A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma.
El traslado del concilio de Trento a
Bolonia fue, en realidad, mucho más que un traslado. Más que un
cisma, incluso: respondió a la convicción del Papa Pablo III de
que, por fin, podía hacer lo que llevaba años ambicionando: romper
con el emperador Carlos.
Cuando se produjo el traslado, el Papa
ya le había ofrecido una alianza matrimonial al rey francés
Francisco I, al sugerirle el matrimonio entre su nieto, Horacio
Farnesio, y Diana, hija natural del delfín Enrique. Además, había
aconsejado al francés ayudar a los protestantes alemanes y, como
informó el embajador de París en Roma, Dumortier, no se cortaba a
la hora de celebrar las victorias del elector de Sajonia sobre los
imperiales.
Sin embargo, las cosas comenzaron a no
ir demasiado bien. En la Curia eran muchas las voces que mostraban su
desacuerdo, cuando no su escándalo, hacia la actitud papal. A la
misma, por lo demás, no le ayudó nada que, nada más salir los
obispos de Trento, la pretendida epidemia desapareciese como por arte
de magia, dando la razón a los obispos imperiales, que no se habían
movido del sitio y seguían vivitos y coleando.
Para colmo, el 31 de marzo de aquel año
falleció Francisco I, el hombre llamado a ser el campeón del nuevo
partido papal. Enrique II, su hijo, era un joven situado bajo la
influencia del condestable Anne de Montmorency, un noble de sólidas
convicciones católicas que adoptaba posiciones muy favorables al
emperador. Fue el propio rey Enrique el que, para desánimo del Papa,
le aconsejó que suspendiese el concilio hasta alcanzar una entente
con Carlos. Ante las dudas de los franceses, los venecianos le
comunicaron a Roma que no se sentían nada proclives a formar parte
de una liga antiimperial. Para terminar de darle la vuelta a la
tortilla, el 24 de abril de aquel año Carlos se apuntó la notable
victoria de Mühlberg, y pronto tuvo a Alemania entera a su
disposición. Por último, el Sultán, que Pablo había esperado
atacase a los Habsburgo, firmó la paz con ellos. Así las cosas,
Pablo decidió enviar como legado ante el emperador al cardenal
Francesco Sfondrati, con el intento de ganarlo para que apoyase el
concilio boloñés.
Pobre Sfondrati. Él, que era un sabio
teólogo que si había tomado los hábitos era porque se había
quedado viudo, se vio implicado en una entrevista que probablemente
marca una de las misiones diplomáticas más difíciles que se pueden
imaginar. Ante un Carlos V encabronado y de muy mala hostia, un
emperador que se sentía traicionado por el trile pestífero que
habían montado los legados papales en Trento, trató como pudo de
explicarle al hombre más poderoso del mundo que tenía que cursar la
orden a sus obispos de que se trasladasen a Bolonia, para así evitar
el evidente peligro de cisma (de re-cisma, en realidad, porque los
protestantes, para entonces, ya estaban totalmente a su bola).
Carlos, mirándolo fríamente, le contestó que sí; que sus obispos
irían a Bolonia, o a Roma si era preciso, pero que él
personalmente los acompañaría para asegurarse de su libertad.
Los dos, rey y cardenal, sabían muy bien de qué estaban hablando.
Los dos sabían que cuando Carlos de Habsburgo se dirigía a una
ciudad de hondo significado religioso, sería para saquearla como había
hecho veinte años antes.
En otras palabras, prosiguió el
emperador, no consentiré otra cosa que el regreso de los obispos a
Trento y el reinicio allí de las sesiones. Una declaración de esta
categoría venía a decir dos cosas, una buena y la otra mala desde
el punto de vista del Papa. La buena es que Carlos, a pesar de todas
las defecciones del inquilino del Vaticano, se sentía católico y no
estaba dispuesto a colocarse fuera del paraguas de la Iglesia romana
(y queda para la ucronía preguntarse qué habría sido de Europa de
haber tenido entonces un emperador más descreído). La mala era que,
sin lugar a dudas, el emperador se sentía más poderoso que el Papa
y, por lo tanto, consideraba que era el viejo el que tenía que
doblar la cerviz. No habría, pues, otro Canosa.
Diego Hurtado de Mendoza, embajador de
Carlos en Roma, recibió instrucciones, que cumplió al punto, de ir
a ver al Papa para amenazarlo con un cisma. Era un farol porque
Carlos nunca habría permitido tal ruptura; pero eso el encorvado
santo padre no lo sabía. Al mismo tiempo, el emperador ordenó a
Pacheco y toda la patulea sotanuda que seguía en Trento que no se
ausentase de la villa bajo ningún concepto; pero que, a tiempo, se
abstuviese de participar en ningún acto conciliar para no
sustantivar un cisma.
Carlos conocía bien el precedente de
Basilea, que venía a demostrar que no tiene mucho sentido montar
concilios cismáticos. Caso de querer llegar hasta el fondo, en
realidad el ejemplo era el que le daba Enrique VIII: ni concilio ni
leches, me monto mi propia Iglesia, y a tomar por saco. Pero, con
lógica, el emperador, en el caso de que personalmente se hubiese
sentido inclinado a alguna solución de este tipo, sabía que tenía
que arrastrar a los españoles en esa dirección; y, la verdad,
resultaba muy difícil imaginar a la muy católica España
abandonando la disciplina romana. Pero, una vez más, esto que sabía
Carlos, en realidad Pablo lo desconocía. Es por esto que el
emperador comenzó a jugar con la idea de convocar un concilio
particular. Para acojonarlo.
A esto hay que unir que la convocatoria
de Bolonia iba como la mierda. Los obispos franceses y portugueses,
por ejemplo, habían abandonado Trento; pero no se habían trasladado
a Bolonia. Así las cosas, en la ciudad papal apenas había una
treintena de obispos, todos ellos italianos, en buena parte
pensionarios de los legados. El Papa seguía defendiendo el traslado,
pero Carlos insistía en la necesidad de celebrar un concilio en una
villa imperial que pudiera tener como consecuencia la reconciliación
entre protestantes y católicos; e incluso anunció que los
principales príncipes reformados, tales como Mauricio de Sajonia o
Joaquín de Brandeburgo, se habían obligado a seguir un concilio de
tales características.
Pablo, en estas circunstancias, tuvo
que ceder. Se decretó el cierre de las sesiones del concilio de
Bolonia, que de hecho no emitió ningún decreto. Y, de hecho, ni
siquiera se anatematizó a los prelados que habían permanecido en
Trento, con los que mantuvieron los legados una constante
correspondencia.
Pero para entonces a Carlos una medida
así no le bastaba. Hizo saber al Papa, a través de Hurtado de
Mendoza, que nada que no fuera el reinicio incondicional de Trento le
satisfaría. Que si eso no se producía, convocaría un concilio
opuesto al de Bolonia. En esas circunstancias, la gran esperanza de
Pablo era, de nuevo, el rey francés, dado que Enrique cada vez
tomaba posiciones más críticas con el emperador; de hecho, ordenó
que algunos embajadores y obispos franceses se trasladasen a Bolonia.
Este gesto hizo pensar al Papa que podía reunir en la ciudad a un
centenar de obispos y reavivar el concilio.
Ante esta situación, Carlos decidió
tomar alguna acción de fuerza que sirviese como advertencia para el
Papa. Usando a Fernando Gonzaga, sorprendió a Pedro Luis, duque de
Parma, miembro de la familia Farnesio, en Plaisance (septiembre de
1547) e hizo ocupar la fortaleza por tropas españolas. Pedro Luis
murió en la batalla.
Para el Papa, la muerte de su pariente
fue un durísimo golpe en la complicada telaraña de influencias y
poderes que había tejido a favor de su familia. No dudó (no tenía
por qué) de que Carlos estaba detrás de aquella acción. Su cólera
fue tan grande que el cardenal Farnesio llegó a decirle a Hurtado de
Mendoza que “si el emperador no nos satisface y nos devuelve lo que
nos pertenece, nosotros nos aliaremos con el diablo”. El Papa
quería, efectivamente, urdir una alianza antiimperial con Francia y
Venecia, alianza en la que podría entrar el turco, razón de que
usase esa expresión. Le ofreció Pablo a París quedarse con Sicilia
y el reino de Nápoles al sur del río Garigliano, mientras que el
resto al norte del río se integraría en los Estados Pontificios. A
los venecianos se les ofrecieron ventajas en el ducado de Milán. A
Enrique II el proyecto le pareció genial pero, sin embargo, fue
recibido con frialdad por los venecianos, que no lo veían claro
sobre todo por la vejez del Papa, que les hacía dudar de la solidez
de un tal pacto.
Para colmo, había un flanco de la
movida que Pablo no había previsto. En el ámbito temporal y bélico
le iba de coña con los franceses; pero el teológico ya era otra
cosa. Ya hemos visto que los obispos galicanos se habían presentado
en Bolonia siguiendo una orden de su rey en este sentido. Eso
hicieron, pero no para quedarse callados. Una vez que llegaron allí,
en las discusiones informales que se produjeron, empezaron a sacar a
pasear la vieja idea de que los concilios son prevalentes sobre el
Papa; llegaron a decir, incluso, que en realidad no era necesario que
el Papa participase en las discusiones conciliares. La razón de esta
actitud era, el fondo, la pasta. Los embajadores franceses llevaban
instrucciones de París en el sentido de intentar que el concilio
defendiese la supresión de casi todos los ingresos que Roma
reclamaba en los países ultramontanos.
Con el tiempo, incluso los proyectos
militares fueron mal. El marqués de Massa, Jules Cibò, que había
sido la espadaña del ataque francés sobre las posesiones españolas,
fue decapitado en Milán; a partir de ahí, el propio Enrique II
comenzó a renegar de la flamante liga antiimperial. Puso como excusa
su estrecha relación con Escocia, entonces en guerra contra
Inglaterra, para argumentarle al Papa que no tenía tiempo ni medios
para lo que buscaba.
Ganador en el campo de batalla, Carlos
decidió atacar en el flanco religioso. En el otoño de 1547, en la
Dieta de Augsburgo, los jefes protestantes reiteraron su promesa de
someterse a un nuevo concilio de Trento, siempre y cuando se
cumpliese la garantía imperial sobre su seguridad personal y su
libertad de expresión de ideas. El cardenal Sfondrati multiplicó
promesas y zalamerías entre los electores eclesiásticos para
ganarlos a la postura del Papa, pero la oferta de Carlos era
demasiado buena. Finalmente, los propios obispos alemanes le
exigieron al Papa la convocatoria de Trento. La comunicación era
altamente amenazadora, pues no se cortaba en decir que si el Papa no
ponía los medios para pacificar Alemania, se buscarían la vida por
otro lado. El primado polaco se unió a esta posición.
En noviembre de 1547, el emperador
envía al cardenal Madruzzo a Roma con la exigencia de convocar el
concilio en Trento. Exigía, además, el envío a Alemania de nuncios
apostólicos plenipotenciarios, con la misión de absolver a todos
aquéllos que quisieran regresar al seno de la Iglesia. Su tercera
reivindicación fue que el concilio, una vez reunido de nuevo, se
ocupase fundamentalmente de discutir la reforma de la costumbres de
la Iglesia. En contraprestación, Carlos se comprometía a garantizar
que, si moría el Papa, el puesto en la Santa Sede sería provisto
por el colegio cardenalicio, no por el propio concilio (como en el
fondo sería más lógico, por cierto).
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