La discusión de la Constitución de la I República se hizo a pelo puta, en tres días de agosto, del 11 al 14, en unas Cortes medio vacías. En realidad, el centro de la vida de la nación no discurría por el salón de plenos, sino en el exterior. La discusión de una nueva Constitución parecía una broma estando el país, como estaba, sumido en una nueva ofensiva carlista y el recrudecimiento del cantonalismo. Las masas, en ocasiones abiertamente secesionistas, se hicieron con el control de poblaciones como Sevilla, Cádiz, Málaga o Granada. Buena parte de los sostenes republicanos burgueses se acojonaron con esta dinámica; un sentimiento perfectamente justificable.
El 30 de junio, el ayuntamiento de Sevilla decreta la conversión de la ciudad en una república social. El intento no salió bien, pero no impidió que los más radicales diesen un paso más adelante con la proclamación del cantón sevillano el 19 de julio, es decir un día después de la dimisión de Pi i Margall. Buena parte de estos movimientos cantonalistas no hacían otra cosa que llevar a la práctica ideas expresadas años atrás en el plano teórico por el propio Pi. Y es que, cuando se tiene una mínima esperanza de llegar al poder, más vale ser cauteloso con lo que se dice y se escribe en esos años, no sea que después nos saquen los colores. En Alcoy, el cantonalismo se tiñó de evidentes colores de revolución social y antiburguesa, y su sofocamiento acabó muy mal.
La República buscó su supervivencia en el aumento de poderes en manos de Pi, quien probablemente no los quería. Aún así, hizo intentos por sacar adelante las leyes duras que el momento necesitaba, pero no pocos de sus socios de gobierno se negaron, dándole la excusa ideal para dimitir el 18 de julio. Por 119 votos contra 93, fue nombrado en su lugar un catedrático de Metafísica, Nicolás Salmerón. Salmerón estaba convencido de que la salida para la República era desbastarla de sus veleidades revolucionarias, restituyendo el orden burgués, lo cual sólo se podría hacer con el concurso del Ejército. Por ello, durante el verano buena parte de las rebeliones cantonales, aunque ahí seguía el ejemplo de de Cartagena, fueron sofocadas.
A pesar de haber realizado esta política de orden, Salmerón era un convencido de los derechos civiles que hubo de hacer todo aquello por la obligación del momento. Probablemente estaba deseando dimitir y cuando, como consecuencia lógica de aquel proceso de endurecimiento y orden, fue restablecida la pena de muerte en España y se dictaminó su aplicación en la persona de dos cantonalistas, aprovechó para dimitir.
Detrás de Salmerón, el insigne orador Emilio Castelar obtiene, el 13 de septiembre, plenos poderes de mando. Años después, el viejo político republicano, plenamente integrado en el esquema restauracionista como verso suelto asimilado, diría aquello de que si la república regresase a España debería ser «con más Guardia Civil»; sin embargo, los poderes que recibió fueron muy amplios. Castelar envió a los diputados a casa hasta enero y suprimió algunas garantías constitucionales. Es el primer presidente de aquella República que trata de alcanzar algún tipo de entente con las fuerzas vivas del país, las cuales hasta entonces han permanecido ajenas a todo o casi todo. Castelar restablece el 21 de septiembre la siempre conflictiva arma de Artillería, hace un llamamiento de 80.000 reclutas y suprime la redención del servicio militar mediante pago en metálico, una medida puesta en marcha en su día por Mendizábal para poder financiar la primera guerra carlista y que ha sido una de las cosas más socialmente discriminatorias que jamás han existido en España. Castelar pactó, asimismo, con la Iglesia y con el capital financiero. Para financiar las nuevas Fuerzas Armadas, no dudó en imponer impuestos extraordinarios y firmar empréstitos.
Con este esfuerzo financiero y de poder, el ejército constitucional adquirió por primera vez algo parecido a la fuerza que ha de tener un ejército en un país cercado por rebeldías, y pudo por fin enfrentarse con eficiencia al desafío carlista, así como luchar contra el cantonalismo. Por esas fechas la República, por si fuera poco, tuvo que enfrentarse a un nuevo brote insurreccional en Cuba. Desde que el general Prim, con escasísima inteligencia política en mi opinión, había decidido prestar oídos sordos a los cubanos e incluso engañarlos haciéndoles creer que el nuevo régimen de libertades español también beneficiaría a sus aspiraciones, el tema cubano había estado enquistándose e infectándose, y para entonces dio la primera señal del emputecimiento que acabaría por hacer crisis en 1898.
Las últimas semanas del gobierno Castelar tuvieron un contenido sobre todo económico. Todavía seguía en pie la rebelión de Cartagena, pero su final se veía venir. Quizá el tema os suene. Finalmente, un periodo dilatado de gasto público desbocado, con escaso retorno en forma de recaudación sólida de impuestos y crecimiento económico, hizo que Castelar tuviese que ocupar sus horas en tratar de recuperar para España el crédito internacional que se desvanecía por momentos. Se preparó una emisión superior a los 200 millones en billetes hipotecarios al 8% anual, que sin embargo nunca llegaría a realizarse.
En enero, reunidas las Cortes de nuevo, Castelar se sometió a una especie de moción de confianza, y prácticamente nadie en el Parlamento le apoyó. Fue la tarde del 2 de enero de 1874, y la sesión culminó con la dimisión de Castelar. Como ésta ya se veía venir, el capitán general de la plaza madrileña, Manuel Pavía, había previsto la disolución de las Cortes si se producía esta nueva crisis.
Castelar pronuncia un discurso en su habitual estilo florido. Sus antecesores, Pi i Margall y Salmerón, responden saltándole a la yugular. Un diputado llamado Olías solicita se vote una proposición que agradece al gobierno el desempeño de sus funciones. La proposición es derrotada por abrumadora mayoría. En ese momento, y como no puede ser de otra manera, Castelar dimite.
A las siete de la tarde, dan comienzo las votaciones para formar un nuevo gobierno, de corte más izquierdista. Salmerón, que preside la sesión, anuncia que ha sido informado de que el ejército ha tomado los puntos neurálgicos de la ciudad, que el general Pavía intima a las Cortes para que se disuelvan, y que se dirige para allí.
El salón de plenos se convierte en un pandemónium que nada tiene que envidiar a esos pollos del parlamento taiwanés que de vez en cuando nos ponen en los telediarios. En medio de esas discusiones a voz en grito y el caos, un capitán de infantería (no el propio Pavía, como mucha gente cree erróneamente) entra en el salón y grita: «¡Fuera! ¡Esto se ha terminado!».
La gran similitud de esta escena con la del teniente coronel Antonio Tejero entrando en el Congreso el 23 de febrero de 1981 y gritando «¡Quieto todo el mundo!» hizo a Santiago Carrillo, presente en su escaño (y miembro de la escasa terna, formada por él mismo, Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado, que no se metió debajo de la mesa cuando sonaron los disparos), comentar: «Ha tardado en llegar el caballo de Pavía». Lo cierto es que, que yo sepa, Pavía no entró en las Cortes a caballo, y tampoco sus intenciones fueron exactamente las que adivinamos en los golpistas del 23-F. Y digo «adivinamos» porque las intenciones últimas de dichos golpistas, qué gobierno iban a formar, a quién le iban a ofrecer colaborar con él y a quién no, qué pensaban hacer con la Constitución y con la institución parlamentaria, son cosas que, como digo, cuando menos yo no tengo demasiado claras.
Las intenciones de Pavía, sin embargo, sí están bastante claras. Las tropas que le acompañan están desalojando la sala cuando llega el general, quien anuncia la constitución de un gobierno con todos los partidos, salvo el carlista y el federalista. También aclara que no piensa ponerse al frente de dicho gobierno, y afirma la candidatura para ello del general Serrano. La persona de Serrano está cuidadosamente elegida, en mi opinión. Persona de acendrada simpatía en los salones monárquicos (hay quien dice que en el salón de la reina gozaba de bastante más que de mera simpatía), es también un héroe de la Gloriosa; es, por lo tanto, uno de los que en Irán se llaman Guardianes de la Revolución. A mi modo de ver, el movimiento de Pavía no es exactamente un movimiento reaccionario al estilo de los que estamos acostumbrados a verle al Ejército español en los últimos doscientos años. Es un intento de colocar la República por un carril que excluya los radicalismos y ponga el orden burgués en primera línea de prioridad. Otra cosa distinta, pero no distante, es que esta estrategia hubiera de llevar, por lógica, a la restauración monárquica.
Pavía, pues, no acabó con la República. Aunque sí acabó con la República democrática, dueña de sus propios destinos, y la colocó bajo la estrecha vigilancia del ejército, en un proceso que, casi un año después, acabaría con el regreso de la dinastía francesa tras el grito de Sagunto. Poco a poco, pues, durante el año 1874 acabaría sus días este experimento tan teóricamente bienintencionado como caótico.
Cuenta Joaquín Pérez Madrigal en uno de sus libros que en la mañana del 14 de abril de 1931, mientras unos tipos colocaban una bandera republicana en el Palacio de Comunicaciones de Cibeles, mientras en Eibar se proclamaba la República, mientras el conde de Romanones y Niceto Alcalá-Zamora negociaban el futuro de Alfonso XIII, José Salmerón, nieto si no me equivoco de Nicolás Salmerón (las cuentas no me dan para que fuera hijo), charlaba con sus adeptos en un club federal de Madrid, ante la atenta mirada del propio Pérez Madrigal. Aquel Salmerón estaba exultante porque veía cercano el regreso de la República: en unos meses, decía, sabiendo administrar bien lo que ya parecía una evidente derrota del academicismo sociopolítico monárquico, el régimen debería cambiar. El que fue motejado un día como el primer jabalí de las Cortes republicanas nos recuerda en sus páginas, pues, que, en realidad, lo que pasaría en las siguientes horas, es decir la inmediata llegada de la República, fue una sorpresa para muchos.
Ya he comentado en mi post sobre José Canalejas que el malogrado político liberal solía decir aquéllo de que «en política, todo lo que no es evolución, es revolución». A la I República le pasó exactamente esto. Ocurre muy a menudo en la vida que algo cuya ocurrencia ambicionamos largamente acaba pasando en el momento menos adecuado, y de repente. Quién no ha suspirado en el bachillerato por aquella rubia despampanante que escoge para hacernos caso precisamente el día en el que nos hemos echado otra novia. Cuando se trata de meros casos de social intercourse en plan Física o Química, la cosa no pasa de las naturales decepciones a las que todo homo sapiens está expuesto. En la vida de los países, sin embargo, estas largas esperas no suelen llevar a nada bueno.
El sueño republicano, en el que se encuentran acrisolados otros sueños liberales decimonónicos (pacifismo, obrerismo, libertades civiles...), esperó demasiado. El giro constitucional de la monarquía provocado por Riego fue una decepción. 1848 fue una decepción. La propia Gloriosa fue una decepción para muchos que la querían ver llegar más lejos. En el patio de atrás de nuestra casa, para más inri, comunas y otras vainas ponían el ejemplo de lo que bien podía también ocurrir aquí.
El carlismo, que es una mezcla interesante de ultraconservadurismo político, agrarismo radical y foralismo, perdió la inmensa guerra civil que es el siglo XIX; pero, desde algunos puntos de vista, la ganó. La presencia constante del carlismo en la vida española genera en el poder monárquico un miedo también constante a la excesiva deriva liberal; sentimiento que, en todo caso, va a favor de corriente teniendo en cuenta la escasa penetración que los avances del siglo consiguieron tanto en casa de los Borbones como en la otra casa de al lado que les prestaba legitimidad y consejo, es decir la Iglesia católica española. La acción del ticket Fernando VII-Isabel II, que en realidad es el tricket Fernando VII-Isabel II-Vaticano, sendos en todo o en parte instalados ideológicamente en el siglo anterior, tapona la vía reformista y progresista, arrastrando cada vez más a los colectivos políticos y sociales que apoyan dicha vía a una insatisfacción que tiene su expresión más violenta en el suicidio de Mariano José de Larra.
En 1869, un grupo de militares progresistas, aliados con las fuerzas burguesas de izquierdas (de la izquierda de la época, ojo), impulsaron una revolución que creyeron poder domeñar. Creyeron poder convertirla en evolución canalejiana. La cosa les salió mal. Republicanos de corazón, creyeron que un rey se puede inventar poco menos que de la nada y, lógicamente, se equivocaron, porque la monarquía es una marca y a la gente, nos pongamos como nos pongamos, no le da igual beber Pepsi que Coca, no le da lo mismo vestir Zara que Desigual.
Cuando el dique de Prim se fue a tomar por culo, el agua bajó torrentera y desbordada, en un proceso que ya nadie pudo parar. Siendo Castelar, sin duda, el político republicano más cercano a posiciones de orden y concierto, antirrevolucionarias que diría un analista marxista, puede haber quien piense que si hubiese tomado la magistratura de la nación el primero, lo mismo habría podido enderezar la cosa. Yo no creo en ello. Primero que todo, la proposición es una tautología; abdicado Amadeo, la pulsión de las fuerzas más radicales del republicanismo español era tan fuerte que Castelar jamás habría sido votado para dirigirlos, pues todos lo conocían.
Figueras fue una transacción de ese radicalismo, que, cauto y calculador, quiso poner al frente del país a una figura que había visitado muchas veces, disfrazado de florón decimonónico con frac, fajín y toda la pesca, al rey caído; así pues, podía considerarse como una bisagra entre lo viejo y lo nuevo. El nombramiento de don Estanislao, sin embargo, fue un error, por razones dos: una, porque nunca dejó de ser un rehén de la mano que verdaderamente mecía la cuna de la República, una mano federalista, antimilitarista, con ribetes obreristas en algunos barrios de las Cortes; otra, porque carecía él mismo de la voluntad necesaria para abordar las políticas de estabilidad y orden que esa media España de misa, renta vitalicia y buenas costumbres, que para desgracia del progresismo no se volatilizó en el 68, exigía para que el nuevo momio le gustase un tantito.
La I República, en efecto, fue un régimen que, durante los primeros seis u ocho meses de su agitada existencia (la gran parte de la misma, pues) no hizo nada por bienquistarse con los antiguos inquilinos de la finca llamada Poder. Hizo como que toda esa gente no existía o, mejor dicho, consideró que esa España merecía el más radical de los vacíos. Enferma de exceso de confianza en el progreso (gran enfermedad del siglo, hijo del optimismo enciclopedista y de la influencia de los creyentes en la ciencia, que tienden a considerar que las sociedades no se distinguen de un dimetilsulfato cualquiera), la nueva España republicana arrinconó a esa otra España que desprecia cuanto ignora, como escribiría décadas después Machado ignorando él mismo que dicha actitud, desgraciadamente, no es privativa de aquéllos a quienes él criticaba por sostenerla; pues las izquierdas, a lo largo y ancho de nuestra reciente Historia, también han ignorado muchas cosas, y todas ellas, sin excepción, las han despreciado.
La llegada a la presidencia republicana de Pi i Margall era algo lógico, como lo era la deriva federalista que con seguridad comportaría; pero marcó el punto más elevado de la catástrofe. Si este bloguero fuese marxista, debería escribir aquí que el pimargallismo no fue otra cosa que el enfrentamiento del esquema republicano con sus propias contradicciones. Pi había escrito y dicho muchas cosas en los tiempos en los que probablemente no tenía la más mínima ilusión de llevarlas a cabo; por otra parte estaba, ya lo he escrito en estas notas, impregnado de ese barniz debuenismo, más que roussoniano, bambinesco, que se aprecia en la mayoría de las elaboraciones intelectuales que rozan el anarquismo. En verdad, pensar que el hombre no necesita Derecho, ni dinero, ni policía, ni jueces, para formar sociedades, exige que imaginemos a ese hombre como un ser que tiende al bien por naturaleza; que es, incluso, renuente o incapaz de llegar al mal. Pi i Margall traslada este esquema de exacerbado, decimos hoy, optimismo antropológico, a la teoría de la organización del Estado, imaginando un Estado que es muchas cosas menos eso mismo: un Estado. Pi no es un nacionalista a la usanza que hoy los vemos; es un localista, un asambleario que considera que el poder nace en el momento que la más pequeña célula de organización social, la villa, se reúne para hablar sus cositas; y que todo el poder que surge detrás no es más que cesiones de poder realizadas por esa célula primigenia.
El cantonalismo es una reacción exacerbada que se mezcla con muchas cosas, entre ellas el puro y simple matonismo bucanero. Pero eso, a mi modo de ver, no exime de culpa a los teóricos republicanos, que le dieron carta de naturaleza. Y es que a mucha República española le dio igual compartir sus ideas con filibusteros, con tal de llevarlas a cabo.
Tenemos, pues: uno, una sobrerreacción provocada por una espera histórica demasiado dilatada; dos, una política sectaria que pretende construir un país democrático sin contar con el concurso de medio país; tres, alimento de la radicalidad; cuatro, alianza estratégica incluso con elementos ajenos a todo orden y pacto, con tal de que se avengan, cuando menos en principio, a ser sostén de las ideas que se quieren llevar a cabo.
Acabamos de citar, de alguna manera, los cuatro elementos que llevaron al desastre a la II República española. Pero estamos hablando de la primera.
Ahí reside, en mi opinión, la importancia de estudiar este periodo histórico. Es obvio que la marca dejada en nuestra Historia por la II República es más profunda que la dejada por la I. Pero esta I República tiene, a mi modo de ver, una extremada importancia, porque de alguna manera, con sus circunstancias particulares, y en un entorno distinto, fue el laboratorio de los errores que se cometerían sesenta años más tarde. Seis décadas después, por lo tanto, da la impresión de que no se había aprendido nada, y los mismos problemas surgieron, se gestionaron de forma parecida (o incluso más radical, como ocurre con la cuestión religiosa); y, para nuestra desgracia, la catarsis final fue exponencialmente más dolorosa.
En 1874, los diputados republicanos salieron de las Cortes por su propio pie, encabronados, monitorizados por un directorio militar, pero enteros. En 1936, el medio millón de españoles que debió nacer en tiempo de paz y no lo hizo en tiempo de guerra, más los centenares de miles de muertos que quedaron en los campos, pagaron el pato.
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