Contando con que es viernes, un día así como desestructurado, he pensado que voy a romper una pequeña lanza a favor de nuestro sistema educativo. Aprovechadlo, porque es más que probable que sea la única.
Sabido es que nuestros alumnos patrios están cada día peor preprarados y, consecuentemente, meten la gamba en los exámenes que es un gusto. Que haría falta mejorar la educación de los españolitos, es un hecho. Pero también es cierto que, en esta carrera a ver quién dice la burrada más fiera, no están solos.
He pasado un rato leyendo en la red sobre animaladas cometidas por alumnos angloparlantes. En la mayor parte de los casos, cosa que ocurre también en España, el rey del error es el uso incorrecto de una palabra que el estudiante cree designa lo que le han explicado o ha leído, cuando en realidad no es así. Aquí os dejo, para relajar el día, una pequeña antología de estas caralladas, obviamente centrada en la materia de Historia. Espero que la disfrutéis.
Los antiguos egipcios vivían en el desierto de Sara (Sarah por Sahara).
Asimismo, viajaban en camelots (camelot por camel, camello).
Los campos de Egipto se cultivaban mediante irritación (irritation por irrigation).
Las Pirámides son la cordillera que separa España de Francia (Pyramids por Pyrenees, Pirineos).
El primer libro de la Biblia tiene toda la pinta de haber sido patrocinado por una marca de cerveza, puesto que se llama Guinnesses, o sea, Libro de las Guinness (por Genesis).
Dios ordenó a Abraham que sacrificase a su hijo Isaac en el monte Moctezuma (¿ein?).
Moisés tuvo que luchar contra un pueblo aficionado a los sellos, los Filatélicos (Philatelists por Philistines, filisteos). Desgraciadamente para él, murió antes de llegar a Canadá (Canada por Canaan)
El rey Salomón tuvo 500 esposas y 500 puercoespines (porcupine, por concubine, concubina).
La doctrina por cual los cristianos creen que María dio a luz a Jesús sin intervención del hombre se conoce como El Inmaculado Chirimbolo (the Inmaculate Contraption por the Inmaculate Conception). Jesucristo, su hijo, dejó importantes mensajes a la Humanidad, tal como «no es bueno que el hombre sude solo» (Man doth not live by sweat alone). Uno de los grandes seguidores de Jesucristo fue San Mateo, que era taxista (en realidad, se trata de San Pablo; pero no era taxista, taximan, sino recaudador de impuestos, taxman). Según la doctrina cristiana, los hombres sólo pueden tener una esposa, lo cual se conoce como monotonía (monotony, por monogamy, monogamia).
Los antiguos griegos tenían mitos, es decir polillas de sexo femenino (polilla es moth, y mito es myth).
Sócrates murió por una sobredosis de himeneo (el estudiante usa la palabra wedlock, que es una forma anticuada de referirse al matrimonio. Confunde la palabra con hemlock, que es el nombre de la planta de cicuta, de donde se extrae el veneno que bebió Sócrates).
Los griegos guerrearon contra los parisinos (Parisians por Persians). Pero finalmente cayeron, como dice Radio Futura, enamorados de la moda juvenil, y fueron invadidos por Los Ramones (Ramons por Romans).
Martín Lutero fue clavado a las puertas de la iglesia de Wittenberg por vender bulas papales.
Juana de Arco fue encañonada por George Bernand Shaw. En realidad, la palabra usada por el estudiante, cannonized, no existe. Pero, al poner dos enes, hace que la palabra no proceda de canon (canonizar), sino de cannon, cañón. Lo de Shaw no me lo explico del todo, pues Juana de Arco fue canonizada por Benedicto XV. Quizá sea porque Shaw escribió un libro sobre ella.
La marina inglesa derrotó, en tiempos de la reina Isabel, a un armadillo español (Spanish Armadillo por Spanish Armada). En aquellos tiempos, sir Francis Drake circuncidó el mundo (este error lo cometen también los alumnos españoles, sólo que con Elcano).
El mayor escritor del Renacimiento es Agitalanzas (Shakespear), quien fue contemporáneo de Miguel de Cervantes, que escribió El Burro Hote (Donkey Hote).
Una de las razones por las que surgió la independencia de los EEUU fue porque los ingleses se empeñaron en poner tacos mezclados en el té que exportaban a las colonias (en realidad no fueron tacos, o sea tacks, lo que pusieron; sino impuestos, o sea taxes). Luego llegó Thomas Jefferson, que era virgen (Virgin por Virginian, virginiano o de Virginia).
Abraham Lincoln es considerado el mejor precedente de América (precedent por president). Su frase más famosa es: «La cebolla hace la fuerza» (In onion there’s strength, en lugar de In union there’s strength, o sea la unión hace la fuerza). Asimismo, propugnó la Proclamación de Castración (Emasculation Proclamation por Emancipation Proclamation).
Napoleón fue vencido en España por gorilas que bajaron de las montañas (gorrila por guerrilla).
La reina Victoria estuvo 63 años sentada encima de una espina (thorn por throne, trono).
Cyrus McCormick inventó el violador mecánico (Mechanical raper, que viene de rape, violar; por Mechanical reaper, cosechadora).
El Loco Curie descubrió el radio (Madman Curie por Madam Curie).
viernes, julio 17, 2009
jueves, julio 16, 2009
Cosas que pienso sobre la financiación autonómica
En medio del ritmo más o menos regular de un post cada dos días sobre la temática de que va este blog se van colando, como la arena entre los dedos, comentarios sobre otras cosas. Espero que a nadie le importe demasiado. A mí, la verdad, no.
Y es que me apetece reflexionar en silencio, pero moviendo los dedos, a raíz de todo este asunto de la financiación autonómica que estos días nos tiene tan contritos a los españoles. Porque es un asunto complejo de analizar en sus muchas vertientes. Voy a ver si me organizo la cabeza al escribir.
El Estado autonómico forma parte del pacto en que se convierte la Transición política tras la muerte de Franco. Consideraciones electorales aparte, puesto que estoy hablando de tiempos en los que aún no se había tomado la opción por la Ley D'Hont. Es un pacto entre los llamados azules, es decir franquistas reformistas que querían traer la democracia y orbitaron, casi todos, alrededor de Adolfo Suárez; y los socialistas, que una vez que se habían lavado los bajos en Suresnes se auparon con facilidad a la categoría de máximos representantes de la oposición al franquismo. Los franquistas de última hora (o, se quiere ver la botella medio llena, demócratas de primera hora) y los nietos de la caverna antiburguesa se dieron cuenta de que nada, absolutamente nada, saldría bien en la Transición sin el concurso de los nacionalistas. Esto no es nuevo. Eduardo de Guzmán, en su fantástico libro 1930, nos cuenta que en la reunión del famosísimo Pacto de San Sebastián, en la que se habló de la vertebración de la República una vez cayese Alfonso XIII, casi todo el tiempo se invirtió discutiendo el ¿Qué hay de lo mío? de los nacionalistas; fundamentalmente, de los catalanes.
Se equivocan quienes piensan que cambiando la ley electoral se van a librar de la influencia nacionalista. La Ley Electoral hay que cambiarla, desde luego; pero no tanto para reducir la influencia de los nacionalistas, que está por ver que sea excesiva de acuerdo con sus votos; como para hacerla verdaderamente democrática. A mí, personalmente, me gustaría un sistema a la inglesa, con distritos pequeños y votaciones abiertas. Yo no quiero votar a 32 cantidatos; quiero elegir uno, y que, además, por ley me tenga que dar su teléfono y correo electrónico para que pueda tocarle los cojones cada vez que diga, haga o vote algo que no me guste.
Pero no quiero desviarme. La ecuación de España sólo se revuelve despejando las incógnitas de los nacionalismos vasco, catalán y navarro (sí, escribí bien: vasco, catalán y navarro. Y punto pelota.) El estado de las autonomías no fue un intento de resolverlo. Fue un intento de tirar para delante para «reservar» el problema nacionalista, darle una histórica patada a seguir y que no tocase los cojones en un momento en el que los gobiernos se podían pasar días enteros haciendo cábalas para no colocar al frente de la División Acorazada Brunete a algún héroe de vía estrecha que la acabase utilizando para mandarlo todo a tomar por culo. Las autonomías son un invento perpetrado por Abril Martorell et altera y, cuando es el PSOE el que gobierna, sus jóvenes líderes encuentran cómodo mantener el momio en un trantrán que yo creo que nadie tenía claro adónde iba a llegar. Pasado un cierto tiempo, yo diría que el final de los ochenta, se cumple la Ley de Hooke y el muelle, a fuerza de estirado, ya es incapaz de regresar a su posición original. En los años noventa, las autonomías alcanzan su techo competencial y, con ello, dejan de ser esas instituciones exóticas de la década anterior, cuyo destino parecía ser pagar la factura para traer a Bob Marley al Calderón, patrocinar exposiciones ultraístas y defender el medio ambiente, para ser la administración responsable de la sanidad, la educación y un montón de cosas.
Como consecuencia, el Estado de las Autonomías es un submarino que fue construido para no pasar de los trescientos metros de profundidad con el cual, al parecer, estamos intentando darnos una vuelta por la fosa de las Marianas.
Yo no sé a vosotros, pero a mí lo que más me ha llamado la atención de las informaciones sugidas en estos días es que el gobierno central le ha dicho a los autonómicos: os voy a dar 11.000 millones más. Pero no ha dicho, acto seguido, lo que en mi opinión es fundamental, y que es: y yo, gobierno central, voy a reducir mis gastos en esto, esto, y esto, por valor de 11.000 millones. Este detalle es el que delimita el principal error de diseño del Estado de las autonomías: no es un diseño basado en una relación entre A y B, en la que A empequeñece y B aumenta. No son vasos comunicantes. A empequeñece, relativamente, pero muy poco; mientras B crece acromegálicamente. El Estado de las autonomías no es un sistema basado en una redistribución de los recursos; es un sistema basado en el incremento de los recursos.
Por eso, precisamente, el Estado de las autonomías excita el problema básico que ha tenido siempre la tensión entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, que es la cuestión que hoy solemos resumir con el concepto de balanza fiscal. Que las balanzas fiscales reales no se puedan calcular no borra el problema. En un entorno en el que el sistema se basa en el crecimiento de los recursos, es inevitable que acabe produciéndose el enfrentamiento entre quien aporta más a ese crecimiento y el que tiende a aportar menos, o sea a pillar más. Es imposible, a mi modo de ver, que los conspicuos padres de la Patria de hace treinta años no fuesen plenamente conscientes de que esto iba a acabar ocurriendo. Lo que pasa es que dijeron lo que siempre dice un político: un problema que va a estallar dentro de treinta años no es un problema, al menos para mí.
El problema de las autonomías y su financiación es, sustantivamente, el choque de trenes de dos ideas básicas:
- Por un lado, está la idea de que una nación debe tener solidaridad interna. Igual que los ricos, vía IRPF, pagan a los pobres porque satisfacen muchos más impuestos que servicios reciben, debe haber territorios desarrollados que financien a los menos desarrollados.
- Por otro lado, está la idea opuesta, que no es en modo alguno privativa de España. Se ve, por ejemplo, con claridad meridiana, en Italia, donde en la muy rica Lombardía ha terminado por germinar un nacionalismo con claros tintes ultramontanos, que ha vendido durante décadas la imagen del lombardo sudando la gota gorda para pagar sus impuestos, impuestos que se gastaban en que romanos, napolitanos, calabreses y demás ralea se diesen, presuntamente, la vida padre.
El problema de ambas teorías es que las dos son ciertas. Si una fuese una invención, una falacia, sería fácil gobernar: con atacar esa idea falsa bastaría. Pero no es el caso.
Los españoles preocupados por este enfrentamiento han intentado en la Historia resolver este problema por dos vías. Una es la vía vasconavarra; apoyados por el concepto casi mitológico que de sí mismo tiene el pueblo vasco nacionalista, los vascos y navarros han desarrollado la idea de que los privilegios normativos de que gozaban, los famosos fueros, son inmanentes a su existencia. Fueros, en la Edad Media y en el Renacimiento, tuvieron muchos territorios además de los vascos y navarros. De hecho, en gran parte la construcción de los Estados modernos pasa por acabar con esos fueros. Los vascos, sin embargo, supieron defenderlos y construir a su alrededor toda una teoría que hacía de los fueros algo más que unas leyes, igual que el Barça es más que un club. La resistencia de los vascos a perder los fueros es tan fuerte que ha provocado tres guerras civiles. Porque hay quien puede pensar que las tres guerras carlistas fueron la guerra del Altar y el Trono contra la España liberal; y lo fueron. Pero si duraron, si se enquistaron de la manera que lo hicieron, fue, en gran parte, por el sólido apoyo que el carlismo y el tradicionalismo encontraron en Vascongadas y Navarra.
La segunda propuesta es la de la I República y el nacionalismo catalán histórico, que bien puede representarse con las Bases de Manresa. Es una solución federal, probablemente más coherente con lo que se quiere hacer. Porque uno de los cuentos de Calleja de la financiación autonómica, cuento que nos contaba Suárez, nos lo contó Felipe, continuó Aznar y ahora repite como un loro Zapatero, es eso de la corresponsabilidad fiscal. En España no hay corresponsabilidad fiscal, salvo en las comunidades forales claro, porque la corresponsabilidad fiscal presupone que el corresponsable te cobre los impuestos.
La corresponsabilidad fiscal pasaría por la existencia de tantas haciendas como autonomías. Entonces la autonomía recaudaría los impuestos de sus ciudadanos. Esta solución, como digo, es teóricamente más sólida y es la que sostenían los nacionalistas catalanes de finales del siglo XIX, en su mayoría empresarios y propietarios industriales preoocupados porque la política arancelaria se diseñase desde Madrid. Pero todo en este terreno se parece al esfuerzo de tapar a Pau Gasol con la manta de un niño de siete años. Si las autonomías recaudasen sus impuestos, entonces ya no existirían balanzas fiscales, no existiría la solidaridad interna del sistema. Es más: las diferencias se incrementarían. Porque a quien cobra los impuestos tienes que darle capacidad normativa sobre los mismos; y, existiendo dicha capacidad normativa, las entidades ricas tenderán a conceder deducciones más generosas, mientras que las pobres tendrán que intentar recaudar lo más posible de cada contribuyente. Y, por mucho que los economistas de izquierdas se desgañiten, lo cierto es que la curva de Laffer se cumple muchas veces: bajando impuestos se recaudan más impuestos, porque se incrementa la actividad. Los grandes contribuyentes de comunidades pobres se harían residentes de las comunidades ricas para poder pagar impuestos allí. Consecuentemente, como digo, los ricos tenderían a ser más ricos y los pobres, más pobres.
Además, está la enseñanza histórica, muy presente en la II República española, que es la primera que inventa el pastiche éste de las autonomías. La enseñanza histórica es la I República, un periodo muy corto que a menudo no se cita, del que no se habla, pero que enseñó muchas cosas. Ahí se ensayó el esquema federal y lo que ocurrió, simple y llanamente, es que el país se rompió. Algunos territorios de España incluso se declararon la guerra. Y el hecho de que el summum que pen de aquel proceso no sea la villa de Cornellá del Vallés, o de Lequeitio, sino la muy murciana metrópoli cartagenera, nos demuestra que no estamos hablando de un fenómeno limitado a eso que llamamos autonomías históricas. Como consecuencia, todo lo que huela a federalismo, en España, tiene resistencias muy fuertes. Son muchas las cabezas españolas, desde Cánovas hasta Azaña, desde Indalecio Prieto hasta José María Aznar, que se han mostrado dispuestas a poner pies en pared ante las pretensiones pimargallianas.
Acertó el ministro Solbes al decir que el asunto de la financiación autonómica es un sudoku. Pero no en el sentido que él decía, de cuadrar las cifras. Es un sudoku filosófico, estratégico. Es un merdé en el que no está claro por dónde se puede tirar, razón por la cual está rodeado de oscurantismo. Porque llevamos meses hablando de esto y, a día de hoy, no tenemos aún algo tan sencillo como una tabla con el reparto del dinero. Bueno, de hecho, nunca, ni ahora ni en el pasado, se ha publicado dicho reparto con indicación de la composición de dichas transferencias según el factor que los origina (población, insularidad, dispersión... etc.) En el asunto de las comunidades autónomas, los políticos actúan como un profesor de matemáticas que se dirigese al alumno diciéndole: «la solución al problema es 7; pero no me preguntes cómo lo he calculado».
El proceso, como digo, está, a mi modo de ver, entrando en una nueva etapa que sabe Dios dónde y cómo puede terminar. El momento actual, efectivamente, tiene los tintes de lo nuevo, de lo que surge de un cambio significativo.
Porque yo no sé si os dais cuenta, pero estamos entrando en el franquismo inverso.
El franquismo fue un periodo fuertemente centralista. Yo lo viví en una esquina periférica, La Coruña. Allí había cantinelas que la gente repetía sistemáticamente. La más popular era la que se preguntaba dónde estaba el dinero de las cajas de ahorros. Según esta leyenda urbana, los emigrantes gallegos se abrían cuentas en oficinas de las cajas de ahorro españolas en su país de trabajo, para poder enviar dinero a casa. Luego ese dinero llegaba a España y se gastaba en hacer obras públicas en cualquier otro lugar que no fuese Galicia (preferentemente Madrid).
El centralismo franquista alimentó generosamente el victimismo periférico. Lo convirtió en una verdad oficial que hasta los mismos madrileños creían porque, al fin y al cabo, los madrileños, y esto es algo que catalanes, vascos, gallegos y demás familia, jamás entendieron o quisieron entender, los madrileños, digo, no se veían especialmente beneficiados por el franquismo, el cual les hizo vivir en una ciudad monstruosa, incómoda, peligrosa, y no digamos los esforzados inmigrantes interiores que se fueron a vivir a las llamadas ciudades dormitorio; Móstoles, a principios de los setenta, era como para pegarse un tiro en cada testículo.
Ayer, sin embargo, escuché a un político madrileño, Antonio Beteta, clamar en la radio: «No puede ser que un madrileño valga la mitad que un catalán». Cualquier español de más de cuarenta años y con suficientes gigas en el disco duro tendrá, ante esta frase, una fuerte sensación de dejá vu. Y, al mismo tiempo, de desazón. Se sentirá raro, incómodo. La frase es conocida, pero algo... algo falla. Y lo que falla es el orden de los factores, que altera el producto.
Tenemos, a la vuelta de la esquina, el victimismo madrileño. Que es como decir el antiesclavismo blanco. No es del todo nuevo, pues ha venido alimentándose en los últimos cinco o seis años. Sé que hay mucha gente, de dentro y de fuera de Madrid, que no se puede explicar que tanta gente vote a Esperanza Aguirre. Pero eso es porque aún no se han cambiado el chip y, por lo tanto, no pueden imaginar que eso del victimismo funcione en un sitio como la CAM. Y, efectivamente, hace menos de diez años yo habría jurado solemnemente que no funcionaría. Y me habría equivocado.
Dicen los analistas que la oferta de financiación autonómica ha sido diseñada por el gobierno para conservar su vivero de votos catalán. Probablemente es así. Lo que no sé si habrán colocado en sus cálculos los miembros gubernamentales es que, con la misma mano con que conservas ese invernadero de votantes, echas el cierre al de Madrid y, probablemente, al de la Comunidad Valenciana. En las últimas elecciones en las que el PSOE ha salido más o menos trasquilado siempre hemos visto a politicos salir a hacer valoraciones con un leiv motiv: descontado Madrid, la cosa no va tan mal. Ese «descontado Madrid» parecía dar al tono azul de la región una característica de provisionalidad. Quienes sigan pensando así, quienes sigan pensando que lo que pasa en Madrid es que está pasando un viento de derechas, un viento que se irá, deberían escuchar las soflamas de Beteta. Porque no hay nada como el victimismo para consolidar las tendencias.
Lo más triste de todo, a mi modo de ver, es que la pelota lleva ya tantos años rodando que la solución racional es ya poco menos que imposible. Si el Estado central no gusta porque es lejano e injusto, vale. Pero para eso se inventaron, ya en la Edad Media, los poderes locales.
Y es que me apetece reflexionar en silencio, pero moviendo los dedos, a raíz de todo este asunto de la financiación autonómica que estos días nos tiene tan contritos a los españoles. Porque es un asunto complejo de analizar en sus muchas vertientes. Voy a ver si me organizo la cabeza al escribir.
El Estado autonómico forma parte del pacto en que se convierte la Transición política tras la muerte de Franco. Consideraciones electorales aparte, puesto que estoy hablando de tiempos en los que aún no se había tomado la opción por la Ley D'Hont. Es un pacto entre los llamados azules, es decir franquistas reformistas que querían traer la democracia y orbitaron, casi todos, alrededor de Adolfo Suárez; y los socialistas, que una vez que se habían lavado los bajos en Suresnes se auparon con facilidad a la categoría de máximos representantes de la oposición al franquismo. Los franquistas de última hora (o, se quiere ver la botella medio llena, demócratas de primera hora) y los nietos de la caverna antiburguesa se dieron cuenta de que nada, absolutamente nada, saldría bien en la Transición sin el concurso de los nacionalistas. Esto no es nuevo. Eduardo de Guzmán, en su fantástico libro 1930, nos cuenta que en la reunión del famosísimo Pacto de San Sebastián, en la que se habló de la vertebración de la República una vez cayese Alfonso XIII, casi todo el tiempo se invirtió discutiendo el ¿Qué hay de lo mío? de los nacionalistas; fundamentalmente, de los catalanes.
Se equivocan quienes piensan que cambiando la ley electoral se van a librar de la influencia nacionalista. La Ley Electoral hay que cambiarla, desde luego; pero no tanto para reducir la influencia de los nacionalistas, que está por ver que sea excesiva de acuerdo con sus votos; como para hacerla verdaderamente democrática. A mí, personalmente, me gustaría un sistema a la inglesa, con distritos pequeños y votaciones abiertas. Yo no quiero votar a 32 cantidatos; quiero elegir uno, y que, además, por ley me tenga que dar su teléfono y correo electrónico para que pueda tocarle los cojones cada vez que diga, haga o vote algo que no me guste.
Pero no quiero desviarme. La ecuación de España sólo se revuelve despejando las incógnitas de los nacionalismos vasco, catalán y navarro (sí, escribí bien: vasco, catalán y navarro. Y punto pelota.) El estado de las autonomías no fue un intento de resolverlo. Fue un intento de tirar para delante para «reservar» el problema nacionalista, darle una histórica patada a seguir y que no tocase los cojones en un momento en el que los gobiernos se podían pasar días enteros haciendo cábalas para no colocar al frente de la División Acorazada Brunete a algún héroe de vía estrecha que la acabase utilizando para mandarlo todo a tomar por culo. Las autonomías son un invento perpetrado por Abril Martorell et altera y, cuando es el PSOE el que gobierna, sus jóvenes líderes encuentran cómodo mantener el momio en un trantrán que yo creo que nadie tenía claro adónde iba a llegar. Pasado un cierto tiempo, yo diría que el final de los ochenta, se cumple la Ley de Hooke y el muelle, a fuerza de estirado, ya es incapaz de regresar a su posición original. En los años noventa, las autonomías alcanzan su techo competencial y, con ello, dejan de ser esas instituciones exóticas de la década anterior, cuyo destino parecía ser pagar la factura para traer a Bob Marley al Calderón, patrocinar exposiciones ultraístas y defender el medio ambiente, para ser la administración responsable de la sanidad, la educación y un montón de cosas.
Como consecuencia, el Estado de las Autonomías es un submarino que fue construido para no pasar de los trescientos metros de profundidad con el cual, al parecer, estamos intentando darnos una vuelta por la fosa de las Marianas.
Yo no sé a vosotros, pero a mí lo que más me ha llamado la atención de las informaciones sugidas en estos días es que el gobierno central le ha dicho a los autonómicos: os voy a dar 11.000 millones más. Pero no ha dicho, acto seguido, lo que en mi opinión es fundamental, y que es: y yo, gobierno central, voy a reducir mis gastos en esto, esto, y esto, por valor de 11.000 millones. Este detalle es el que delimita el principal error de diseño del Estado de las autonomías: no es un diseño basado en una relación entre A y B, en la que A empequeñece y B aumenta. No son vasos comunicantes. A empequeñece, relativamente, pero muy poco; mientras B crece acromegálicamente. El Estado de las autonomías no es un sistema basado en una redistribución de los recursos; es un sistema basado en el incremento de los recursos.
Por eso, precisamente, el Estado de las autonomías excita el problema básico que ha tenido siempre la tensión entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, que es la cuestión que hoy solemos resumir con el concepto de balanza fiscal. Que las balanzas fiscales reales no se puedan calcular no borra el problema. En un entorno en el que el sistema se basa en el crecimiento de los recursos, es inevitable que acabe produciéndose el enfrentamiento entre quien aporta más a ese crecimiento y el que tiende a aportar menos, o sea a pillar más. Es imposible, a mi modo de ver, que los conspicuos padres de la Patria de hace treinta años no fuesen plenamente conscientes de que esto iba a acabar ocurriendo. Lo que pasa es que dijeron lo que siempre dice un político: un problema que va a estallar dentro de treinta años no es un problema, al menos para mí.
El problema de las autonomías y su financiación es, sustantivamente, el choque de trenes de dos ideas básicas:
- Por un lado, está la idea de que una nación debe tener solidaridad interna. Igual que los ricos, vía IRPF, pagan a los pobres porque satisfacen muchos más impuestos que servicios reciben, debe haber territorios desarrollados que financien a los menos desarrollados.
- Por otro lado, está la idea opuesta, que no es en modo alguno privativa de España. Se ve, por ejemplo, con claridad meridiana, en Italia, donde en la muy rica Lombardía ha terminado por germinar un nacionalismo con claros tintes ultramontanos, que ha vendido durante décadas la imagen del lombardo sudando la gota gorda para pagar sus impuestos, impuestos que se gastaban en que romanos, napolitanos, calabreses y demás ralea se diesen, presuntamente, la vida padre.
El problema de ambas teorías es que las dos son ciertas. Si una fuese una invención, una falacia, sería fácil gobernar: con atacar esa idea falsa bastaría. Pero no es el caso.
Los españoles preocupados por este enfrentamiento han intentado en la Historia resolver este problema por dos vías. Una es la vía vasconavarra; apoyados por el concepto casi mitológico que de sí mismo tiene el pueblo vasco nacionalista, los vascos y navarros han desarrollado la idea de que los privilegios normativos de que gozaban, los famosos fueros, son inmanentes a su existencia. Fueros, en la Edad Media y en el Renacimiento, tuvieron muchos territorios además de los vascos y navarros. De hecho, en gran parte la construcción de los Estados modernos pasa por acabar con esos fueros. Los vascos, sin embargo, supieron defenderlos y construir a su alrededor toda una teoría que hacía de los fueros algo más que unas leyes, igual que el Barça es más que un club. La resistencia de los vascos a perder los fueros es tan fuerte que ha provocado tres guerras civiles. Porque hay quien puede pensar que las tres guerras carlistas fueron la guerra del Altar y el Trono contra la España liberal; y lo fueron. Pero si duraron, si se enquistaron de la manera que lo hicieron, fue, en gran parte, por el sólido apoyo que el carlismo y el tradicionalismo encontraron en Vascongadas y Navarra.
La segunda propuesta es la de la I República y el nacionalismo catalán histórico, que bien puede representarse con las Bases de Manresa. Es una solución federal, probablemente más coherente con lo que se quiere hacer. Porque uno de los cuentos de Calleja de la financiación autonómica, cuento que nos contaba Suárez, nos lo contó Felipe, continuó Aznar y ahora repite como un loro Zapatero, es eso de la corresponsabilidad fiscal. En España no hay corresponsabilidad fiscal, salvo en las comunidades forales claro, porque la corresponsabilidad fiscal presupone que el corresponsable te cobre los impuestos.
La corresponsabilidad fiscal pasaría por la existencia de tantas haciendas como autonomías. Entonces la autonomía recaudaría los impuestos de sus ciudadanos. Esta solución, como digo, es teóricamente más sólida y es la que sostenían los nacionalistas catalanes de finales del siglo XIX, en su mayoría empresarios y propietarios industriales preoocupados porque la política arancelaria se diseñase desde Madrid. Pero todo en este terreno se parece al esfuerzo de tapar a Pau Gasol con la manta de un niño de siete años. Si las autonomías recaudasen sus impuestos, entonces ya no existirían balanzas fiscales, no existiría la solidaridad interna del sistema. Es más: las diferencias se incrementarían. Porque a quien cobra los impuestos tienes que darle capacidad normativa sobre los mismos; y, existiendo dicha capacidad normativa, las entidades ricas tenderán a conceder deducciones más generosas, mientras que las pobres tendrán que intentar recaudar lo más posible de cada contribuyente. Y, por mucho que los economistas de izquierdas se desgañiten, lo cierto es que la curva de Laffer se cumple muchas veces: bajando impuestos se recaudan más impuestos, porque se incrementa la actividad. Los grandes contribuyentes de comunidades pobres se harían residentes de las comunidades ricas para poder pagar impuestos allí. Consecuentemente, como digo, los ricos tenderían a ser más ricos y los pobres, más pobres.
Además, está la enseñanza histórica, muy presente en la II República española, que es la primera que inventa el pastiche éste de las autonomías. La enseñanza histórica es la I República, un periodo muy corto que a menudo no se cita, del que no se habla, pero que enseñó muchas cosas. Ahí se ensayó el esquema federal y lo que ocurrió, simple y llanamente, es que el país se rompió. Algunos territorios de España incluso se declararon la guerra. Y el hecho de que el summum que pen de aquel proceso no sea la villa de Cornellá del Vallés, o de Lequeitio, sino la muy murciana metrópoli cartagenera, nos demuestra que no estamos hablando de un fenómeno limitado a eso que llamamos autonomías históricas. Como consecuencia, todo lo que huela a federalismo, en España, tiene resistencias muy fuertes. Son muchas las cabezas españolas, desde Cánovas hasta Azaña, desde Indalecio Prieto hasta José María Aznar, que se han mostrado dispuestas a poner pies en pared ante las pretensiones pimargallianas.
Acertó el ministro Solbes al decir que el asunto de la financiación autonómica es un sudoku. Pero no en el sentido que él decía, de cuadrar las cifras. Es un sudoku filosófico, estratégico. Es un merdé en el que no está claro por dónde se puede tirar, razón por la cual está rodeado de oscurantismo. Porque llevamos meses hablando de esto y, a día de hoy, no tenemos aún algo tan sencillo como una tabla con el reparto del dinero. Bueno, de hecho, nunca, ni ahora ni en el pasado, se ha publicado dicho reparto con indicación de la composición de dichas transferencias según el factor que los origina (población, insularidad, dispersión... etc.) En el asunto de las comunidades autónomas, los políticos actúan como un profesor de matemáticas que se dirigese al alumno diciéndole: «la solución al problema es 7; pero no me preguntes cómo lo he calculado».
El proceso, como digo, está, a mi modo de ver, entrando en una nueva etapa que sabe Dios dónde y cómo puede terminar. El momento actual, efectivamente, tiene los tintes de lo nuevo, de lo que surge de un cambio significativo.
Porque yo no sé si os dais cuenta, pero estamos entrando en el franquismo inverso.
El franquismo fue un periodo fuertemente centralista. Yo lo viví en una esquina periférica, La Coruña. Allí había cantinelas que la gente repetía sistemáticamente. La más popular era la que se preguntaba dónde estaba el dinero de las cajas de ahorros. Según esta leyenda urbana, los emigrantes gallegos se abrían cuentas en oficinas de las cajas de ahorro españolas en su país de trabajo, para poder enviar dinero a casa. Luego ese dinero llegaba a España y se gastaba en hacer obras públicas en cualquier otro lugar que no fuese Galicia (preferentemente Madrid).
El centralismo franquista alimentó generosamente el victimismo periférico. Lo convirtió en una verdad oficial que hasta los mismos madrileños creían porque, al fin y al cabo, los madrileños, y esto es algo que catalanes, vascos, gallegos y demás familia, jamás entendieron o quisieron entender, los madrileños, digo, no se veían especialmente beneficiados por el franquismo, el cual les hizo vivir en una ciudad monstruosa, incómoda, peligrosa, y no digamos los esforzados inmigrantes interiores que se fueron a vivir a las llamadas ciudades dormitorio; Móstoles, a principios de los setenta, era como para pegarse un tiro en cada testículo.
Ayer, sin embargo, escuché a un político madrileño, Antonio Beteta, clamar en la radio: «No puede ser que un madrileño valga la mitad que un catalán». Cualquier español de más de cuarenta años y con suficientes gigas en el disco duro tendrá, ante esta frase, una fuerte sensación de dejá vu. Y, al mismo tiempo, de desazón. Se sentirá raro, incómodo. La frase es conocida, pero algo... algo falla. Y lo que falla es el orden de los factores, que altera el producto.
Tenemos, a la vuelta de la esquina, el victimismo madrileño. Que es como decir el antiesclavismo blanco. No es del todo nuevo, pues ha venido alimentándose en los últimos cinco o seis años. Sé que hay mucha gente, de dentro y de fuera de Madrid, que no se puede explicar que tanta gente vote a Esperanza Aguirre. Pero eso es porque aún no se han cambiado el chip y, por lo tanto, no pueden imaginar que eso del victimismo funcione en un sitio como la CAM. Y, efectivamente, hace menos de diez años yo habría jurado solemnemente que no funcionaría. Y me habría equivocado.
Dicen los analistas que la oferta de financiación autonómica ha sido diseñada por el gobierno para conservar su vivero de votos catalán. Probablemente es así. Lo que no sé si habrán colocado en sus cálculos los miembros gubernamentales es que, con la misma mano con que conservas ese invernadero de votantes, echas el cierre al de Madrid y, probablemente, al de la Comunidad Valenciana. En las últimas elecciones en las que el PSOE ha salido más o menos trasquilado siempre hemos visto a politicos salir a hacer valoraciones con un leiv motiv: descontado Madrid, la cosa no va tan mal. Ese «descontado Madrid» parecía dar al tono azul de la región una característica de provisionalidad. Quienes sigan pensando así, quienes sigan pensando que lo que pasa en Madrid es que está pasando un viento de derechas, un viento que se irá, deberían escuchar las soflamas de Beteta. Porque no hay nada como el victimismo para consolidar las tendencias.
Lo más triste de todo, a mi modo de ver, es que la pelota lleva ya tantos años rodando que la solución racional es ya poco menos que imposible. Si el Estado central no gusta porque es lejano e injusto, vale. Pero para eso se inventaron, ya en la Edad Media, los poderes locales.
miércoles, julio 15, 2009
Mussolini (y 6)
El 24 de enero de 1943, los aliados toman esa misma ciudad de Tripoli donde Mussolini desembarcó camino del cesáreo triunfo alejandrino que nunca se produjo. Además, Italia comienza a ser objeto de bombardeos, notablemente sus poblaciones del norte, lo cual provoca serio descontento de la población y huelgas. Aún y a pesar de lo evidente del desmoronamiento de Italia, en mayo de ese año, Mussolini aún promete el regreso al continente de las tropas italianas.
El 10 de julio de 1943, con todo su poderío y también bastantes ayudas por parte de la Mafia, los aliados desembarcan en Sicilia. Nueve días más tarde, se produce el primer bombardeo sobre Roma. Al Duce comienzan a crecerle los enanos, como siempre les ocurre a los hombres de poder en la hora de la derrota. Forzado por esos colaboradores que ya no creen ni en las palabras ni en las ideas de Mussolini, éste se ve obligado a convocar una sesión del Gran Consejo Fascista, el 24 de julio de 1943. La sesión se celebra a las cinco de la tarde de aquel sábado. Al entrar en la sala, Mussolini ya sabe que Dino Grandi, presidente de la Cámara, va a presentar una propuesta para que el mando de las fuerzas armadas italianas sea retrotraído al soldadito de plomo Víctor Manuel.
Quizá alguno de vosotros, leyendo el párrafo anterior e imaginando la escena, esté esperando de don Benito un fuerte estallido de cólera. Os equivocais. Ése hubiese sido Hitler, con seguridad. Si a Hitler le montan una reunión de jerifaltes en la que alguien hubiese osado proponer que se quitase de enmedio, le habría soltado tal cascada de ladridos que el proponente, con seguridad, habría terminado acojonado en un rincón. Pero Mussolini estaba hecho de otra pasta. Tenía, desde luego, ambición de poder; pero carecía de esa decisión, algunos piensan que psicótica, de su aliado alemán. El Duce que escuchó las palabras de Grandi se limitó a desabrocharse la camisa y musitar: «parece que esta tarde la suerte me ha dado la espalda».
Hablaron Polverelli y el yerno del Duce, Ciano. Ambos pusieron a los alemanes de cabrones para abajo, sostuvieron la idea de que era su abandono el que tenía a Italia al borde del KO y, consecuentemente, abrieron el portillo para que Italia contestase a la traición con traición, abandonando el Eje. Esto fue demasiado para Farinacci, quizá el dirigente fascista más enloquecido (además de decididamente pronazi) quien salió en defensa de las divisiones hitlerianas.
En ese punto, Mussolini tomó la palabra para dolerse de las críticas que se vertían sobre el fascismo en las intervenciones. Alfredo de Marsico y Luigi Federzoni le contestan con virulencia. Especialmente Federzoni, presidente de la Academia italiana, quien contesta a la afirmación de Mussolini de que todas las guerras son impopulares aseverando que aquélla si lo es, pero por fascista, no por guerra.
A las dos de la mañana, después de nueve horas de debate, se pasó a votación la proposición de Grandi. Cuando De Bono y De Vecchi, dos fascistas de primera hora, votaron a favor de la propuesta, quedó claro que la suerte estaba echada. La propuesta ganó por 19 votos a favor contra 8 en contra y una abstención.
Existen indicios de que Mussolini se creció tras la votación, interpretando que se trataba tan sólo de un consejo no ejecutivo. Al día siguiente, por la tarde, se presentó ante el rey para despachar la reunión casi como si tal cosa. No se sabe a ciencia cierta de que hablaron el ampuloso jefe de gobierno y el liliputiense jefe del Estado. Lo que se sabe es que, a la salida de la reunión, tropas leales a Victor Manuel detuvieron a Mussolini.
Un solo fascista, el senador Morgagni, cayó con su Duce; se pegó un tiro en la sien cuando supo de su detención. El resto de los fascistas, y el resto de Italia, se aplicaron a una rápida terapia colectiva de borrado de disco duro que no es, en modo alguno, exclusiva de los italianos. El pueblo francés, sin ir más lejos, olvidó, a partir de 1945, que en su inmensa mayoría estaba formado por personas que habían colaborado con el gobierno de Vichy, cuando no directamente con los nazis. Personas que, si no sabían, sí sospechaban que esos judíos compatriotas que los alemanes se llevaban en trenes de mercancías no eran transportados precisamente a parques de atracciones. Francia olvidó con elegancia que la Resistencia, en realidad, estuvo formada por cuatro gatos mal contados. La misma elegancia se da en la España de los años setenta, en la que, de la noche a la mañana, todo dios tenía pedigree antifranquista, hasta el punto de que, de creer las confesiones de la época, resulta difícil responder a la pregunta de quién narices apoyó a Franco en los últimos diez o quince años de su dictadura.
Italia no fue una excepción. Así pues, en todas las esquinas de la patria, el quemado de retratos oficiales del Duce, la rotura de carnés y otros certificados, se convirtió en el deporte nacional. Italia aceptó barco como animal acuático y se convenció de que nunca había sido fascista. La leyenda urbana pervive a día de hoy, como, ya digo, pervive la de que todos los franceses eran de la Resistencia o en la España de Franco no había franquistas.
La caída de Mussolini fue anunciada al país a las once de la noche del 25 de julio, unas cinco horas después de su detención. Le sustituyó en el gobierno el mariscal Pietro Badoglio. Desde ese día hasta el 3 de septiembre, que se firma el armisticio, la pareja Víctor Manuel-Badoglio jugará constantemente a dos cartas, comiéndole la oreja a los alemanes y tratando de negociar al mismo tiempo con los aliados. Esto sí que es muy italiano.
En septiembre de 1943, cuando Italia le dice a los aliados eso de vamos a apagar a la luz, la volvemos a encender y aquí no ha pasado nada, Hitler, que de tonto no tenía ni un pelo, ha concentrado en Italia 400.000 hombres. Estos 400.000 hombres invadieron Italia desde dentro, hicieron unos 700.000 prisioneros entre las desmoralizadas tropas italianas, y fusilaron a varios miles de esos militares. Hitler no creía las promesas de Badoglio (en algunas de sus famosas actas de Estado Mayor lo pone de vuelta y media constantemente) y, consecuentemente, desde el mismísimo día de la detención de Mussolini se aplicó a la invasión. El rey Víctor Manuel huyó a Brindisi, bajo la protección aliada. Con ello, prestó un servicio histórico a su país, pues el Estado italiano siguió existiendo del lado aliado lo cual, al final de la guerra, sería de gran valor (tanto como para poner a Italia en el bando de los vencedores, lo cual tiene mucha, pero muchísima coña); sin embargo, fue un gesto de cobardía que costaría la monarquía.
Tras varios traslados, Mussolini fue recluido en un hotel de Campo Imperatore, en los apeninos. A las dos de la tarde del 12 de septiembre, mientras estaba asomado a la ventana contemplando la patria de Marco y el mono Amedio, ve un planeador aterrizar a unos pocos cientos de metros del hotel, y bajarse del mismo a un destacamento de paracaidistas alemanes. Al día siguiente, llega a Munich. Y el 14 se entrevista con Hitler en Berchstersgarten.
Es fácil de imaginar que esa entrevista no debió de ser agradable para el Duce. Él quería relaciones de igual a igual. Año y pico antes se creía con capacidad de reclamarle a Hitler el poder sobre una parte de Egipto, y ahora ya sólo era su subordinado.
El 19 de septiembre, todavía desde Munich, Mussolini se dirige al pueblo italiano una vez que, según el anuncio oficial alemán, ha retomado el poder en Italia. El discurso del Duce se parece poco a los que ha hecho hasta entonces. Da la impresión de que quiere volver a sus orígenes socialistas, así pues hace un discurso muy obrerista, muy campesino. Esas cosas.
Mussolini quiere volver a Roma. Pero ahora ya sólo es un becario fascista de los nazis. Éstos deciden que establezca su capital en Saló, en el lago de Garda. El 23 de septiembre nace la República de Saló. Una semana después, la población de Nápoles se rebela y los alemanes, incluso los alemanes, tienen que salir de allí por patas. Mussolini no tendrá ni ejército: a los 700.000 soldados prisioneros, deportados a Alemania, se les ofrece la libertad a cambio de enrolarse en el ejército de Saló. Se apuntan unos 7.000, o sea, una mierda pinchada en un palo.
Mussolini, además, no puede hacer nada para limar el tono gravísimamente sangriendo que toman las acciones de Hitler en Italia. En Montezemolo, el ejército alemán, como represalia por la muerte de 32 de sus miembros, ejecuta a 355 partisanos. En Marzabotto, la SS masacra a niños, mujeres y hombres, hasta que no quedó nadie. En Verona, la República Social de Saló monta un proceso en el que son condenados a muerte cinco miembros del Consejo Fascista que votaron a favor del despido de Mussolini: el propio yerno del Duce, Ciano; De Bono, Pareschi, Marinelli y Gottardi.
El 5 de junio de 1944, los americanos entran en Roma. El 20 de agosto ocupan Florencia. La guerra avanza y en 1945, tanto los alemanes como los camisas negras acabarán huyendo apresuradamente, pues en cada pueblo de Italia son cazados y masacrados.
Abril de 1945. Ahora ya no es Italia sola; es la propia Alemania de Hitler la que se está desmoronando. El 16 de dicho mes, en Gargnano, Mussolini celebra consejo de ministros de la República de Saló, en el que anuncia su intención de ir a Milán. En la gran ciudad italiana están concentradas las tropas fascistas, y el Duce espera poder mandarlas para conseguir una retirada hacia la Valtelina o, quizás, hacia Suiza. Pero una vez que llega a Milán comprueba que la situación en la ciudad es caótica. Por eso, dedice huir a Como, cerca de la frontera suiza. Cuando llega a esta ciudad, ya muy pocas personas quedan a su lado. Mussolini tiene miedo. Teme que su destino sea el que finalmente fue. Piensa en entregarse a los ingleses, confiando en que le respetarán. Pero luego se da cuenta de lo impracticable de sus planes.
El que fuese jefe industible de Italia entera ya sólo tiene la esperanza de que Pavolini llegue con 5.000 fascistas para escoltarlo en su huida. En los días de espera, llega Clara Petacci, su amante, su particular Eva Braun, la mujer que lo admira incluso ahora que está tembloroso, avejentado y vencido; y que, como Eva Braun, rendirá ese último tributo, sólo posible en una mujer enamorada, de morir con él.
Mussolini espera, pero Pavolini no llega. A las tres de la madrugada del 26 de abril, no puede más y emprende la huida. En Menaggio, por fin llega Pavolini. Pero llega solo. Ya no hay escuadras fascistas. En esas condiciones, no podrán pasar la frontera, porque está controlada por los partisanos. El 27 de abril, amanece en Menaggio con el sordo rumor de una pequeña columna de camiones alemanes que huye hacia Suiza. Los fascistas se unen al convoy. En el camino hacia Dongo, son interceptados por los maquis de la 52 brigada Garibaldi.
Los jefes partisanos, Urbano Lazzaro y Luigi Bellini delle Stelle, negocian con el comandante alemán. Las condiciones son éstas: les dejarán pasar a condición de que todo ciudadano italiano se quede con ellos. A las cuatro de la tarde, en la plaza de Dongo, se efectúa el control.
Mientras están en ello, un tipo llamado Giuseppe Negri se acerca a Bellini. Negri ha sido marinero en los años anteriores y, en condición de tal, formaba parte de la tripulación de un barco que transportó a Benito Mussolini de la isla de Ponza a la de Madalena, en junio de 1943. Con un susurro, le informa que un cabo alemán entrado en años que está como ausente en uno de los camiones es, en realidad, el otrora máximo mandatario de Italia y, si hemos de creer en las formas fascistas, aún presidente de la República Social de Saló.
Bellini se acerca a su compañero, a quien todos llaman Bill, y le dice_
-Bill, ghè chi el crapún.
O sea: Bill, está aquí el cabezón.
Se acercan al Duce. Lo reconocen y conminan para que se baje del camión. Mussolini, cabizbajo, obedece. Ya en el suelo de la plaza, a unos pasos del camión, intenta una última baza. Se vuelve a los alemanes y les grita:
-¿Aber so, ohne Kampf?
... que es una forma bastante macarrónica de preguntar en alemán: ¿os rendís así, sin luchar? Pensara lo que pensara el Duce, no hablaba alemán.
Walter Audisio, conocido como Coronel Valerio, un dirigente partisano de izquierda radical, condujo desde Milán hasta Dongo cuando supo la noticia. Al llegar a la población, se presentó ante Mussolini y Clara Petacci y les anunció que se los llevaba. Es prácticamente seguro que ambos supieran con certeza lo que significaba aquel inopinado traslado. Ella entró en el coche llorando quedamente, y él la abrazó y no la soltó durante todo el trayecto.
A las cuatro y diez de la tarde del 28 de abril de 1945, el coche se detuvo en un descampado, junto a una verja. Los dos prisioneros fueron sacados del automóvil y colocados frente a dicha verja. En ese momento Valerio, quizá borracho de nervios, comenzó a lanzar improperios y a gritar y a afirmar que les iba a matar. Tomó su metralleta y disparó, pero el arma se encasquilló. Entonces tomó su pistola y empezó a darles a ambos tiros arbitrarios hasta que Bellini, que iba con él y que probablemente estaba más sereno, acabó todo con una ráfaga de metralleta.
Los cuerpos de Mussolini y de Claretta Peracci fueron llevados a Milán, donde fueron colgados por los pies en la Piazzale Loreto, para su contemplación por la gente, en un espectáculo que tiene muy poco de edificante. Lo mismo se puede decir de su muerte, propia de países sin gobierno efectivo, como probablemente era el caso de la Italia de 1945.
Benito Mussolini es el prototipo del político amoral, oportunista, de escasas luces pero inteligencia estratégica. El mundo, y me refiero al mundo político, está lleno de tipos como él; que no hayan llegado al poder no quiere decir que no existan. Pero, más allá del asunto de los perfiles personales y esa parte de la Historia que sin duda está ligada a las personas que las hacen y los momentos en que viven, Mussolini es, a mi modo de ver, el principal representante de eso que llamamos fascismo. Mucho, muchísimo más que Adolf Hitler, cuyo régimen nazi tuvo otros matices más propios y complejos.
Hay que estudiar a Mussolini. Y hay que estudiarlo con sentido crítico. El ensayista académico o el profe de Historia de Bachillerato que caiga en la tentación de contar esta historia como si fuese el relato de algo que pasó en otro planeta distinto de éste en el que vivimos, cometerá un error. La gran enseñanza que nos deja la historia de Benito Mussolini y la Italia de 1925 es que, de cada veinte personas que caigais en este blog y leais estas mismas líneas, no menos de 17, de haber vivido hace tres cuartos de siglo en los Abruzzos, habríais (habríamos) sido fascistas.
Lo verdaderamente escalofriante de Mussolini es lo histriónico que era; lo limitadito que era; lo radical que era. Ojalá pudiésemos decir que Benito Mussolini fue un hondo intelectual lector de Tomás de Aquino. Ojalá pudiéramos decir que fue un matemático imponente o, cuando menos, que labró su popularidad porque en su juventud fue el mejor jugador de calcio de toda Italia. Ojalá pudiéramos decir que fue singular. Lejos de ello, y a pesar de tener ciertas dotes para la propaganda y el juego de los tiempos políticos que me parecen fuera de lugar, Benito Mussolini fue uno más.
Como tú.
Como yo.
Pensad en esto. Merece la pena. Cuanto más jóvenes seais, más pena merece.
El 10 de julio de 1943, con todo su poderío y también bastantes ayudas por parte de la Mafia, los aliados desembarcan en Sicilia. Nueve días más tarde, se produce el primer bombardeo sobre Roma. Al Duce comienzan a crecerle los enanos, como siempre les ocurre a los hombres de poder en la hora de la derrota. Forzado por esos colaboradores que ya no creen ni en las palabras ni en las ideas de Mussolini, éste se ve obligado a convocar una sesión del Gran Consejo Fascista, el 24 de julio de 1943. La sesión se celebra a las cinco de la tarde de aquel sábado. Al entrar en la sala, Mussolini ya sabe que Dino Grandi, presidente de la Cámara, va a presentar una propuesta para que el mando de las fuerzas armadas italianas sea retrotraído al soldadito de plomo Víctor Manuel.
Quizá alguno de vosotros, leyendo el párrafo anterior e imaginando la escena, esté esperando de don Benito un fuerte estallido de cólera. Os equivocais. Ése hubiese sido Hitler, con seguridad. Si a Hitler le montan una reunión de jerifaltes en la que alguien hubiese osado proponer que se quitase de enmedio, le habría soltado tal cascada de ladridos que el proponente, con seguridad, habría terminado acojonado en un rincón. Pero Mussolini estaba hecho de otra pasta. Tenía, desde luego, ambición de poder; pero carecía de esa decisión, algunos piensan que psicótica, de su aliado alemán. El Duce que escuchó las palabras de Grandi se limitó a desabrocharse la camisa y musitar: «parece que esta tarde la suerte me ha dado la espalda».
Hablaron Polverelli y el yerno del Duce, Ciano. Ambos pusieron a los alemanes de cabrones para abajo, sostuvieron la idea de que era su abandono el que tenía a Italia al borde del KO y, consecuentemente, abrieron el portillo para que Italia contestase a la traición con traición, abandonando el Eje. Esto fue demasiado para Farinacci, quizá el dirigente fascista más enloquecido (además de decididamente pronazi) quien salió en defensa de las divisiones hitlerianas.
En ese punto, Mussolini tomó la palabra para dolerse de las críticas que se vertían sobre el fascismo en las intervenciones. Alfredo de Marsico y Luigi Federzoni le contestan con virulencia. Especialmente Federzoni, presidente de la Academia italiana, quien contesta a la afirmación de Mussolini de que todas las guerras son impopulares aseverando que aquélla si lo es, pero por fascista, no por guerra.
A las dos de la mañana, después de nueve horas de debate, se pasó a votación la proposición de Grandi. Cuando De Bono y De Vecchi, dos fascistas de primera hora, votaron a favor de la propuesta, quedó claro que la suerte estaba echada. La propuesta ganó por 19 votos a favor contra 8 en contra y una abstención.
Existen indicios de que Mussolini se creció tras la votación, interpretando que se trataba tan sólo de un consejo no ejecutivo. Al día siguiente, por la tarde, se presentó ante el rey para despachar la reunión casi como si tal cosa. No se sabe a ciencia cierta de que hablaron el ampuloso jefe de gobierno y el liliputiense jefe del Estado. Lo que se sabe es que, a la salida de la reunión, tropas leales a Victor Manuel detuvieron a Mussolini.
Un solo fascista, el senador Morgagni, cayó con su Duce; se pegó un tiro en la sien cuando supo de su detención. El resto de los fascistas, y el resto de Italia, se aplicaron a una rápida terapia colectiva de borrado de disco duro que no es, en modo alguno, exclusiva de los italianos. El pueblo francés, sin ir más lejos, olvidó, a partir de 1945, que en su inmensa mayoría estaba formado por personas que habían colaborado con el gobierno de Vichy, cuando no directamente con los nazis. Personas que, si no sabían, sí sospechaban que esos judíos compatriotas que los alemanes se llevaban en trenes de mercancías no eran transportados precisamente a parques de atracciones. Francia olvidó con elegancia que la Resistencia, en realidad, estuvo formada por cuatro gatos mal contados. La misma elegancia se da en la España de los años setenta, en la que, de la noche a la mañana, todo dios tenía pedigree antifranquista, hasta el punto de que, de creer las confesiones de la época, resulta difícil responder a la pregunta de quién narices apoyó a Franco en los últimos diez o quince años de su dictadura.
Italia no fue una excepción. Así pues, en todas las esquinas de la patria, el quemado de retratos oficiales del Duce, la rotura de carnés y otros certificados, se convirtió en el deporte nacional. Italia aceptó barco como animal acuático y se convenció de que nunca había sido fascista. La leyenda urbana pervive a día de hoy, como, ya digo, pervive la de que todos los franceses eran de la Resistencia o en la España de Franco no había franquistas.
La caída de Mussolini fue anunciada al país a las once de la noche del 25 de julio, unas cinco horas después de su detención. Le sustituyó en el gobierno el mariscal Pietro Badoglio. Desde ese día hasta el 3 de septiembre, que se firma el armisticio, la pareja Víctor Manuel-Badoglio jugará constantemente a dos cartas, comiéndole la oreja a los alemanes y tratando de negociar al mismo tiempo con los aliados. Esto sí que es muy italiano.
En septiembre de 1943, cuando Italia le dice a los aliados eso de vamos a apagar a la luz, la volvemos a encender y aquí no ha pasado nada, Hitler, que de tonto no tenía ni un pelo, ha concentrado en Italia 400.000 hombres. Estos 400.000 hombres invadieron Italia desde dentro, hicieron unos 700.000 prisioneros entre las desmoralizadas tropas italianas, y fusilaron a varios miles de esos militares. Hitler no creía las promesas de Badoglio (en algunas de sus famosas actas de Estado Mayor lo pone de vuelta y media constantemente) y, consecuentemente, desde el mismísimo día de la detención de Mussolini se aplicó a la invasión. El rey Víctor Manuel huyó a Brindisi, bajo la protección aliada. Con ello, prestó un servicio histórico a su país, pues el Estado italiano siguió existiendo del lado aliado lo cual, al final de la guerra, sería de gran valor (tanto como para poner a Italia en el bando de los vencedores, lo cual tiene mucha, pero muchísima coña); sin embargo, fue un gesto de cobardía que costaría la monarquía.
Tras varios traslados, Mussolini fue recluido en un hotel de Campo Imperatore, en los apeninos. A las dos de la tarde del 12 de septiembre, mientras estaba asomado a la ventana contemplando la patria de Marco y el mono Amedio, ve un planeador aterrizar a unos pocos cientos de metros del hotel, y bajarse del mismo a un destacamento de paracaidistas alemanes. Al día siguiente, llega a Munich. Y el 14 se entrevista con Hitler en Berchstersgarten.
Es fácil de imaginar que esa entrevista no debió de ser agradable para el Duce. Él quería relaciones de igual a igual. Año y pico antes se creía con capacidad de reclamarle a Hitler el poder sobre una parte de Egipto, y ahora ya sólo era su subordinado.
El 19 de septiembre, todavía desde Munich, Mussolini se dirige al pueblo italiano una vez que, según el anuncio oficial alemán, ha retomado el poder en Italia. El discurso del Duce se parece poco a los que ha hecho hasta entonces. Da la impresión de que quiere volver a sus orígenes socialistas, así pues hace un discurso muy obrerista, muy campesino. Esas cosas.
Mussolini quiere volver a Roma. Pero ahora ya sólo es un becario fascista de los nazis. Éstos deciden que establezca su capital en Saló, en el lago de Garda. El 23 de septiembre nace la República de Saló. Una semana después, la población de Nápoles se rebela y los alemanes, incluso los alemanes, tienen que salir de allí por patas. Mussolini no tendrá ni ejército: a los 700.000 soldados prisioneros, deportados a Alemania, se les ofrece la libertad a cambio de enrolarse en el ejército de Saló. Se apuntan unos 7.000, o sea, una mierda pinchada en un palo.
Mussolini, además, no puede hacer nada para limar el tono gravísimamente sangriendo que toman las acciones de Hitler en Italia. En Montezemolo, el ejército alemán, como represalia por la muerte de 32 de sus miembros, ejecuta a 355 partisanos. En Marzabotto, la SS masacra a niños, mujeres y hombres, hasta que no quedó nadie. En Verona, la República Social de Saló monta un proceso en el que son condenados a muerte cinco miembros del Consejo Fascista que votaron a favor del despido de Mussolini: el propio yerno del Duce, Ciano; De Bono, Pareschi, Marinelli y Gottardi.
El 5 de junio de 1944, los americanos entran en Roma. El 20 de agosto ocupan Florencia. La guerra avanza y en 1945, tanto los alemanes como los camisas negras acabarán huyendo apresuradamente, pues en cada pueblo de Italia son cazados y masacrados.
Abril de 1945. Ahora ya no es Italia sola; es la propia Alemania de Hitler la que se está desmoronando. El 16 de dicho mes, en Gargnano, Mussolini celebra consejo de ministros de la República de Saló, en el que anuncia su intención de ir a Milán. En la gran ciudad italiana están concentradas las tropas fascistas, y el Duce espera poder mandarlas para conseguir una retirada hacia la Valtelina o, quizás, hacia Suiza. Pero una vez que llega a Milán comprueba que la situación en la ciudad es caótica. Por eso, dedice huir a Como, cerca de la frontera suiza. Cuando llega a esta ciudad, ya muy pocas personas quedan a su lado. Mussolini tiene miedo. Teme que su destino sea el que finalmente fue. Piensa en entregarse a los ingleses, confiando en que le respetarán. Pero luego se da cuenta de lo impracticable de sus planes.
El que fuese jefe industible de Italia entera ya sólo tiene la esperanza de que Pavolini llegue con 5.000 fascistas para escoltarlo en su huida. En los días de espera, llega Clara Petacci, su amante, su particular Eva Braun, la mujer que lo admira incluso ahora que está tembloroso, avejentado y vencido; y que, como Eva Braun, rendirá ese último tributo, sólo posible en una mujer enamorada, de morir con él.
Mussolini espera, pero Pavolini no llega. A las tres de la madrugada del 26 de abril, no puede más y emprende la huida. En Menaggio, por fin llega Pavolini. Pero llega solo. Ya no hay escuadras fascistas. En esas condiciones, no podrán pasar la frontera, porque está controlada por los partisanos. El 27 de abril, amanece en Menaggio con el sordo rumor de una pequeña columna de camiones alemanes que huye hacia Suiza. Los fascistas se unen al convoy. En el camino hacia Dongo, son interceptados por los maquis de la 52 brigada Garibaldi.
Los jefes partisanos, Urbano Lazzaro y Luigi Bellini delle Stelle, negocian con el comandante alemán. Las condiciones son éstas: les dejarán pasar a condición de que todo ciudadano italiano se quede con ellos. A las cuatro de la tarde, en la plaza de Dongo, se efectúa el control.
Mientras están en ello, un tipo llamado Giuseppe Negri se acerca a Bellini. Negri ha sido marinero en los años anteriores y, en condición de tal, formaba parte de la tripulación de un barco que transportó a Benito Mussolini de la isla de Ponza a la de Madalena, en junio de 1943. Con un susurro, le informa que un cabo alemán entrado en años que está como ausente en uno de los camiones es, en realidad, el otrora máximo mandatario de Italia y, si hemos de creer en las formas fascistas, aún presidente de la República Social de Saló.
Bellini se acerca a su compañero, a quien todos llaman Bill, y le dice_
-Bill, ghè chi el crapún.
O sea: Bill, está aquí el cabezón.
Se acercan al Duce. Lo reconocen y conminan para que se baje del camión. Mussolini, cabizbajo, obedece. Ya en el suelo de la plaza, a unos pasos del camión, intenta una última baza. Se vuelve a los alemanes y les grita:
-¿Aber so, ohne Kampf?
... que es una forma bastante macarrónica de preguntar en alemán: ¿os rendís así, sin luchar? Pensara lo que pensara el Duce, no hablaba alemán.
Walter Audisio, conocido como Coronel Valerio, un dirigente partisano de izquierda radical, condujo desde Milán hasta Dongo cuando supo la noticia. Al llegar a la población, se presentó ante Mussolini y Clara Petacci y les anunció que se los llevaba. Es prácticamente seguro que ambos supieran con certeza lo que significaba aquel inopinado traslado. Ella entró en el coche llorando quedamente, y él la abrazó y no la soltó durante todo el trayecto.
A las cuatro y diez de la tarde del 28 de abril de 1945, el coche se detuvo en un descampado, junto a una verja. Los dos prisioneros fueron sacados del automóvil y colocados frente a dicha verja. En ese momento Valerio, quizá borracho de nervios, comenzó a lanzar improperios y a gritar y a afirmar que les iba a matar. Tomó su metralleta y disparó, pero el arma se encasquilló. Entonces tomó su pistola y empezó a darles a ambos tiros arbitrarios hasta que Bellini, que iba con él y que probablemente estaba más sereno, acabó todo con una ráfaga de metralleta.
Los cuerpos de Mussolini y de Claretta Peracci fueron llevados a Milán, donde fueron colgados por los pies en la Piazzale Loreto, para su contemplación por la gente, en un espectáculo que tiene muy poco de edificante. Lo mismo se puede decir de su muerte, propia de países sin gobierno efectivo, como probablemente era el caso de la Italia de 1945.
Benito Mussolini es el prototipo del político amoral, oportunista, de escasas luces pero inteligencia estratégica. El mundo, y me refiero al mundo político, está lleno de tipos como él; que no hayan llegado al poder no quiere decir que no existan. Pero, más allá del asunto de los perfiles personales y esa parte de la Historia que sin duda está ligada a las personas que las hacen y los momentos en que viven, Mussolini es, a mi modo de ver, el principal representante de eso que llamamos fascismo. Mucho, muchísimo más que Adolf Hitler, cuyo régimen nazi tuvo otros matices más propios y complejos.
Hay que estudiar a Mussolini. Y hay que estudiarlo con sentido crítico. El ensayista académico o el profe de Historia de Bachillerato que caiga en la tentación de contar esta historia como si fuese el relato de algo que pasó en otro planeta distinto de éste en el que vivimos, cometerá un error. La gran enseñanza que nos deja la historia de Benito Mussolini y la Italia de 1925 es que, de cada veinte personas que caigais en este blog y leais estas mismas líneas, no menos de 17, de haber vivido hace tres cuartos de siglo en los Abruzzos, habríais (habríamos) sido fascistas.
Lo verdaderamente escalofriante de Mussolini es lo histriónico que era; lo limitadito que era; lo radical que era. Ojalá pudiésemos decir que Benito Mussolini fue un hondo intelectual lector de Tomás de Aquino. Ojalá pudiéramos decir que fue un matemático imponente o, cuando menos, que labró su popularidad porque en su juventud fue el mejor jugador de calcio de toda Italia. Ojalá pudiéramos decir que fue singular. Lejos de ello, y a pesar de tener ciertas dotes para la propaganda y el juego de los tiempos políticos que me parecen fuera de lugar, Benito Mussolini fue uno más.
Como tú.
Como yo.
Pensad en esto. Merece la pena. Cuanto más jóvenes seais, más pena merece.
lunes, julio 13, 2009
Negar a Dios en el siglo XXI
En estos últimos días, ha causado un cierto revuelo en la prensa española, y en la europea, la votación del parlamento irlandés en la que se aprobó una nueva redacción para la Defamation Act, o Ley Antidifamación; ley en la que, según muchas y múltiples valoraciones, se establecía como delito la blasfemia, esto es negar la existencia de Dios.
Cualquier persona que se lea tres o cuatro posts de este blog no tardará ni cinco minutos en descubrir que el Vaticano no es precisamente el país preferido de su autor. Pero las cosas son como son, no como queremos o nos gustaría que fuesen.
El texto definitivo de la ley aprobada por el parlamento irlandés se puede descargar en esta dirección. El merdé está en su partículo 36, que va tal que así:
36.—
(1) A person who publishes or utters blasphemous matter
shall be guilty of an offence and shall be liable upon conviction on
indictment to a fine not exceeding €25,000.
(2) For the purposes of this section, a person publishes or utters
blasphemous matter if—
(a) he or she publishes or utters matter that is grossly abusive
or insulting in relation to matters held sacred by any
religion, thereby causing outrage among a substantial
number of the adherents of that religion, and
(b) he or she intends, by the publication or utterance of the
matter concerned, to cause such outrage.
(3) It shall be a defence to proceedings for an offence under this
section for the defendant to prove that a reasonable person would
find genuine literary, artistic, political, scientific, or academic value
in the matter to which the offence relates.
(4) In this section “religion” does not include an organisation or
cult—
(a) the principal object of which is the making of profit, or
(b) that employs oppressive psychological manipulation—
(i) of its followers, or
(ii) for the purpose of gaining new followers.
Ensayaré una traducción libre:
36.-
(1) La persona que publique o proclame hechos blasfemos será culpable de ofensa y será responsable, si es declarada culpable, del pago de una multa de hasta 25.000 euros.
(2) Para el propósito de esta sección, se entenderá que una persona ha publicado o proclamado hechos blasfemos si:
(a) Ella o él publica o proclama contenidos que son claramente abusivos o insultantes en relación con materias tenidas por sagradas por alguna religión, de forma que ofendan a un número sustancial de creyentes de dicha religión, y
(b) Ella o él pretendan, mediante la publicación o la proclamación del contenido concernido, causar dicha ofensa.
(3) Se podrá aducir como defensa frente a las ofensas incluidas en esta sección la pureba de que una persona razonable podría apreciar un genuino valor literario, artístico, político, científico o académico en los contenidos considerados presuntamente ofensivos.
(4) A los efectos de lo dispuesto en esta sección, el concepto de religión no se entenderá incluye a toda organización o culto:
(a) Cuyo principal objeto sea la obtención de beneficios económicos
(b) Que emplee la manipulación psicológica opresiva
(i) de sus seguidores, o
(ii) para conseguir adeptos
A mí esta norma me parece retrógrada. Creo que atenta contra la libertad de expresión, sobre todo teniendo en cuenta que los corpus normativos de los países occidentales, como Irlanda, tienen herramientas más que sobradas para que quien se sienta insultado gravemente por la difusión de cualquier mensaje pueda acusar a su difusor de libelo, de injurias, de calmunias, de difamación, o de cualquier otra figura parecida. La convicencia democrática no tiene nada que ver con impedir el conflicto de expresión, sino con tener a disposición las herramientas necesarias para corregir aquellos casos en los que la expresión de ideas supera la frontera de lo razonable y respetuoso. Únicas excepciones a esta regla, en mi opinión, y no es en modo alguno una opinión común entre las gentes que conozco, es la difusión de determinadas opiniones que, en sí, no pueden ser sino ofensivas e irrespetuosas; por ejemplo, la negación del Holocausto.
Pero lo que no me parece es lo que la prensa ha querido hacer de ella. En primer lugar, sacar a la Santa Inquisición a pasear es pecar de notable desenfoque histórico. La Inquisición presupone una confesionalidad estatal que la redacción que acabamos de leer, por muy católica que sea Irlanda, confesional incluso, está lejos de sostener. Entre otras cosas porque, y éste es un detalle que todas las informaciones que he leído u ocultan o directamente desconocen, el redactado no está hecho para proteger a una sola religión, la católica, sino a todas (con la excepción de las sectas).
El concepto de blasfemia que ha manejado la prensa española (y otras que he leído también, porque en todas partes cuecen habas) es negar a Dios. Se nos ha venido a decir: si sales a la calle en Dublín y dices: «Dios no existe», te caen 25.000 euros de multa. Gilipolleces, con perdón. Lo que la ley dice es que aquello que tú dices tiene que ser groseramente ofensivo, y no para un colgao que te escuche y se encabrone, sino para un número significativo de católicos, de musulmanes, de protestantes o de budistas.
La ley no está protegiendo una verdad oficial (la existencia de Dios en Irlanda). La confusión proviene de que, una vez más, para los redactores de muchas noticias sobre la materia la Historia ni existe ni ha transcurrido y, por lo tanto, no hay evolución en los conceptos; lo cual les lleva a pensar que una blasfemia es la misma cosa hoy que hace quinientos años.
Ciertamente, hubo un tiempo en la Historia de los hombres en el que negar a Dios era una blasfemia, en el sentido de ser una afirmación prohibida que hería la sensibilidad (presuntamente) de la (presunta) mayoría de creyentes. Pero hoy en día, incluso en Irlanda, pocos retos se le pueden poner a un abogado más chupados que demostrar ante un juez que la negación de la existencia de Dios, lejos de ser una afirmación ofensiva, es una opinión largamente difundida, y aceptada, dentro del país. Sin ir más lejos, ¿cuántos años llevan publicándose en Irlanda las obras de Nietzsche en las que éste afirma que Dios ha muerto? ¿Cuántas ediciones ha conocido en Irlanda el Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell? ¿Acaso ha habido una sola petición seria de que dichos libros sean retirados? Y, siendo así, ¿cómo podrá un solo colectivo presentarse ante un juez y convencerle de que, de repente, se siente ofendido por la afirmación de una persona que ha dicho creer que Dios no existe?
De hecho, en leyendo el artículo mentado, a mí me da que pensar que está redactado pensando mucho más en los musulmanes que en los cristianos. Más que nada, porque los últimos grandes casos que han afectado al concepto de blasfemia, y que yo diría que son el de las caricaturas de Mahoma y, antes incluso, la condena a muerte del escritor Salman Rushdie por la publicación de sus Versos satánicos, no han tenido nada que ver con Jesucristo.
También se lee mucho por internet eso de que la nueva ley supone la imposición en Irlanda de una especie de sharia. Quien sostiene esto no creo que sepa mucho de la sharia.
Desde luego, la ley es de una torpeza acojonante, y a mí me da la impresión de que puede generar una litigiosidad de la hueva, porque carga sobre las espaldas de los tribunales la consideración de elementos cruciales del asunto, como son la consideración de ofensa flagrante, la consideración de colectivo significativo dentro de los creyentes, y la consideración sobre la existencia de un valor estético o científico intrínseco en las opiniones objeto de denuncia. Pero eso es otra historia. El centro de la cuestión es que, a mi modo de ver, quien asume la responsabilidad de describir la realidad con objetividad, que no otra cosa es un periodista, debería realizar su labor con un poquito más de meticulosidad.
Cualquier persona que se lea tres o cuatro posts de este blog no tardará ni cinco minutos en descubrir que el Vaticano no es precisamente el país preferido de su autor. Pero las cosas son como son, no como queremos o nos gustaría que fuesen.
El texto definitivo de la ley aprobada por el parlamento irlandés se puede descargar en esta dirección. El merdé está en su partículo 36, que va tal que así:
36.—
(1) A person who publishes or utters blasphemous matter
shall be guilty of an offence and shall be liable upon conviction on
indictment to a fine not exceeding €25,000.
(2) For the purposes of this section, a person publishes or utters
blasphemous matter if—
(a) he or she publishes or utters matter that is grossly abusive
or insulting in relation to matters held sacred by any
religion, thereby causing outrage among a substantial
number of the adherents of that religion, and
(b) he or she intends, by the publication or utterance of the
matter concerned, to cause such outrage.
(3) It shall be a defence to proceedings for an offence under this
section for the defendant to prove that a reasonable person would
find genuine literary, artistic, political, scientific, or academic value
in the matter to which the offence relates.
(4) In this section “religion” does not include an organisation or
cult—
(a) the principal object of which is the making of profit, or
(b) that employs oppressive psychological manipulation—
(i) of its followers, or
(ii) for the purpose of gaining new followers.
Ensayaré una traducción libre:
36.-
(1) La persona que publique o proclame hechos blasfemos será culpable de ofensa y será responsable, si es declarada culpable, del pago de una multa de hasta 25.000 euros.
(2) Para el propósito de esta sección, se entenderá que una persona ha publicado o proclamado hechos blasfemos si:
(a) Ella o él publica o proclama contenidos que son claramente abusivos o insultantes en relación con materias tenidas por sagradas por alguna religión, de forma que ofendan a un número sustancial de creyentes de dicha religión, y
(b) Ella o él pretendan, mediante la publicación o la proclamación del contenido concernido, causar dicha ofensa.
(3) Se podrá aducir como defensa frente a las ofensas incluidas en esta sección la pureba de que una persona razonable podría apreciar un genuino valor literario, artístico, político, científico o académico en los contenidos considerados presuntamente ofensivos.
(4) A los efectos de lo dispuesto en esta sección, el concepto de religión no se entenderá incluye a toda organización o culto:
(a) Cuyo principal objeto sea la obtención de beneficios económicos
(b) Que emplee la manipulación psicológica opresiva
(i) de sus seguidores, o
(ii) para conseguir adeptos
A mí esta norma me parece retrógrada. Creo que atenta contra la libertad de expresión, sobre todo teniendo en cuenta que los corpus normativos de los países occidentales, como Irlanda, tienen herramientas más que sobradas para que quien se sienta insultado gravemente por la difusión de cualquier mensaje pueda acusar a su difusor de libelo, de injurias, de calmunias, de difamación, o de cualquier otra figura parecida. La convicencia democrática no tiene nada que ver con impedir el conflicto de expresión, sino con tener a disposición las herramientas necesarias para corregir aquellos casos en los que la expresión de ideas supera la frontera de lo razonable y respetuoso. Únicas excepciones a esta regla, en mi opinión, y no es en modo alguno una opinión común entre las gentes que conozco, es la difusión de determinadas opiniones que, en sí, no pueden ser sino ofensivas e irrespetuosas; por ejemplo, la negación del Holocausto.
Pero lo que no me parece es lo que la prensa ha querido hacer de ella. En primer lugar, sacar a la Santa Inquisición a pasear es pecar de notable desenfoque histórico. La Inquisición presupone una confesionalidad estatal que la redacción que acabamos de leer, por muy católica que sea Irlanda, confesional incluso, está lejos de sostener. Entre otras cosas porque, y éste es un detalle que todas las informaciones que he leído u ocultan o directamente desconocen, el redactado no está hecho para proteger a una sola religión, la católica, sino a todas (con la excepción de las sectas).
El concepto de blasfemia que ha manejado la prensa española (y otras que he leído también, porque en todas partes cuecen habas) es negar a Dios. Se nos ha venido a decir: si sales a la calle en Dublín y dices: «Dios no existe», te caen 25.000 euros de multa. Gilipolleces, con perdón. Lo que la ley dice es que aquello que tú dices tiene que ser groseramente ofensivo, y no para un colgao que te escuche y se encabrone, sino para un número significativo de católicos, de musulmanes, de protestantes o de budistas.
La ley no está protegiendo una verdad oficial (la existencia de Dios en Irlanda). La confusión proviene de que, una vez más, para los redactores de muchas noticias sobre la materia la Historia ni existe ni ha transcurrido y, por lo tanto, no hay evolución en los conceptos; lo cual les lleva a pensar que una blasfemia es la misma cosa hoy que hace quinientos años.
Ciertamente, hubo un tiempo en la Historia de los hombres en el que negar a Dios era una blasfemia, en el sentido de ser una afirmación prohibida que hería la sensibilidad (presuntamente) de la (presunta) mayoría de creyentes. Pero hoy en día, incluso en Irlanda, pocos retos se le pueden poner a un abogado más chupados que demostrar ante un juez que la negación de la existencia de Dios, lejos de ser una afirmación ofensiva, es una opinión largamente difundida, y aceptada, dentro del país. Sin ir más lejos, ¿cuántos años llevan publicándose en Irlanda las obras de Nietzsche en las que éste afirma que Dios ha muerto? ¿Cuántas ediciones ha conocido en Irlanda el Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell? ¿Acaso ha habido una sola petición seria de que dichos libros sean retirados? Y, siendo así, ¿cómo podrá un solo colectivo presentarse ante un juez y convencerle de que, de repente, se siente ofendido por la afirmación de una persona que ha dicho creer que Dios no existe?
De hecho, en leyendo el artículo mentado, a mí me da que pensar que está redactado pensando mucho más en los musulmanes que en los cristianos. Más que nada, porque los últimos grandes casos que han afectado al concepto de blasfemia, y que yo diría que son el de las caricaturas de Mahoma y, antes incluso, la condena a muerte del escritor Salman Rushdie por la publicación de sus Versos satánicos, no han tenido nada que ver con Jesucristo.
También se lee mucho por internet eso de que la nueva ley supone la imposición en Irlanda de una especie de sharia. Quien sostiene esto no creo que sepa mucho de la sharia.
Desde luego, la ley es de una torpeza acojonante, y a mí me da la impresión de que puede generar una litigiosidad de la hueva, porque carga sobre las espaldas de los tribunales la consideración de elementos cruciales del asunto, como son la consideración de ofensa flagrante, la consideración de colectivo significativo dentro de los creyentes, y la consideración sobre la existencia de un valor estético o científico intrínseco en las opiniones objeto de denuncia. Pero eso es otra historia. El centro de la cuestión es que, a mi modo de ver, quien asume la responsabilidad de describir la realidad con objetividad, que no otra cosa es un periodista, debería realizar su labor con un poquito más de meticulosidad.
domingo, julio 12, 2009
Mussolini (5)
¿Qué ocurre exactamente el 3 de enero de 1925? Pues lo que ocurre es que el presidente del Gobierno, Benito Mussolini, se quita la última careta que le quedaba, se va al parlamento y ante los diputados grita más que dice: «si los fascistas son una banda de delinuentes, yo soy su jefe».
Es el punto culminante de un proceso dilatado en el que el Duce ha hecho valer la principal de sus habilidades: el control de los tiempos. Para cuando Mussolini se pone descaradamente al frente de las partidas de la porra que pululan por todo el país, Italia ya no puede pasar sin él. Es la dictadura. Así las cosas, la supresión de los partidos políticos, en 1926, no es sino un hecho lógico.
La dictadura italiana se parece mucho a la alemana, y en general a todas las fascistas, en el detalle de ofrecer a la sociedad una mejora objetiva de sus condiciones de vida, casi inmediata; además de eso que se ha dado en llamar sensibilidad social. Porque la visión de las dictaduras fascistas como enemigas declaradas del obrero es, a mi modo de ver, una visión interesada, procedente sobre todo de los marxistas. El fascismo es siempre radicalmente antimarxista, pero eso no quiere decir necesariamente antiobrero. El mercado laboral más rígido, más protector del trabajador como tal, de la Historia de España fue el creado por Franco, que es lo más parecido a un fascista que hemos tenido (de momento al menos). Y Mussolini creó la primera legislación social italiana propiamente dicha. Una legislación, por supuesto, basada en el concepto de Estado corporativo, un Estado sin distinción de clases convertido en un sindicato de productores. Esta idea viajó sin escalas a España durante esos años y fascinó al joven abogado José Antonio Primo de Rivera. El falangismo español fue escasamente nazi y decididamente mussoliniano.
En realidad, los modelos mussoliniano y falanjo-franquista se parecen enormemente en este terreno de la economía y las relaciones de producción. Franco sembró España de presas que buena falta hacían; la rallada de Mussolini fueron las autopistas, pero al caso es casi lo mismo. El apoyo de Mussolini a la industria fue tan decidido que la presencia italiana en el sector automovilístico, hoy aún totalmente visible a pesar de que Kimi Raikkonen y Felipe Massa no están teniendo su mejor año, en gran parte se labró entonces. Y, asimismo, otro elemento claro del fascismo italiano, copiado por Franco, fue el apoyo decidido a la familia. La Italia fascista impuso un impuesto especial sobre la soltería y premió a las familias numerosas.
Aún así, siendo como era el Partido Fascista, como el NSDAP alemán, una especie de cotolengo de mediocres, a aquel régimen, además de la falta de libertades, no le faltaron otras cosas propias de tontos del culo. Ahí está, por ejemplo, la figura de Achile Starace, a quien se considera el gran teórico del nuevo estilo fascista, padre de ideas tan peregrinas como imponerle un uniforme... ¡a la policía secreta!
Otra idea del fascismo, por cierto, fue la retirada del ustedeo del trato habitual entre italianos. Mussolini consideraba que tratar a la gente con tal conmiseración era una rémora spagnolesca, es decir propia de españoles.
Desde la dictadura, Mussolini se aplicó para encontrar y explotar su guerrita gilipollas.
En abril de 1935, cuando Mussolini negocie con Francia e Inglaterra en Stresa un pacto para garantizar la paz, dejará bien claro que las conversaciones se refieren a Europa. Para entonces ya está pensando en África. En este punto tampoco es original. Hitler también basa parte de su discurso nazi en la necesidad de que Alemania cuente con un imperio colonial del estilo del inglés y francés, porque colonias significa materias primas, poder económico y poder territorial.
Evidentemente, Mussolini, que se siente descendiente de Julio César y de Virgilio y cuando menos formalmente lo es, tiene, puesto a reivindicar un Imperio, como para reclamar medio mundo. No obstante, debe buscar con cuidado terrenos que no piden los callos de esos compañeros de continente con los que está firmando papelitos en los que dice que jamás va a levantarles la mano (y es que la diplomacia y la violencia doméstica se parecen como una castaña verde a otra castaña verde).
El fascismo italiano echa mano de fuentes tan modernas como el escritor clásico Plinio para demostrar las enormes riquezas existentes en Etiopía, la posible patria de la princesa Nefertiti y elemento atractor de la religión rastafari. Además, se dice que en la Dancalia puede haber petróleo. Mussolini se autoconvence de su propia mentira que quiere ver en Etiopía la tierra de promisión a la que podrá enviar al medio millón de italianos parados, todo ello a pesar de las décadas de emigración, sobre todo hacia Estados Unidos, que en ese momento ya se acumulan. En aquella Italia de los años veinte, uno de los productos más populares son las primeras postales eróticas que se ven por allí; son fotos de abisinias con las tetas al aire. Al igual que la fiebre del oro envió auténticos ejércitos a California, todos esos sueños de riqueza y buena vida henchen las cajas de recluta.
En febrero de 1935, como oportuna respuesta a determinados incidentes casualmente producidos, se realiza el primer envío de tropas. La División Pelorilana marcha cantando aquello de Addis Abbeba/será romana/y su bandera será la italiana... El 20 de marzo, mientras Etiopía reclama el amparo de la Sociedad de Nacionales, los italianos desembarcan en Massaua. Mussolini acepta el diálogo con la Sociedad de Naciones aunque, en realidad, sólo es una estratagema para permitir la acumulación de tropas.
El 2 de octubre de 1935, las campañas de todas las iglesias convocan a las gentes a la plaza mayor de los pueblos. Se decreta incluso el cierre de los colegios para escuchar al Duce. Mussolini, desde los altavoces, himpla: «Italia proletaria y fascista: ¡En pie!» O, como diría Groucho Marx: «¡Más madera, es la guerra!»
Tras la llamada, al ejército italiano le cuesta cuatro días entrar en Adua. La SDN dicta sanciones contra Italia. Para qué quería más el fascismo. En todo el país, se lleva a cabo una operación de hiperitalianización que supone el borrado de todo lo que sea extranjero, muy especialmente francés o inglés. Se prohíbe la costumbre de los árboles de Navidad (aunque volvería después, con la teoría de que, en realidad, está relacionada con la consideración de mágicos que tienen los árboles en el animismo de raíz germánica). Los italianos dejan de tener pullover para tener maglione, cuando consiguen ligar, eso ya no es un flirt sino un amoretto (¿di Saronno?). Y al foot-ball se le impone el nombre de calcio... como podemos ver, no todas las trazas del fascismo han desaparecido hoy en día.
Más pruebas de histeria colectiva. Mussolini inventa el Día de la Alianza, el día en el que todos los italianos entregan a su Duce su anillo de casados, de oro, recibiendo a cambio uno de acero. La prensa de la época subrayó el hecho de que hasta las putas entregaron sus anillos. Treinta kilos de estos anillos, por cierto, acabaron en el fondo del río Mera, donde los tiraron los fascistas en 1945 en su huida de Italia. Un pescador, como el Smeagol de Tolkien, encontró la pequeña fortuna.
No le faltan a Mussolini, por cierto, los apoyos de quienes lo consideran, con su guerrita eritrea, un campeón de la Cristiandad y la Evangelización. Así lo afirma el cardenal Shuster en 1935. El Vaticano, ya se sabe, siempre a pelo y a pluma.
El 6 de mayo de 1936, apenas unas semanas antes de que estalle la guerra española, y en una piazza Venezia en la que ya no cabe ni un lapo, Mussolini decreta el fin de la guerra de Etiopía y el primer día de existencia del imperio italiano. Los italianos cantan Facetta Nera y se acuestan esa noche pensando que son, como hace dos mil años, lo más de lo más del mundo mundial.
Tres años después, el gasto de la economía italiana en su imperio es diez veces superior a los ingresos. La guerrita fue gilipollas, y el imperio una cagada.
Mussolini visita Berlín en septiembre de 1937. Allí nace el Eje, en alguna medida. A su vuelta a Roma, Italia abandona la Sociedad de Naciones. En enero de 1938, el país comienza una campaña antisemita por la que, por primera vez en su Historia, Italia persigue a los judíos para masacrarlos (bueno, más bien para que los masacren otros). Para darle lógica a esta historia es necesario multiplicar la propaganda en el sentido de que los italianos son una especie de versión sureña de la raza aria; que es algo que no se creería nadie en sus cabales, ni siquiera tras la ingestión de una caja entera de vodka. Hitler visita Roma el 4 de mayo. El recimiento es tan apoteósico que para el mismo se remodelan calles y barrios como si en lugar de una visita fuese una Olimpiada o una gallardonada.
Quizá el punto más alto de la vida de Mussolini se da en 1938, cuando interviene en la conferencia de Munich y puede aparecer, incluso fuera de Italia, como el salvador de una situación que para todos olía a guerra. En esos tiempos, además, el Duce hace organizar un montón de paradas y desfiles, buscando dar la impresión al mundo de que tiene un ejército de la hueva, a lo que también colabora su implicación en la guerra española. Cuando el 15 de marzo de 1939, Hitler ocupe Bohemia y Moravia, Mussolini decide que él no puede ser menos y, tras parlamentar con los alemanes, decide invadir él también, en este caso a Albania. El 7 de abril, los italianos desembarcan en Durazzo y doblegan el país con facilidad.
Como sabemos bien, el 1 de septiembre de 1939, con la invasión de Polonia, comienza la segunda guerra mundial o, si queremos ser más precisos, la guerra entre Francia e Inglaterra por una parte, y Alemania por la otra.
En las semanas anteriores, el mes de agosto, Mussolini ha pasado por tremendas indecisiones. Sabemos por su yerno el conde Ciano que intentó repetir la jugada de Munich convocando una conferencia internacional; hecho éste que nos viene a demostrar que no tenía ni puta idea de por dónde le iba el viento a su amigo Hitler. Por lo demás, como hemos visto en el asunto de Albania, a Mussolini le corroe la idea de que Alemania pueda ser más que Italia. No está dispuesto a dejar que los alemanes se hagan con Croacia y Dalmacia sin que ellos se lleven una parte del pastel. En fechas tan tardía como el 23 de agosto, confiesa que Italia no está preparada para la guerra (en puridad, no lo estará nunca). Finalmente, en septiembre decide quedarse quieto.
Pero la quietud de Mussolini está muy pendiente de Hitler. En la cabeza de Mussolini, tras su pacto con la URSS, Alemania se ha convertido verdaderamente en un enemigo potente. Aunque no podemos asegurarlo con total sicurezza, lo más probable es que lo que detuviese la implicación de Italia en la guerra desde el primer momento fuese la Línea Maginot. Hoy la Línea Maginot nos parece de chicle porque sabemos la facilidad con que Hitler se la rebanó; pero, en aquellos tiempos, era tenida por una poderosa máquina defensiva capaz de parar casi cualquier cosa. En la mente de Mussolini, mientras Hitler, que tras darse besitos con Stalin tenía que avanzar hacia el Oeste, permaneciese frenado por la Maginot, a un país como Italia, tan cercano a Francia, no le convenía enseñar ni medio testículo.
El 1 de marzo de 1940, Hitler y Mussolini se entrevistan en Brennero. Es la particular entrevista de Hendaya de los italianos, aunque con resultado bien distinto. En realidad, no sabemos realmente qué fue lo que entendió Mussolini de lo que le dijo Hitler pues, en un arrebato de chulería muy propio de él, y a pesar de que sus conocimientos del alemán provenían de unas tardes de auswandig lernen, prescindió del intérprete. Aún así, resulta difícil que no sacase la idea de que Hitler iba a arrearle a Francia unas hostias como panes sí o sí.
Alemania se pasea por Bélgica. Luego entra en Francia, por donde menos se la espera. En ese momento, Francia tiene la fama mundial de tener una maquinaria militar invencible, napoleónica. Hitler se pasa a los gabachos por el forro de los cojones de sus carros de combate y los forra de disparos en el culo. Los ingleses hacen lo que pueden en Dunquerque, que apenas es salvar el suyo. La Línea Maginot a tomar vientos. Es todo lo que necesita Mussolini quien, además, está convencido de que Inglaterra está en las últimas (la verdad, es muy fácil juzgar la Historia a toro pasado, pero, ¿quién no habría creído eso después de Dunquerque?). El 11 de junio entra en la guerra y avanza por la Saboya francesa. La campaña italiana, completamente tapada por los hechos de armas hitlerianos, es un desastre en el que no se produce ni una sola victoria. A pesar de las presiones italianas para retrasar el armisticio francoalemán, éste se firma antes de que los italianos hayan podido tomar siquiera Niza, su primer objetivo.
Encabronado por esta semihumillación, Mussolini mira a su alrededor. Y encuentra Grecia. Un aliado de Inglaterra al que cree país atrasado, poco menos que sin ejército. Italia, además, posee el trampolín albanés. Los generales le dicen que se corte, pero Mussolini tiene sus propias ideas. El 28 de octubre de 1940, 100.000 italianos invaden Grecia. Tres días después, tres, los frentes están ya estancados, a pesar de que los griegos son apenas 40.000. Es en ese momento cuando llega el primo de Zumosol. Hitler entra en Yugoslavia como si fuese la cocina de su casa y mete sus tropas en Grecia. Esta entrada alemana en Grecia acaba para siempre con Mussolini como jefe militar con campañas propias.
La guerra empieza a cobrarle cosas a Mussolini. Sobre todo en África. El 26 de enero de 1941 cae Bardia y luego Tobruk. La Armada italiana no puede garantizarle al Eje el dominio de las aguas del Mediterráneo, donde campan los buques ingleses, aprovisionados en esa su base de Gibraltar que el prohitleriano Franco ni se ha atrevido a pensar en quitarles. Bombas inglesas bombardean Génova. El 7 de abril, los italianos abandonan Addis Abebba. En la primavera de 1942, con la reconquista de Bengasi y Tobruk por el Eje, 30.000 prisioneros británicos, la suerte parece cambiar. El 23 de junio, Hitler telegrafía a Mussolini que el Eje va a arrebatar Egipto a Inglaterra. El Duce, aunque sabe que el mérito de todo ello, de ser de alguien, es de Erwin Rommel, piensa inmediatamente en sacar tajada. Decide que va a protagonizar un gran acto de adhesión fascista en Alejandría. Ya no piensa más que en Egipto. Su Estado Mayor se desgañita recomendándole que se deje de procesiones y concentre sus esfuerzos en tomar Malta, el otro gran punto de aprovisionamiento británico en el Mare Nostrum junto con Gibraltar. Pero Mussolini pasa.
El 29 de junio de 1942, vuela a Tripoli, para estar cerca de la fiesta que se acerca. Pasa los primeros días de julio Mussolini en Tripoli organizando lo que será el Egipto italiano que espera arrancarle a Hitler (no hubo caso; pero me da a mí la impresión de que Hitler antes se habría arrancado un ojo con la cucharilla de café del desayuno que regalarle a Mussolini un puto ático de 35 metros cuadrados en Egipto). Medio compone el himno de la nueva nación y diseña su fiesta alejandrina, bastante parecida a los triunfos romanos.
El 20 de julio, el Duce vuelve a Italia. El Eje ha sido frenado en El Alamein. Además, cuatro días después, se produce el primer gran desembarco aliado en África del Norte. Pintan bastos para todo lo que huela a Hitler.
Hay una cuesta abajo. Muy pronunciada. Lo que no sabemos es hasta qué punto don Benito la ve.
Es el punto culminante de un proceso dilatado en el que el Duce ha hecho valer la principal de sus habilidades: el control de los tiempos. Para cuando Mussolini se pone descaradamente al frente de las partidas de la porra que pululan por todo el país, Italia ya no puede pasar sin él. Es la dictadura. Así las cosas, la supresión de los partidos políticos, en 1926, no es sino un hecho lógico.
La dictadura italiana se parece mucho a la alemana, y en general a todas las fascistas, en el detalle de ofrecer a la sociedad una mejora objetiva de sus condiciones de vida, casi inmediata; además de eso que se ha dado en llamar sensibilidad social. Porque la visión de las dictaduras fascistas como enemigas declaradas del obrero es, a mi modo de ver, una visión interesada, procedente sobre todo de los marxistas. El fascismo es siempre radicalmente antimarxista, pero eso no quiere decir necesariamente antiobrero. El mercado laboral más rígido, más protector del trabajador como tal, de la Historia de España fue el creado por Franco, que es lo más parecido a un fascista que hemos tenido (de momento al menos). Y Mussolini creó la primera legislación social italiana propiamente dicha. Una legislación, por supuesto, basada en el concepto de Estado corporativo, un Estado sin distinción de clases convertido en un sindicato de productores. Esta idea viajó sin escalas a España durante esos años y fascinó al joven abogado José Antonio Primo de Rivera. El falangismo español fue escasamente nazi y decididamente mussoliniano.
En realidad, los modelos mussoliniano y falanjo-franquista se parecen enormemente en este terreno de la economía y las relaciones de producción. Franco sembró España de presas que buena falta hacían; la rallada de Mussolini fueron las autopistas, pero al caso es casi lo mismo. El apoyo de Mussolini a la industria fue tan decidido que la presencia italiana en el sector automovilístico, hoy aún totalmente visible a pesar de que Kimi Raikkonen y Felipe Massa no están teniendo su mejor año, en gran parte se labró entonces. Y, asimismo, otro elemento claro del fascismo italiano, copiado por Franco, fue el apoyo decidido a la familia. La Italia fascista impuso un impuesto especial sobre la soltería y premió a las familias numerosas.
Aún así, siendo como era el Partido Fascista, como el NSDAP alemán, una especie de cotolengo de mediocres, a aquel régimen, además de la falta de libertades, no le faltaron otras cosas propias de tontos del culo. Ahí está, por ejemplo, la figura de Achile Starace, a quien se considera el gran teórico del nuevo estilo fascista, padre de ideas tan peregrinas como imponerle un uniforme... ¡a la policía secreta!
Otra idea del fascismo, por cierto, fue la retirada del ustedeo del trato habitual entre italianos. Mussolini consideraba que tratar a la gente con tal conmiseración era una rémora spagnolesca, es decir propia de españoles.
Desde la dictadura, Mussolini se aplicó para encontrar y explotar su guerrita gilipollas.
En abril de 1935, cuando Mussolini negocie con Francia e Inglaterra en Stresa un pacto para garantizar la paz, dejará bien claro que las conversaciones se refieren a Europa. Para entonces ya está pensando en África. En este punto tampoco es original. Hitler también basa parte de su discurso nazi en la necesidad de que Alemania cuente con un imperio colonial del estilo del inglés y francés, porque colonias significa materias primas, poder económico y poder territorial.
Evidentemente, Mussolini, que se siente descendiente de Julio César y de Virgilio y cuando menos formalmente lo es, tiene, puesto a reivindicar un Imperio, como para reclamar medio mundo. No obstante, debe buscar con cuidado terrenos que no piden los callos de esos compañeros de continente con los que está firmando papelitos en los que dice que jamás va a levantarles la mano (y es que la diplomacia y la violencia doméstica se parecen como una castaña verde a otra castaña verde).
El fascismo italiano echa mano de fuentes tan modernas como el escritor clásico Plinio para demostrar las enormes riquezas existentes en Etiopía, la posible patria de la princesa Nefertiti y elemento atractor de la religión rastafari. Además, se dice que en la Dancalia puede haber petróleo. Mussolini se autoconvence de su propia mentira que quiere ver en Etiopía la tierra de promisión a la que podrá enviar al medio millón de italianos parados, todo ello a pesar de las décadas de emigración, sobre todo hacia Estados Unidos, que en ese momento ya se acumulan. En aquella Italia de los años veinte, uno de los productos más populares son las primeras postales eróticas que se ven por allí; son fotos de abisinias con las tetas al aire. Al igual que la fiebre del oro envió auténticos ejércitos a California, todos esos sueños de riqueza y buena vida henchen las cajas de recluta.
En febrero de 1935, como oportuna respuesta a determinados incidentes casualmente producidos, se realiza el primer envío de tropas. La División Pelorilana marcha cantando aquello de Addis Abbeba/será romana/y su bandera será la italiana... El 20 de marzo, mientras Etiopía reclama el amparo de la Sociedad de Nacionales, los italianos desembarcan en Massaua. Mussolini acepta el diálogo con la Sociedad de Naciones aunque, en realidad, sólo es una estratagema para permitir la acumulación de tropas.
El 2 de octubre de 1935, las campañas de todas las iglesias convocan a las gentes a la plaza mayor de los pueblos. Se decreta incluso el cierre de los colegios para escuchar al Duce. Mussolini, desde los altavoces, himpla: «Italia proletaria y fascista: ¡En pie!» O, como diría Groucho Marx: «¡Más madera, es la guerra!»
Tras la llamada, al ejército italiano le cuesta cuatro días entrar en Adua. La SDN dicta sanciones contra Italia. Para qué quería más el fascismo. En todo el país, se lleva a cabo una operación de hiperitalianización que supone el borrado de todo lo que sea extranjero, muy especialmente francés o inglés. Se prohíbe la costumbre de los árboles de Navidad (aunque volvería después, con la teoría de que, en realidad, está relacionada con la consideración de mágicos que tienen los árboles en el animismo de raíz germánica). Los italianos dejan de tener pullover para tener maglione, cuando consiguen ligar, eso ya no es un flirt sino un amoretto (¿di Saronno?). Y al foot-ball se le impone el nombre de calcio... como podemos ver, no todas las trazas del fascismo han desaparecido hoy en día.
Más pruebas de histeria colectiva. Mussolini inventa el Día de la Alianza, el día en el que todos los italianos entregan a su Duce su anillo de casados, de oro, recibiendo a cambio uno de acero. La prensa de la época subrayó el hecho de que hasta las putas entregaron sus anillos. Treinta kilos de estos anillos, por cierto, acabaron en el fondo del río Mera, donde los tiraron los fascistas en 1945 en su huida de Italia. Un pescador, como el Smeagol de Tolkien, encontró la pequeña fortuna.
No le faltan a Mussolini, por cierto, los apoyos de quienes lo consideran, con su guerrita eritrea, un campeón de la Cristiandad y la Evangelización. Así lo afirma el cardenal Shuster en 1935. El Vaticano, ya se sabe, siempre a pelo y a pluma.
El 6 de mayo de 1936, apenas unas semanas antes de que estalle la guerra española, y en una piazza Venezia en la que ya no cabe ni un lapo, Mussolini decreta el fin de la guerra de Etiopía y el primer día de existencia del imperio italiano. Los italianos cantan Facetta Nera y se acuestan esa noche pensando que son, como hace dos mil años, lo más de lo más del mundo mundial.
Tres años después, el gasto de la economía italiana en su imperio es diez veces superior a los ingresos. La guerrita fue gilipollas, y el imperio una cagada.
Mussolini visita Berlín en septiembre de 1937. Allí nace el Eje, en alguna medida. A su vuelta a Roma, Italia abandona la Sociedad de Naciones. En enero de 1938, el país comienza una campaña antisemita por la que, por primera vez en su Historia, Italia persigue a los judíos para masacrarlos (bueno, más bien para que los masacren otros). Para darle lógica a esta historia es necesario multiplicar la propaganda en el sentido de que los italianos son una especie de versión sureña de la raza aria; que es algo que no se creería nadie en sus cabales, ni siquiera tras la ingestión de una caja entera de vodka. Hitler visita Roma el 4 de mayo. El recimiento es tan apoteósico que para el mismo se remodelan calles y barrios como si en lugar de una visita fuese una Olimpiada o una gallardonada.
Quizá el punto más alto de la vida de Mussolini se da en 1938, cuando interviene en la conferencia de Munich y puede aparecer, incluso fuera de Italia, como el salvador de una situación que para todos olía a guerra. En esos tiempos, además, el Duce hace organizar un montón de paradas y desfiles, buscando dar la impresión al mundo de que tiene un ejército de la hueva, a lo que también colabora su implicación en la guerra española. Cuando el 15 de marzo de 1939, Hitler ocupe Bohemia y Moravia, Mussolini decide que él no puede ser menos y, tras parlamentar con los alemanes, decide invadir él también, en este caso a Albania. El 7 de abril, los italianos desembarcan en Durazzo y doblegan el país con facilidad.
Como sabemos bien, el 1 de septiembre de 1939, con la invasión de Polonia, comienza la segunda guerra mundial o, si queremos ser más precisos, la guerra entre Francia e Inglaterra por una parte, y Alemania por la otra.
En las semanas anteriores, el mes de agosto, Mussolini ha pasado por tremendas indecisiones. Sabemos por su yerno el conde Ciano que intentó repetir la jugada de Munich convocando una conferencia internacional; hecho éste que nos viene a demostrar que no tenía ni puta idea de por dónde le iba el viento a su amigo Hitler. Por lo demás, como hemos visto en el asunto de Albania, a Mussolini le corroe la idea de que Alemania pueda ser más que Italia. No está dispuesto a dejar que los alemanes se hagan con Croacia y Dalmacia sin que ellos se lleven una parte del pastel. En fechas tan tardía como el 23 de agosto, confiesa que Italia no está preparada para la guerra (en puridad, no lo estará nunca). Finalmente, en septiembre decide quedarse quieto.
Pero la quietud de Mussolini está muy pendiente de Hitler. En la cabeza de Mussolini, tras su pacto con la URSS, Alemania se ha convertido verdaderamente en un enemigo potente. Aunque no podemos asegurarlo con total sicurezza, lo más probable es que lo que detuviese la implicación de Italia en la guerra desde el primer momento fuese la Línea Maginot. Hoy la Línea Maginot nos parece de chicle porque sabemos la facilidad con que Hitler se la rebanó; pero, en aquellos tiempos, era tenida por una poderosa máquina defensiva capaz de parar casi cualquier cosa. En la mente de Mussolini, mientras Hitler, que tras darse besitos con Stalin tenía que avanzar hacia el Oeste, permaneciese frenado por la Maginot, a un país como Italia, tan cercano a Francia, no le convenía enseñar ni medio testículo.
El 1 de marzo de 1940, Hitler y Mussolini se entrevistan en Brennero. Es la particular entrevista de Hendaya de los italianos, aunque con resultado bien distinto. En realidad, no sabemos realmente qué fue lo que entendió Mussolini de lo que le dijo Hitler pues, en un arrebato de chulería muy propio de él, y a pesar de que sus conocimientos del alemán provenían de unas tardes de auswandig lernen, prescindió del intérprete. Aún así, resulta difícil que no sacase la idea de que Hitler iba a arrearle a Francia unas hostias como panes sí o sí.
Alemania se pasea por Bélgica. Luego entra en Francia, por donde menos se la espera. En ese momento, Francia tiene la fama mundial de tener una maquinaria militar invencible, napoleónica. Hitler se pasa a los gabachos por el forro de los cojones de sus carros de combate y los forra de disparos en el culo. Los ingleses hacen lo que pueden en Dunquerque, que apenas es salvar el suyo. La Línea Maginot a tomar vientos. Es todo lo que necesita Mussolini quien, además, está convencido de que Inglaterra está en las últimas (la verdad, es muy fácil juzgar la Historia a toro pasado, pero, ¿quién no habría creído eso después de Dunquerque?). El 11 de junio entra en la guerra y avanza por la Saboya francesa. La campaña italiana, completamente tapada por los hechos de armas hitlerianos, es un desastre en el que no se produce ni una sola victoria. A pesar de las presiones italianas para retrasar el armisticio francoalemán, éste se firma antes de que los italianos hayan podido tomar siquiera Niza, su primer objetivo.
Encabronado por esta semihumillación, Mussolini mira a su alrededor. Y encuentra Grecia. Un aliado de Inglaterra al que cree país atrasado, poco menos que sin ejército. Italia, además, posee el trampolín albanés. Los generales le dicen que se corte, pero Mussolini tiene sus propias ideas. El 28 de octubre de 1940, 100.000 italianos invaden Grecia. Tres días después, tres, los frentes están ya estancados, a pesar de que los griegos son apenas 40.000. Es en ese momento cuando llega el primo de Zumosol. Hitler entra en Yugoslavia como si fuese la cocina de su casa y mete sus tropas en Grecia. Esta entrada alemana en Grecia acaba para siempre con Mussolini como jefe militar con campañas propias.
La guerra empieza a cobrarle cosas a Mussolini. Sobre todo en África. El 26 de enero de 1941 cae Bardia y luego Tobruk. La Armada italiana no puede garantizarle al Eje el dominio de las aguas del Mediterráneo, donde campan los buques ingleses, aprovisionados en esa su base de Gibraltar que el prohitleriano Franco ni se ha atrevido a pensar en quitarles. Bombas inglesas bombardean Génova. El 7 de abril, los italianos abandonan Addis Abebba. En la primavera de 1942, con la reconquista de Bengasi y Tobruk por el Eje, 30.000 prisioneros británicos, la suerte parece cambiar. El 23 de junio, Hitler telegrafía a Mussolini que el Eje va a arrebatar Egipto a Inglaterra. El Duce, aunque sabe que el mérito de todo ello, de ser de alguien, es de Erwin Rommel, piensa inmediatamente en sacar tajada. Decide que va a protagonizar un gran acto de adhesión fascista en Alejandría. Ya no piensa más que en Egipto. Su Estado Mayor se desgañita recomendándole que se deje de procesiones y concentre sus esfuerzos en tomar Malta, el otro gran punto de aprovisionamiento británico en el Mare Nostrum junto con Gibraltar. Pero Mussolini pasa.
El 29 de junio de 1942, vuela a Tripoli, para estar cerca de la fiesta que se acerca. Pasa los primeros días de julio Mussolini en Tripoli organizando lo que será el Egipto italiano que espera arrancarle a Hitler (no hubo caso; pero me da a mí la impresión de que Hitler antes se habría arrancado un ojo con la cucharilla de café del desayuno que regalarle a Mussolini un puto ático de 35 metros cuadrados en Egipto). Medio compone el himno de la nueva nación y diseña su fiesta alejandrina, bastante parecida a los triunfos romanos.
El 20 de julio, el Duce vuelve a Italia. El Eje ha sido frenado en El Alamein. Además, cuatro días después, se produce el primer gran desembarco aliado en África del Norte. Pintan bastos para todo lo que huela a Hitler.
Hay una cuesta abajo. Muy pronunciada. Lo que no sabemos es hasta qué punto don Benito la ve.