La Compañía de Jesús nació en el momento más necesario
para el papado. Escandinavia e Inglaterra habían salido ya de su ámbito de
influencia, y en Alemania la lucha se estaba perdiendo claramente. Sin embargo,
lo más importante en el Vaticano no era eso. Lo más importante eran las fuertes
tendencias de oposición que se apreciaban en los bastiones católicos de Europa,
como Francia, Italia o España, donde había mucha gente que estaba bastante
hasta los huevos de los escándalos de la Curia. Una de estas personas era el
emperador en persona, Carlos, quien demandaba una reforma a fondo de la
institución.
La metodología vaticana establecía que, tras la
presentación de las constituciones por parte de Loyola, el Papa debía nombrar
una comisión formada por tres cardenales para que las analizasen. Los tres prelados
que fueron designados resultaron ser gentes bastante hostiles a Ignacio. El
principal de ellos era el cardenal Bartolomeo Guidiccioni. Guidiccioni, en
realidad, no era hostil a los jesuitas, sino en general a las órdenes
religiosas, a las que consideraba origen de buena parte de los males de la
Iglesia. Ante tamaña oposición, Loyola hizo lo que había aprendido a hacer,
esto es: buscarse buenos padrinos. Supo ganarse, por ejemplo, al cardenal
Rodolfo Pío de Carpio, a la importante familia Contarini, o incluso a la
duquesa de Parma, Ana de Austria, quien era, a la vez, hija de Carlos V y
churri de un nieto del propio Papa. Por si esto fuera poco, los largos y
potentes tentáculos de la obra de la Compañía en Portugal ganaron para su causa
al rey Joao III, quien quería utilizar a la orden tanto en su país como en sus
colonias. Joao instruyó a su embajador ante la Santa Sede, el navegante
mertolense Pedro de Mascarenhas, para que hiciese todo lo que estuviese en su
mano; y el luso se aplicó a comer orejas y lubricar voluntades. Así las cosas
la comisión, más acojonada que otra cosa, acabó estampando su nihil obstat al inicio de la propuesta.
Tras tres años de estancia política en Roma, Natxo tenía
lo que había ido a buscar. Con fecha 27 de septiembre de 1540, Pablo III hace pública
su bula Regimini militantis Ecclesiae,
en la que otorga carta de existencia a la Compañía de Jesús, eso sí, a
condición de que su número de miembros nunca sobrepasase los sesenta... y
no, que nadie se vaya a pensar que los actuales jesuitas se están saltando la
bula a la torera. El propio Pablo, tres años después, en su buloso texto Injuctum nobis (14 de marzo de 1543),
destopó la nómina jesuítica. Aunque Loyola, luego lo veremos, pasó una época que trató de cumplirla, aunque fuese nominalmente.
Considero a mis lectores lo suficientemente listos como
para haber adivinado ellos solitos que Ignacio de Loyola fue elegido primer
general de la orden; aunque, en un gesto de humildad innecesaria muy típico de
los jesuitas, dejó su papeleta de votación en blanco (cosa que se preocupó de
que todos supiesen; lo cual también es muy jesuítico, pues de qué sirve la humildad que sólo ve Dios...)
La gran innovación de la Compañía de Jesús es entender
que estaba en una guerra, asunción ésta que afectaba de lleno al tipo de soldado que necesitaba. En famosa frase,
Ignacio nos dice que un hombre exquisitamente prudente y de una santidad
mediocre es preferible a la mayor de las santidades pero sin prudencia. Los
jesuitas son los primeros hombres de Dios que, de forma estratégicamente diseñada,
buscan para su grey hombres inteligentes, taimados; verdaderos estrategas de la
Fe. Todos los que han venido detrás y han buscado perfiles parecidos (sin ir más
lejos, el Opus Dei) no han hecho sino imitar a Recalde en esto. Un buen cazador
de almas, decía el primer general hoy santo, debe a veces dejar pasar las cosas
en silencio, como si no se hubiese enterado de nada; más tarde le llegará la
oportunidad de dirigir a su discípulo por donde decida (de aquí viene la fama de tolerantes de los jesuitas). En consejos como éste
vemos aflorar, por primera vez en la Historia de la cristiandad, a ese
sacerdote ecléctico y calculador, que se acerca al enemigo (en ese momento, al
protestante) como si casi estuviese de acuerdo con él, para así poder estar
cerca de él y controlarlo. La famosa frase de Michael Corleone: “ten cerca a
tus amigos, pero más cerca aun a tus enemigos”, podría haberla firmado
cualquiera de los grandes padres de la Compañía.
El padre Juan Alfonso de Polanco, secretario de Iñaki y
cuya interesante biografía ha sido por cierto publicada,
es autor de una carta sobre el buen soldado de Cristo que de ello se
jacte, en la cual se describen las características que The Boss quería en un buen jesuita. En esta carta, cuyo
destinatario era el rector del colegio de Coimbra y su año 1551, se nos dice
que el adecuado jesuita debe de tener una buena disposición para las ciencias o
para las obras exteriores (nada de eremitas ni de gañanes); y debe ser joven,
de un físico adecuado (fuerte y sano). La carta no dice nada de que el
aspirante deba saber declamar jaculatorias en varios idiomas o que orine
incienso. Eso de la piedad y tal, o bien Polanco lo daba por sobreentenido by default, o lo mismo no era tan
importante. Ignacio quería acólitos que tuviesen una buena densidad de
midiclorianos; eso de ser un Jedi, ya se lo explicaría él.
Nada más ser aprobada la Compañía, Ignacio puso a sus
miembros en constante movimiento. Una norma que estableció pronto fue tender a
no enviar a sus acólitos a aquel país del que procedían. Por eso, envió a los
franceses a Portugal, a los españoles a Francia y a los italianos a España.
Quería que sus jesuitas fuesen multitarea y además capaces de desarrollarlas en
cualquier rincón del mundo. Al principio, hacía viajar constantemente a sus
gentes para que así pareciese que la orden era más grande de lo que era. Además,
por el camino tanto cambio servía para prevenir las tendencias ascéticas o
contemplativas, y para que todo el mundo se centrase en el estudio y en las
tareas que se le encomendasen.
Apenas seis años después de haber comenzado, la Compañía
tenía ya centenares de miembros. Tan pronto como 1545, la Compañía se vio
obligada a estrechar la puerta de entrada.
Los papas colaboraron entusiásticamente al desarrollo
de la orden. En 1545, Pablo III les otorga el permiso para administrar la
eucaristía, confesar, otorgar la absolución y predicar en cualquier parte del
mundo. Dos años después, libera a todos los jesuitas de la vigilancia de
conventos femeninos para así poder centrarlos en su labor. En 1549, los
jesuitas reciben en bloque todos los privilegios concedidos a las órdenes monásticas,
sobre todo el de absolver aquellos pecados que el Derecho Canónico reservaba al
conocimiento de la sede apostólica. Incluso, aunque normalmente esta facultad
se suspendía durante los jubileos, el Papa Julio III se la concedió a los
jesuitas en toda hora. Este mismo Papa, en 1551, amenazó a de excomunión a todo
aquél que atacase a las instituciones o derechos de los jesuitas.
El Papa no fue, sin embargo, el único personaje
poderoso atraído por la Compañía. De hecho, fue a los ostentadores del poder
temporal frente a quien Ignacio hizo más esfuerzos. El de Loyola, ya lo hemos
dicho, podía ser muy creyente, cosa que no dudamos; pero lo que era, por encima
de todo, era un tipo listo que no dudaba ser un cabrón con otros y arrearles
codazos en todo el bebe para medrar él. Así, consiguió acercarse con éxito a no
pocos príncipes a los que convenció de que le cediesen a él activos de otras órdenes
religiosas, por el simple mecanismo de hacerles ver que también ellos podrían
quedarse con su tajada. A esto le llamaron reforma de los conventos pero, la
verdad, en no pocos casos parece más bien una OPA hostil (un chiste fácil nos
permitiría decir que más bien hostial) con muy pocos escrúpulos de por medio.
En lugares como Baviera o la propia España, esta estrategia le salió a Nacho de
puta coña. Si el soberano ponía pies en pared o los atacaba, se refugiaban en
las faldas del Sumo Pontífice. De esta manera las cosas, cuando no eran
voluntad de Dios (del Papa), lo eran de su más humilde servidor (el rey católico;
notablemente, Carlangas Primus).
De forma probablemente obvia, el lugar donde mejor le
fue a la Compañía en los primeros años fue en Parma. Al fin y al cabo, allí
gobernaban los Farnesio, parientes del Papa. Uno de los primeros y principales
lugartenientes de Recalde, Diego Laínez, fue enviado a Venecia, ciudad que
amenazaba con caer entera en los brazos de los luteranos. Laínez era un buen
retórico, así pues pronto destacaron sus sermones. Un rico veneciano llamado
Lippomano decidió ayudar a lo jesuitas a establecerse en la ciudad de los
canales, además de cederles un priorato de su propiedad en Padua, donde
fundaron un colegio.
Ignacio mismo fundó en Roma la primera residencia de su
orden en 1550, con la idea de convertirla en su headquarters (aunque en realidad se llamó Collegium Romanum, del que es heredera la Universidad Pontificia
Gregoriana). En 1557, la Compañía adquiere el palacio Salvati, en el lugar
donde hoy está el Gesù, la iglesia madre de la orden.
En 1552, con el objetivo de combatir la herejía con sus
propias armas, concibe la idea de fundar un Colegio Alemán en Roma, donde jóvenes
germanos serían preparados para profesar en la Compañía. Inmediatamente
comienza el crowfunding (no, no me he
olvidado de la d) para la obra, al que se adscriben encantados el propio Papa y
más de treinta cardenales. El 31 de agosto de 1552, el colegio es aprobado por
una bula papal. Este colegio, de hecho, servirá de modelo para los seminarios
episcopales creados con la impulsión de Trento algunos años más tarde.
Pablo III publica en 1548 la bula Pastoralis officii cura, en la que se deshace en elogios hacia la
Compañía de Jesús. Y no es para menos, porque alberga para ellos el proyecto de
usarlos como espadaña para la lucha contra el luteranismo. Dos de los pesos
pesados de la Compañía: Alfonso Salmerón y Pasquier Brouet, son nombrados
nuncios del Papa y enviados a Irlanda, donde los partidarios de Enrique VIII
están recorriendo las calles a hostia limpia. La verdad es que le echaron un
par: sin siquiera conocer el idioma, allá que se fueron disfrazados, y
recorrieron el país galvanizando a los católicos hasta que el Papa, consciente
de que cualquier día les iban a serrar el gañote, los hizo llamar de vuelta.
A estas alturas de la peli, podréis pensar: con este éxito
sin paliativos en el ámbito católico, es de esperar que el rey y emperador
Carlos no se les resistiese en nada a los jesuitas. Pero os equivocaréis.
Carlos I recibió con alborozo la propuesta de quedarse con parte de los
conventos que aceptase reformar; pero, más allá, no ocultó su desconfianza
hacia los jesuitas, que no dejaba de ser desconfianza hacia el Papa. Al rey de
España (entre otras naciones) no le gustaba nada aquella orden que prometía
obediencia ciega a un tipo que ya había intentado alguna que otra vez
introducirle a él algún pepino por el orto. Además, desde los reyes
católicos la corona hispana había tomado partido por los dominicos, que al fin
y al cabo tenían la concesión de la Inquisición; y que, desde luego, hacían
todo lo que podían por comerle la oreja al rey sobre Recalde y los suyos. Los
jesuitas, decían los dominicos, admitían en su grey cristianos nuevos,
descendientes de judíos (cosa que probablemente es cierta, pues la Compañía
buscaba la brillantez, no el ciego fanatismo). Melchor Cano, teólogo dominico,
consideraba que los jesuitas no eran sino los anunciadores del Anticristo. Según
se ocupaba de decir en las tertulias, tanto el fundador de la orden dominica
como el de la franciscana habían hecho milagros, cosa que, remachaba con
displicencia, el de la jesuita ni había hecho, ni haría; lo cual demostraba que
no era un enviado de Dios.
Bajo fuerte presión dominica, las universidades
salmantina y alcalaína se pronunciaron contra los jesuitas. El padre Juan Martínez
Silíceo, cardenal arzobispo de Toledo y por lo tanto primado de las Españas,
prohibió a sus diocesanos confesarse con jesuitas, bajo pena de excomunión; y a
los clérigos les prohibió relacionarse con ellos. En Zaragoza, las autoridades
eclesiásticas amagaron con excomulgarlos, y levantaron a las gentes contra
ellos.
Desgraciadamente para la cúpula eclesial y temporal, a
veces ellos van por un lado, pero la gente va por otro. La Compañía de Jesús no
dejaba de ser una orden fundada por un español, y algunos de cuyos principales
coroneles también lo eran; resultaba muy difícil impedir que su labor prendiese
en la tierra de los conejos. La habilidad política de Recalde, además, supo
ganarse pronto a Francisco de Borja o Borgia, duque de Gandía y virrey de
Cataluña, que se convirtió en el gran sponsor de los jesuitas en España. En
1548, Borgia se hizo jesuita y, al año siguiente, le cedió a la orden la
universidad de Gandía, que había fundado él mismo a sus expensas. En Valencia,
verdadero stronghold del aristócrata,
la gente hacía cola por entrar en las iglesias donde predicaba un jesuita como
ahora para ver una peli de George Lucas. Igual ocurría en Alcalá de Henares,
donde predicaba un jesuita carente de instrucción literaria previa, Francisco
Villanueva, pero que sin embargo encendía las almas con sus palabras. También
en 1548, los jesuitas construyeron un colegio en Salamanca, en el seno de su
universidad. Esto venía a coincidir con toda una obsesión del general de la orden,
que ya había obligado a sus primeros acólitos a estudiar en universidades como
Lovaina o París.
Sin embargo, hay que hacer notar que España no fue el único
lugar donde los jesuitas se encontraron con resistencias. En los Países Bajos
tardaron mucho en ser admitidos y en Cambrai, el arzobispo local les prohibió
ejercer toda función eclesiástica, y no cambió de idea por mucho que el nuncio
apostólico en Bruselas trató de convencerle.
En esas circunstancias, para Loyola fue una gran
noticia que en 1555 Carlos decidiese renunciar a sus posesiones flamencas.
Estratégicamente, consideró que le sería más fácil acercarse a su hijo, Felipe.
Por eso le envió a Pedro de Ribadeneyra, quien sin embargo se encontró a un rey
muy católico, sí; pero de canto. Felipe II había heredado la desconfianza
estratégica hacia los jesuitas de su padre. Le dijo al cura enviado que entendía
la función y objetivos de las constituciones de todas las órdenes religiosas
menos de la suya. Fiel a su forma de ser, Felipe resolvió el conflicto que se
le presentaba encargando un informe a su asesor Viglius ab Zuichemus Aytta
sobre la materia. Viglius se encontró con un Flandes netamente posicionado
contra los jesuitas, tanto en su vertiente eclesiástica como civil. Les acusaban
de ser un peligro para el resto de las órdenes y de tener unas relaciones
demasiado estrechas con los poderosos. Tras esa encuesta, de hecho, el propio
Viglius se convirtió en un opositor a los jesuitas quienes, en puridad, sólo
contaban a su favor en la corte de Felipe con el duque de Feria, Gómez III Suárez
de Figueroa y Córdoba. Un hermano del duque era ya jesuita, razón por la cual
estaba de su parte. Aprovechando que Feria tenía bastante ascendiente ante el
rey, los jesuitas consiguieron en 1556 el permiso real para establecerse en
Flandes, con la condición de que no podrían poseer activo alguno sin el permiso
de los gobernantes de los Estados provinciales. Fue suficiente para ellos,
puesto que la gobernadora de Flandes, Margarita de Austria, les era
simpatizante. Para escándalo de los Estados provinciales, Margarita escogió un
confesor jesuita y, en 1562, les concedía el privilegio de fundar sendos
colegios en Lovaina y Amberes; ciudad ésta última que quedó quebrada en dos por
la entrada de los jesuitas, cálidamente apoyada por los comerciantes españoles,
y rechazada por el resto de la peña.
Los jesuitas en Flandes se beneficiaron, sobre todo, de
ser el exotismo de moda. Por extraño que pueda parecer, se hicieron
especialmente famosos entre las mujeres de la alta sociedad, que incluso se
reunían para ser flageladas por los propios jesuitas, noticia ésta que causó
gran escándalo entre la gente (y es que es rarita, rarita...) En Frisia
occidental, a un jesuita llamado padre Andrés que quiso fundar un colegio le
dieron una mano de leches y lo obligaron a huir a Bruselas. No hay que
explicar, supongo, que las gentes que hacían eso sabían bien que no serían
castigadas por ello por el poder temporal. No sería hasta 1584 que se
levantasen todas las restricciones a la orden en Flandes.
El 23 de mayo de 1555 accedió al papado el cardenal
Caraffa, que tomó el nombre continuista de Pablo IV. Caraffa, al que hemos
visto fundando la orden de los teatinos, había pasado en aquellos años de
partidario a enemigo de Loyola. Caraffa, como cabeza de un proyecto católico
competidor, lógicamente tenía reservas ante el crecimiento champiñónico de los
jesuitas; pero es que, además, era un decidido partidario de la Inquisición,
motivo que lógicamente lo acercaba a los dominicos. Last but not least, Juan Pedro le tenía una ojeriza de cojones a
los españoles; tanta, que llegar al solio y declararles la guerra fue todo uno.
Caraffa se desempeñó con astucia. Primero intentó
ensayar la pura y simple disciplina papal, ordenando que los jesuitas se
limitasen a realizar el servicio del coro en las iglesias; pero la obstinada
oposición de Recalde se lo impidió. Entonces, como digo, jugó otras cartas.
Consciente de que Diego Laínez era una pieza fundamental en la orden, decidió
ordenarlo cardenal; un caramelo envenenado que estaba destinado a cauterizarlo
como estratega jesuita. Tanto Loyola como el propio Laínez se negaron.
Entonces, haciendo uso de su autoridad, le encomendó la reforma del tribunal
vaticano encargado de recibir los beneficios eclesiásticos y distribuir las
dispensas para los matrimonios (esto es: la Dataria apostólica). Laínez comenzó
obedeciendo; pero cuando llegase a la conclusión de que se estaba apartando en
exceso de su orden, simplemente abandonó el Vaticano para irse a la residencia
de los jesuitas.
De esta manera, Caraffa, por mucho que lo intentó, no
consiguió amargar los últimos años de la vida del fundador. Esta amargura, a
decir verdad, le llegó desde su propia grey.
Ignacio de Loyola era un tipo, la verdad, bastante
teatral. Ya hemos dicho antes que, en parte, es él quien ha dejado en las
autoridades eclesiásticas esa impronta de ir por la vida diciendo que cada uno
de ellos es sólo un pecador, el último de los corderos de Dios, bla. A Recalde
ese discurso le iba un montón. Solía dedicar tiempo a bajar a la cocina de la
residencia donde se encontrase a realizar las labores más humildes. Pero una
cosa es pelar puerros de vez en cuando y otra muy distinta dejar que la orden
la mangoneasen otros. Exactamente igual que un Papa se declara muy humilde y
lava unos cuantos pies un día al año pero, sin embargo, cotidianamente en su
Sede no se mueve ni Dios (literalmente) sin una orden suya, Ignacio de Loyola,
dijese lo que dijese y hiciese lo que hiciese, quería el poder absoluto sobre
la orden que había fundado. Así las cosas, cuando en el otoño de 1554 le
insinuaron que, para aliviar sus cargas, nombrase un vicario, se puso como el
puma de Baracoa. Sin embargo, se encontró con que el resto de los notables de
su orden estaban de acuerdo con la medida, y finalmente hubo de ver cómo, el 1
de noviembre le elegían al padre Jerónimo Nadal. Loyola aceptó pero, vaya
hombre, un año después decidió que Nadal era absolutamente necesario en España,
lo mandó allí y se lo quitó de en medio. No fue hasta los últimos momentos de
su vida que abandonó el gobierno de la orden, y aun entonces, tal vez
consciente mejor que nadie de que el gobierno de uno solo no es cosa
recomendable, le encargó la nave de la compañía a la troika formada por los padres Juan Polanco, Cristóbal Madrid y Jerónimo
Nadal. Murió el 30 de julio de 1556.
Nunca nadie en la Historia anterior de la cristiandad
había creado un movimiento, una orden religiosa, y había conseguido ser contemporáneo
de un éxito de tal magnitud. A la muerte de Loyola, la Compañía de Jesús tenía
un millar de miembros, aunque en realidad sólo tenía 35 profesos o miembros
efectivos (un signo claro de que Loyola había entendido el mensaje papal
contenido en aquella primera limitación a 60 miembros, que él interpretó a su
manera). Contaba con un centenar de casas distribuidas en 13 provincias.
Eso sí: en una cosa los jesuitas habían fracasado (o
no, que con ellos nunca se sabe): si su objetivo había sido establecerse donde
la Reforma estaba prendiendo, lo cierto es que su mayor implantación de
observaba en los países mediterráneos, que eran precisamente los que permanecían
en la fe católica. Sirvieron, pues, más de freno del protestantismo que para la
recuperación de territorios perdidos o en disputa.
Con el nacimiento y consolidación de los jesuitas
habremos terminado nuestras notas sobre la reacción contra el luteranismo
basada en la reforma de órdenes religiosas y la fundación de otras. Ahora
debemos ocuparnos de otro elemento importante que, dice la Leyenda Negra, sólo
existió en España y contra los judíos: la Inquisición.
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