Después, hemos contado lo caliente que estaba Odessa antes de la llegada del Potemkin, y el movidón que se montó cuando ya habían llegado, y que inmortalizó Einsenstein. Después comenzó el toma y daca entre los marineros y los revolucionarios, y algún que otro susto.
Según
Feldmann, aquel día 28 tan convulso y lleno de sorpresas terminó
con una arenga suya a los marineros que éstos celebraron sin
ambages. Sinceramente, me cuesta creer ese ardor revolucionario que
el speaker
quiso ver, teniendo en cuenta la escasa o nula proclividad que había
mostrado ya la tripulación hacia la idea de apoyar a los
revolucionarios de tierra antes de tener noticias ciertas de la
Flota. Pero, en buena medida, Feldmann se beneficia de ser asi la
única fuente fiable con que se cuenta sobre los hechos.
La
falta de información fiable, de hecho, hace prácticamente imposible
delimitar el perímetro de la matanza realizada en la Escalinata
Richelieu de Odessa. Algunas fuentes hablan de seis mil víctimas, y
no parece que vayan muy descaminadas. Lo que sí está claro es que
fue una tragedia de una dimensión suficiente como para hacer que la
rebelión rompiese los diques del liderazgo clásico. Tras los hechos
de Odessa, en efecto, los habituales dirigentes estratégicos e
ideológicos de las clases humildes de Odessa se quedaron sin
capacidad de mando. No es casualidad que los verdaderos anarquistas
jueguen muy a menudo a favor del caos (véase, sin ir más lejos,
nuestra II República), porque es verdad que el anarquismo tiene
mucho que ganar en situaciones en las que la gente se siente
ultra-puteada. Esto fue lo que ocurrió en buena medida en la Odessa
posterior a los hechos de la Escalinata Richelieu, pues se convirtió
en una ciudad de alguna forma gobernada en sus calles por grupúsculos
de variados tamaño, composición e ideología, todos unidos por el
hecho de encontrarse, más que indignados, en guerra. El pillaje, de
hecho, comenzó muy pronto, si bien de forma tan sólo embrionaria.
En la plaza de Catalina, llamada así por la estatua de la zarina que
tenía en su centro, un grupo de manifestantes avanzaba hacia una
compañía de
cosacos cuando alguien les lanzó una bomba que causó varios muertos
y heridos. Los soldados respondieron haciendo fuego, matando por su
parte a cinco manifestantes más y dejando heridos en el suelo a
otros 18. A la altura de las siete de la tarde, cuando fue
oficialmente proclamado el Voyennoye
Polozhenie,
esto es el estado de sitio, la ciudad se parecía mucho al Madrid
posterior a los hechos del 2 de mayo.
Fue
a esa hora, ante la situación de caos a la que se enfrentaba, que el
general Korkhanov decidió hacer uso de su última carta.
El
gobernador de Odessa, en todo caso, no inventaba nada. En la Historia
de Rusia, es muy habitual la situación en la cual las autoridades
deciden superar situaciones de caos social grave echándole la culpa
a los judíos y haciendo de animadores de eso que llamamos pogromo.
Odessa, con una muy importante población judía, que explica la
pujanza del bundismo en su seno, ofrecía en este sentido un
territorio muy propicio. Ni cortos ni perezosos, los policías de la
ciudad se aplicaron, cada uno en su distrito, a excitar las
conciencias en contra de los judíos, culparlos de la situación, e
invitar a la población a masacrarlos y realizar el pillaje con sus
bienes y negocios.
A
la clase obrera de Odessa, la verdad, no había que insistirle mucho.
Ya sé que la teórica revolucionaria otorga al obrero una
proclividad hacia la reflexión recta y revolucionariamente racional,
que tan sólo ha de ser adecuadamente encauzada por la vanguardia
revolucionaria. Pero esto, sobre todo en términos de antiseminismo,
dista mucho de ser verdad. Los obreros de Odessa, a pesar de tener
muchos compañeros judíos en sus filas que eran tan pobres como
ellos o más, creían firmemente en las tesis que hoy llamaríamos
(erróneamente, como se ve) hitlerianas,
según las cuales los judíos, puesto que no pocos eran comerciantes,
prestamistas o industriales, eran los culpables de la explotación
del obrero. La ortodoxia revolucionaria prefiere defender que el
honrado proletariado de Odessa no cayó en la trampa. Pero la verdad
no es que cayese en ella, sino que la construyó.
El
general Korkhanov, además, acababa de recibir refuerzos muy
relevantes. Habían llegado ya a la ciudad dos batallones, uno de la
34 brigada y otro de la 52, además del 23 regimiento de dragones de
Tiraspol. Con estas fuerzas de refresco, pudo rodear el barrio del
puerto con la orden de hacer en él el orden durante la noche por el
eficiente método de considerar un agitador a todo aquél que fuese
visto en su interior. En la madrugada del 29 de junio, buena parte de
la ciudad ardía, o había ardido.
Mientras
ocurría todo esto en Odessa, en el Potemkin,
por increíble que pueda parecer, el principal problema para los
marineros era el funeral del marinero Vakulinchuk. Como ya sabemos
por el alucinógeno comunicado que hicieron llegar a la ciudad a
través del cónsul francés, consideraban que iban a poder realizar
dichos funerales, tal vez el mismo 28, gracias a que el pueblo de
Odessa (no se sabe cómo) iba a negociar con la policía y los
cosacos. Esto, evidentemente, no pasó: en primer lugar, porque a la
mayor parte de las gentes que andaban por la calle manifestándose y
tirándole piedras a los de uniforme el marinero Vakulinchuk se la
traía ondulante penduleante; y, segundo, porque la masa manifestante
de Odessa, como ya hemos dicho, carecía entonces de una dirección
que pudiese negociar una mierda.
El
día 29 el doctor Golenko, quien da la impresión de tener algunas
cosas un poquito más claras que la media, plantea el problema en sus
términos exactos: no podemos, le dice a los marineros, seguir
permitiendo que mueran cientos de personas para proteger un cadáver.
Por ello, decía, es obligación de la tripulación del Potemkin
enterrar ya a Vakulinchuk, sin esperar a que se den las
circunstancias para un entierro espectacular. Llegó a decir que
estaba dispuesto a enterrarlo él solo si hacia falta.
No
se crea el lector que eso ablandó mucho los corazones de la
marinería. Buena parte de la tripulación amotinada argumentó, y
ciertamente no le faltaba razón, que la inmensa mayoría de los
destrozos que eran evidentes incluso desde la distancia en que se
encontraba anclado el acorazado no los había provocado el gesto de
bajar a tierra los restos del marinero. Lo cual demuestra que no
habían captado la esencia del discurso de Golikov.
El
Comité Popular, en todo caso, se reunió de urgencia y, tras
enconadas discusiones, acordó enviar una delegación a parlamentar
con el general Korkhanov, para solicitarle enterrar ese mismo día a
Vakulinchuk. En otras palabras: los revolucionarios más
revolucionarios de la Revolución habían decidido enterrar a su
mártir... bajo la protección de las fuerzas represoras del régimen
que querían derribar. Una mosca más bien difícil de atar por el
rabo.
La
delegación, que obviamente asumía un gran riesgo, fue formada por
voluntarios, entre ellos Feldmann, quien se procuró un uniforme de
marinero para ello, así como el padre Parmen, vestido de padre
Parmen, para que los militares viesen que los revolucionarios tenían
cura y pensaban usarlo.
Al
llegar al puerto, la estrecha delegación se quedó sorprendida al
encontrar las bebidas y alimentos que habían sido ofrendados al
cadáver de Vakulinchuk todavía allí, sin que hubiesen sido tocadas
ni robadas. Eso sí, el calor de los fuegos e incendios había
acelerado la descomposición del mártir del Potemkin.
El padre Parmen rezó unas oraciones, tras lo cual el grupo comenzó
a subir la Escalinata.
Arriba
de las escaleras, el grupo fue detenido por un grupo de soldados, que
separó al padre Parmen del resto, tal vez pensando que era una
especie de prisionero de los demás. El sacerdote fue llevado al
cuartel general, mientras que los otros tres delegados fueron
llevados a otro lugar, donde quedaron fuertemente custodiados. Allí
se enteraron, de boca de los propios cosacos, que ese día se
esperaba la llegada de un regimiento de morteros desde Kishinov, así
como tropas con artillería desde Nikolaiev. Los tres delegados
pensaron que iban a ser fusilados, pero finalmente apareció el padre
Parmen con la noticia de que el general Korkhanov autorizaba el
entierro. Eso sí, lo autorizaba esa misma noche, a las dos de la
madrugada. Aquello era cualquier cosa menos el entierro solemne, con
una gran marcha por toda la ciudad, con que habían soñado los
marineros. A las dos de la mañana sólo se producen los entierros
clandestinos. Pero era, literalmente, lo que había.
A
mediodía, cuando la delegación regresó al barco, las prioridades
del Potemkin
habían cambiado, porque en el horizonte marino se observaba una
columna de humo. El probable indicio de que se acercaba la Flota.
Para
cuando los marineros lograron reconocer el pabellón que llevaba el
barco y confirmaron que se trataba de una unidad de la Flota del Mar
Negro, Matushenko se encontraba en tierra, donde había bajado para
arreglar la cuestión de la guardia que custodiaba el cadáver de
Vakulinchuk. Kirill, tal vez el que mantenía la cabeza más fría,
arengó al Comité Popular y le convenció de que todo lo que había
que hacer era permanecer cada uno en su puesto. No obstante, una vez
más no hizo falta mayor heroísmo, pues pronto los vigías se
percataron de que la nave (que, en realidad, era un pequeño barco de
entrenamiento, el Pruth)
se diría a Nikolaiev, no a Odessa.
Cuando
Matushenko regresó al barco, todavía bajo la excitación del
probable ataque que luego no fue, informó a sus camaradas de que se
había desplazado hasta el cuartel general de Korkhanov, donde había
reclamado una audiencia que le había sido denegada. Sin embargo,
había podido hablar con un oficial superior, al que había
convencido de cambiar las condiciones del entierro: podría ser a las
dos de la tarde, con la condición de que sólo llevasen el cadáver
doce marineros desarmados.
Cuando,
en virtud de aquel acuerdo, la pequeña guardia desembarcó en el
puerto y tomó el cadáver de Vakulinchuk, las calles estaban llenas
de gente. El cortejo, presidido por el padre Parmen, se dirigió
hacia el norte, seguido del ataúd llevado por ocho marineros.
Curiosamente, Vakulinchuk fue enterrado envuelto en la cruz de San
Andrés, esto es la bandera zarista. O bien fue una imposición del
gobernador militar de la plaza, o bien fue una decisión prudente de
los propios revolucionarios no usar la bandera roja; no lo sabemos, y
parece que ya nunca lo sabremos.
El
descendimiento del ataúd a una tumba del cementerio militar de
Odessa se produjo a las cinco y media de la tarde. Hasta ese momento,
Korkhanov había respetado la palabra dada por uno de sus oficiales,
pero las cosas cambiaron cuando las personas que habían asistido al
entierro regresaron al centro de la ciudad. En ese tramo,
concretamente en la calle Preobrajhensky, sufrieron una emboscada. En
el peligroso entramado de versiones interesadas e hipótesis más o
menos débiles, resulta muy difícil saber si lo que se produjo era
una conspiración ideada por el propio general, o tal vez la
iniciativa particular de alguna unidad o de algún oficial. Cierto es
que, en esos días, los ánimos estaban muy caldeados, no sólo por
parte de los proletarios sino también del propio ejército. Pero,
por otra parte, las fuerzas armadas parecen haberse desplegado con su
actual disciplina, con lo que la hipótesis de una acción más o
menos incontrolada tampoco se puede abrazar sin más. En medio de
aquella melée, el padre Parmen y nueve de los doce marineros
del Potemkin lograron ganar el puerto y su embarcación sin
grandes heridas.
Más
o menos en el momento en que se iniciaba el bombardeo.
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