Leónidas
Breznev era, en el fondo de su corazón y también en la superficie
de su dermis, un estalinista. Sin embargo, sus años como protegido
de Nikita Kruschev le habían dejado, tal vez incluso a su pesar, un
importante eco: el eco de los tiempos. Kruschev no fue ningún
demócrata; simplemente, fue un mandatario soviético consciente de
que había accedido al puesto en plena Guerra Fría, con todas las
consecuencias que ello suponía, sobre todo en términos de cambio de
uso.
La
política de desestalinización del ucraniano no fue otra cosa que
eso: una estrategia acompasada con los tiempos. Inmediatamente tuvo
la consecuencia de la revolución húngara, cosa que desde luego dio
la razón a los inmovilistas moscovitas en el sentido de que no había
que moverse en esa dirección. Pero a veces quienes pierden acaban
ganando, y éste fue uno de los casos.
Por
mucho que Breznev, y sobre todo los generales amigos suyos que
explicaban una parte nada desdeñable de su poder, deseasen poder
sostener sin ambages la posición de total dureza respecto del resto
de la galaxia comunista, la URSS estaba ya, cuando llegó Breznev,
bien entrada en la década de los sesenta. En 1964, Estados Unidos
había tenido ya un presidente (John Fitzgerald Kennedy) que había
fijado claramente la agenda de las presidencias demócratas
finiseculares en unos puntos que eran difícilmente criticables como
antidemócratas; y, además, la URSS sufría los embates de la cada
vez más fuerte competencia china en el orbe marxista. La URSS ya no
se podía permitir que el mundo concibiese Moscú como la metrópoli
de un complejo imperialista que abortaba los derechos de los pueblos
sojuzgados.
Así
las cosas, y mediando obviamente la simplificación de confundir
«pueblo» con «Partido Comunista», una de las cosas que el
breznevismo se vio prontamente obligado a reconocer fue el derecho a
la autonomía de todos los países satélite. Pero esto, como ya he
tratado de insinuar, era solo de boquilla, porque lo que el
secretario general ambicionaba, y más aun su ideológo Milhail
Suslov, era mantener la URSS dentro de su puño de hierro.
[No
deja de ser curioso recordar que, teniendo las ambiciones que tenía,
bajo el estalinismo Breznev podría haber sido detenido, juzgado y
fusilado; dado que el padre de la teoría de que la URSS no era sino
un solo partido comunista con ramificaciones en diferentes países no
fue otro que Grigory Zinoviev...]
Hemos
de recordar, en este punto, que en noviembre de 1957 los diferentes
países comunistas del mundo firmaron la Declaración de Moscú,
redactada en una reunión de todos ellos que venía a responder a las
rebeliones húngara y polaca; declaración en la que, curiosamente
por presión especial de los chinos, se aseveraba el liderazgo
indiscutido del PCUS. Sin embargo, casi inmediatamente después de
dicha declaración, habían comenzado las disidencias, especialmente
desde Beijing. Kruschev trabajó intensamente para la celebración de
una nueva conferencia que zanjase estas diferencias; reunión que
tuvo lugar en noviembre de 1960.
La
nueva conferencia sirvió para dar notaría precisa de las
diferencias sino-soviéticas, amén de otras surgidas, sobre todo, en
países del Tercer Mundo, que consideraban al comunismo soviético
muy tibio con el colonialismo. Los países del Este de Europa, o más
bien sus partidos comunistas, exigieron una dura condena del
revisionismo yugoslavo. Y, por último, Enver Hoxa, el líder
albano, tomó partido claramente por los chinos, lanzándose a
criticar a Kruschev sin ambages (a la larga, terminaría abandonando
también el maoísmo, convirtiéndose en el único comunismo
autárquico).
Pocos
meses antes de su caída, Kruschev todavía estaba impulsando una
nueva conferencia sobre la materia, esta vez en la propia Beijing.
Sin embargo, para entonces las disensiones entre partidos comunistas
eran cada vez peores. Muchos partidos comunistas, y especialmente los
de los países de la Europa occidental, objetaban la posibilidad de
que un comunismo apartado de la ortodoxia pudiera ser incomunicado
del resto de formaciones; era evidente que temían que sus propias
evoluciones (recuérdese a Enrico Berlinguer y su eurocomunismo)
podía llevarles a ellos por el mismo camino.
Kruschev
cayó apenas unas semanas antes de la anunciada celebración de un
comité preparatorio de la conferencia de Beijing, que ya no se
celebró. Breznev decidió no reunirlo: primero porque, como ya hemos
visto, consolidarse en el poder no fue cosa sólo de unas semanas; y,
segundo, porque prefería explorar antes la situación real del
principal problema que se planteaba en estas conferencias, que no era
otro que la relación con China.
Finalmente,
Breznev y Suslov movieron la fecha del comité del 15 de diciembre de
1964 al 1 de marzo del año siguiente. Acudieron 19 partidos de los
26 que fueron convocados.
Para
desgracia de Breznev, aquella reunión preparatoria sirvió,
fundamentalmente, para que los diferentes representantes dijesen eso
que hoy está tan de moda de «acordemos no estar de acuerdo». Sin
embargo, buena parte del prestigio internacional de Breznev (léase
exhibición de músculo frente a Washington y la OTAN) residía en la
capacidad de convocar una nueva Conferencia Comunista Internacional.
Los
81 partidos comunistas que habían sido invitados a la conferencia de
1960 fueron citados en Budapest, en febrero de 1968, para una
conferencia preparatoria de la conferencia.
67
de los 81 invitados, y no pocos de ellos arrastrando los pies, se
presentaron en la capital húngara, en una reunión que fue un
auténtico patio de Monipodio. En primer lugar, Rumania, en un gesto
teatral que traía muy preparado, abandonó la conferencia. Y, para
seguir, fue imposible obtener tomas de posición comunes frente a
China o la RDA, o concluir las culpabilidades de las crisis de
Oriente Medio. Aun así, se acordó celebrar la conferencia
propiamente dicha en noviembre de aquel año.
En
realidad, la conferencia hubo de celebrarse el 8 de diciembre de
1969, puesto que por medio ocurrió una cosita: la invasión de
Checoslovaquia.
[Y
aquí es donde, para continuar este post, debo copiar, y completar,
otro que ha publiqué sobre esta misma materia.]
Una
de las principales líneas argumentales del siglo XX fue el
nacimiento, crecimiento y caída de la idea de que el comunismo era
una alternativa democrática al capitalismo, y la URSS un modelo
progresista frente a los Estados Unidos. Legiones de personas de
inteligencias variadas y en ocasiones acendradas, toneladas de
escritores, actores, periodistas, directores de cine y de teatro,
científicos, sociólogos, filósofos, cantantes, alfareros, músicos,
pintores, escultores, climatólogos, médicos, biólogos, sexadores
de pollos, cantamañanas y soplagaitas, creyeron, en algún momento
entre 1920 y 1990, que en la gran pelea ideológica del siglo, la mal
llamada Guerra Fría (y digo mal llamada porque de fría no tuvo
nada) entre capitalismo y comunismo, era el segundo de ellos quien
debía prevalecer para bien de la Humanidad.
Para
que esta convicción pudiese funcionar, era necesario, como si de un
montaje euclidiano se tratase, partir de un axioma: el comunismo y
sus representantes eran ideologías, y regímenes políticos,
democráticos. Insisto en el concepto de axioma. Este principio era
eso, un principio. Algo que se otorgaba a los regímenes comunistas
by default, sin que tuviese que ser demostrado pues, como todo
axioma, era tan evidente que no hacía falta dicha demostración.
La
literatura procomunista, especialmente la desarrollada en los años
sesenta y setenta, que fueron los más intensamente prosoviéticos o
filosoviéticos, abunda en referencias a las conquistas sociales del
comunismo. Las defensas del régimen de los sóviets repiten
machaconamente los éxitos del comunismo en la lucha contra el
analfabetismo y el logro de la sanidad gratuita y universal como los
dos grandes pilares de eso que podríamos denominar el cuaderno de
méritos del comunismo frente al capitalismo. Al mismo tiempo, se
suele obviar la vertiente repugnante del comunismo, que casi siempre
son los muertos. Porque el comunismo, como régimen político y en
sus diferentes expresiones, tiene un triste récord de muertos y
represaliados, no superado por nadie. Sólo Mao Zedong mató a 20
compatriotas (más una porción no desdeñable de tibetanos) por cada
judío asesinado por Hitler. Como otro ejemplo, resulta
históricamente inexplicable que alguien que se diga comunista
propugne el respeto por las minorías nacionales o raciales, siendo
lo cierto que ningún otro régimen político en la Historia moderna
ha deportado de sus propias tierras de origen y residencia a más
personas y, en general, ha sojuzgado bajo su bota a más naciones,
pueblos y nacionalidades.
Todo
esto ocurrió entre 1920 y 1990 pero, sin embargo, fue eficientemente
evitado, o cuando menos expresado con sordina, por muchos y diversos
portavoces, sobre todo pertenecientes a eso que llamamos
intelectualidad, en general caracterizada por un acriticismo hacia
las realidades de aquel mundo, acriticismo de tal calibre que hace
que no pocos de los párrafos que hoy se pueden leer en aquellos
libros de ayer provoquen el sonrojo. En todo caso, por mucho que los
tiempos hayan colocado muchas cosas en su sitio, en modo alguno los
resultados de aquella inmensa operación de autoconvencimiento
colectivo están solucionados. Sin ir más lejos, ahí está la
tendencia que, aún hoy en día, tienen muchos conocedores y
observadores de la guerra civil española, en el sentido de
identificar el bando republicano con el concepto de «fuerzas
democráticas»; identificación que tiene el efecto inmediato de
otorgar tal vitola a los comunistas españoles, que se parecían a un
demócrata sincero más o menos lo que se parece Mariano Rajoy a
Giselle Bunchen.
La
historia del comunismo, no obstante, es muy larga. Más o menos
setenta años (neto de Fidel y de Kim Jong Il, claro está).
Demasiado larga para estas ilusorias versiones. Si lo que poseemos es
un bidón lleno de mierda, es racional que podamos aspirar a
convencer a alguien durante un par de minutos que en realidad es vino
de Burdeos. Pero si llevamos el engaño más allá, llegará un
momento en que nuestro interlocutor se empezará a oler que lo que
hay en el bidón tal vez no sea tan bebible como nosotros queremos
aparentar. A partir de los años cincuenta y, sobre todo, sesenta del
siglo XX, las personas occidentales que se querían considerar de
izquierdas empezaron a tener una alternativa en las diferentes
socialdemocracias (incluido el laborismo británico) que, con sus
acciones de gobierno, empezaron a demostrar que hay cosas (por
ejemplo, la sanidad pública e universal) que se pueden conseguir sin
mediar la dictadura del proletariado. Y, además, el régimen
soviético fue desarrollándose, tomando decisiones, acciones, que en
Occidente tenían mala venta. El propio comunismo occidental comenzó
a darse cuenta que, en sociedades cada vez menos rurales y donde el
papel de las clases medias era cada vez mayor, era imposible sostener
un discurso comunista de libro; esto hizo nacer el eurocomunismo, que
fue una especie de fistro diodenal ideológico que, en todo caso,
basaba su actuación en la plena, y subrayo lo de plena, aceptación
de la democracia parlamentaria como regla de juego para su actuación.
Este
proceso fue muy lento y gradual, y en unos sitios se ha perfeccionado
más que en otros. Pero, en todo caso, tuvo sus momentos de crisis.
Sus puntos de dramático cambio cualitativo. Estos párrafos van del
más dramático de todos: la primavera de Praga. La última primavera
del comunismo, porque aquella primavera de 1968 fue la última en la
que el comunismo pudo considerarse democráticamente creíble ante el
mundo; el último momento en el que Leónidas Breznev pudo albergar
la ilusión de disputarle la victoria propagandística a su enemigo
americano en algunos terrenos de la opinión.
Checoslovaquia
fue una carallada surgida del derrumbamiento de la monarquía
austrohúngara. Terminada la primera guerra mundial, y dado que el
encargado de resolver el sudoku del mapa geopolítico europeo de
posguerra era el presidente norteamericano Wilson, el lobby
checoslovaco de los Estados Unidos jugó sus cartas y logró la
declaración de independencia para el país. A los checos se unen los
eslovacos, un pueblo entonces significativamente más retrasado
económicamente, de base rural, que los checos o bohemios. Eran
tiempos felices en los que muchas gentes pensaban que en Europa se
podrían construir estados que fuesen cócteles étnicos sin
problemas. De aquellos polvos vinieron los lodos de guerras como la
que arrasó la antigua Yugoslavia y que hoy se dirime en las salas
del Tribunal Penal Internacional. Checoslovaquia fue un tutti
frutti de checos, eslovacos, alemanes, húngaros, rutenos,
polacos, judíos y algún que otro gitano.
En
1938, Checoslovaquia brillaba como una isla democrática en su área
de influencia, pero por poco tiempo. Lo que pasó ya
lo hemos contado.
Acojonada y reducida a la impotencia por el matón alemán y la
inacción de sus aliados franceses y británicos, Checoslovaquia,
tras los acuerdos de Munich, se asemeja a un cadáver inerme al que
se acercan los buitres. Hitler primero, pero después Polonia, que
reclama las tierras de Teschen, y después Hungría, reclamando las
áreas donde los húngaros son más frecuentes. En marzo de 1939,
pocos meses antes de comenzar la segunda guerra mundial, un obispo,
monseñor Tiso, proclama la independencia de Eslovaquia y pide el
amparo del ejército alemán. Así las cosas, lo que queda del país
es puesto bajo la protección del Reich.
En
plena guerra, en 1942, los aliados reconocieron la legitimidad de un
gobierno checoslovaco en el exilio. El 30 de abril de 1945 se crea,
aún fuera del país, un Consejo Nacional Checo formado por todas las
tendencias políticas. En la carrera contrarreloj que libraron sobre
el mapa de Europa americanos y rusos a ver quién sentaba los reales
en zonas de influencia, los americanos llegaron hasta Pilsen,
localidad de evidentes resonancias cerveceras; pero fueron los rusos
los que entraron en Praga. En 1946 se celebran elecciones, en las
cuales el Partido Comunista consigue el 38% de los votos. Esto les da
la mayoría junto con los socialdemócratas, pero pronto surgirán
disensiones entre ellos. Las cosas van quedando claras cuando se
anuncia que Checoslovaquia va a formar parte del archifamoso Plan
Marshall. De Moscú llega la orden de que eso no llegue a producirse
nunca. Stalin deja clara su voluntad de que el país permanezca en su
órbita.
En
febrero de 1948, los comunistas diseñan el ataque final para hacerse
con el país. Desde el gobierno, acusan al resto de fuerzas políticas
de saboteadoras y crean una crisis de gobierno a base de realizar una
amplia purga en la Administración de elementos no comunistas. El 22
de febrero, dos millones y medio de trabajadores, siguiendo las
instrucciones del líder sindical Antonin Zapotoky, van a la huelga
general y paralizan el país. El presidente Benes tiene que ceder una
vez más, cesar a los ministros no comunistas y nombrarles
sustitutos. Esto es lo que la Historia conoce como Golpe de Praga: la
manzana checoslovaca cae, durante los siguientes cuarenta años, del
lado comunista.
La
Checoslovaquia del líder Klement Gottwald, de Zapotoky y sobre todo
del secretario del partido, Antonin Novotny, fue una digna hija de
Stalin. No le faltó de nada. Por supuesto, desde el momento en que
los comunistas lograron que Benes cesase a los ministros burgueses,
por allí no se volvió a ver nada que oliese a elecciones libres.
Haberlas, las hubo; pero con lista única. Otra cosa en la que los
comunistas checoslovacos se demostraron como alumnos aventajados del
padrecito fue en la realización de purgas internas, que se llevaron
por delante a dos centenares de miembros del Partido.
En
1956, como todos pudimos saber (todos, incluida la mayoría de los
residentes del paraíso soviético) unos treinta años después, se
produjo la sesión secreta del PCUS en la que el nuevo líder de la
URSS, Nikita Khuschev, denunció los crímenes del estalinismo.
Aunque como digo en la Cibeles ni lo olimos porque todo fue como muy
en secreto, esto se notó en cierto descenso de la presión dentro de
los países de la órbita. No obstante, no detuvo en lo absoluto el
imperialismo soviético, pues en ese mismo año de 1956, la URSS
sofocó a leche viva sendas rebeliones en Polonia y Hungría, dejando
bien claro que en lo que dimos en llamar Bloque del Este al que se
movía medio centímetro se le daba una patada en los cojones.
En
uno de esos arabescos acojonantes de los que sólo es capaz el
comunismo, en Checoslovaquia quien se afana en la labor de borrar el
estalinismo del país es precisamente quien lo pintó, es decir
Antonin Novotny. Pero los arabescos son chorradas. Esto es algo que
los jerifaltes soviéticos, y los prohombres comunistas en general,
nunca entendieron bien, y así les fue. Uno no puede colocar al más
furtivo de los cazadores al frente de la vigilancia del parque
natural. Si hace eso, lo que acabará ocurriendo es que habrá gente
en el mismo régimen que empezará a pensar por su cuenta. A mi modo
de ver, este intento de Novotny (léase Moscú) de sucederse a sí
mismo es algo que está en el germen del movimiento de la Primavera
de Praga. Porque la Primavera de Praga, que es el movimiento que más
seriamente pone al comunismo contra las cuerdas, no es un movimiento
burgués. No es, como se podría decir desde una óptica comunista
con esa expresión tan general, cosa de fachas. La Primavera de Praga
la inventaron comunistas.
Desde
la caída del estalismo, en el seno del comunismo checoeslovaco
comienzan a aparecer elementos llamados reformistas, cuyo principal
exponente es el eslovaco Alexander Dubcek. Hablan de las cosas que
creen que la gente normal, el personal en general, demanda de su
régimen comunista: el fin de la opresión policial sobre los
ciudadanos, desaparición de la censura de prensa, libertad de
expresión, legalización de sindicatos libres... Igual que si una
mujer obesa se pusiese la blusa de una top-model, al régimen
checoeslovaco se le saltan las costuras y por los intersticios se
escapan individuos y grupos de individuos que, casi siempre desde
dentro del Partido, se niegan a regirse por la disciplina única de
sus dirigentes. En 1967, durante una sesión del Comité Central del
Partido, Novotny y los duros acusan a Dubcek de entenderse con los
burgueses. Lo siguiente que hace es llamar a Moscú para llamar al
primo de Zumosol.
Para
desgracia de Novotny, el que se puso al otro del teléfono ya no era
el mismo que había repartido hostias en Hungría once años antes.
Desde
1964, mandaba en la URSS Leónidas Breznev; tal vez, el más
inquietante y desconocido mandamás soviético de toda la Historia de
la URSS, si hacemos excepción de las flores de un día que le
siguieron hasta llegar a Mihail Gorvachov (Constantin Chernienko y
Yuri Andropov, si no me falla la memoria). Breznev era un tipo cuya
principal ocupación en las cinco primeras décadas de su vida había
sido sobrevivir. Carecía del carácter sanguíneo de su antecesor
Khruchev (él nunca habría golpeado en público una mesa con un
zapato, como había hecho él) y, además, no olvidaba que a ese
mismo antecesor se lo había pasado el Partido por la piedra,
obligándolo a dimitir. Breznev, por lo tanto, fue, quizás, el
primer líder soviético que entendió bien de qué iba eso de la
URSS: entendió, pues, que la URSS fue un sistema político que
basaba todo éxito en placer al Partido Comunista. Las acciones no
tenían que ser buenas, ni eficaces, ni virtuosas, ni justas; todo lo
que tenían que ser es buenas a los ojos del Partido.
Así
las cosas, en una URSS que, bajo los báculos de Lenin, Stalin y
Khruschev, se había acostumbrado a tener líderes que mandaban un
huevo, pasó a ser mandada por un tipo extraordinariamente
contemporizador, que todo lo consultaba, que nada hacía sin tener
claro que la nomenklatura de los mandos del Partido no se lo
iba a reprochar. Un gobernante lento. A mí me recuerda un poco a
Felipe II, salvando las distancias.
El
8 de diciembre de 1967, convocado urgentemente por Novotny, Leónidas
Breznev aterrizaba en Praga. Lo que se encontró el ruso en el país
lo dejó acojonado. Checoslovaquia, o más bien su partido comunista,
presionado por sus elementos más progresistas (sic), había iniciado
una serie de reformas económicas que, sin embargo, habían ejecutado
hombres del aparato sin voluntad alguna de llevarlas a término; lo
que había tenido como consecuencia colocar el país en un caos
económico desconocido en mucho tiempo. Además, las disensiones
entre checos y eslovacos (no se olvide que Dubcek era eslovaco)
habían rebrotado, y la inquietud de profesores y estudiantes,
palpable. El corolario de aquellos problemas es que, aquel mismo mes
de diciembre, un aterrado Novotny se había encontrado con un reunión
del Presidium de su partido en el que ocho de los once miembros del
mismo habían votado su destitución.
Novotny,
por supuesto, llamó a Breznev para que lo ayudase, para que
impusiese en el Presidium otra actitud distinta. Pero el Leónidas
que aterrizó en Praga era, básicamente, un señor que estaba hasta
las pelotas del tipo al que había venido a proteger. De hecho,
Breznev ya había acompañado a Kruschev al mismo sitio, y por
razones relativamente parecidas, en 1964; y ya en aquella visita
había consolidado la opinión de que Novotny era un mojón. Así
pues, contrariamente a lo que esperaba el secretario general del
comunismo checoslovaco, Breznev no trajo los tanques. Se limitó a
hablar. Con él, con Dubcek, pero poco más. Dejó Praga Breznev sin
siquiera atender el almuerzo en su honor que había preparado
Novotny, diciéndole a los comunistas locales que consideraba que
aquel problema era un problema interno de ellos.
Era
una forma como cualquier otra que el padrino Corleone tenía de
aprobar la ejecución de alguien.
La
lentitud de Breznev fue gas sarín para Novotny. Si el checo había
esperado ver los tanques rusos enfilando hacia Praga, se quedó con
las ganas. Moscú le dejó solo, lo cual equivale a decir que otorgó
su nihil obstat para su
defenestración; y, en muy poco tiempo, Novotny se vió en
minoría en el Partido y dimitió como secretario el 5 de enero de
1968. Le sucedió el eslovaco Dubcek.
Hasta
la llegada de Milhail Gorvachov al poder en la URSS, Alexander Dubcek
fue el único máximo mandatario de un partido comunista de la órbita
soviética de cuyas verdaderas convicciones democráticas no quepa
dudar. Pero entre Gorvachov y Dubcek media un abismo, pues el primero
llegó a la máxima magistratura de la URSS para realizar la voladura
controlada del sistema comunista; el segundo, sin embargo, nunca
pretendió otra cosa que perpetuar el régimen comunista. Tanto es
así que, en realidad, era un personaje con un currículo perfecto a
los ojos de Breznev: hijo de proletarios, educado en la URSS,
graduado en la Escuela Mayor del Partido Comunista de la URSS... es
muy probable que el propio Leónidas lo considerase más soviético
que checoslovaco (como su amigo y sucesor, Konstantin Chernenko, más
soviético que moldavo).
A
finales de enero, Dubcek viajó a Moscú, se entrevistó con Breznev,
y en la nota oficial de la reunión se afirmó una «total
identificación de puntos de vista en todos los temas discutidos».
Breznev, pues, estaba que no meaba con el cambio de liderazgo en el
país. Para colmo, en marzo Dubcek impulsó el nombramiento como
presidente del país de un viejo camarada de la milicia de Breznev:
Ludvik Svoboda.
En
realidad, el único lider comunista que no quería ver a Dubcek era
el Walter Ulbricht, el jefe de la RDA. Ulbricht era más papista que
el Papa en lo que a comunismo se refiere y, sobre todo, era jefe de
un país que estaba situado en un área de influencia en el que la
prosperidad o el ejemplo checoslovaco podía ser seriamente dañoso
para él. En febrero de 1968, con ocasión del aniversario de la
llegada comunista al poder en Checoslovaquia, Breznev trató de que
ambos líderes se conociesen e hiciesen las paces.
El
principal acto de aquella celebración praguense tiene resonancias
hispanas, pues se celebró en el llamado Salón Español del castillo
de Hradcin. En su discurso allí, Dubcek, mirando directamente a
Breznev (pensemos un poco en la famosa escena de Zapatero de:
«Pasqual, aprobaré el Estatuto que...»), afirmó su «eterna
lealtad a la comunidad de países socialistas». Luego se volvió a
Ulbricht, lo nombró específicamente (recuérdese: «Pasqual...») y
le afirmó su total solidaridad con la RDA y su oposición «al
constante revanchismo de la Alemania Occidental».
Hasta
ahí, tanto Breznev como Ulbricht estaban teniendo orgasmos
espontáneos. Pero, pronto, comenzaron a eyacular para detrás cuando
Dubcek comenzó la segunda parte de su discurso. La realmente
histórica. Aquélla en la que anunció una serie de reformas en el
país y en el Partido. Las reformas que pasaban a suponer lo que se
ha conocido como «socialismo de rostro humano».
El
5 de marzo de 1968, hecho insólito en un país comunista, se levanta
la censura de prensa. Pocos días después, se produce la ya
comentada salida de Novotny de la presidencia de la república,
siendo sustituido por el general Ludvik Svoboda, compañero de
Breznev, si: pero, también, víctima de las purgas de los años
cincuenta.
El
programa de los reformadores, que como hemos dicho se dio en llamar
socialismo de rostro humano, tiene algunas reminiscencias del
socialismo a la chilena de Salvador Allende. Entre sus elementos
principales se encontraba la propiedad privada de pequeños negocios
(se mantenía la estatal para los elementos básicos de la economía),
la apertura del sistema a diferentes partidos políticos, sindicatos
independientes y derecho de huelga, independencia del poder judicial,
igualdad de las diferentes nacionalidades y libertad religiosa. Se
fijó para el 9 de septiembre la celebración del XIV congreso del
Partido Comunista de los Trabajadores checoslovaco, que debía dar
carta de existencia a todas estas reformas.
El
29 de marzo, en la conferencia del Partido Comunista de la ciudad de
Moscú, comienza el contraataque breznevita. El Partido Comunista,
dijo, no sólo es uno sino que actúa como uno. La unidad es
fundamental en su actuación. Acto seguido, cargó contra los
pretendidos reformadores del comunismo, de los que terminó por decir
que «no pueden esperar escapar del castigo».
Hay
que decir que, en un punto tan temprano de la crisis praguense, en
Moscú ya comenzaron a moverse por las mesas papeles con planes de
intervención armada. Sin embargo, Breznev los paró, consciente de
los enormes costes que tendría. En ese momento, su principal
objetivo era que en noviembre de aquel año se celebrase la
proyectada conferencia de partidos comunistas, conferencia que
debería emitir al mundo una imagen de unidad sin fisuras. Y es obvio
que la invasión de un país cuyo partido comunista se mostraba
díscolo no era la mejor tarjeta de presentación. El presidente
norteamericano Johnson acababa de anunciar la decisión de detener el
bombardeo de Viet Nam del Norte, en una clara medida de
apaciguamiento entre las dos grandes potencias que, claramente,
cambiaría de sentido si había invasión. Sobre su mesa, Breznev
tenía cartas de Josip Broz Tito, de Luigi Longo, el líder comunista
italiano, y de Ceaucescu, tratando de prevenirle de realizar la
invasión. De hecho, en junio, durante una entrevista con Josef
Zednik, vicepresidente de la Asamblea Nacional Checoslovaca, le dijo
a las claras que no tenía intención de intervenir militarmente en
el país.
Eso
sí, también tenía Breznev presiones en el sentido exactamente
contrario, esto es exigiendo los tanques en Praga, fundamentalmente
de Walter Ulbricht y de Vladislav Gomulka.
El
26 de junio, una revista literaria, Literární Listy,
publicaba un texto del escritor Ludvik Vaculik, conocido como El
documento de las dos mil palabras, suscrito por las firmas de
otros muchos intelectuales. Este manifiesto reclamaba de las
autoridades checoslovacas un avance más rápido hacia la plena
democracia.
A
partir de ese día, el Kremlin ya no puede más.
La
URSS organiza en Varsovia, los días 14 y 15 de julio, una
conferencia de países del bloque del Este para analizar las reformas
checoslovacas. Dubcek se negó a asistir. Probablemente, no tenía
otra opción pues, de haber ido, habría resultado inmovilizado allí
mismo. Pero su ausencia dejó el campo libre al resto de los
comunistas para aprobar mociones en las que se calificaba el proceso
checoslovaco de contrarrevolucionario, y justificando la intervención
armada.
Con
ese teórico apoyo en la mano, Breznev decide generar la última
oportunidad para la paz, conocida como el encuentro de
Cierna-nad-Tissou. El encuentro de Cierna tuvo lugar entre el 29 de
julio y el 1 de agosto de aquel año de 1968, y se produce entre once
miembros del Politburó del PCUS y la totalidad del Presidium del
Partido Comunista de la Checoslovaquia.
Un
buen aperitivo de lo que iba a ser ese encuentro fue la propia
llegada de Breznev. Llegó a la población checoslovaca fronteriza
con la URSS en un tren blindado. Él se esperaba una cita como todas
a las que estaba acostumbrado, esto es: la estación vacía de gente,
salvo las personas del pueblo designadas por la policía secreta y el
consabido grupo folklórico para bailarle el aurresku;
y, sin embargo, se encontró con un andén repleto de periodistas. Le
costó perdonar aquello.
Los
cuatro días de la conferencia de Cierna fueron tormentosísimos.
Finalmente, Breznev logró arrancar de Dubcek unos nebulosos
compromisos en el sentido de reducir la libertad de prensa recién
decretada, y parar las reformas económicas. Nada más terminar esta
conferencia, se proujo otra en Bratislava en la que el líder
soviético, apoyándose en estos compromisos, apareció relajado y
positivo. Incluso concedió una entrevista a la televisión eslovaca.
Se marchó de Checoslovaquia dando la crisis por cerrada.
Sin
embargo, es obvio que lo que él había entendido, y lo que habían
entendido Dubcek, de aquellos compromisos, era distinto. La evolución
en Checoslovaquia habría de preocupar de nuevo en Moscú. Muy
pronto.
Lo
que siguieron fueron días de toma y daca. El bloque soviético
presionó con la publicación de la Carta de Varsovia, y Dubcek
intentó negociar, poniendo siempre sobre la mesa el aplastante apoyo
social con que contaba en su país. Sin embargo, consciente de lo
delicado de la situación, y probablemente sabiendo que su país
había sido ya pisoteado sin contemplaciones en el pasado, el 3 de
agosto firma, junto con otros mandatarios del área, una declaración
que asevera que el socialismo deberá ser siempre defendido allí
donde esté en peligro. Sin embargo Dubcek, que con gestos así
parece demostrar que no carece de mentalidad estratégica, también
hace cosas que hacen pensar que se desenvolvió en aquellos tiempos
con notable torpeza. Durante el mes de agosto, de hecho, recibe en
Praga a las dos bichas de Moscú: el mariscal Tito, jefe del
Estado yugoslavo que mantiene una línea decididamente independiente
del Kremlin; y Nicolae Ceaucescu, el dictador rumano que por aquel
entonces coquetea con los chinos.
Además
de todo esto, el 10 de agosto fue publicado el borrador de Estatutos
del Partido checo, que debían ser aprobados en un congreso
extraordinario fijada para el 19 de septiembre. Entre otras cosas,
prescribía la votación secreta para elegir a los dirigentes del
partido, además de limitar los mandatos y proponer medidas para
evitar la concentración de poder. Más aún, aquellos estatutos
establecían mecanismos para la expresión de los puntos de vista de
las minorías. En Moscú, y en otros países comunistas, esta
publicación fue vista como herética y enormemente peligrosa.
A
finales de agosto, el día 20, tenía señalada reunión el Presidium
del PCT. Cerca de las doce de la noche de aquel día, cuando en las
salas aún se trabajaba y se debatía, llegaron las noticias de la
invasión soviética del país. La URSS, acompañada voluntariamente
por Polonia, Hungría y la República Democrática Alemana,
violaba las fronteras del país. La Historia, como vemos, se repite:
los cuatro invasores del 68 fueron los mismos que, en el 38, se
llevaron partes del país o sacaron tajada de la situación.
¿Cómo,
o más bien por qué, se produjo la invasión? No lo sabremos nunca
con certeza. La hipótesis más potable que se ha manejado siempre es
que fue el mando de las Fuerzas Armadas el que decidió reaccionar.
El Estado Mayor, según esta versión, habría sacado de sus dachas
vacacionales a Breznev, Podgorny y Kosigyn, para llevarlos a Moscú
y, allí, plantearles la inevitabilidad de la invasión. Otras
versiones, menos creíbles, afirman que el Comité Central le impuso
la decisión al Politburó (como digo, poco creíbles, teniendo en
cuenta que el Politburó no era sino el destilado del Comité; además
de que no hubo signos de reunión alguna del Comité Central, y se
habría notado dados los muchos miembros del mismo). La tercera y
última versión, menos creíble aun en mi opinión, es que fue
Ulbritch quien, tras su propia tormentosa reunión con Dubcek (en
Karlovy Vary, el 12 de agosto) habría exigido la medida.
Tanto
Breznev como Podgorny veranearon aquel año en el Mar Negro; y
sabemos que ambos se entrevistaron con Janos Kadar allí, el 14 de
agosto. Es, pues, una fecha muy probable para la decisión de
invadir. Aquel mismo día, además, el mariscal Grechko y el general
Yepishev viajaron a la RDA, oficialmente para pasar revista a las
tropas rusas situadas en el país.
Dentro
del partido, lo más probable es que el mayor apoyo llegase de los
comunistas geográficamente más cercanos a Checoslovaquia y,
consecuentemente, más temerosos: los ucranianos. Asimismo, el más
que probable contradictor de la idea debió ser Milhail Suslov,
porque ya se había opuesto al uso de la fuerza en Hungría, y porque
su prioridad era salvar la conferencia comunista mundial.
La
invasión, en todo caso, no salió como Breznev esperaba. En primer
lugar, siendo como era un comunista de libro, ni se le ocurrió que
fuese cierto lo que decía Dubcek en las reuniones sobre el apoyo
popular a sus reformas y la resistencia que se encontraría cualquier
medida de fuerza. En segundo lugar, su plan político falló. Él
pensaba secuestrar a los principales cabecillas de la reforma (el
propio Dubcek; su primer ministro, Oldrich Cernik; y el presidente de
la Asamblea Nacional, Josef Smirkovsky) y poner al frente del país a
un gobierno títere. Pero no contaba con su viejo camara, Svoboda,
presidente del país, que, simple y llanamente, se negó a nombrar un
nuevo gobierno.
Svoboda
llegó a Moscú en la tarde del viernes 23 de agosto. Breznev lo
recibió en el aeropuerto Vnukovo con categoría de jefe de Estado.
Luego lo metió en uno de aquellos coches enormes que tenían los
jerifaltes soviéticos, junto con Podgorny y Kosigyn.
Nada
más comenzar las negociaciones, Svoboda comenzó a levantar la voz.
Le exigió al secretario general del PCUS poder ver a Dubcek, Cernik
y Smirkovsky. Cuando Breznev se negase, Svoboda se levantó, se
arrancó del pecho la medalla de Héroe de la Unión Soviética, la
tiró sobre la mesa; y luego siguió con otras condecoraciones.
Luego, en un gesto cinematográfico, blandió su pistola (la misma
pistola, le dijo a sus contertulios, que Stalin le había dado para
luchar contra Hitler) y amenazó con suicidarse. «Podéis decir que
me suicidé», parece ser que les dijo, «pero no os creerá nadie».
La
discusión continuaba. Pero, cada vez que los soviéticos
argumentaban algo, se encontraban con la terca posición del viejo
general checo, que se negaba a llegar a ningún acuerdo mientras sus
compañeros no fuesen liberados y las tropas extranjeras saliesen de
su país. Finalmente, tras algunas horas, las dos partes acordaron no
estar de acuerdo. Svoboda fue alojado en un apartamento en el Kremlin
(donde es de suponer que hasta las cucarachas estaban a sueldo del
KGB) y Breznev, Podgorny y Kosigyn se retiraron a deliberar.
Al
día siguiente, los moscovitas habían cedido parcialmente. Svoboda
pudo ver a Dubcek y los otros durante dos horas. Además, Breznev
había hecho llegarse a Moscú a los presuntos miembros del nuevo
gobierno checoslovaco (Drahomir Kolder, Alois Indra y Vasil Bilak,
amén de otros civiles colaborantes con la causa, como Gustav Husak).
Svoboda seguía insistiendo en que las tropas debían irse.
Finalmente,
Breznev convenció al presidente para que fuese a la sala donde
prácticamente todo el parlamento checoslovaco estaba reunido (léase
detenido). Breznev comenzó un discurso plúmbeo sobre la
colaboración socialista que, al parecer, pasada una hora,
interrumpió Svoboda con un puñetazo en la mesa y el grito que
podríamos traducir como: «¡Ponte a negociar, hostias!»
Lo
que siguió al discurso breznevita y la interrupción svobodita
fueron tres días de negociaciones, por llamarlas de alguna manera.
Finalmente, se alcanzó el compromiso de que las tropas permanecerían
en Checoslovaquia, al menos hasta que el país se normalizase. Las
reformas estaban muertas. En esas circunstancias, Dubcek, Cernik y
Smirkovsky regresaron a su país. Pero lo hicieron para contemplar
cómo el partido es purgado de reformistas y a todas las reformas,
sin faltar una, se les pone el freno primero, y la marcha atrás
después.
En
noviembre, en el congreso del Partido Comunista Polaco, Breznev
pronuncia un discurso en el que sustancia la que, desde entonces, se
conocerá como doctrina con su nombre. Según esta teoría, todos los
países comunistas tienen una soberanía matizada, que termina en el
momento en el que ponen en peligro el sistema en sí del socialismo,
esto es al resto de países; y la URSS, en consecuencia, retiene la
obligación de intervenir para recolocar las cosas si es necesario.
El
16 de enero Jan Palach se quema vivo en la plaza de San Wenceslao.
Algunos días después, otro estudiante hace lo mismo en Pilsen. El
25 se produce una gran manifestación. Es el último acto de rebeldía
de los checoslovacos.
La
primavera de Praga fue la prueba del nueve del comunismo. Hasta su
producción, y aunque existiesen evidencias y datos, quien quisiera
creer en las honradas convicciones democráticas del comunismo
internacional, podía hacerlo. Tras la Primavera de Praga, es obvio
que ha habido muchas personas que han seguido pensando, escribiendo y
diciendo tal cosa. Pero tal idea se convirtió en demasiado exótica
e incomprensible para mucha gente.
El
principal ganador de la Primavera de Praga, a mi modo de ver, fue la
socialdemocracia. A partir de 1968 comenzaría el lento goteo de
comunistas que acabarán abrazando el socialismo; goteo del que en
España tenemos bien conspicuos representantes.
Por
lo que se refiere a Leónidas Breznev, tal vez pensó que con lo
actuado había conseguido cerrar el grifo de las disensiones en su
bloque.
Ni
de puta coña.
Me ha chirriado un poco eso de las convicciones democráticas indudables de Gorvachov y Dubcek. No conozco la actuación de Dubcek ya que de la Primavera de Praga conozco los hechos pero no llego al detalle de las convicciones de los protagonistas, pero si, como dices, Dubcek tenía las mismas convicciones democráticas de Gorvachov en mi opinión no eran muchas. Gorbachov no era al llegar al poder de la URSS alguien que quisiera la democracia y mucho menos la demolición controlada del comunismo en la URSS. Más bien lo que buscaba era conseguir que un sistema que estaba en bancarrota y que lo iba a estar más aún, funcionase aceptablemente. Sin embargo que Gorbachov no fuese un demócrata no quiere decir que fuese un tirano y un sanguinario. Por eso, cuando la reforma del sistema inevitablemente se le fue de las manos, no contempló la opción de controlar el asunto con una fuerte represión y/o un baño de sangre. No pudo comprender que un sistema como el soviético no se puede mantener siendo una buena persona (algo que probablemente sí es Gorbachov). Es más que probable que ahora sí tenga convicciones más o menos democráticas, pero en los años ochenta, no lo creo. Si se me permite la comparación, me recuerda a Fraga. Quería un franquismo más tolerable y luego se convenció de lo buena que era la democracia (muerto ya Franco, claro), pero yo creo que en el fondo nunca llegó a interiorizarla. Vamos, que tu inteligencia y la experiencia te dice una cosa pero el corazón otra. Nos pasa a todos, me temo.
Marxismo y democracia (la de verdad) son mutuamente excluyentes. Y no porque el Leninismo lo hiciese imposible para la URSS y para todos los que lo intentaron después en el resto del planeta, sino porque no es posible. A algunas cosas tienes que aplicarles una visión retorcida para que sean incompatibles, (ciencias y letras, razón y fé, playa y montaña) pero otras, como el marxismo y la democracia o el Islam y la tolerancia es justo al contrario: tienes que retorcerlas y desnaturalizarlas para que encajen. El eurocomunismo y la socialdemocracia, ya sea por estrategia política o por convencimiento sincero, tuvieron que abandonar la posibilidad de alcanzar el marxismo y limitarse a objetivos mucho más limitados, pero eso no era (no es) posible en los sitios donde los partidos comunistas llegan al poder. Por eso no creo que un dirigente comunista en Checoslovaquia o en la URSS fuese un quintacolumnista de la Democracia.
Soy consciente de que mezclo razonamientos con juicios de valor, pero es que no me encaja para nada un demócrata llegando al poder dentro de un sistema tan totalitario como el que había en el bloque soviético.
Demócrata es una palabra muy fuerte. Sin embargo, mi creencia es que Gorbachov pertenecía a una "familia" del PCUS que sabía que el Muro iba a caer ya desde, como muy tarde, 1982. Desde el momento en que el Kremlin se da cuenta de que Estados Unidos está perdiendo el interés por las conversaciones SALT y que casi le importa una higa la superioridad teórica soviética en materia de armamento porque tiene otros elementos muchos más poderosos (dos: la llamada «guerra de las galaxias», y tener a los países satélite soviéticos agarrados por los huevos de su deuda con occidente); desde ese momento, digo, hay gente en Moscú que tiene muy claro que el régimen va a caer.
BorrarYuri Andropov y Konstantin Chernenko no son sino el intento de la vieja guardia (los Círculos José Antonio del comunismo) por mantener en el poder alguien que no crea en eso. Y el hecho de que apenas encuentren a una persona gravemente enferma, primero; y a un anciano zombie dipsómano, después, lo dice todo de su capacidad de allegar recursos humanos en defensa de sus teorías.
Gorbachov intenta lo que todos en su situación. Es el Arias Navarro del régimen soviético. En realidad, trata de reinventar la Primavera de Praga: comunismo con libertad de prensa, glasnost y tal. Es un marxista de libro, como Arias era un franquista de libro; pero ambos tenían la percepción de que, si venía el tsunami, sus ideas debían morir y dejar paso a la democracia. En ese sentido, ambos eran demócratas primarios (bueno, en el caso de Arias, en realidad lo era más Antonio Carro, pero bueno...)
Bueno, si aceptamos demócrata como animal acuático vale, je, je
BorrarLa verdad es que la URSS lo tenía complicado y ni siquiera creo que un tipo sin escrúpulos para emplear la fuerza como Chernenko o Andropov hubiesen podido hacer nada. Y hay que reconocer que Reagan estuvo fino tirándose el farol de la IDS. ¿Es verdad eso que se dice que preguntó qué era lo que tenían más que los rusos y alguien contestó que “dólares”? Ni siquiera creo que una solución a la China hubiese funcionado para la Unión Soviética.
Como anécdota personal, al poco de empezar el mandato de Reagan, un amigo algo mayor que yo estaba destinado como diplomático en la embajada española en Moscú y recuerdo que me comentó con toda tranquilidad que la URSS caería en menos de diez años tanto si optaba por la vía represiva como si intentaba modernizar el régimen. Más bien antes en el segundo caso. Se explayó mucho hablando del miedo al contagio de Irán que tuvo que ver con la (ruina) de la intervención en Afghanistán, el vodzka y algunas cosas más. En su momento me pareció un poco fantasioso pero conservé en la memoria la conversación y te aseguro que cada vez me parece más increíble la lucidez que tenía. ¡La cantidad de cosas divertidas que contaba sobre lo que hacían en las embajadas occidentales para volver locos a sus sombras en la KGB!