No obstante lo dicho, al final he sacado tiempo para copiar un texto que prometí en un grupo privado de Facebook que copiaría algún día; y, ya que estamos, lo aprovecho para utilizarlo como extraña felicitación por la avenida de los Reyes Magos, esos tres señores de los que nos hablan los evangelios apócrifos.
Sorprenderá a quienes me conozcan, o me sigan en el blog, que les diga que he copiado un discurso de Manuel Azaña. Eso es como decir que Mouriño ha copiado un texto del Brito Vilanova ése, o como se llame. En efecto: Azaña me cae bastante gordo y mi juicio sobre él, no lo oculto, no es que digamos positivo. Sin embargo, hay un Azaña interesante, a mi modo de ver, que es el Azaña que aún no había gobernado. El intelectual liberal, cabeza visible del Ateneo de Madrid que, en los años y sobre todo meses anteriores al advenimiento de la II República, habló y teorizó sobre las necesidades de España y lo que habría que hacer en el futuro que ya veía cercano; y, en verdad, lo estaba.
El discurso que aquí os copio se produjo en marzo de 1930, cuando la dictadura Primo de Rivera llevada dos meses extinta y España vivía la Dictablanda Berenguer. En dicho mes, un intelectual catalán, Joan Estelrich, imbuido sobre todo por las ideas de Françesc Cambó, que ya había escrito en tal sentido (Per la concordia. Un libro recomendabilísimo para cualquier catalán), organiza una visita de intelectuales castellanos a Barcelona. Si coloquialmente ir a Marruecos lo denominamos bajarse al moro, esta visita vendría a ser algo así como subirse al polaco.
El motivo de la visita es homenajear a los intelectuales de Madrid que, años antes, redactaron y firmaron un manifiesto en defensa del catalán, con ocasión de unas medidas de la Dictadura tendentes a limitar su uso en escuelas y en iglesias. Por tal motivo, toman el tren hacia la ciudad condal, además del propio Azaña, Menéndez Pidal, Ossorio y Gallardo, Gregorio Marañón, el inevitable José Ortega y Gasset (antigua Lista), Pedro Sáinz Rodríguez (sí: el que será primer ministro de Educación, creo, de Franco), Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Nicolás María de Urgoiti, Díaz Canedo, Luis de Zulueta y el, creo, dibujante Bagaría.
La vista, de varios días con paradas en multitud de lugares públicos y privados, culmina con una cena en el hotel Ritz. Por los catalanes, el doctor Pi i Sunyer, quien hace un discurso comedido en el que asevera que «Cataluña recaba el derecho a su propia determinación: quiere usar de sus derechos como quiere cumplir con sus deberes». Cambó, el gran muñidor, no está presente porque acaba de sufrir una operación de garganta que lo deja mudo. Por cierto, que al político catalán, que era más de derechas que Don Pelayo, le sentaron a cuerno quemado los mini-encuentros que algunos intelectuales más de izquierdas hicieron con los izquierdistas catalanes. Se quejó de ello a su amigo Luis Bello con una frase profética: «Si en España viene la República, serán las izquierdas quienes la dominen y, probablemente, las que la deshagan».
En el restaurante Patria de Barcelona, el día 27 de mayo, se celebra otra cena, que es en la que habla Azaña. Con las palabras que ahora os reproduciré. ¿Por qué me parecen importantes estas palabras? Pues, en primer lugar, porque, si hemos de concebir a España (Castilla) y Cataluña como dos astros, este discurso marca, probablemente, el momento de nuestra Historia Contemporánea en el que ambos planetas estuvieron más cerca el uno del otro. A partir de ahí comenzará la separación y será Azaña, el mismo Azaña de las alabanzas comprensivas de este discurso, el que, poco más de un año después, llamará a Madrid a la comisión negociadora del Estatuto catalán y los citará, a propósito, en una sala del caserón de Alcalá presidida por un retrato de Felipe V; y lo hará con el único y expreso objetivo de joderles. El mismo Azaña que se negará a abandonar España, tras la caída de Cataluña, junto a Lluis Companys.
El segundo motivo que me parece interesante es porque en el discurso, Azaña reflexiona sobre el patriotismo y, a mi modo de ver, sin quererlo probablemente, dibuja, con palabras certeras aunque un tanto barrocas (qué queréis, es Azaña...), la extraña, edípica, conflictiva y siempre misteriosa relación de la izquierda ideológica española con el concepto de España y, consecuentemente, el concepto de patria (compleja relación que, debo confesarlo, yo comparto). Ya hace ahora 81 años, como veréis, Azaña hace la distinción neta entre español y españolista (pero no se preocupa, por cierto, de reclamar la misma distinción entre catalán y catalanista; ello a pesar de que habela, haina).
En realidad, a mi modo de ver casi se podría escribir un libro sobre el fracaso de la República cuyo hilo argumental fuese este discurso, apostillando, línea a línea, cada deseo de Azaña en el momento de comenzar, con lo que realmente pasó, y por qué.
Aquí os lo dejo, y feliz finde largo.
Nos habéis hablado continuamente (y ha sido pura gentileza y amabilidad de vuestra parte hacerlo así) de gratitud por aquello del manifiesto a favor de vuestro idioma. Y, en efecto, en días de dolor para todos, singularmente amargos para Cataluña, pensando en vuestros sentimientos maltratados (y a este maltratamiento se debe añadir los que le siguieron), queríamos deciros lo que era menester entonces para que os llegasen unas palabras de ánimo y el testimonio de que no estabais solos. Pero bien miradas las cosas, no debéis agradecernos nada, porque queríamos solamente cumplir con el deber elemental de exigir que os guardasen el debido respeto a la inteligencia y en ella a la libertad de los pueblos, que se manifiesta precisamente en las obras de la inteligencia. Y esto lo queríamos hacer no de una manera fría o en virtud de un principio general que podría aplicarse de la misma manera a cualquier país lejano, sino con plena conciencia de las realidades de Cataluña, de sus creaciones actuales y del rango que ocupa entre los pueblos peninsulares, unidos a través de tantas vicisitudes históricas por un destino superior común.
En aquella protesta, por lo tanto, no sólo nos manifestábamos en defensa vuestra, sino también en defensa propia, para borrar la mancha que se pretendía echar sobre nuestro país en una de las maniobras más bajas de la Dictadura. Nadie me negará que del fenecido régimen lo peor, a pesar de ser tan doloroso todo lo demás, era la clase de razones con que pretendía disfrazarse la tiranía. Razones delirantes, ofensa perpetua al buen criterio, al entendimiento y al sentido común. Por efecto de aquella estupidez padecimos, además de una opresión general en cuanto ciudadanos españoles, un agravio particular en nuestra condición de castellanos. El rubor nos embargaba al ver que para oprimir a los catalanes se invocaban las cosas más nobles, profanadas por la tiranía. ¿Vosotros os doléis, justamente, de que se oprimiese a Cataluña? Pero, ¿no habíamos de indignarnos aún más al ver que, para oprimir a vuestra Patria se tomaba como pretexto a la otra Patria? ¿Al ver que nuestro idioma servía para promulgar en Cataluña unas leyes despóticas? ¿Que se cometía la indigna falsedad de lanzar contra este país la idea de una España incompatible con las más sencillas y justas libertades de los pueblos? Contra todo esto se elevó nuestra protesta.
Yo no soy patriota. Este vocablo, que hace más de un siglo significaba revolución y libertad, ha venido a corromperse, y hoy, manejado por la peor gente, incluye la acepción más relajada de los intereses públicos y expresa la intransigencia, la intolerancia y la cerrazón mental. Mas si no soy patriota, sí soy español por los cuatro costados, aunque no sea españolista. De ahí que me considere miembro de una sociedad ni mejor ni peor, en esencia, que las demás europeas de rango equivalente. Y es en cuanto español que me anima el espíritu propio de un liberal que, hallándose predeterminado en gran parte por inclinaciones heredadas, las corrige, las encauza hacia donde le permite el desinterés de la inteligencia.
La voluntad que aquí se manifiesta no es mía únicamente, sino también de otros muchos que sienten como yo la gravedad del destino que pesa sobre la gente de nuestro tiempo. Todos nosotros, todos los que sienten como yo, han descubierto que al hablar y escribir en pro de nuestros objetivos liberales y renovadores se encontraban ante un desierto. ¡Qué soledad la de un español que aborda las cuestiones públicas de esta forma! Queríamos revivir España y se nos argumentaba con los muertos. Queríamos mover a una multitud y sólo encontrábamos fantasmas. ¿Dónde está la carne viva en la cual podamos prender la fuente de una emoción que a todos haga arder con el entusiasmo de trabajar en una obra fecunda? La alegría que me produce el contemplar vuestra catalanidad activa procede de esto: el catalanismo o, dicho de otra manera, el levantamiento espiritual de Cataluña, nos ofrece la ocasión y el instrumento para realizar una labor grandiosa y nos sitúa en el terreno firme para iniciarla.
Gracias al catalanismo será libre Cataluña; y al trabajar nosotros, apuntalados en vosotros, trabajamos para la libertad nuestra, y así obtendremos la libertad de España. Porque muy lejos de ser irreconciliables, la libertad de Cataluña y la de España son la misma cosa. Yo creo que esta liberación conjunta no romperá los lazos comunes entre Cataluña y lo que seguirá siendo el resto de España. Creo que entre el pueblo vuestro y el mío hay demasiados lazos espirituales, históricos y económicos para que un día, enfadándonos todos, nos volviésemos las espaldas como si jamás nos hubiésemos conocido. Es lógico que en tiempos de lucha establezcamos el inventario cuidadoso de lo que nos separa; pero será también bueno que un día nos pongamos a reflexionar sobre lo que verdaderamente –no administrativamente, sino espiritualmente- nos une.