Te recuerdo que antes de seguir leyendo te hemos recomendado que pases por una cabina de descompresión y te hemos contado el cabreo de Hindenburg que lo comenzó todo. Asimismo, te hemos contado el discurso de Von Papen en Marburgo, y la que montó. El relato siguió contando cómo Hitler decidió comenzar a apaciguar a las SA, y cómo Röhm se la metió doblada. Como consecuencia de todo esto, Göbels pasó a la ofensiva y se acojonó a partes iguales.
Tal y como Göbels sabía bien, Hitler pasó las jornadas del 21 y 22 de junio con Göring. Precisamente en esas horas, Hermann había procedido al traslado de los restos de su primera esposa sueca, Karin, a los terrenos de su finca de Schofheide. Allí, mientras las secciones de asalto de la policía prusiana procedían a trasladar los restos mientras cantaban el Horst Wessel Lied y otras canciones parecidas, el Führer y su ministro del Aire se encontraron en una rara comunión. No se trata exactamente de que Hitler le tomase a Göring un cariño que nunca le había tenido, sino que, durante aquellas horas, el ministro del Aire y principal mandatario de Prusia se las arregló para convencerlo de que era el candidato ideal para poner orden en la casa nazi.
Tal y como Göbels sabía bien, Hitler pasó las jornadas del 21 y 22 de junio con Göring. Precisamente en esas horas, Hermann había procedido al traslado de los restos de su primera esposa sueca, Karin, a los terrenos de su finca de Schofheide. Allí, mientras las secciones de asalto de la policía prusiana procedían a trasladar los restos mientras cantaban el Horst Wessel Lied y otras canciones parecidas, el Führer y su ministro del Aire se encontraron en una rara comunión. No se trata exactamente de que Hitler le tomase a Göring un cariño que nunca le había tenido, sino que, durante aquellas horas, el ministro del Aire y principal mandatario de Prusia se las arregló para convencerlo de que era el candidato ideal para poner orden en la casa nazi.
Durante aquellos
dos días, en medio de una celebración semipagana de nuevo y viejo
cuño a la vez, Adolf Hitler y Hermann Göring diseñaron la noche de
los cuchillos largos. Muy probablemente, hicieron una lista de
nombres que, de todas formas, dejaron abierta a la creatividad del
momento y las circunstancias.
La prensa del día
23 se hizo eco de una extraña noticia, según la cual un miembro de
las secciones de asalto habría disparado contra el coche de Hitler
al regreso de éste a Berlín. Inmediatamente se supo que aquel SA
era uno de los muchos extraños nazis que había en la grey de Röhm,
que exhibían un importante pasado comunista. La noticia no tuvo gran
impacto, pero lo cierto es que, a la luz de lo que luego ocurrió,
hoy podemos pensar que, tal vez, fue un primer intento de la Gestapo
por desacreditar a los camisas pardas.
El día 23, apenas
regresado a Berlín de estar con Göring, Adolf Hitler vuelve a
abandonar la capital. Esta vez, su destino será Neudeck, es decir la
casa de Hindenburg. Nunca se aportó versión oficial alguna sobre el
motivo de este viaje.
En el diseño que
Hitler y Göring han realizado ya, sólo queda un cabo suelto, que es
el presidente de la nación. Hindenburg podría, en efecto, responder
a la matanza en la que Hitler está pensando, que no olvidemos no va
a centrarse en sus propias secciones de asalto sino que también se
va a llevar por delante a una importante caterva de políticos
conservadores de la línea Hindenburg-Papen; responder, digo, con
algún tipo de reacción deslegitimadora. En puridad, a Hitler no es
el propio Hindenburg el que le preocupa, sino todo su entourage,
que es el que realmente puede moverle a hacer cosas. Por último,
Hitler necesita saber qué es lo que dice el testamento de
Hindenburg, para saber a qué atenerse.
Pero, en realidad,
hay otro motivo casi tanto o más importante para ir a Neudeck:
Hitler sabe que allí se encuentra, junto al presidente, el general
Von Blomberg; y éste es el hombre en ese momento más importante
para el Canciller. Von Blomberg está en Neudeck para girar una
visita de cortesía al jefe del Estado en medio de una gira de
inspección por la Prusia oriental. Sin embargo, es más que posible
que Von Blomberg y Hitler hubiesen hablado por teléfono y hubiesen
convenido en construir ese encuentro casual entre ambos. El ministro
de la Guerra quería ver a su Canciller lejos de Berlín y de los
ojos y oídos de otros ministros.
Hitler llega a
Neudeck y es inmediatamente informado por Meissner de que el
presidente está muy débil. Tanto, que el canciller no puede pensar,
le dice, en una audiencia normal. En la tarde, cuando se levante de
la siesta, y antes de que los médicos entren a reconocerle, tal vez
tenga tiempo para un encuentro breve. Hitler asiente, deja a Meissner
con Hindenburg, e invita a Von Blomberg a pasear por el jardín.
La entrevista
Hitler-Von Blomberg de Neudeck, en la primera tarde del 23 de junio
de 1934, mientras Hindenburg dormía su siesta no lejos de ellos,
selló definitivamente la suerte de las personas que murieron en la
Noche de los Cuchillos Largos.
Hitler, ya lo hemos
dicho o insinuado en otros puntos de estas notas, pasaba aquel mes de
junio en un excitadísimo estado de nervios. Fue por esta razón que,
nada más comenzar el paseo con Von Blomberg, y de una forma exenta
de diplomacia, le preguntó al ministro de la Guerra si el ejército
le era fiel o si debía creer a todos aquéllos que le contaban que
la oficialidad alemana conspiraba a favor de monárquicos, católicos
y judíos. Von Blomberg no se inmutó. Con una tranquilidad que muy
pocas personas exhibieron al ser presionadas por Hitler, le contestó
que el Ejército alemán siempre sería fiel a aquel personaje que
personalizase la patria. Sabía el ejército, además, que el
mariscal Hindenburg ya para poca cosa contaba, en su estado terminal.
Le recordó a Hitler, sin perder la calma, que las Fuerzas Armadas
habían hecho ya concesiones al nacionalsocialismo, como aceptar la
expulsión de algunos oficiales no arios.
Hitler hizo la
pregunta que quería hacer: todo eso es hoy, dijo. Pero, ¿y mañana?
¿Y el día en que Hindenburg finalmente falte, y sólo quede yo? ¿Seré yo esa figura que personalice la patria?
Von Blomberg le
contestó: «El Ejército alemán depositará la fidelidad que se le
debe a sus reyes al nuevo jefe del Estado que se den los alemanes».
Es evidente que
esta respuesta no pudo placer a Hitler. En primer lugar, por la
referencia, valiente a la par que inoportuna, a la esencia monárquica
de la obediencia castrense. Y, en segundo lugar, por la calculada
poliglosía encastrada en el uso reflexivo del verbo dar.
«¿Qué entiende
usted, exactamente, por eso de que Alemania «se de» un jefe del
Estado?», preguntó, como un resorte, Hitler.
Von Blomberg,
dominando la conversación, se alzó de hombros: «Yo no soy
político, señor Canciller. No sé mucho de mecanismos
constitucionales y esas cosas. Hasta donde yo sé, Su Excelencia no
ha sustituido la Constitución de Weimar, y se ha limitado a abolir
algunas de sus disposiciones. Dígame: la designación del jefe del
Estado, ¿es una de éstas?»
A Hitler, el
gambito de Von Blomberg lo dejó patidifuso. Es evidente que hablamos
de la opinión del amanuense que está relatando estos hechos; pero
esa opinión es muy neta en el sentido de que Adolf Hitler nunca
hubiera esperado que su ministro de Defensa le diese una respuesta
así de garantista y legalista, enfrentándose, a sabiendas, a sus
deseos; y poniéndoles freno, de hecho. El rostro del Canciller se
endureció.
«No pretenderá
usted, señor ministro, reeditar las querellas entre partidos y dejar
que Alemania, en unas pocas semanas que como mucho tardará en morir
el Presidente, se instale de nuevo en la inestabilidad».
Von Blomberg se
paró y miró a Hitler de hito en hito. Luego le dijo: «Tiene razón,
Su Excelencia. Mucho mejor sería que no hubiese un interregno, y que
las Fuerzas Armadas tuviesen claro a quién deben ser fieles».
El curtido general
Von Blomberg había llevado a Hitler exactamente a donde quería. Es
posible que fuese la única persona en el mundo y en la Historia que
lo consiguió, cuando menos desde el día en que Hitler obtuvo el
poder hasta el de su suicidio. Durante esos doce años, Hitler llevó
siempre a todo el mundo del ronzal, y acostumbró al mundo entero a
temerlo. Sólo dos veces, en mi creencia, fue más débil que su
contraparte: una, cuando Hess lo traicionó, cosa que él no
esperaba; y otra, cuando el general Von Blomberg lo fue llevando,
colina abajo, hacia el punto en el que quería tenerlo: el punto de
explicarle por qué el Ejército no podía confiar plenamente, no en
él, sino en el nacionalsocialismo.
Hitler tampoco era
tonto y sabía que con su última frase, Von Blomberg había dicho
dos cosas: una, que el Ejército alemán no tenía ningunas ganas de
batirse el cobre por un régimen democrático. No, no era ése el
problema (no podía serlo, pues la tradición castrense alemana
carecía de elementos de respeto constitucional). Y la otra, que
estaba en un estado en el que no sabía qué pensar. Y era obvio que
el ministro de la Guerra estaba allí para explicarle por qué.
«El Ejército está
inquieto», explicó Von Blomberg, mientras Hitler, a su lado,
caminaba con las manos a la espalda y mirando al suelo, absorbiendo
sus palabras; «a las Fuerzas Armadas les inquieta pensar que si
algún día el Partido y la Patria acaban por ser la misma cosa,
ciertas personas que hablan en nombre de ese Partido se considerarán
no en la meta, sino en el inicio de sus planes y objetivos. Querrán
que haya una segunda revolución [la primera, entiéndase, es la
llegada al poder del NSDAP]. Pero el Ejército, para reconstituirse,
necesita calma. Y Su Excelencia conoce bien...»
Hubo un breve
silencio. Pasos ahogados en la tarde. Hace calor ya, es finales de junio. Dos hombres paseando juntos. Los dos
pensando lo mismo: «Ahora. Es el momento. Ahora viene».
Y vino. Porque Von
Blomberg terminó la frase:
«... su Excelencia
conoce bien las reivindicaciones de algunos jefes de las SA que, en
el marco de esa segunda revolución, querrían obtener mando en el
Ejército».
Y ya estaba. La
cita de Neudeck había llegado a su punto de ebullición. Hitler
había ido allí a reclamarle a Von Blomberg el apoyo del Ejército
para suceder a Hindenburg. Von Blomberg le había contestado que,
para eso, tenía que limpiar su banquillo, quitarse de en medio a los compañeros de viaje que tenían otra idea del Poder, otra idea de la nación. Otra idea
del Ejército.
Hitler se paró y
miró a su ministro.
«Esté usted
tranquilo, general. El nacionalsocialismo es un régimen de orden. No
habrá segunda revolución. Le doy mi palabra de honor.»
Adolf Hitler
acababa de aprender que no sólo debía llevarse por delante a los
hombres de las listas que había elaborado con Göring. Ahora,
además, podía.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario