Nada más regresar de Venecia, la primera persona con la que se vio Hitler fue Göring. El máximo mandatario prusiano le trajo a esa reunión lo que le había prometido: un grueso dossier, elaborado por el jefe de policía, Kurt Max Franz Daluege. Franz, que era un devoto nacionalsocialista (llegó a ser obengruppenführer de las SS y trabajó siempre en el ámbito de la ORPO, policía del orden, a las órdenes de Himmler; su actuación represora en Checoslovaquia le valió ser extraditado allí tras la guerra, donde murió ahorcado), había construido el tipo de pruebas de un complot que se le había pedido que se inventase.
A Hitler el dossier
lo mesmerizó. En realidad, en los papeles entregados no había,
probablemente, pruebas de un complot. Pero de lo que sí había
pruebas era de la existencia en el entorno nazi de personas que no
tenían la mejor opinión de su jefe. Así, se incluían varias
cartas interceptadas de miembros de las SA, que hablaban de Hitler en
términos no muy alabatorios precisamente.
De todas formas,
las cartas, pertenecientes sobre todo al obergruppenführer de
las SA en Berlín, Karl Ernst, y a Edmund Heines, contenían otras
cosas, según Göring. Contenían varios párrafos en los que ambos
nacionalsocialistas hablaban abiertamente de los sucesos que habían
llevado al incendio del Reichstag. Sabido es que aquel suceso no
contenía precisamente buenas perspectivas para el NSDAP de ser
conocido en toda su extensión, razón por la cual muchas de las
personas que habían estado de alguna manera ligados a él habían
desaparecido oportunamente. El diputado Ernst Oberfohren había
aparecido ahorcado en su casa de Kiel. Y el vidente Erik Hannussen
(nacido Harschel Steinschneider), un cantamañanas muy cercano a
Hitler que se había autohipnotizado y «predicho» el incendio del
Reichstag, también despareció del mundo de los vivos en 1933. Otro
hombre cercano a los conspiradores, el doctor George Bell, había
sido asesinado en Austria más o menos en la misma época. Sin
embargo, tres hombres fuertemente relacionados con la operación
habían sido mantenidos con vida: el conde Helldorf, Wolf Heinrich
Graf Helldorf, un auténtico «camisa vieja», que fue nombrado
prefecto de policía de Potsdam...; y la parejita Ernst-Heines.
El Informe Daluege
le aportó a Hitler una razón más para llevar a cabo la Noche de
los Cuchillos Largos. La sobrada temeridad de los dos jefes de las SA
podía acabar dando al traste con el manto de secreto con que el
Partido había conseguido revestir todo lo relacionado con el
incendio del Reichstag. Hitler, por lo demás, también se miraba en
aquel suceso, que fue notoriamente desagradable para el NSDAP por el
juicio paralelo que se montó en la prensa extranjera a causa de la
debilidad de las acusaciones manejadas por los nazis. Si había que
hacer algo, se decía, tendría que ser sin debate, sin problemática,
sin versiones paralelas.
Es por esta razón
que, en la última semana de junio, y en un movimiento que nadie pudo
ver relacionado como una acción del tipo de la NCL, Hitler abordó
la reforma de la Corte de Leipzig, que era la encargada de juzgar los
sucesos relacionados con la seguridad del Estado. La convirtió en un
tribunal formado por unos cuarenta miembros, todos ellos militares,
altos funcionarios y dignatarios del Partido. De esta forma, el
Führer se aseguraba contar con un tribunal dócil a la hora de
juzgar los casos de traición.
A Göring, sin
embargo, esta solución no le parecía una solución. Un tribunal no
deja de ser un tribunal, y si tenía una audiencia pública, un
momento en el que alguien como Heines pudiese hablar, podrían
aflorar muchas cosas incómodas.
Hay que recordar,
en este sentido, que igual que ocurre hoy en día en muchos
movimientos populistas surgidos en Europa, la teórica del Partido
Nacionalsocialista negaba toda fuente del derecho que no fuese el
deseo del pueblo alemán; idea ésta que se sustenta en el concepto genérico de que nada es legítimo si no «nace del pueblo» . Frente a una idea compartida por los
alemanes, sostenía el nazismo, no había ni derecho natural, ni
consuetudinario, ni límites constitucionales que valiesen una
mierda; concepto éste que se puede rastrear hoy en día en quienes, por ejemplo, sostienen que la voluntad, que se sobreeentiende mayoritaria, de la población por hacer tal o cual cosa (por ejemplo, manifestarse, o quedarse a vivir en una plaza pública) no puede ser coartada por leyes, decretos o regulaciones.
Göring acudía a menudo a esta interpretación, edulcorándola con el concepto seguido de que el pueblo había hablado bien claro al votar en el sentido de que Hitler representaba con claridad esos deseos que eran fuente del Derecho; idea que también adoptó, por ejemplo, el franquismo, que convirtió el dedo del general Franco en fuente de derecho constitucional. Ergo, decía el pígnico nazi, todo lo que hacía falta para juzgar a alguien era la decisión personal de Hitler, puesto que él representaba la voluntad del pueblo alemán que, asimismo, estaba por encima de todas las cosas.
Göring acudía a menudo a esta interpretación, edulcorándola con el concepto seguido de que el pueblo había hablado bien claro al votar en el sentido de que Hitler representaba con claridad esos deseos que eran fuente del Derecho; idea que también adoptó, por ejemplo, el franquismo, que convirtió el dedo del general Franco en fuente de derecho constitucional. Ergo, decía el pígnico nazi, todo lo que hacía falta para juzgar a alguien era la decisión personal de Hitler, puesto que él representaba la voluntad del pueblo alemán que, asimismo, estaba por encima de todas las cosas.
Mientras ocurría
todo esto, como ya hemos dicho, Ernst Röhm había convocado a sus
mesnadas para la reunión del 30 de junio. Tras haber hecho la
convocatoria, y en compañía de Heines y otros mandos de las SA, se
había retirado a una villa cerca de Munich, Wiesee; mientras dejaba
en Berlín a cargo de todo a su jefe de gabinete, Georg von Detten
(otro que estaba a punto de caer). En las últimas horas de aquel mes
de junio, ignorando lo que se estaba montando, Röhm celebró su
última fiesta. El principal motivo de la celebración era la muy
reciente boda del obergruppenführer Ernst, celebración de la
que el mismo Hitler había sido testigo; dos días después (esto es,
un día después de la NCL), Ernst se iba con su joven esposa de
viaje de novios a las Azores, aprovechando las desmovilización; ni qué decir tiene que fue otro el viaje que hizo.
Pero vayamos
algunos días antes, no muchos: al 21 de junio. Ese día, 21 de junio
de 1934, la Alemania nazi, poco amiga de tradicionales festividades
religiosas, celebraba una de nuevo cuño, inventada por ellos, aunque
bien es verdad que celebrada en no pocos lugares de Europa: la fiesta
del solsticio de verano.
Los dos solsticios del año vienen siendo celebrados desde tiempos muy antiguos en Europa. El historiador
latino Tácito dejó algunos testimonios de que los viejos alamanni
celebraban esta fiesta con una fuerte hemicránea colectiva; tradición que ha sido básicamente recogida en los países escandinavos, donde lo que nosotros conocemos como la noche de San Juan se aprovecha no para quemar hogueras, sino para quemar el hígado. Ernst
Graf von Reventlow, un oficial nacionalsocialista que era el
principal apoyo del Movimiento Alemán por la Fe, un movimiento
neopagano y anticristiano, fue el gran factótum en favor de la
reedición de esa presunta «tradición» aria. Por el lado nazi, Alfred Rosenberg
abrazó esta celebración y organizó en Verden, Westfalia, un
homenaje a los 4.500 sajones masacrados por Carlomagno, ese sucio
franco, en el año 782. El tono de la celebración era coherente con
una de las teorías de Rosenberg, según las cuales el emperador
franco no había sido otra cosa que la razón para que el
desarrollo de la cultura alemana se retrasase mil años, al obligarla
a sujetarse a las normas latinas (recuérdese todo el esfuerzo
realizado por los nazis para limpiar su idioma de latinismos e
imponer la escritura gótica). Ante una multitud enardecida y un poco
tomada, Rosenberg se soltó un discurso muy ariosófico, en el que,
entre otras cosas, dijo que «la Tierra Santa, para nosotros, no está
en Oriente, sino en Alemania»; recuérdese, en este sentido, que
hubo escritores que en el ámbito de la ariosofía llegaron a
desarrollar la teoría de que Jesús había sido crucificado en
Alemania (ni que fuera griego...).
Al mismo tiempo que
Rosemberg celebraba esta peripatética fiesta, otro importante
jerifalte nazi, Josef Göbels, hablaba en Berlín ante los micrófonos
de la radio. Sus palabras estaban dedicadas a lo mismo, esto es la
celebración del solsticio, pero con un tono muy diferente. La
celebración, le decía Göbels, venía a significar que el sol de
Alemania ahora calentaba a todos sus ciudadanos, y no sólo a unos pocos.
Fue el suyo un discurso demagógico y obrerista, que buscaba
aglutinar al obrero alemán a su alrededor, y atacar a Von Papen. Eso
mismo, poner a parir al vicecanciller de su propio gobierno, fue el
tema fundamental de sus palabras en cuando el jefe de la propaganda
nazi abandonó las primeras frases de calentamiento. Es posible que
jamás, en la Historia, se haya dado un discurso tan directamente
cruel por parte del miembro de un gobierno, sobre todo miembro del
mismo, para colmo, teórico superior suyo.
«Algunas personas
que hoy se dicen nuestros amigos», bramaba Göbels ante el micrófono
«gobernaban el país cuando nosotros estábamos luchando por llegar
al poder. ¿Nos ayudaron? Para nada; en realidad, lo que pretendían
era quitarnos de en medio. ¿Y ahora? Pues ahora, que tenemos el
poder, esas mismas personas tratan de que no lo ejerzamos. Yo les digo:
¡sois unos tipos ridículos!»
«Gracias a Dios»,
continuó Göbels ante una audiencia presente de camisas pardas que
himplaba de felicidad, «estos círculos que discuten gravemente
sobre política no tienen el monopolio de la inteligencia. Más aún:
este tipo de gente representa la reacción, la vuelta atrás. No han
entendido nuestra magnanimidad; pero entenderán mucho mejor nuestro
rigor. ¡Les pasaremos por encima y la Historia guardará nuestros
nombres, no los suyos!»
Hay que reconocer,
aunque joda, que en la última frase acertó de pleno.
Tratándose de un
discurso de Göbels, pronunciado además con ocasión de una fiesta
nacional que se quería multitudinaria como el solsticio de verano,
toda la prensa del país la reprodujo en primera página. Por lo
tanto, Göbels contraatacaba con toda su fuerza, y lo hacía, además,
contra un discurso, el de Von Papen en Marburgo, que apenas un puñado de alemanes conocía.
Von Papen se fue
por los pantys.
El balance para él
era terrible. De su discurso no se había enterado nadie; y ni
siquiera las masas que lo habían conocido, es decir los militantes
católicos, había reaccionado adecuadamente. Erich von Klausener, el
líder de los católicos que había sido apartado por Göring al
ministerio de Transportes prusiano (y que en la NCL, por probable
incitación de Göring, o tal vez de Heydrich, fue asesinado por la
SS en su propio despacho ministerial) protestaba casi constantemente,
pero sobre temas estrictamente religiosos, como las facilidades para
oír misa y esas cosas. Tras la conferencia de Fulda, los obispos
estaban callados. Y, para colmo, la salud de Hindenburg empeoró
súbitamente, con lo que se comenzó a temer lo peor.
El vicecanciller se
dio cuenta, en ese momento, de que se había equivocado. Él, y sus
asesores. Y no se equivocaba: había cometido un error de cálculo
(de ésos que Hitler nunca cometía) y había mostrado sus cartas
demasiado pronto. La casta de Neudeck, con sus propios intereses y
calendarios y al fin y al cabo fuertemente dependiente de que un
anciano terminal, que para entonces pasaba el día amodorrado y soltando babilla por la comisura de la boca, siguiese vivo, se la había colado. Von Bose, el
principal muñidor de la estrategia que ahora estaba quedando como el
culo, encontró rápidamente consuelo en un argumento: es muy poco probable, le dijo
a su jefe, que Göbels haya ido tan lejos con la autorización de
Hitler. Lo que tienes que hacer ahora es verte con el canciller, y
ponerte duro.
Von Papen, sin
embargo, no lo veía tan claro. En primer lugar porque él, que
conocía muy bien a Hitler, dudaba mucho de que Göring pudiese
actuar de esa manera sin su conocimiento. Y, en segundo lugar, porque
incluso un encuentro con el canciller ahora mismo era muy difícil.
El 21 de junio, Hitler no estaba en Berlín. Estaba en la finca de
Göring, puesto que el jerarca nazi había elegido aquella fiesta del
solsticio para trasladar a sus tierras los restos de su primera
mujer; un acto al que Hitler asistía, y al que Von Papen sólo
habría sido invitado por Göring con la condición de que se metiese
en la tumba de su señora y ya no saliese.
A falta de pan, Von
Papen se conformó con las tortas. A mediodía del día 22, en
Berlín, todos los ministros que estaban en la capital tenían
previsto asistir a una conferencia del presidente de Bundesbank, el
doctor Schacht, que iba a instruirles sobre aspectos relacionados con
los pagos de deuda alemanes. Allí estaría el mismo Göbels. Para el
vicecanciller, aquel encuentro era, probablemente, una última
oportunidad. Aparecer allí, de alguna manera regañado por el
ministro de Propaganda (puesto que acudir y mostrarse con él era una
forma de aceptarlo), y mostrándose conciliador o incluso sumiso,
podría ganarle ante Hitler y dejar todo aquel asunto en agua de
borrajas. Y como lo pensó, lo hizo: acudió a la conferencia y,
delante de una nube de periodistas, se encontró con Göbels, quien
le ofreció una mano que Von Papen, con sonrisa de diplomático,
estrechó fuertemente.
Lo increíble del
asunto es que Von Bose tenía razón. A pesar de que todo el mundo en
los escalones del poder y la Administración alemana asumió que las
palabras de Göbels habían sido las de Hitler, el ministro de
Propaganda había actuado por su cuenta. En realidad, Joseph
desconocía, en ese momento, cuál era el pensamiento de Hitler, y si
consideraba el paso dado durante la festividad del solsticio como
algo adecuado.
Göbels sabía que
había dado un paso decisivo para convertirse en eso que conocemos
como el líder de una tendencia: la tendencia de izquierdas, en
realidad de ultraizquierda, dentro del NSDAP. Su constante presencia
ante unos medios que, además, le obedecían, con ese discurso modelo
jonsismo de Ramiro Ledesma, asustando a los grandes financieros,
interpretando sus convulsos tiempos como el síntoma de la muerte
definitiva del capitalismo; todo eso y, ahora, su enfrentamiento
frontal con la vertiente más conservadora de la sociedad alemana, el
agujero negro católico de Baviera y otras áreas del país, llevaban
camino de convertirlo en campeón del ala izquierda del nazismo;
enfrentada a ese nazismo ultraconservador, amigo de los grandes
magnates industriales, aliado con la aristrocracia de toda la vida,
violentamente anticomunista y enemigo del obrero, representado en ese
momento más por Göring que por Hitler; y que por ser el platillo de
la balanza finalmente elegido por el Führer, ha terminado por ser el
que identifica el nazismo en su totalidad.
Pero el ministro de
Propaganda sabía lo suficiente del partido nazi y de su líder como
para entender que la mejor forma de sobrevivir en él no era,
precisamente, destacarse como líder de una tendencia, a menos que
fuese la tendencia que Hitler acabase por elegir. Göbels conocía a
Göring casi tanto como lo odiaba, y por eso sabía que era
perfectamente capaz de atraer a su jefe al Lado Oscuro del nazismo de
corte prusiano, nortealemán, mucho chunda chunda, cascos terminados
en una punta de flecha, monóculo, gastronomía mantecona y toda la pesca. Y eso le
daba miedo, porque sabía bien que, en el estricto segundo en que
Göring no le necesitase, se las arreglaría para que una pandilla de
incontrolados se lo cargase en cualquier esquina; o, peor,
construiría contra él un evidentísimo caso de alta traición al
mejor estilo de las purgas estalinistas.
Göbels, además,
conocía lo suficiente a Hitler como para saber que aquel soldado
chusquero sin futuro militar odiaba a muerte a los grandes generales
de sonoros apellidos; pero que, al mismo tiempo, nunca rompería con
ellos. Lo que a Hitler le salía de los intestinos no era, como a
Göbels, triturar el legado de Hindenburg; sino heredarlo. Así pues,
faltando algo más de una semana para la NCL, y sin tener ideas
concretas, es muy probable que el ministro de Propaganda se la
barruntase. Y sabía bien que, en el momento en el que se empiezan a
rifar hostias, no es buen negocio estar en la boca de todos, porque
entonces te conviertes en la primera persona apaleable.
Así pues, aunque
no lo pareció en modo alguno, y si alguien lo hubiera dicho no
habría sido creído, el Josef Göbels que asistió, en la mañana
del 22 de junio, a la conferencia de Schacht, estaba acojonado. Hasta
las trancas.
Excelente serie.
ResponderBorrarSin pretender corregirte, sino perfeccionarla, te hago ver dos detalles que podrían ser mejorados (menores, eso si) en esta entrada:
1) El imaginario colectivo, asocia la tipografía "de tipo gotica" (conocida más especificamente como "tipo fraktur") a los nazis, que la promovieron al inicio como "signo nacional alemán", para, en 1941, PROHIBIRLA OFICIALMENTE:
http://www.alemanesdelwolga.com.ar/pagina/articulos-2.php?mediaID=47
http://www.abc.es/segunda-guerra-mundial/noticias/curiosidades/20141002/abci-segunda-guerra-mundial-letra-201408262130.html
http://www.forosegundaguerra.com/viewtopic.php?f=3&t=1025
De hecho, como buen bibliofilos, sabras que la letra gótica era la letra normal de los libros alemanes mucho antes de la aparición de los nazis, (un ejemplo)
https://archive.org/details/bemertungenauge00eggegoog
https://archive.org/details/freundeschulelc00chaugoog
2) la traducción de ORPO como "policía del orden" es la traducción literal de Ordnungspolizei. En sí misma no es equivocada, pero es casi casi como colocar, en inglés "from lost to the river": El error es cometido en la Wiki tanto española como inglesa, que, inconsistentemente, lo corrige en esta otra entrada:
http://en.wikipedia.org/wiki/Police_forces_of_Nazi_Germany
En español sería más adecuado traducir como "Policía ordinaria" o "Policía general" ya que mandaba en todos los cuerpos de policía "uniformada": ferroviaria, postal, aduanas, etc...