A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio.
En realidad, Carlos tenía mucho que
remar para convencer a los reformados. Los protestantes, esto es
cierto, anhelaban como el que más la reunificación de la Iglesia.
Pero no estaban en modo alguno dispuestos a admitir que ésta fuese a
venir de un concilio o sínodo presidido por el Papa. Por propia
esencia, los seguidores de Lutero reclamaban un concilio general,
basado en las Escrituras y presidido por ellas; un concilio en el que
incluso los laicos pudieran participar y expresar sus ideas. Así
pues, cuando Carlos se dirigió a ellos planteándoles que
participasen en un momio organizado por y desde Roma, dijeron que no;
y, como quiera que el emperador les amenazase con la fuerza, dieron
existencia a la liga de Schmalkalde. Carlos, que se encontraba
fuertemente amenazado por el peligro turco y que tenía que tener en
cuenta la probabilidad de que el francés Francisco I decidiese
ponerse de parte de los protestantes, tuvo que aflojar. Para gran
felicidad del Papa, que ya se veía haciendo el paripé en un
concilio dominado por el poder temporal.
Los alemanes, sin embargo, no
abandonaron la idea de arreglarse entre ellos. En la dieta de
Ratisbona (1532) se reunieron todos ellos, católicos y protestantes,
para ver si alcanzaban alguna entente, y anunciaron que, de no
conseguir nada, convocarían un sínodo nacional. A Carlos, cuando
supo de esta intención, se le pusieron los pelos como escarpias.
Aunque evidentemente el príncipe renacentista no había pasado por
lo que nosotros, ya tenía claro que no era ninguna buena idea
permitir que los alemanes hicieran la guerra por su cuenta. Al Papa
la idea le jodía en igual proporción, por lo que suponía de
semilla de una independización de facto de la iglesia alemana.
Así las cosas, el emperador le envió
un email a clemente@soyelpapa.va
diciéndole que si no convocaba un concilio las cosas se iban a poner
feas. Clemente, quien por su parte parecía querer que el problema se
resolviese por ciencia infusa porque ni de coña quería convocar
concilio alguno, sacó la capa y se dedicó a torear a los
embajadores imperiales con elegancia. Finalmente, para cuando aceptó,
puso unas condiciones leoninas, casi todas inspiradas por el cardenal
Farnesio, futuro Pablo III. Por ejemplo, exigió un acuerdo a escala
europea en el sentido de que las negociaciones diplomáticas previas
al concilio negociarían el estatus resultante del mismo.
En esencia, desvalorizaba de principio la asamblea que decía estar
dispuesto a convocar (de ejemplos así aprendieron los partidos
políticos, con sus primarias abiertas, cerradas y mediopensionistas).
Las cosas cambiaron, sin embargo, con
la muerte de Clemente y el ascenso de Pablo III. Farnesio, de hecho,
ambicionaba la tiara, pero en las negociaciones de votación la
mayoría de los cardenales que lo apoyó dejó bien claro que era
conditio sine qua non que convocase la asamblea de
reunificación. Así las cosas, el 12 de junio de 1536, Pablo
publicaba la bula que convocaba, para mayo del año siguiente, el
concilio de Mantua. Reunión que nunca tuvo lugar porque, poco tiempo
después, el Imperio y Francia entraron de nuevo en guerra. Un hecho
que, supongo que el lector de estas notas ya lo tendrá claro, le
encantó al Papa. El inquilino de Roma sabía bien que la ambición
de Carlos era convertirse en el verdadero emperador de la
Cristiandad. Tenía Carlos el sueño renovado de Carlomagno, un sueño
al que tanto la Centroeuropa protestante como Francia como, desde
luego, Roma, deberían plegarse por su augusto proceder. Pablo no
quería convocar el concilio de Mantua, ni ningún concilio.
La paz de Niza dio fin a la tercera
guerra entre Carlos y Francisco, tras lo cual Pablo no tuvo más
remedio que convocar de nuevo el concilio, fijándolo para el 1 de
mayo de 1538, en Vicenza. Contaba, y acertó, con la oposición de
los protestantes, así como con la continuidad de las diferencias
entre Carlos y Francisco. Sin embargo, hay algo que le pudo, y es el
hecho de que el concilio era necesario. El propio Papa, muchas veces
acostumbrado a mirar hacia el Cielo para no observar los problemas de
la Tierra, cada vez podía regatear con más dificultad la realidad
de que las cosas iban de puta lástima para el bando católico. Así
pues, comenzó a coquetear con la idea de que, dominado por el
emperador o no, tal vez iba siendo hora de convocar el puñetero
concilio. Los más inteligentes de los miembros de la Curia, y muy
especialmente los que estaban en contacto directo con Alemania y los
obispos de aquel territorio, se lo aconsejaban constantemente. En una
entrevista entre el emperador y el Papa, celebrada en Lucca en 1541,
el Santo Padre quedó definitivamente convencido. El 22 de mayo de
1542, aun mediando los preparativos para la cuarta guerra entre
España y Francia, el Papa anunció la convocatoria de un concilio en
Trento para noviembre de aquel mismo año.
La propia localización del concilio
era un guiño hacia el emperador. Pablo sabía que los alemanes
habían hecho un fuerte lobby para que la reunión fuese en su
país. Trento era, para el Papa, la localización más alemana que
podía permitir sin que lo fuera. Trento, como ahora mismo veremos, era villa imperial, estaba
bajo la protección del rey Fernando, hermano de Carlos, pero estaba
mayoritariamente poblada por italianos. Era perfecta para la ocasión.
Hizo más el Papa por parecer ecuánime.
Los dos legados que nombró fueron Reginald Pole y Giovanni Girolamo
Morone; ambos cardenales más que sospechosos de connivencias con los
protestantes, sobre todo en lo tocante a la doctrina de la
justificación. De nuevo estallaron las hostilidades internacionales,
haciendo peligrar el concilio; pero lo cierto es que los legados se
presentaron en Trento en la fecha señalada, encontrando allí a
prelados básicamente italianos y alemanes, con una pequeña
representación francesa y española. Carlos quería que el concilio
comenzase al terminar la guerra, pero el Papa hizo abrir solemnemente
las sesiones y envió un mensaje a todos los mandatarios del
continente pidiéndoles que enviasen representantes. Sin embargo,
nadie acudió, por lo que Pablo debió cerrar las sesiones del
concilio por medio de una bula de 6 de julio de 1543.
El fondo de la cuestión era el potente
mosqueo que tenía Carlos con el Papa, en realidad con los Farnesio
en general. Esta potente familia italiana le había negado el apoyo
frente a la coalición franco-turca. Esto llevó al emperador a
buscar entre los protestantes el apoyo que necesitaba y que le negaba
su aliado natural, el Papa. Evidentemente, los protestantes pusieron
condiciones, y es por eso que Carlos les prometió en Spira (1544)
convocar un concilio general, libre y cristiano, esto es sin la
prelación papal; más aun, les prometió que, si conseguía dicha
convocatoria, el problema religioso alemán sería atendido y
organizado por una dieta imperial. En otras palabras, Carlos
V, a quien luego la propaganda nacionalcatólica llamaría martillo
de herejes y espada de Trento, en realidad les había prometido a los
alemanes que, si no veían otra posibilidad que provocar un cisma, él
se lo permitiría. Eso sí: no pensaba cumplirlo ni aunque le arrancasen el testículo izquierdo con un pelapatatas.
Conocedores de estas promesas, los
miembros de la Curia observaron con creciente preocupación las
victorias y avances imperiales en la guerra contra el (siempre
pérfido) francés. Se daban cuenta de que cada victoria acercaba más
la probabilidad de ese concilio general, sin reglas, que habría
adelantado cuatrocientos años la pérdida del poder temporal de
Roma. El 14 de septiembre de 1544, el Imperio y Francia firman la
paz, un documento notablemente ventajoso para Carlos, que en él
conseguía el apoyo galo a sus pretensiones de reordenación
religiosa. El Papa, notablemente preocupado, envía a Alemania al
cardenal Alessandro Farnese, quien rápidamente le contó al
emperador la milonga de que el Papa era su amiguito y que estaba
totalmente a favor del concilio. O sea, el famoso “un amigo, un esclavo, un siervo” de José Luis López Vázquez.
Pablo III, como casi todos los
inquilinos del Vaticano, era un sutil diplomático que no daba hilo
sin puntada. Contaba con un factor a su favor: la repugnancia de
fondo que sentía Carlos hacia la herejía protestante. Y no se
equivocó. Si las cosas hubieran sido como Carlos decía que eran,
probablemente la Historia de Europa habría tomado otro camino en
aquel convulso siglo XVI: un emperador con puentes tendidos hacia los
protestantes habría patrocinado un concilio general cuya conclusión,
probablemente, habría sido la restauración de una iglesia
federalizada en el que el principal perdedor sería el Papa. Sin
embargo, hubiera sido necesario que al frente del Sacro Imperio se
encontrase otra personalidad distinta de Carlos, un hombre siempre
proclive a la alianza católica contra el protestantismo. La
diferencia entre Carlos y la Curia, eso es cierto, es que el poder
temporal deseaba la reforma de la Iglesia; pero había un punto
secante de ambas rectas, que era la exclusividad en la Fe de la
organización católica, y eso el Papa lo sabía.
El punto de partida carlino respecto
del conflicto era simple: la Iglesia debía afrontar los males
interiores que la estaban corrompiendo; pero consideraba intocables
los dogmas de la Fe, lo cual lo colocaba en el lugar opuesto a los
protestantes e incapaz de un acuerdo con ellos. Para defender estos
puntos de vista contaba con el episcopado español, que lo apoyaba
completamente.
El 17 de septiembre de 1544, el papa
Pablo convocó a todos los obispos del orbe para estar en Trento el
15 de marzo de 1545. Además, había invitado a todos los príncipes
cristianos a asistir personalmente a los debates.
En aquellos tiempos, Trento era una
población de apenas 1.050 casas en las que vivían 10.000 personas.
Entonces, una parte de su población estaba formada por alemanes, que
con los siglos fueron desapareciendo progresivamente. Disponía de
diversos edificios civiles remarcables, como el palacio del Buon
Consiglio, residencia del obispo, así como una catedral románica.
Otra gran iglesia era la de Santa María la Mayor, construida en
mármol rosa, que fue la sede escogida para las sesiones.
Gobernada formalmente por el obispo,
Trento dependía de los Habsburgo, primero por ser tierras
imperiales, y segundo porque el conde del Tirol, en ese momento
Fernando, hermano de Carlos y rey de los Romanos, de Bohemia y de
Hungría, retenía diversos derechos sobre la villa.
En 1545, cuando comenzó la movida, el
obispo de la ciudad era Cristóbal, barón de Madruzzo. Hijo de uno
de los principales generales del emperador, era un servidor
incondicional de la casa imperial, que era la que había impulsado su
nombramiento, con apenas 19 de años, como obispo de Trento y de
Brixen. Con 35 años, muy poco tiempo antes del concilio, había sido
nombrado cardenal.
Pablo III estaba tan inseguro sobre los
derroteros que podían tomar los debates de Trento que su intención
siempre fue presidir el concilio personalmente. Sin embargo, obligado
como se vio a fijar para la reunión una sede en el norte de Italia,
en zona montañosa y un tanto hostil para las personas con escasa
salud, se encontró sin fuerzas para hacer el viaje y permanecer
allí. A su condición de casi octogenario con escasa movilidad había
que añadir que su vida personal (había sido padre, con minúsculas,
varias veces) lo colocaba, y él lo sabía, en una situación
complicada frente a los austeros obispos españoles.
Así las cosas, Pablo escogió tres
cardenales para que fuesen sus legados en la reunión.
El primero de ellos era el cardenal
Juan María del Monte, un curita salido de las capas bajas de la
sociedad y que tenía muy pocas luces para el sutil juego
diplomático. Colérico, a menudo impaciente, era fácil de
impresionar, y resulta difícil de entender por qué Pablo, un hombre
versado en las technicalities de
la alta Iglesia, lo eligió.
El
segundo legado, Marcelo Cervino, ya era otra cosa. Cardenal de la
Santa Cruz, hombre de piedad acendrada y reconocida, había sido
preceptor de los nietos Farnesio del Papa, además de amigo de
nuestro amigo el cardenal Caraffa, quien debemos recordar apadrinaba
entonces el partido de la reforma de la Iglesia, pero partiendo de su
total prevalencia católica. Cervino, igual que el napolitano, quería
un cambio en la Iglesia, pero no ponía en cuestión el monopolio
católico ni la necesidad de destruir las herejías.
El
tercer legado era la señal de conciliación para el partido
reformador: se trataba de Reginald Pole, un inglés de
sangre real, exiliado de su patria por Enrique VIII, y que
representaba la tendencia partidaria de la búsqueda de un punto
medio que permitiese la conciliación entre las dos tendencias de la
Iglesia. La presencia de Pole, sin embargo, debe de ser matizada. En
realidad, los tres legados eran simples instrumentos del Papa, quien
además se reservaba la última decisión en los temas importantes.
La capacidad de influencia en las decisiones de Pole era
prácticamente nula.
Los
legados entraron solemnemente en Trento el 13 de marzo de 1545.
Comenzaba el espectáculo.
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