lunes, marzo 27, 2017

Trento (17)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial.

Ya más tranquilas las cosas tras el bochornoso espectáculo producido tras la intervención de Braccio Martelli, la séptima sesión solemne del concilio tuvo lugar el 5 de marzo de 1547. Se publicaron los decretos sobre los sacramentos y sobre la residencia de los obispos. En este último caso, la cuestión básica se orillaba con elegancia, puesto que el texto no se pronunciaba sobre la obligación de residir en la diócesis es de origen divino o humano. Se limitaba a prohibir la reunión en la misma persona de diferentes obispados, parroquias u otros beneficios eclesiásticos. Establecía que todo obispo designado debería hacerse consagrar como tal en los seis meses siguientes a la designación. Se otorgaba a los obispos el poder de reformar las iglesias de su parroquia, así como su capítulo catedralicio. Eran prescripciones bastante buenas, pero en la realidad la autoridad del Papa quedó impoluta, por lo que la puerta a los abusos permaneció abierta.

Aquella sesión de marzo tuvo lugar en un importante contexto geopolítico. En los últimos meses de 1546, Carlos había podido reunir sus tropas en Alemania con sus importantes fuerzas flamencas, y había conseguido controlar la Alemania meridional. La conquista de la septentrional parecía sólo cuestión de tiempo. La pujanza imperial, obviamente, era una gran noticia para el Papa Pablo. Al fin y al cabo, alejaba de su horizonte a los protestantes, cada vez más enfrentados con Carlos y más lejos de Roma. Pero, obviamente, afloraba otro problema: Carlos.

La cosa de la religión está muy bien y tal; pero lo cierto es que el interés sempiterno de los Papas, mientras han sido dueños de Italia, ha sido que ningún rey o emperador, fuese éste católico, protestante o budista, tuviese el suficiente poder como para albergar la idea de hacerse con esa porción de Europa que, la verdad, está entre las más ricas del continente. En tal sentido, de hecho, había interpretado Pablo el gesto carlino de nombrar gobernador de Milán a Fernando Gonzaga, un enemigo declarado de la dinastía Farnesio a la que pertenecía el purpurado. Carlos estaba seriamente enfrentado al hijo del Papa Pedro Luis Farnesio, que había sido hecho duque Parma por su padre.

El creciente miedo del Papa hacia el emperador tenía, además, una obvia consecuencia conciliar o, si se prefiere, eclesial. Si lo piensas con cuidado, te darás cuenta de que todo cuadra. Un emperador todopoderoso que aspirase a tener un poder efectivo sobre la península italiana tendría que debilitar al Papa. Y, ¿qué mejor forma de debilitar a un Papa que imponer las reglas de reforma de la Iglesia, perfumar la jerarquía católica con una ligera esencia protestante, bien a sabiendas de que un movimiento de estas características no haría sino debilitar el poder espiritual, ergo temporal, del sumo pontífice?

Es a través de este punto de vista sociopolítico como hay que observar la decidida defensa por parte de Carlos de las posiciones de reforma. En cartas y audiencias, el emperador deja bien claro que no está feliz con el desarrollo de las deliberaciones de Trento. Que él quiere menos discusiones sobre los dogmas, y más análisis sobre las posibles vías de necesaria reforma eclesial. Granvela, su mano derecha, no pierde ocasión de poner a caldo a los obispos italianos que, dice, quieren ordenarle al mundo su existencia. Los obispos y cardenales españoles escriben breves y censuras al excesivo poder papal. En enero de 1547, durante la sexta sesión solemne, se han aprobado los decretos sobre la doctrina de la Justificación, el gran momento de enfrentamiento teológico con los protestantes, en lo que todo el mundo entiende como un zasca puro y directo en los prognáticos morros del emperador. Ese mismo mes, por cierto, el Papa llama de regreso a sus tropas, que combatían con el emperador; y no sólo eso sino que le envía una carta a Carlos en la que le comunica que Roma ya no será capaz de pagar los subsidios prometidos apenas año y medio antes, acusándolo de haber provocado dicho impago con ciertas concesiones religiosas hechas en algunos de los territorios invadidos.

Semanas más tarde, el Papa trata de cortocircuitar el tráfico de recursos desde la Iglesia española hasta los ejércitos imperiales y envía a sus sobrinos Farnesio a negociar con Francisco I de Francia, quien para entonces está preparando la guerra contra el emperador; trata el pontífice de formar una liga con Venecia, Dinamarca y Escocia. Incluso llega Francisco a prometerle 40.000 ecus mensuales al landgrave de Hesse y el elector de Sajonia a cambio de que resistan al empuje de Carlos. Lo cual, sí, quiere decir que el Papa, indirectamente, se estaba aliando con los protestantes. Such is life...

Con todos estos mimbres, será difícil no entender que Carlos acabase cabreadillo con el Papa. En una comunicación al nuncio papal, en la que éste protesta porque el emperador se olvida de citar al Papa en muchos de sus pronunciamientos, éste se justifica diciendo que Pablo es “un nombre tan odioso y no solo en esta Germanía más aun en muchas otras partes de la christiandad por sus malas obras”. Asimismo, anuncia que la guerra es la guerra, y que, en consecuencia, va a elevar la presión fiscal sobre el clero español y, vamos, que si hace falta vender posesiones del mismo (sin permiso del Papa), se venden, y punto. Asimismo, tampoco se corta Carlos de recordar que siempre tiene la opción de llegar a algún tipo de paz o entendimiento con sus ahora enemigos protestantes.

En esencia, en 1547 llegamos a un punto en el que, en la práctica, la cristiandad europea, esto es mundial, tiene, a todos los efectos, dos jefes diferentes y mutuamente excluyentes. Se llega a una situación de desequilibrio total que de alguna manera deberá reequilibrarse.

Pablo, así planteados los hechos, decide que la única solución es hacer caso de las peticiones y consejos de los legados de Trento: deberá sustraer por completo el concilio de la influencia imperial. De esta manera, aprueba una proposición impulsada por Monte y Cervino para transferir el concilio a Bolonia (villa papal); sin embargo, les hace notar que, para que no sea ésta una decisión de los propios legados, debe ser votada por la mayoría de los padres presentes en Trento. Así las cosas, Roma ordena inmediatamente a un grupo de obispos que le son fieles, y que se habían trasladado a Venecia, para que regresen cagando melodías a Trento para poder votar.

Hacía falta un pretexto, pero ésas son cosas que a los teólogos nunca les ha supuesto problema alguno. Para unos tipos que son capaces de justificar que una paloma se te pose en la cabeza y en el acto te enseñe idiomas, justificar una votación por cambio de sede es una coña marinera. Como no podía ser de otra manera por la dilación de las discusiones y por la elevada frecuencia de miembros provectos entre los padres conciliares, en 1547 era un hecho que varios de éstos, así como de entre los teólogos que los acompañaban, habían muerto. Tomando este dato, como he dicho plenamente compatible con cualquier tabla de mortalidad bien hecha, los legados se inventaron que había una epidemia en Trento; concretamente, de sarampión. Esta epidemia, por cierto, fue investigada por el médico del concilio, el italiano Girolamo Fracastoro, toda una eminencia en la Historia de la medicina. Fracastoro confirmó los graves riesgos de contagio, incluso de peste. El mismo anuncio provocó ya el abandono de Trento de una docena de obispos. Así las cosas, el 9 de marzo los legados se presentaron ante la asamblea tridentina hablándoles de los problemas de salud pública y de la marcha de miembros. Como ya sabían que iba a pasar, la asamblea se mostró de acuerdo en pirarse de Trento. El único elemento que les podría haber puesto la proa, Madruzzo, hacía tiempo que no iba por allí, ya que estaba hasta los huevos de experimentar constantes enfrentamientos con los legados.

Los obispos españoles, ciertamente, se opusieron a la decisión. No sirvió de gran cosa, como tampoco sirvió que otros físicos dudasen seriamente de las teorías de Fracastoro. El 11 de marzo, en la octava sesión pública, la traslación del concilio a una villa papal se votó por 38 votos contra 14 votos contrarios y 4 abstenciones. Los legados propusieron Bolonia como nueva sede, propuesta que fue aprobada. La siguiente sesión se fijó para el 21 de abril. La verdad es que los legados se presentaron en la propia sesión vestidos con ropas de viaje y con sus caballos a la espera a la salida, tan seguros estaban de la decisión.

El Papa había ganado... o no. Porque la decisión de transferir el concilio a Bolonia no hizo sino hacer evidente la existencia de dos jefes en la cristiandad. Pacheco y los obispos españoles tenían la orden del emperador de permanecer en Trento. Y eso hicieron. Perdieron la votación, pero permanecieron en la villa, manteniendo viva la llama de un concilio que se había trasladado. Su permanencia, sin embargo, lanzaba todo un mensaje a cualquiera con dos dedos de frente. Los obispos de un país no estaban obedeciendo a su superior, el Papa; sino a su jefe temporal, el emperador y rey de España.


No lo llamamos cisma, pero se le parece mucho.

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