La adopción por parte de la primera potencia mundial, Inglaterra, de un patrón de cambio basado en el valor del oro, unido al desarrollo de los instrumentos financieros para hacer líquidos los flujos derivados del comercio internacional, cambiaron la faz del mundo para convertirlo en el sitio en el que nosotros hemos nacido, hemos crecido y comemos, de vez en cuando, hamburguesas o nos compramos sudaderas de moda.
Sé que mucha gente piensa, entre otras cosas porque lo ha leído o incluso así se lo han explicado en la escuela, que la prosperidad de la Revolución Industrial se produjo fundamentalmente gracias a la explotación de la masa obrera. Y es innegable que las elevadas tasas de crecimiento de la economía mundial tienen mucho que ver con la elevadísima productividad del obrero decimonónico, que trabajaba doce y trece horas seis días a la semana; y sus salarios de mera subsistencia. Pero esta visión es simplista. A los obreros del mundo los podían haber aplastado con la bota mil veces que, si no hubiera existido este entorno monetario estable y los nuevos instrumentos de liquidez, la economía no se habría desarrollado como lo hizo.
Otra cosa que nos dejó aquella época fue el definitivo liderazgo de Londres como centro financiero, primero mundial y luego europeo, puesto que hasta entonces se había disputado con París y con Amsterdam.
En el comercio mundial, unas BoE se compensaban con otras. Pero, conforme pasó el tiempo, se fue haciendo claro que esta compensación nunca era un juego de suma cero. Los países que exportaban más que importaban acababan por ser superavitarios (es decir, acumulaban derechos de cobro de otros países no compensables con obligaciones de pago hacia dichos países, por lo que al final tenía que haber un pago en oro); mientras que los que importaban más que exportaban tendían a ser deficitarios. Entre los primeros se colocaron cuatro países: Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica. Estos cuatro países operaron como sumidero, pues tendían a acumular el oro mundial por la vía de los pagos no compensados con cobros del resto de los países. En el caso de la Inglaterra, su liderazgo, también incuestionable, en todos los servicios ligados al propio comercio (banca y seguros) acentuaba la situación.
Y aún había un tercer elemento que coadyudaba para ello: el proteccionismo. Como ya hemos contado aquí, aquí y aquí, la industria catalana fue la gran defensora en España del proteccionismo, para lo cual echó mano de un montón de argumentos, el principal de ellos que la libertad de comercio destruía actividad y empleo interior. Los propagandistas catalanes nunca entendieron bien, sin embargo, que el proteccionismo era seriamente lesivo desde el punto de vista del comercio internacional. Al permitir a las economías no competir (por la vía de imponer elevadas tasas aduaneras a las mercancías extranjeras que pudieran haber competido), impulsaba a la economía a seguir produciendo lo que ya producía y no diversificarse. Generando eso que ahora llamamos modelos de producción rígidos, una economía como la española, que era comercialmente deficitaria frente a Inglaterra, tendía a consolidar dicha situación ad eternum. En consecuencia, se generaba un flujo lento pero persistente de oro desde España hacia Inglaterra.
Aún hay que hablar de otro factor más que explica la enorme y neta tendencia natural mostrada por Inglaterra durante el siglo XIX para mantener el oro dentro de sus fronteras: el elevado nivel de inversiones interiores que abordó. La Revolución Industrial fue, también, una revolución de infraestructuras que, en el caso de Inglaterra, se demostró claramente en la construcción, en relativamente pocos años, de una impresionante red ferroviaria. A principios del siglo XX, cada vez que Sherlock Holmes tenía que salir de Londres para resolver cualquier caso, Watson le informa de no menos de tres o cuatro trenes diarios que van a la localidad de destino; signo éste de que el país apostó a tope por el tren, para lo cual hizo falta mucho dinero que en el siglo anterior había salido del país en forma de préstamos. Pero, al mismo tiempo, el país necesitaba, para mantener la estabilidad necesaria para que el comercio rulase, sostener el valor oro de la libra, es decir las famosas tres libras, 17 chelines y 10 peniques y medio por onza. Mantener el valor de la libra en oro, además, era la única manera de que esa tendencia a acumular oro se volviese tóxica para Inglaterra, por la vía de empobrecer en exceso a sus países clientes. Para poder llevar a cabo esto, el Banco de Inglaterra acabó por inventar un mecanismo al que ahora estamos más que acostumbrados: la política de tipos de interés.
Si el Banco de Inglaterra intervenía para reducir la retribución del dinero, la inversión interior se convertía en un destino menos atractivo para el dinero y, por lo tanto, ganaba en atractivo la operativa económica en el exterior. Si el tipo se elevaba, ocurría exactamente lo contrario. Por lo tanto, el Banco de Inglaterra empezó a usar los tipos de interés para equilibrar flujos de salida o de entrada de dinero que pusieran en peligro la paridad oro de la libra.
En 1872 Alemania, que vivía un momento dulce tras haber ingresado reparaciones de guerra, se adhirió al patrón internacional de cambios ideado por Inglaterra. Francia hizo lo propio en 1890. El primero de los movimientos no dio ni frío ni calor en Londres. El segundo acojonó. Al revés que Alemania, Francia era un país superavitario, acreedor y, por lo tanto, con su actuación era susceptible de poner en peligro los movimientos de control realizados por Inglaterra. De hecho, aunque en los primeros años tras la entrada de Francia en el patrón oro pareció que su actuación no tenía efecto, esto fue así tan sólo porque los franceses acumulaban oro, pero eso no afectaba al precio del metal porque había comenzado la producción en masa en el Transvaal surafricano y, por lo tanto, la mayor oferta compensaba la demanda. Pero, con el tiempo, se vería que las tensiones, en realidad, existían.
Tres de los cuatro líderes del comercio mundial estuvieron implicados en la primera guerra mundial. Lo cual hizo que la estabilidad de dicho comercio mundial no fuese un objetivo para nadie mientras duró la guerra. Terminada ésta, Inglaterra había perdido de vista la paridad oro de la libra, así que tuvo que buscar otro elemento de referencia, y lo encontró en el dólar. El día que el gobierno británico dio orden a los banqueros americanos JP Morgan & Co. para que trabajasen en la estabilización de la libra esterlina en 4,77 dólares, comenzó a quedar claro que la moneda americana era el nuevo jefe del patio.
Pero esta decisión inglesa tuvo una consecuencia colateral: el valor oro de la libra cambió. Ahora pasó a ser de 3 libras, 17 chelines y 4 peniques por onza. Se mantenía el patrón oro, pero en un valor distinto. Y es difícil que nos podamos hacer una idea de lo que supuso eso. De repente, todos los valores incluidos en contratos, en cartas de pago, en obligaciones, en hipotecas, habían cambiado.
El elemento más importante que trajo la posguerra fue, como decimos, la eclosión definitiva de Estados Unidos como poder mundial, y del dólar como su expresión monetaria. Y esto tiene muchísima importancia porque la concepción que tenían británicos y estadounidenses de la política cambiaria era radicalmente distinta. El patrón oro inventado por Inglaterra en 1816, y que había durado 90 años, tenía como prioridad mantener el equilibrio del comercio mundial; crear un estándar de valor estable que garantizase las condiciones de las operaciones de importación y exportación. La política monetaria y de cambio americana, como suele ocurrir con la de las naciones sobradamente superiores a las demás, era distinta. Para la administración Wilson y las que vinieron detrás, lo importante no es que los cambios fueran estables en el comercio mundial; lo importante es que las condiciones económicas fuesen estables dentro de los Estados Unidos. O, dicho de otra manera, para los americanos, el dólar debería valer lo que tuviese que valer para poder garantizar estabilidad interna de precios.
Consecuentemente, si el patrón esterlino había protegido a los países deficitarios (compraban más de lo que vendían) de quedarse sin oro y sin recursos, el estándar del dólar pasó de dicha garantía, y se aplicó a la succión de oro. Además, Estados Unidos comenzó a aplicar su política monetaria o de crédito pensando en sus precios interiores: cuando los precios subían, restringía el crédito para que la demanda se agostase y tuviesen que bajar; y lo contrario si bajaban. Como hemos visto antes, la primera política de tipos y crédito, la inglesa se hacía no pensando tanto en estabilizar los precios interiores como en animar el comercio o desinentivarlo, en orden a mantener así la relación de cambios internacional.
A mediados de los años veinte Inglaterra, consciente de que ya no era el jugador líder que había sido, se alineó con el patrón oro basado en el valor del dólar, y lo hizo a una paridad un 10% superior a la real. Esta decisión generó, a partir de julio de 1924, una fuerte situación de deflación, así como una fuerte crisis industrial en el país, creada por la necesidad de los industriales de reducir los salarios en ese 10% artificialmente fijado (puesto que fuera del país nada había cambiado, un exportador que quisiera ser competitivo, tanto como lo era el día antes de la revaluación, tenía ahora que reducir un 10% el valor de su mercancía), lo que generó una gran conflictividad. Los mineros del carbón, tradicionalmente la clase obrera más organizada, fueron los primeros en ir a la huelga en contra de su rebaja de salario. En términos muy gruesos, la decisión tomada por Inglaterra fue colocar la prosperidad productiva del país en manos de un país para el cual la prioridad en materia de política cambiaria era mantener su propio sistema de precios y que, por lo tanto, evitaría cualquier medida que los pusiera en peligro.
En agosto de 1928, la situación grave creada ya por el sumidero de oro americano, pues Estados Unidos absorbía reservas de los países deficitarios a una gran velocidad, se agravó con la entrada en juego de Francia. El país vecino se adhirió al patrón oro, con lo que introdujo en dicho sistema su moneda, intensamente devaluada y, sobre todo, eso que los ingleses denominaron «un complejo nacional de acaparamiento», que llevaba al francés medio a desechar cualquier otra forma de ahorro que no fuese acumular monedas y billetes y monedas y billetes. Ahora, pues, ya no había un sumidero de oro. Había dos.
Finalmente, lo que pasó es que el ticket Estados Unidos-Francia (y otros países gustosos de su política; nosotros los españoles, sin ir más lejos, teníamos en tiempos de la república unas superreservas de oro, que conformaron el famoso oro de Moscú) secó de oro a los países deficitarios, debilitándolos. Además, esta política agostó el mundo financiero, pues generó todo un movimiento a la francesa, en el que la gente dejó de ahorrar a través de instrumentos financieros y comenzó a acaparar numerario, agravando el sistema.
Así pues, la visión del crack del 29 como algo que llegó de la nada queda bien para películas de serie B, pero no casa con la realidad. La crisis del 29 estalla en un mundo que tiene serios problemas de liquidez, serios problemas de relación de cambio. Un mundo cuyo líder, Estados Unidos, ha olvidado desde hace cosa de diez años que toda política monetaria debe ser global; que, por decirlo coloquialmente, para poder seguir siendo fuerte hace falta que las naciones que comercian contigo sean lo suficientemente fuertes como para poder comprarte. Cuando en 1929 Estados Unidos entra en una crisis de superproducción, así pues no encuentra en su mercado interior clientes suficientes para su producción, mira al exterior. Pero todo lo que encuentra en el exterior es un montón de países que hace tiempo que le han pagado el último mango que tenían, así pues poco le pueden comprar. Esto es lo que convierte a la crisis del 29 en una crisis global de las proporciones que tuvo.
Podríamos pensar que, con aquella gravísima crisis, el mundo aprendió la lección. Pero no es verdad. Ejemplos de países ingresados en sistemas monetarios a paridades artificialmente altas, generando con ello serias crisis a medio plazo, ha seguido habiéndolos. Y, si queremos buscar ejemplos de países líderes desempeñándose en el mercado cambiario internacional con notable egoísmo y arrastrando con ello a todos los demás a una seria crisis, no tenemos más que mirar a la actitud de Alemania y el Bundesbank en los primeros años noventa, cuando el Sistema Monetario Europeo se fue a tomar por culo.
El patrón oro, pues, terminó sus días alimentando los gérmenes de la crisis económica más profunda de que tenemos noticia. Después de eso, no se ha vuelto a levantar. Ni ganas.
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