Hace ya algunos días, al mundo del papel couché se le han puesto los dientes largos con el anuncio de una nueva boda real: la del príncipe Alberto de Mónaco. Las redacciones de las revistas y los programas televisivos de casquería moral saben, además, que esta boda no es cualquier boda real. La monarquía monegasca ejerce una atracción especial en los amantes del glamour; en realidad, es la única atracción que tienen estos reyes que reinan sobre un pequeño territorio que vive del juego. El Las Vegas auténtico tuvo en el mafioso Bugsy Siegel su rey, pero en Europa las cosas están organizadas de otra manera.
Lo curioso, o tal vez destacable, de esta historia, es que la propensión de la corona monegasca hacia el escándalo y el movimiento de parejas no tiene nada de nuevo. Aquí os voy a intentar resumir los porqués de tal afirmación.
Pero, en primer lugar: ¿por qué existe la corona monegasca? Para encontrar los orígenes de la dinastía Grimaldi hay que llegar a Otón Canella, que en 1133 era cónsul de Génova y tenía un hijo llamado Grimaldo que daría nombre a la casa real; de donde se deduce que los reyes de Mónaco no se llaman Los Manolos por pura casualidad. Los descendientes de Grimaldo, Rainiero y Carlos, eran a principios del siglo XIV almirantes de la flota francesa. Eran tiempos en los que las tierras se compraban, y de esta manera los hermanos compraron las pedanías de Mónaco, Menton y Roquebrune, proclamándose señores de Mónaco. Conscientes de ser, como dice la canción, algo pequeñito, los monegascos sobrevivieron a los siglos mediante alianzas, ora con Génova, ora con Florencia, ora con el Vaticano o con España. En 1641, sin embargo, concluyeron una alianza con Francia. Desde principios de este siglo, bajo Honorato II, los soberanos de Mónaco eran ya príncipes, como actualmente. En 1731 se hizo uso por primera vez de la previsión dinástica para los casos en que el soberano muriese sin hijos varones. Es lo que le ocurrió a Antonio I. En estos casos, según las constituciones monegascas, la corona es heredada por la hija de mayor edad, pero en realidad la condición principesca recae en su marido, quien por lo tanto debe renunciar a su apellido y tomar el de Grimaldi. Así pues Luisa Hipólita, merced a estas previsiones, se convirtió en la mujer del príncipe, su marido Jacobo de Goyon-Matignon, desde entonces Jacobo I Grimaldi.
La Revolución Francesa puso a los Grimaldi en fuga, pero regresaron en 1814.
Los príncipes de Mónaco son duques de Valentinois, marqueses de los Baux, condes de Carladès, barones de Buis, duques de Mazarino, señores de Saint-Rémy y de Matignon, condes de Thorigny, barones de Saint-Lô, barones de la Luthumière y de Hambye, duques de Estouteville y de Mayenne, príncipes de Chateau-Porcien, condes de Ferrete, de Belfort, de Than y de Rosemont, barones de Altkirch, señores de Isenheim (¿no os suena este título a nobleza Rohirrim de El señor de los anillos?), marqueses de Chilly, condes de Longjumeau, marqueses de Guiscard y barones de Massy. Están, lo que se dice, en la puta calle.
Regresemos a los finales del siglo XVII. Allí encontramos a Luis I de Mónaco, bajo el reinado de Luis XIV. Luis está casado con Catalina Carlota de Gramont, a quien, como tantas otras de su clase, le han impuesto dicho matrimonio. Ella quería haberse casado con el apuesto hijo del conde de Lauzun, futuro duque de Puyguilhem y primo suyo. Los tres primeros años de dicho matrimonio transcurren en París. Catalina Carlota ha sido designada para el gabinete de Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey de Francia. Aunque, en realidad, permanece en la capital para así tener tiempo de zumbarse a su primo. Al príncipe Luis esta situación no le hace demasiada gracia, motivo por el cual decide llevarse a su esposa a Mónaco, o sea el culo del mundo. Puiguilhem sigue a la carroza de su amante disfrazado hasta la misma raya del principado, momento en el que tiene que darse la vuelta. Luis, dueño absoluto de su esposa como era costumbre en aquellos tiempos, encierra a su mujer en una vida provinciana, más que aburrida, plana. Pero un día, acosado por el déficit público (no había ruleta entonces), decide imponer un peaje a los navegantes que pasan por su puerto, y éstos protestan a París. Luis tiene que enviar allí a un embajador con capacidad de convicción, y no se le ocurre otra idea que enviar a su mujer.
Parece una decisión estúpida, pero no lo es. Quizá Luis conoce mejor al rey de lo que pensamos, y sabe lo que va a pasar. En efecto: en cuanto Luis XIV pone los ojos en Catalina Carlota, se prenda de ella y empieza pensar en cómo hacérselo para pinchársela. Tanto es así que, al aparecer la competencia de Puyguilhem, le ordena un traslado militar para quitárselo de enmedio, ante lo cual el primo se muestra dispuesto a dimitir del ejército y se coje un rebote de tal calibre que, días después, en una fiesta palaciega, le pisa una mano, con toda la intención, a su otrora amante.
Catalina Carlota, que aparece en los retratos de época con una cara bonita y labios carnosos pero, la verdad, más bien tapona y tirando a botijo, logra del Rey Sol todo lo que interesa. Luis consigue mantener sus peajes y sabe dios los encuentros que consigue ella; pero el caso es que los esposos monegascos acaban por separarse en 1672, iniciando con ello la de momento interminable serie de separaciones y divorcios de esta casa real.
Bastante más buena que Catalina Carlota estaba María de Lorena, hija del conde de Armagnac (por lo que podemos decir que tendría una belleza embriagadora), que se casó en 1688 con el heredero monegasco, conde de Valentinois, futuro Antonio I. Antonio era alto, corpulento y bien parecido; pero su mujer lo trataba como si fuera Torrebruno recién salido de una piscina de ácido. El marido hizo lo mismo que su predecesor, así pues castigó a su mujer encerrándola en Mónaco; ella contestó creando un escándalo mayúsculo al acusar a su suegro, para entonces ya provecto, de haber intentado violarla. Fruto de este escándalo fue devuelva a París, donde su padre la encerró en vida sin prácticamente dejarla salir de casa. Allí moriría en 1724, provocando con sus conflictos que la casa Grimaldi estuviese falta de un heredero varón, por lo que hizo falta encontrar un candidato que se quisiera casar con la joven Luisa Hipólita. La elección recayó finalmente en el conde de Matignon, que pasó a serlo de Valentinois.
Jacques de Matignon vivió en París mientras vivía su mujer, que estaba muy empeñada en ser la soberana de Mónaco. A la muerte de ésta, sin embargo, regresó a Mónaco para reinar como Jaime I. Sin embargo, algo en toda esa historia debía de no gustarle , porque en 1733, dos años después de haber sucedido a su mujer al frente del principado, recuperó su viejo condado y abdicó en la persona de su hijo Honorato.
Este Honorato III, pese a ser monegasco, era un punto filipino. Tenía una amante, la marquesa de Brignoles, por la que bebía los vientos. Tenía tantas ganas de empotrársela que, cuando fue presionado para casarse y dar descendencia a la dinastía , no se le ocurrió mejor idea que hacerlo con Marie Cathérine, la hija de su churri. Una vez casado, la niña le gustó y se dedicó a cortejarla, con lo que la madre se cogió un ataque de cuernos. No obstante, cuando llegaron a París, Marie Cathérine encontró especialmente interesantes los huesos que componían el esqueleto del príncipé Louis-Joseph de Bourbon-Condé. Cuando Honorato se enteró de que su mujer se zumbaba al noble, la encerró en un cuarto y le dio una mano de hostias. La mujer huyó a un convento. Asistida por su amante, hombre muy influyente, le puso una demanda al marido y consiguió que un tribunal dictase la separación del matrimonio. Fusioso, Honorato llegó a condenar formalmente a su mujer a muerte.
Honorato III y su familia fueron detenidos durante la Revolución, y Mónaco convertido en una subprefectura de los Alpes Marítimos. Al morir Honorato, heredó la jefatura real su hijo Honorato IV, epiléptico, casado con Luisa Felicidad, y que tenía dos hijos, Florestán y Honorato, que pasaban completamente de su destino real.
Al terminar la revolución, Talleyrand, gran amigo de Honorato IV, le restituyó el Estado de Mónaco, aunque el rey no salió de París, donde moriría tras caerse al Sena. En todo caso, después de Waterloo, Mónaco despertó el interés de la naciente potencia de Lombardía, la cual invadió la roca en nombre del rey de Cerdeña. Mientras tanto, a Honorato IV le sucedía Honorato V, su hijo, quien como dijimos no tenía demasiadas ganas de ser príncipe. A su muerte, en 1841, y puesto que no tenía hijos, le sucedió su hermano Florestán, de profesión cantante, casado con otra cantante y bailarina, Caroline Gibert.
Aunque no lo sé con certeza, supongo que la Gibert es la responsable de que la primogénita de Rainiero Grimaldi se llame Carolina. El hecho es que Carolina fue la princesa de facto, puesto que Florestán ni servía para ello ni tenía intención de intentar servir. Y no lo hizo mal, a pesar de tener que lidiar con un periodo especialmente tumultuoso en toda Europa, el de la quinta década del siglo XIX, en el cual también hubo tumultos en Mónaco, fundamentalmente porque sus habitantes se sentía discriminados fiscalmente respecto de los sardos. La pareja principesca otorgó una constitución, pero ni aún así pudo evitar la rebelión de Menton, que estableció un gobierno propio y, junto con Roquebrune, se independizó de facto. Florestán, finalmente agobiado por sus problemas, abdicó en su hijo , entonces casado con Antoniette de Merode, quien reinó como Carlos III.
Carlos III tuvo que enfrentarse a la desastrosa situación financiera de Mónaco. Ayudado por su inteligente madre Carolina, inició diversos proyectos, que tuvieron suerte variada, aunque no muy buena. Fue Carlos III (o Caroline) quien, finalmente, albergó el proyecto de convertir Montecarlo en una casa de juego. Pero lo cierto es que los primeros promotores de la cosa, Aubert, Langlois y después un tal Daval, se arruinaron con ello.
En 1860, el condado de Niza votó su anexión a Francia. Menton y Roquebrune, los dos territorios rebeldes, votaron lo mismo, con lo que Mónaco quedó aislado en un mar francés; fruto de ello fue la pragmática decisión de Carlos III de pedir la protección de Francia. Francia, en generosa respuesta, le compró Menton y Roquebrune.
En 1863, llega a Montecarlo el empresario François Blanc, que es quien verdaderamente inventa el Montecarlo moderno.
Otro miembro de la dinastía, que reinaría como Alberto I de Mónaco, se casó con María Victoria de Beauharnais. Mira que ha habido matrimonios tormentosos en Mónaco, pero ése se lleva la palma. Los esposos incluso discutían en plena calle, como una vez en pleno paseo de los Ingleses de Niza, cuando se dijeron de todo menos ectoplasma. Alberto acabó cogiendo una carta que guardaba de Napoleón III conminándole a casarse con Victoria y la envió al Vaticano, el cual anuló el matrimonio aceptando el argumento de que se había producido con coacciones. En Mónaco siempre han sido muy hábiles convenciendo a Roma de la necesidad de anular matrimonios.
Tras su anulación, Alberto I se convirtió en el primer príncipe de Mónaco que sentó a una americana en el trono. Se casó con una mujer que dicen muy bella, Alice Heine, viuda del duque de Richelieu; poco después, al morir Carlos III, accedieron al trono. A Alberto, sin embargo, le interesaba mucho más el fondo de mar que el fondo de la persona de su mujer. Se pasaba días enteros con su buque oceanográfico (que, para más coña, llevaba el nombre de su señora) mientras que su consorte se comía los mocos en palacio. Al final, la americana se divorció.
Así llegó la corte monegasca hasta Rainiero, el hombre que, según cuenta la leyenda, probablemente, falsa, se encontró por casualidad en un pasillo del palacio con una mujer americana, la actriz Grace Kelly, que lo visitaba dentro de un grupo de turistas, y se lo enseñó personalmente, durante lo cual se prendó de ella. Es más que probable que él invitase a la Kelly a visitar el palacio cuando algo ya había entre los dos. Grace era hija de un magnate americano de la construcción y actriz de éxito, merced a su indudable belleza y, sobre todo, a una mirada muy especial, que las mujeres dirán hermosa y los hombres calentona. Rainiero se prendó de ella y se fue a Estados Unidos, oficialmente a hacerse un chequeo, aunque en realidad fue a negociar con el constructor y a terminar de cortejar a su amada.
Rainiero de Mónaco y Grace Kelly vivieron una historia de cuento de hadas, una especie de Cenicienta del siglo XX, que enamoró a dos o tres generaciones de europeos; mito al que puso la guinda la desgraciada muerte de la princesa en accidente de tráfico. Sin embargo, la historia de la monarquía monegasca está llena de escándalos y, aunque los príncipes siempre fueron muy cuidadosos de evitarlos, no pudieron sortear el hecho de que los hijos, y sobre todo las hijas, les saliesen un poco ranas. Tuvieron una hija que fue en su tiempo, probablemente, una de las hembras más hermosas del continente. A Carolina, sin embargo, le costó bastante sentar la cabeza, llevó una vida un tanto desenfrenada que cristalizó en su boda con Philippe Junot; el primer hombre, dicen, que, lejos de sentirse impresionado por su belleza, se decidó a destacarle sus defectos. El matrimonio Junot fue la leche, vendió revistas y periódicos a tutiplén, pero fue finalmente anulado. Carolina, si no recuerdo mal, se casó con el italiano Stefano Casiraghi, del que sin embargo enviudó para casarse con Ernesto de Hannover, hoy en día fuente de inspiración de miles y miles de chistes, todos ellos con la misma temática. Con todo, Carolina ha sido superada por su hermana Estefanía, cantante a tiempo parcial, profesional sin oficio conocido el resto del día, y aficionada a las relaciones border line, alguna de las cuales, y esto lo escribo de memoria, creo que incluso le puso los cuernos con cámara delante y todo.
Ahora, el príncipe se nos casa. Y lo hará en una ceremonia en la que le prometerá a su novia amor eterno. Es de suponer que los fantasmas de palacio, cuando tal cosa haga, mirarán para otro lado.
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