Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa.
El Papa Pío IV, en efecto, adoptó, desde el primer minuto de su pontificado, una posición pragmática. Entendía lo que muchos de quienes lo habían apoyado opinaban sobre los excesos de la Contrarreforma durante los años de Caraffa; pero, al mismo entendía que la Iglesia se encontraba en una situación muy comprometida que no aconsejaba, precisamente, ponerle la proa a los pocos o muchos que se comprometiesen con la defensa de la fe. Así las cosas, bajo su mandato la labor del Santo Oficio, ciertamente, no se ralentizó que digamos. De hecho, el Papa se aplicó desde el primer momento a recuperar a muchos de los que se habían escapado de las cárceles de la Inquisición durante los días convulsos de la agonía de su predecesor. Nombró a su propio sobrino, el también cardenal Carlos Borromeo, para que formase parte del Santo Oficio, donde se desempeñó con gran celo.
El Papa Pío IV, en efecto, adoptó, desde el primer minuto de su pontificado, una posición pragmática. Entendía lo que muchos de quienes lo habían apoyado opinaban sobre los excesos de la Contrarreforma durante los años de Caraffa; pero, al mismo entendía que la Iglesia se encontraba en una situación muy comprometida que no aconsejaba, precisamente, ponerle la proa a los pocos o muchos que se comprometiesen con la defensa de la fe. Así las cosas, bajo su mandato la labor del Santo Oficio, ciertamente, no se ralentizó que digamos. De hecho, el Papa se aplicó desde el primer momento a recuperar a muchos de los que se habían escapado de las cárceles de la Inquisición durante los días convulsos de la agonía de su predecesor. Nombró a su propio sobrino, el también cardenal Carlos Borromeo, para que formase parte del Santo Oficio, donde se desempeñó con gran celo.
La labor inquisidora de Pío IV queda
muy clara en el dato de que fue durante sus años cuando se selló
definitivamente la suerte de la relapsa Renata de Ferrara. La verdad,
la muerte del rey de Francia, Francisco I, en 1547, puesto que era su
gran valedor, la había ya debilitado mucho. Enrique II, el sucesor
en el trono francés, ni siquiera la conocía, y además era un
auténtico talibán de la fe. La Iglesia envió a Ferrara a un
jesuita, el padre Palletario, para que, en connivencia con el marido
de Renata, que estaba un poco hasta los huevos de la heterodoxia de
su mujer, amurcase contra ella. Lentamente, todo el personal de
confianza de Renata fue despedido para aislarla; y, finalmente, ella
misma fue desplazada al castillo de Consandola, a unos cuantos
kilómetros de la propia ciudad. Renata, sin embargo, reaccionó
manteniendo su propaganda protestante, incluso desde su encierro. El
propio duque, en una carta escrita el 27 de marzo de 1554, le confesó
al rey de Francia los errores cometidos por su esposa, descripción
que hizo en los tonos más apocalípticos que encontró. La carta
tuvo el efecto esperado. Enrique, que estaba emparentado con la
duquesa, se tomó su actitud como un agravio familiar; contestó
enviando a Ferrara a un inquisidor francés, el padre Du Priz. El
cura francés había sido investido de grandes poderes
inquisitoriales; si lo consideraba necesario, le dijo el rey, podría,
de acuerdo con el duque, encerrar totalmente a la duquesa
impidiéndole cualquier contacto, separándola, por lo tanto, de sus
sirvientes y hasta de sus hijos.
Renata, sin embargo, permaneció sólida
en su fe, lo que provocó que fuese encerrada en el castillo
Dell'Este, donde sólo tenía contacto con dos damas de compañía.
Sus criados más fieles fueron, en algunos casos, torturados o
exiliados.
El 23 de septiembre de 1554,
finalmente, las fuerzas de Renata se acabaron, y anunció su deseo de
recibir la comunión bajo el rito católico, y de confesarse ante el
padre Palletario. Tras aquel acto, pudo regresar al palacio ducal y
ver de nuevo a sus hijos.
La cesión de Renata de Ferrara fue un
auténtico varapalo para los protestantes. Calvino, que la verdad no
era precisamente un hacha a la hora de empatizar con los demás, le
escribió una carta a su amiga en la que la colmaba de reproches.
Renata le contestó pidiéndole perdón por su debilidad y
asegurándole que en el fondo de su corazón permanecía, y
permanecería, protestante. De hecho, la correspondencia entre Renata
y Calvino continuó. Pero la vida ya no fue lo mismo para la duquesa,
la cual, fundamentalmente, fue maltratada desde entonces por su
marido quien, entre otras cosas, se gastó la fortuna de su mujer
hasta que reventó en 1559; año en el que, cuando se sintiera morir,
le impuso a su mujer, a cambio de dejarle en herencia parte de sus
posesiones, la promesa de dejar de escribirse con Calvino.
Alfonso dell'Este, el primogénito de
Renata, heredó la casa noble, lo cual en principio fue una buena
noticia para ella porque ambos estaban en buenas relaciones. Sin
embargo, en 1560 Alfonso viajó a Roma para presentarle sus respetos
a su soberano, el Papa, y regresó de aquella estancia con sus
sentimientos copernicanamente mudados respecto de su madre. De hecho,
le presentó el ultimátum de que, o presentaba pruebas claras de su
fe católica, o la echaría del ducado camino de Francia (donde su
destino no era muy ilusionante, teniendo en cuenta que el país lo
reinaba un rey al lado del cual Rouco Varela parecería el redactor
de los discursos de Pablo Iglesias).
Para Renata, la peor de las
consecuencias de su exilio francés sería dejar de ver a sus hijos.
Su hijo mayor, probablemente, pensó que se doblegaría, pues al fin
y al cabo ya lo había hecho algunos años antes. Sin embargo, algo
dentro de la cabeza de la duquesa debió decir: hasta aquí hemos
llegado. El 2 de septiembre de 1560, Renata de Francia, duquesa
consorte de Ferrara y de Módena, duquesa de Chartres, condesa de
Girors y dama de Montargis, abandona Ferrara para retirarse en el
castillo de Montargis, donde todavía viviría quince años más,
haciendo profesión continuada de su fe protestante y convirtiendo su
casa en un refugio de reformados huidos.
No fue Renata la única mujer que tuvo que dejar Ferrara por motivos religiosos. También hubo de hacerlo su amiga Olimpia Morata. Filósofa, poeta, erudita en lenguas clásicas, Olimpia había sido convencida por las ideas protestantes y se había casado con un, diríamos hoy, intelectual alemán, también él protestante, Andreas Gundler von Schweinfurt, al cual siguió hasta Heilderberg, donde enseñaría griego. Murió allí, cuando todavía contaba 29 años de edad.
No fue Renata la única mujer que tuvo que dejar Ferrara por motivos religiosos. También hubo de hacerlo su amiga Olimpia Morata. Filósofa, poeta, erudita en lenguas clásicas, Olimpia había sido convencida por las ideas protestantes y se había casado con un, diríamos hoy, intelectual alemán, también él protestante, Andreas Gundler von Schweinfurt, al cual siguió hasta Heilderberg, donde enseñaría griego. Murió allí, cuando todavía contaba 29 años de edad.
Olimpia Morata es una figura
desgraciadísimamente olvidada hoy en día, incluso por las
feministas que encontrarían muchas razones para admirarla. Susescritos
son muy interesantes y yo diría que incluso divertidos. Más que
Erasmo, que es un poco fofiserio para mi gusto.
A Renata de Ferrara y a Olimpia Fulvia
Morata les queda, en todo caso, el consuelo de que dejaron una ciudad
donde a Roma le costó un cojón erradicar el protestantismo. En 1568
la Iglesia tuvo que fomentar que fuesen quemadas vivas 16 personas en
la ciudad. En 1571, todavía hubo que quemar a quince monjes en un
solo acto. El propio duque Alfonso, con todo lo tiquismiquis y lo
tocapollas que se había demostrado con su madre, acabó ayudando a
los protestantes, consciente de la fuerza que tenían en sus
tierras.
Lo importante para la historia que
estamos contando es que la desgracia de Renata de Ferrara viene a
demostrar que Pío IV no fue el Papa anti-Inquisición que creían
que sería los cardenales que lo votaron. A pesar de ello, la Iglesia
acabaría haciendo santo a su sobrino, Carlos Borromeo, que no fue
sino el brazo tonto de su ley; el tipo que repartía las manos de
leches. Con fecha 1 de noviembre de 1561, Pío publicó una bula, que
dispensaba a los inquisidores de la mayoría de las formalidades
procesales y los hacía responsables tan sólo ante el Papa y la
congregación romana, colocando pues la Inquisición italiana bajo un
espeso paraguas de silencio y oscuridad. Los edictos de sus
antecesores sometiendo a los curas, obispos y cardenales a la
jurisdicción inquisitorial fueron renovados.
Nápoles. Una ciudad, lo sabemos, de
dominación española, donde ya hemos visto a la corona hispana
intentar imponer su Inquisición, tan sólo para encontrarse con una
oposición cerril. En 1564, los españoles lo volvieron a intentar, y
se montó un pollo de tal calibre que se les quitaron las ganas. Pero
lo que sí se estableció en la ciudad fue la Inquisición romana.
Inmediatamente, comenzó a cortar con la radial. Isabel Manríquez,
una habitual de las tertulias de Juan de Valdés, fue exiliada a
Zurich con su hijo. Un gentilhombre local, Galeas Caraccioli, siguió
el mismo destino de esta corajuda española que prefirió separarse
de su familia a separarse de su Dios. En el mes de marzo de aquel
mismo 1564, en la plaza de Mercado de la ciudad, fueron decapitados
por protestantes dos nobles locales: Gian Franceso de Alvise, de
Caserta; y Gian Bernardino de Gargana, de Aversa. A continuación,
fueron acusados incluso importantes mandos de la Iglesia en el reino,
tales como los arzobispos de Otranto, de Sorrento y de Reggio, amén
de un montón de obispos.
Con todo, la principal “obra” de
Pío IV fue el asunto de los valdenses de Calabria.
Al comienzo del siglo XIV, algunos
valdenses establecidos en su territorio inicial, los Alpes, lo
abandonaron a causa de la pobreza de aquellas tierras. Muchos de
ellos emigraron a las costas de la Calabria citerior, donde entonces
casi no había habitantes. Se establecieron entre los Apeninos y el
mar Tirreno, sobre todo en la villa de Guardia. Formalmente, aquellos
valdenses y sus sucesores respetaban los ritos católicos; pero en el
fondo seguían siendo protestantes, entre otras cosas porque
aceptaban de buen grado la visita de misioneros reformados llegados
del Piamonte.
Cuando la Reforma luterana comenzó en
serio, los valdenses alpinos se acordaron sus hermanos calabreses y
les comenzaron a enviar más misioneros, con los que los valdenses de
Guardia decidieron hacerse protestantes con todas las de la ley.
Estos movimientos no escaparon al escrutinio de las autoridades
españolas, que acabaron interceptando a uno de estos misioneros
valdeses, Juan Luis Pasquale, un estudiante de la escuela calvinista
de Lausana que había traducido el Nuevo Testamento al italiano. Lo
llevaron a Roma, lo torturaron a cascoporro y, finalmente, el 8 de
septiembre de 1560, lo estrangularon. La ejecución, por cierto, se
celebró en presencia del Papa y del colegio cardenalicio; y es, tal
vez, éste el momento de recordarle a los amantes de la Leyenda Negra
que jamás rey español alguno ha sido testigo directo de cómo las
personas relajadas por la Inquisición eran quemadas.
En junio de 1562, el virrey de Nápoles
envía a Ascagnio Colonna, a la Calabria citerior, acompañado de un
auténtico ejército de inquisidores. Colonna llevaba instrucciones
para el gobernador de Calabria, Marino III de Caracciolo, marqués de
Buccianico, en el sentido de que los valdenses debían ser
erradicados. Los soldados que acompañaban a los curas destruyeron
negocios, casas, villas, cosechas. Los valdenses fueron hechos
prisioneros por miles. Muchos de ellos fueron torturados, colgados de
los árboles, fueron desangrados como cerdos en San Martín,
arrojados vivos por los barrancos. Inicialmente, ni siquiera las
promesas de convertirse los salvaban; posteriormente, la intercesión
de algunos jesuitas logró conservar la vida de algunos. Aquéllos
que se mostraban tercamente contrarios a las predicaciones
sacerdotales eran quemados vivos.
Esta masacre está contada con
bastantes pelos y señales en el quinto tomo de las Historiae
Societatis Iesu del jesuita
Francesco Sacchino. Es más fácil encontrarse una perla cultivada en
la ingle izquierda que una edición moderna de este libro en algún
sitio; yo lo cito por si eres un mega-friqui de la movida.
Las cifras son éstas: 2.000 personas
muertas y 1.600 más encarceladas, la mayor parte de ellas de por
vida. Pero ésta de los valdenses de Calabria no es una desgracia,
digamos, mediática. A los italianos no les gusta hablar de ella y a
los amigos de la Leyenda Negra tampoco, pues, aunque fue una
bestialidad cometida por los españoles, en realidad estuvo
teledirigida y financiada por el propio Papa; lo cual viene a
desmentir esa tesis de que, en medio de una Europa humanista que
estaba poco menos que a piques de firmar la Declaración de los
Derechos Humanos, ahí estábamos los españoles, fanáticos,
sangrientos y crueles, haciendo de las nuestras mientras los demás
miraban horrorizados.
Y una mierda.
No había terminado Roma con los
calabreses. Cuando terminó de masacrar a los valdenses, se fijó en
los calabreses protestantes de Reggio, una ciudad en la que era
sospechoso de herejía hasta el propio arzobispo, el franciscano
Gaspar Fossa. El mismo año 1562 que fue testigo de la masacre de
Guardia, el virrey envió a Reggio al inquisidor Antonio Pansa, que
encarceló a un montón de gente, buena parte de la cual fue
ejecutada finalmente. Todos los que abjuraron de sus creencias
hubieron de llevar todo el resto de su vida sendas hojas amarillas en
el pecho y en la espalda con una cruz roja cosida.
Los valdenses también fueron
perseguidos en esa época, aunque con menor crueldad, en Piamonte. El
duque Emmanuel Filiberto de Saboya, que había sido expulsado de sus
tierras por los franceses a causa de su entendimiento de los
españoles, volvió como consecuencia de la paz de Câteau-Cambresis,
e inmediatamente se mostró comprensivo con los valdeses locales, eso
sí, tratando de convencerles de que aparentasen ser buenos católicos
para no provocar la ira papal. Sin embargo, los valdenses siguieron a
lo suyo, lo cual provocó que Laínez, general de los jesuitas,
facturase hacia allí a uno de los suyos, el padre Possevin. Entre
este jesuita, el nuncio apostólico y el embajador español le
comieron la oreja a Emmanuel Filiberto, quien asimismo ordenó al
gobernador de Pignerol que derribase las fortalezas de los valdenses
y arrestase a sus predicadores. El ataque provocó que los valdeses
se refugiasen en las cercanas montañas. El duque mandó contra ellos
a una fuerza de 2.000 hombres, pero la montaña es mucha montaña: el
5 de junio de 1562, hubo de firmar un acuerdo con los valdenses que
venía a significar, básicamente, que los dejaba en paz.
El mandato de Pío IV, al fin y a la
postre, sirvió para que aquellos miembros del colegio cardenalicio
que pensaban que la Iglesia se podía gobernar de otra manera se
acabasen convenciendo de que no era posible. Tanto es así la cosa
que cuando este Papa que iba a cambiar las cosas y no cambió una
mierda la espichó (en medio del puente de la Constitución española
de 1565), el cónclave eligió como nuevo Papa (Pío V) nada menos
que a Michele Ghislieri, esto es, el brazo armado de Caraffa. De hijo
puta a hijo puta, yo voy y sigo la ruta. Fue Papa seis años, durante
los cuales la Inquisición llegó a su ápex.
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