miércoles, septiembre 28, 2016

Trento (4)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús.

La Compañía de Jesús nació en el momento más necesario para el papado. Escandinavia e Inglaterra habían salido ya de su ámbito de influencia, y en Alemania la lucha se estaba perdiendo claramente. Sin embargo, lo más importante en el Vaticano no era eso. Lo más importante eran las fuertes tendencias de oposición que se apreciaban en los bastiones católicos de Europa, como Francia, Italia o España, donde había mucha gente que estaba bastante hasta los huevos de los escándalos de la Curia. Una de estas personas era el emperador en persona, Carlos, quien demandaba una reforma a fondo de la institución.


La metodología vaticana establecía que, tras la presentación de las constituciones por parte de Loyola, el Papa debía nombrar una comisión formada por tres cardenales para que las analizasen. Los tres prelados que fueron designados resultaron ser gentes bastante hostiles a Ignacio. El principal de ellos era el cardenal Bartolomeo Guidiccioni. Guidiccioni, en realidad, no era hostil a los jesuitas, sino en general a las órdenes religiosas, a las que consideraba origen de buena parte de los males de la Iglesia. Ante tamaña oposición, Loyola hizo lo que había aprendido a hacer, esto es: buscarse buenos padrinos. Supo ganarse, por ejemplo, al cardenal Rodolfo Pío de Carpio, a la importante familia Contarini, o incluso a la duquesa de Parma, Ana de Austria, quien era, a la vez, hija de Carlos V y churri de un nieto del propio Papa. Por si esto fuera poco, los largos y potentes tentáculos de la obra de la Compañía en Portugal ganaron para su causa al rey Joao III, quien quería utilizar a la orden tanto en su país como en sus colonias. Joao instruyó a su embajador ante la Santa Sede, el navegante mertolense Pedro de Mascarenhas, para que hiciese todo lo que estuviese en su mano; y el luso se aplicó a comer orejas y lubricar voluntades. Así las cosas la comisión, más acojonada que otra cosa, acabó estampando su nihil obstat al inicio de la propuesta.

Tras tres años de estancia política en Roma, Natxo tenía lo que había ido a buscar. Con fecha 27 de septiembre de 1540, Pablo III hace pública su bula Regimini militantis Ecclesiae, en la que otorga carta de existencia a la Compañía de Jesús, eso sí, a condición de que su número de miembros nunca sobrepasase los sesenta... y no, que nadie se vaya a pensar que los actuales jesuitas se están saltando la bula a la torera. El propio Pablo, tres años después, en su buloso texto Injuctum nobis (14 de marzo de 1543), destopó la nómina jesuítica. Aunque Loyola, luego lo veremos, pasó una época que trató de cumplirla, aunque fuese nominalmente.
  
Considero a mis lectores lo suficientemente listos como para haber adivinado ellos solitos que Ignacio de Loyola fue elegido primer general de la orden; aunque, en un gesto de humildad innecesaria muy típico de los jesuitas, dejó su papeleta de votación en blanco (cosa que se preocupó de que todos supiesen; lo cual también es muy jesuítico, pues de qué sirve la humildad que sólo ve Dios...)

La gran innovación de la Compañía de Jesús es entender que estaba en una guerra, asunción ésta que afectaba de lleno al tipo de soldado que necesitaba. En famosa frase, Ignacio nos dice que un hombre exquisitamente prudente y de una santidad mediocre es preferible a la mayor de las santidades pero sin prudencia. Los jesuitas son los primeros hombres de Dios que, de forma estratégicamente diseñada, buscan para su grey hombres inteligentes, taimados; verdaderos estrategas de la Fe. Todos los que han venido detrás y han buscado perfiles parecidos (sin ir más lejos, el Opus Dei) no han hecho sino imitar a Recalde en esto. Un buen cazador de almas, decía el primer general hoy santo, debe a veces dejar pasar las cosas en silencio, como si no se hubiese enterado de nada; más tarde le llegará la oportunidad de dirigir a su discípulo por donde decida (de aquí viene la fama de tolerantes de los jesuitas). En consejos como éste vemos aflorar, por primera vez en la Historia de la cristiandad, a ese sacerdote ecléctico y calculador, que se acerca al enemigo (en ese momento, al protestante) como si casi estuviese de acuerdo con él, para así poder estar cerca de él y controlarlo. La famosa frase de Michael Corleone: “ten cerca a tus amigos, pero más cerca aun a tus enemigos”, podría haberla firmado cualquiera de los grandes padres de la Compañía.

El padre Juan Alfonso de Polanco, secretario de Iñaki y cuya interesante biografía ha sido por cierto publicada, es autor de una carta sobre el buen soldado de Cristo que de ello se jacte, en la cual se describen las características que The Boss quería en un buen jesuita. En esta carta, cuyo destinatario era el rector del colegio de Coimbra y su año 1551, se nos dice que el adecuado jesuita debe de tener una buena disposición para las ciencias o para las obras exteriores (nada de eremitas ni de gañanes); y debe ser joven, de un físico adecuado (fuerte y sano). La carta no dice nada de que el aspirante deba saber declamar jaculatorias en varios idiomas o que orine incienso. Eso de la piedad y tal, o bien Polanco lo daba por sobreentenido by default, o lo mismo no era tan importante. Ignacio quería acólitos que tuviesen una buena densidad de midiclorianos; eso de ser un Jedi, ya se lo explicaría él.

Nada más ser aprobada la Compañía, Ignacio puso a sus miembros en constante movimiento. Una norma que estableció pronto fue tender a no enviar a sus acólitos a aquel país del que procedían. Por eso, envió a los franceses a Portugal, a los españoles a Francia y a los italianos a España. Quería que sus jesuitas fuesen multitarea y además capaces de desarrollarlas en cualquier rincón del mundo. Al principio, hacía viajar constantemente a sus gentes para que así pareciese que la orden era más grande de lo que era. Además, por el camino tanto cambio servía para prevenir las tendencias ascéticas o contemplativas, y para que todo el mundo se centrase en el estudio y en las tareas que se le encomendasen.

Apenas seis años después de haber comenzado, la Compañía tenía ya centenares de miembros. Tan pronto como 1545, la Compañía se vio obligada a estrechar la puerta de entrada. 

Los papas colaboraron entusiásticamente al desarrollo de la orden. En 1545, Pablo III les otorga el permiso para administrar la eucaristía, confesar, otorgar la absolución y predicar en cualquier parte del mundo. Dos años después, libera a todos los jesuitas de la vigilancia de conventos femeninos para así poder centrarlos en su labor. En 1549, los jesuitas reciben en bloque todos los privilegios concedidos a las órdenes monásticas, sobre todo el de absolver aquellos pecados que el Derecho Canónico reservaba al conocimiento de la sede apostólica. Incluso, aunque normalmente esta facultad se suspendía durante los jubileos, el Papa Julio III se la concedió a los jesuitas en toda hora. Este mismo Papa, en 1551, amenazó a de excomunión a todo aquél que atacase a las instituciones o derechos de los jesuitas.

El Papa no fue, sin embargo, el único personaje poderoso atraído por la Compañía. De hecho, fue a los ostentadores del poder temporal frente a quien Ignacio hizo más esfuerzos. El de Loyola, ya lo hemos dicho, podía ser muy creyente, cosa que no dudamos; pero lo que era, por encima de todo, era un tipo listo que no dudaba ser un cabrón con otros y arrearles codazos en todo el bebe para medrar él. Así, consiguió acercarse con éxito a no pocos príncipes a los que convenció de que le cediesen a él activos de otras órdenes religiosas, por el simple mecanismo de hacerles ver que también ellos podrían quedarse con su tajada. A esto le llamaron reforma de los conventos pero, la verdad, en no pocos casos parece más bien una OPA hostil (un chiste fácil nos permitiría decir que más bien hostial) con muy pocos escrúpulos de por medio. En lugares como Baviera o la propia España, esta estrategia le salió a Nacho de puta coña. Si el soberano ponía pies en pared o los atacaba, se refugiaban en las faldas del Sumo Pontífice. De esta manera las cosas, cuando no eran voluntad de Dios (del Papa), lo eran de su más humilde servidor (el rey católico; notablemente, Carlangas Primus).

De forma probablemente obvia, el lugar donde mejor le fue a la Compañía en los primeros años fue en Parma. Al fin y al cabo, allí gobernaban los Farnesio, parientes del Papa. Uno de los primeros y principales lugartenientes de Recalde, Diego Laínez, fue enviado a Venecia, ciudad que amenazaba con caer entera en los brazos de los luteranos. Laínez era un buen retórico, así pues pronto destacaron sus sermones. Un rico veneciano llamado Lippomano decidió ayudar a lo jesuitas a establecerse en la ciudad de los canales, además de cederles un priorato de su propiedad en Padua, donde fundaron un colegio.

Ignacio mismo fundó en Roma la primera residencia de su orden en 1550, con la idea de convertirla en su headquarters (aunque en realidad se llamó Collegium Romanum, del que es heredera la Universidad Pontificia Gregoriana). En 1557, la Compañía adquiere el palacio Salvati, en el lugar donde hoy está el Gesù, la iglesia madre de la orden.

En 1552, con el objetivo de combatir la herejía con sus propias armas, concibe la idea de fundar un Colegio Alemán en Roma, donde jóvenes germanos serían preparados para profesar en la Compañía. Inmediatamente comienza el crowfunding (no, no me he olvidado de la d) para la obra, al que se adscriben encantados el propio Papa y más de treinta cardenales. El 31 de agosto de 1552, el colegio es aprobado por una bula papal. Este colegio, de hecho, servirá de modelo para los seminarios episcopales creados con la impulsión de Trento algunos años más tarde.

Pablo III publica en 1548 la bula Pastoralis officii cura, en la que se deshace en elogios hacia la Compañía de Jesús. Y no es para menos, porque alberga para ellos el proyecto de usarlos como espadaña para la lucha contra el luteranismo. Dos de los pesos pesados de la Compañía: Alfonso Salmerón y Pasquier Brouet, son nombrados nuncios del Papa y enviados a Irlanda, donde los partidarios de Enrique VIII están recorriendo las calles a hostia limpia. La verdad es que le echaron un par: sin siquiera conocer el idioma, allá que se fueron disfrazados, y recorrieron el país galvanizando a los católicos hasta que el Papa, consciente de que cualquier día les iban a serrar el gañote, los hizo llamar de vuelta.

A estas alturas de la peli, podréis pensar: con este éxito sin paliativos en el ámbito católico, es de esperar que el rey y emperador Carlos no se les resistiese en nada a los jesuitas. Pero os equivocaréis. Carlos I recibió con alborozo la propuesta de quedarse con parte de los conventos que aceptase reformar; pero, más allá, no ocultó su desconfianza hacia los jesuitas, que no dejaba de ser desconfianza hacia el Papa. Al rey de España (entre otras naciones) no le gustaba nada aquella orden que prometía obediencia ciega a un tipo que ya había intentado alguna que otra vez introducirle a él algún pepino por el orto. Además, desde los reyes católicos la corona hispana había tomado partido por los dominicos, que al fin y al cabo tenían la concesión de la Inquisición; y que, desde luego, hacían todo lo que podían por comerle la oreja al rey sobre Recalde y los suyos. Los jesuitas, decían los dominicos, admitían en su grey cristianos nuevos, descendientes de judíos (cosa que probablemente es cierta, pues la Compañía buscaba la brillantez, no el ciego fanatismo). Melchor Cano, teólogo dominico, consideraba que los jesuitas no eran sino los anunciadores del Anticristo. Según se ocupaba de decir en las tertulias, tanto el fundador de la orden dominica como el de la franciscana habían hecho milagros, cosa que, remachaba con displicencia, el de la jesuita ni había hecho, ni haría; lo cual demostraba que no era un enviado de Dios.

Bajo fuerte presión dominica, las universidades salmantina y alcalaína se pronunciaron contra los jesuitas. El padre Juan Martínez Silíceo, cardenal arzobispo de Toledo y por lo tanto primado de las Españas, prohibió a sus diocesanos confesarse con jesuitas, bajo pena de excomunión; y a los clérigos les prohibió relacionarse con ellos. En Zaragoza, las autoridades eclesiásticas amagaron con excomulgarlos, y levantaron a las gentes contra ellos.

Desgraciadamente para la cúpula eclesial y temporal, a veces ellos van por un lado, pero la gente va por otro. La Compañía de Jesús no dejaba de ser una orden fundada por un español, y algunos de cuyos principales coroneles también lo eran; resultaba muy difícil impedir que su labor prendiese en la tierra de los conejos. La habilidad política de Recalde, además, supo ganarse pronto a Francisco de Borja o Borgia, duque de Gandía y virrey de Cataluña, que se convirtió en el gran sponsor de los jesuitas en España. En 1548, Borgia se hizo jesuita y, al año siguiente, le cedió a la orden la universidad de Gandía, que había fundado él mismo a sus expensas. En Valencia, verdadero stronghold del aristócrata, la gente hacía cola por entrar en las iglesias donde predicaba un jesuita como ahora para ver una peli de George Lucas. Igual ocurría en Alcalá de Henares, donde predicaba un jesuita carente de instrucción literaria previa, Francisco Villanueva, pero que sin embargo encendía las almas con sus palabras. También en 1548, los jesuitas construyeron un colegio en Salamanca, en el seno de su universidad. Esto venía a coincidir con toda una obsesión del general de la orden, que ya había obligado a sus primeros acólitos a estudiar en universidades como Lovaina o París.

Sin embargo, hay que hacer notar que España no fue el único lugar donde los jesuitas se encontraron con resistencias. En los Países Bajos tardaron mucho en ser admitidos y en Cambrai, el arzobispo local les prohibió ejercer toda función eclesiástica, y no cambió de idea por mucho que el nuncio apostólico en Bruselas trató de convencerle.

En esas circunstancias, para Loyola fue una gran noticia que en 1555 Carlos decidiese renunciar a sus posesiones flamencas. Estratégicamente, consideró que le sería más fácil acercarse a su hijo, Felipe. Por eso le envió a Pedro de Ribadeneyra, quien sin embargo se encontró a un rey muy católico, sí; pero de canto. Felipe II había heredado la desconfianza estratégica hacia los jesuitas de su padre. Le dijo al cura enviado que entendía la función y objetivos de las constituciones de todas las órdenes religiosas menos de la suya. Fiel a su forma de ser, Felipe resolvió el conflicto que se le presentaba encargando un informe a su asesor Viglius ab Zuichemus Aytta sobre la materia. Viglius se encontró con un Flandes netamente posicionado contra los jesuitas, tanto en su vertiente eclesiástica como civil. Les acusaban de ser un peligro para el resto de las órdenes y de tener unas relaciones demasiado estrechas con los poderosos. Tras esa encuesta, de hecho, el propio Viglius se convirtió en un opositor a los jesuitas quienes, en puridad, sólo contaban a su favor en la corte de Felipe con el duque de Feria, Gómez III Suárez de Figueroa y Córdoba. Un hermano del duque era ya jesuita, razón por la cual estaba de su parte. Aprovechando que Feria tenía bastante ascendiente ante el rey, los jesuitas consiguieron en 1556 el permiso real para establecerse en Flandes, con la condición de que no podrían poseer activo alguno sin el permiso de los gobernantes de los Estados provinciales. Fue suficiente para ellos, puesto que la gobernadora de Flandes, Margarita de Austria, les era simpatizante. Para escándalo de los Estados provinciales, Margarita escogió un confesor jesuita y, en 1562, les concedía el privilegio de fundar sendos colegios en Lovaina y Amberes; ciudad ésta última que quedó quebrada en dos por la entrada de los jesuitas, cálidamente apoyada por los comerciantes españoles, y rechazada por el resto de la peña.

Los jesuitas en Flandes se beneficiaron, sobre todo, de ser el exotismo de moda. Por extraño que pueda parecer, se hicieron especialmente famosos entre las mujeres de la alta sociedad, que incluso se reunían para ser flageladas por los propios jesuitas, noticia ésta que causó gran escándalo entre la gente (y es que es rarita, rarita...) En Frisia occidental, a un jesuita llamado padre Andrés que quiso fundar un colegio le dieron una mano de leches y lo obligaron a huir a Bruselas. No hay que explicar, supongo, que las gentes que hacían eso sabían bien que no serían castigadas por ello por el poder temporal. No sería hasta 1584 que se levantasen todas las restricciones a la orden en Flandes.

El 23 de mayo de 1555 accedió al papado el cardenal Caraffa, que tomó el nombre continuista de Pablo IV. Caraffa, al que hemos visto fundando la orden de los teatinos, había pasado en aquellos años de partidario a enemigo de Loyola. Caraffa, como cabeza de un proyecto católico competidor, lógicamente tenía reservas ante el crecimiento champiñónico de los jesuitas; pero es que, además, era un decidido partidario de la Inquisición, motivo que lógicamente lo acercaba a los dominicos. Last but not least, Juan Pedro le tenía una ojeriza de cojones a los españoles; tanta, que llegar al solio y declararles la guerra fue todo uno.

Caraffa se desempeñó con astucia. Primero intentó ensayar la pura y simple disciplina papal, ordenando que los jesuitas se limitasen a realizar el servicio del coro en las iglesias; pero la obstinada oposición de Recalde se lo impidió. Entonces, como digo, jugó otras cartas. Consciente de que Diego Laínez era una pieza fundamental en la orden, decidió ordenarlo cardenal; un caramelo envenenado que estaba destinado a cauterizarlo como estratega jesuita. Tanto Loyola como el propio Laínez se negaron. Entonces, haciendo uso de su autoridad, le encomendó la reforma del tribunal vaticano encargado de recibir los beneficios eclesiásticos y distribuir las dispensas para los matrimonios (esto es: la Dataria apostólica). Laínez comenzó obedeciendo; pero cuando llegase a la conclusión de que se estaba apartando en exceso de su orden, simplemente abandonó el Vaticano para irse a la residencia de los jesuitas.

De esta manera, Caraffa, por mucho que lo intentó, no consiguió amargar los últimos años de la vida del fundador. Esta amargura, a decir verdad, le llegó desde su propia grey.

Ignacio de Loyola era un tipo, la verdad, bastante teatral. Ya hemos dicho antes que, en parte, es él quien ha dejado en las autoridades eclesiásticas esa impronta de ir por la vida diciendo que cada uno de ellos es sólo un pecador, el último de los corderos de Dios, bla. A Recalde ese discurso le iba un montón. Solía dedicar tiempo a bajar a la cocina de la residencia donde se encontrase a realizar las labores más humildes. Pero una cosa es pelar puerros de vez en cuando y otra muy distinta dejar que la orden la mangoneasen otros. Exactamente igual que un Papa se declara muy humilde y lava unos cuantos pies un día al año pero, sin embargo, cotidianamente en su Sede no se mueve ni Dios (literalmente) sin una orden suya, Ignacio de Loyola, dijese lo que dijese y hiciese lo que hiciese, quería el poder absoluto sobre la orden que había fundado. Así las cosas, cuando en el otoño de 1554 le insinuaron que, para aliviar sus cargas, nombrase un vicario, se puso como el puma de Baracoa. Sin embargo, se encontró con que el resto de los notables de su orden estaban de acuerdo con la medida, y finalmente hubo de ver cómo, el 1 de noviembre le elegían al padre Jerónimo Nadal. Loyola aceptó pero, vaya hombre, un año después decidió que Nadal era absolutamente necesario en España, lo mandó allí y se lo quitó de en medio. No fue hasta los últimos momentos de su vida que abandonó el gobierno de la orden, y aun entonces, tal vez consciente mejor que nadie de que el gobierno de uno solo no es cosa recomendable, le encargó la nave de la compañía a la troika formada por los padres Juan Polanco, Cristóbal Madrid y Jerónimo Nadal. Murió el 30 de julio de 1556.

Nunca nadie en la Historia anterior de la cristiandad había creado un movimiento, una orden religiosa, y había conseguido ser contemporáneo de un éxito de tal magnitud. A la muerte de Loyola, la Compañía de Jesús tenía un millar de miembros, aunque en realidad sólo tenía 35 profesos o miembros efectivos (un signo claro de que Loyola había entendido el mensaje papal contenido en aquella primera limitación a 60 miembros, que él interpretó a su manera). Contaba con un centenar de casas distribuidas en 13 provincias.

Eso sí: en una cosa los jesuitas habían fracasado (o no, que con ellos nunca se sabe): si su objetivo había sido establecerse donde la Reforma estaba prendiendo, lo cierto es que su mayor implantación de observaba en los países mediterráneos, que eran precisamente los que permanecían en la fe católica. Sirvieron, pues, más de freno del protestantismo que para la recuperación de territorios perdidos o en disputa.


Con el nacimiento y consolidación de los jesuitas habremos terminado nuestras notas sobre la reacción contra el luteranismo basada en la reforma de órdenes religiosas y la fundación de otras. Ahora debemos ocuparnos de otro elemento importante que, dice la Leyenda Negra, sólo existió en España y contra los judíos: la Inquisición.

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