A finales de marzo, en efecto, Figueras consiguió disolver las Cortes y convocar las elecciones que se han tenido por las más libres de la Historia de España hasta la llegada de la democracia. Sin embargo, que fuesen libres no quiere decir que no fuesen complejas ni dificultosas. En realidad, fueron también el espejo de la realidad existente en el país, ya que tanto los ultraconservadores como los conservadores moderados se unieron a la extrema izquierda en su rechazo a los comicios, lo cual provocó índices de abstención siderales. En Barcelona, para que nos hagamos una idea, de 63.000 personas con derecho a voto, votaron 17.500. Cuarenta de los diputados de las nuevas Cortes fueron elegidos con menos de 1.000 votos.
Fue una victoria sin paliativos del republicanismo. Los republicanos obtuvieron 348 escaños, por 22 los radicales, 4 los conservadores y 2 los alfonsinos. Y es que, no es por nada, pero hasta 1977, casi cada vez que a los españoles les han dejado votar sin cortapisas, han votado república. Las nuevas Cortes, a propuesta de su presidente, el marqués de Albaida, declararon la forma de gobierno de España como república federal.
Según las previsiones constitucionales, Figueras debía resignar el gobierno tras las elecciones. El nuevo Ejecutivo le fue encomendado a Pi. Sin embargo, el político federal quería un gobierno libre y sin ataduras, poco vinculado a las fuerzas principales de las Cortes, y no logró sacar adelante su propuesta, por lo que las miradas se volvieron hacia Figueras. El político, sin embargo, declinó la invitación. Encabronado con su otrora gran compañero Pi, Figueras realizó un movimiento inusitado en la Historia de España. Dimitió de sus cargos casi clandestinamente ante un vicepresidente de las Cortes (inciso: ¿cuántos vicepresidentes del Congreso o del Senado sabes citar de memoria? Pues ahí tienes la exacta imagen de su importancia), y tomó un tren hacia Canfranc, por donde salió de España. En esa población hizo sus primeras declaraciones, aseverando que dejaba un país con «los ánimos agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y el crédito en gran mengua».
El gran movimiento que había provocado la reacción de Figueras, finalmente, se concretó: el nombramiento de Pi i Margall para la primera magistratura de la nación. Pi i Margall, admirador irresctricto de Proudhon, tenía enormes convicciones democráticas, pero un planteamiento federal cuyos errores dejaría bien clara aquella I República. Margall no creía, ni de lejos, en la autonomía regional que tenemos hoy en día; de hecho, la autonomía regional es, para mí, un invento castelariano para herir de muerte el pimargallismo. En realidad, lo que era Pi i Margall es aquello que, en mi opinión, debe de ser todo aquél que se quiera considerar federal: un localista. Creía, fundamentalmente, en el poder local, puesto que el Ayuntamiento es la primera asamblea de ciudadanos. En un esquema preñado, como suele ocurrir con todas las cosmovisiones anarcoides, de excelentes pensamientos y un buenismo exacerbado, Margall creía que una nación puede construirse a base de la unión libre de los municipios libres. Todo lo que nación hiciese procedería de una serie de pactos desde la base que respetasen de forma radical la libertad del individuo (sobre todo, la de pactar o la de no pactar).
El pimargallismo, por lo tanto, por mucho que suponga un interesante soplo de libertad en una Historia como la nuestra, bien necesitada de esos vientos, llevaba en su seno el germen del caos que acabaría por producir.
La Constitución republicana es, en el fondo, el resultado de un débil pacto entre las tesis de Pi i Margall y las de Castelar. Así, el texto admite que cada uno de los Estados que conforman la nación tendrá su propia Constitución; pero también dice que ni uno de sus artículos puede ser contrario a la Constitución española. En estricto seguimiento de las tesis federales, la verdadera célula política y administrativa del país pasa a ser el municipio. La Constitución, por último, plantea una estricta neutralidad del Estado respecto de la religión, lo cual le granjeó a este proyecto la inmediata hostilidad de los católicos.
Con todo, el principal problema que plantea la presidencia de Pi i Margall es el haber dado alas a un fenómeno bien conocido de nuestra Historia: el cantonalismo, cuyo principal ejemplo es Cartagena.
Cartagena se sublevó el 12 de julio de 1873. En el gobierno civil de Murcia se establece una Junta Revolucionaria bajo la presidencia de Antonio Gálvez Arce, a quien todos conocen por El Toñete. El general Carmona asume el mando en Cartagena, donde se producirá la primera insurrección marinera de la Historia de España. Una vez sublevados los marinos, y teniendo en cuenta que en Cartagena casi no había otra cosa más, e ítem más que el desconcierto entre los mandos fue total, se hicieron rápidamente con la población y las instalaciones militares.
Tras un intento fracasado de mediación por parte del ministro de Marina, Antich, los cartageneros elijen a un sevillano, Roque Barcia, como su máximo mandatario. Estos hechos coincidieron con la caída de Pi y la llegada de Nicolás Salmerón, evolución del régimen de la que ya nos ocuparemos. El día 20 de julio, cuando Salmerón lleva apenas unas horas en el cargo, el gobierno de Madrid declara pirata a la flota de Cartagena, y envía a sus mejores generales (Pavía, Villacampa, Martínez Campos) a sofocar las rebeliones cantonalistas. Eso sí, con Cartagena, dado que es una ciudad con inusitadas capacidades de defensa, no podrán.
El día 20, lo que podríamos denominar la flota cartagenera bombardea Almería, pero las dos fragatas que hacen dicho trabajo son apresadas camino de Málaga por buques franceses, británicos y alemanes. Días antes, los cantonalistas atacan Torrevieja e incluso se llevan de la aduana los fondos que hay allí acumulados. Luego le toca ataque y saqueo a Orihuela. En Chinchilla, sin embargo, se encuentran con las fuerzas constitucionales, que les repelen.
Martínez Campos inicia el asedio de la ciudad ya en agosto. Sin embargo, pudiendo aún salir por mar, los cartageneros atacarán Alicante el día 27, y días después Valencia, donde roban todo lo que pueden. En buiena parte, el cantonalismo cartagenero, para entonces, se ha convertido en un paraguas bajo el cual se protegen y actúan elementos dedicidamente fuera de la ley.
El 10 de septiembre, dos días después de que Salmerón, tras negarse a firmar la sentencia de muerte de dos cantonalistas apresados, haya dimitido y sido sustituido por Castelar, se produce el primer enfrentamiento naval entre ambas fuerzas, constitucionalista y cantonalista. El almirante Oreivo, finalmente, consigue establecer el bloqueo por mar. El 11 de enero de 1874, sólo nueve días después de que la propia República haya colapsado bajo los cascos del caballo de Pavía, el general López Domínguez toma la plaza.
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