar un grupo de expertos fundamentalmente en
aritmética, astronomía y cartografía. En ese momento, estaba
pensando en un proyecto que solucionase de un plumazo la presencia
inglesa en el Nuevo Mundo y el problema de Holanda. Thomas Harriot,
un matemático de Oxford muy famoso entonces en lo suyo, fue nombrado
director del grupo de expertos. Harriot, por cierto, fumaba en pipa;
y a causa de ello es el primer británico de la Historia a quien mató
un cáncer relacionado con el tabaquismo.
Richard Hakluyt,
otro licenciado de Oxford, fue el encargado de presentarse ante la
reina el 5 de octubre de 1584, es decir cuando la crisis en las
Provincias Unidas estaba en todo lo gordo para los ingleses, con la
misión de explicarle lo que podemos denominar el Plan Ralegh. El
Informe Hakluyt, el que su autor había estado trabajando tres meses,
es una cosa de ésas de la que todo el mundo debería saber algo,
porque cambió el mundo. Con una presciencia total, pero al mismo
tiempo explicada en unos términos que cualquiera, y desde luego la
reina, podría entender, describía de qué manera la consolidación
de tierras imperiales en Norteamérica supondría la generación de
un mercado prácticamente infinito para los productos y los
trabajadores ingleses, en un fenómeno que más que equilibraría la
esperable guerra a gran escala que se provocaría contra España. De
la misma manera, si se conseguía usar Norteamérica como una base
militar, y sobre todo naval, permanente, el resultado sería cambiar
de forma dramática el juego de fuerzas en Europa y,
consecuentemente, resolver de una vez la cuestión holandesa.
Isabel primero
recibió a Hakluyt, con quien departió brevemente para terminar
premiándolo con la siguiente canonjía que quedase libre en la
catedral de Bristol. Luego entró Ralegh, teatralmente, acompañado
de dos indios algonquianos llamados Mateo y Wanchese, con sus
vestimentas típicas.
La reina quedó
bastante convencida.
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