sábado, enero 20, 2007

Lectura: Negrín, por Enrique Moradiellos

Negrín. Biografía de la figura más difamada de la España del siglo XX. Enrique Moradiellos. Barcelona, Península, 2006.

Cada año los reyes magos, entre camisas y otras cosas que saben que necesito y quizá por eso me las regalan aunque yo nunca las pongo en la carta (siempre pongo juegos de la play y cosas así; será que se confunden y se los dejan a algún niño del edificio), se acuerdan de mis aficiones y me dejan algún libro que en ese momento esté en el candelero literario histórico. El año pasado me dejaron la biografía de Indalecio Prieto que escribió Octavio Cabezas (Madrid, Algaba, 2005). Este año me ha caído la de Negrín (véase ficha en las primeras líneas). La pregunta es: ¿quién editará, las navidades que viene, una biografía de Largo Caballero?

Entre los dos libros, el de Prieto y el de Negrín, hay bastantes diferencias. El de Cabezas es una hagiografía. El de Moradiellos pretende no serlo. No esconde el autor su voluntad de reivindicar la figura de Negrín, nos dice en las últimas líneas del texto, injustamente olvidada hoy en día. Pero hay que reconocer que lo hace con unas dosis de equilibrio mucho más voluminosas que el biógrafo de Prieto. El resultado no llega a ser un libro imparcial, pero se le parece más.

Quizá es que resulta imposible escribir un libro imparcial sobre Juan Negrín. No de momento, cuando menos, dado que los archivos de la guerra civil siguen enormemente dispersos, algunos en manos del Estado o de partidos políticos, pero otros muchos en manos de particulares; y, dado que la tendencia archivística es, además, centrífuga, es y será muy difícil que alguien, o más bien alguienes porque la labor es tan ingente que haría falta el concurso de un grupo multidisciplinar de historiadores con mucha pasta, pueda, algún día, realizar estudios comprensivos y comprensibles que analicen todas las caras del poliedro de nuestro pasado y, muy especialmente, del pasado de nuestra II República española, asumiendo que, como pretendieron sus impulsores, dicha república existió desde 1931 hasta poco menos que la muerte de Franco, en 1975.

Juan Negrín es pasto de la opinión que tenga la persona que sobre él hable o escriba. Más aún: de la opinión que sobre él se tenga en determinados momentos de su vida. No es posible establecer (aunque Moradiellos lo intenta) un juicio canónico sobre él, porque son varias las dudas que surgen sobre su actuación, dudas que ya no es posible resolver mediante pruebas irrefutables. Hoy por hoy, y ésta es la triste respuesta que merece el intento del autor de este libro, quien quiera pensar que Negrín fue un traidor a sus huestes iniciales, los socialistas, y juguete del comunismo internacional, tiene en qué agarrarse para pensarlo. Y quien no lo piense o no quiera pensarlo, que lea el libro de Moradiellos; está preñado de clavos de donde colgarse.

Juan Negrín nació para ser un científico reputado, un investigador médico de ésos que hablan varios idiomas y tienen amigos en todo el mundo que le mandan plúmbeas cartas repletas de fórmulas químicas. En algún momento durante los primeros años de la II República, sin embargo, sintió la llamada de la política, supongo (y digo supongo porque, cuando menos a mí, la génesis política de Negrín no me queda bastante clara en este libro) que impulsado por esa voluntad, más o menos nebulosa, de progreso que suele presentarse en las personas del mundo científico. El escaso perfil parlamentario de Negrín durante los años previos a la guerra civil parece apuntar que, efectivamente, se limitó a ser un diputado más, moderado además, alejado de los cantos de sirena del marxismo, lo cual hizo de él un prietista; hecho que, unido a su más que evidente capacidad de trabajo, probablemente influyó en que fuese subiendo conforme lo hacía su mentor.

Negrín, prácticamente, asoma la cabeza a la Historia de España cuando, iniciada la guerra civil, y tras los primeros balbuceos torpes de los gobiernos republicanos, Francisco Largo Caballero (o sea, el PSOE) decide aceptar la tarea de dirigir la guerra, y de mantener unido al Frente Popular y al propio PSOE en ese objetivo. Juan Negrín es nombrado entonces ministro de Hacienda y, como ministro de Hacienda, se convierte en piloto de una operación que le perseguirá el resto de su vida y de la que ya hemos hablado en esta página: el traslado del oro del Banco de España a la URSS. Moradiellos, de quien ya hemos dicho que merece alabanzas por una pretensión de equilibrio en sus juicios de la que otras hagiografías carecen por completo, es categórico en este asunto y asevera que la URSS no sabía nada de este asunto, que se limitó a ser la sorprendida receptora del oro y que nunca urdió plan alguno para que se le transfiriese a ella toda esa riqueza (véase página 206 y siguientes del libro). Niega para ello la veracidad de testimonios publicados poco tiempo después de la guerra por ex agentes comunistas como Krivitsky y Orlov (aunque en otras partes el testimonio de Orlov sí que le sirve al autor, como en la página 253). Y dice bien, aunque no del todo, en mi opinión.

Que la España republicana, en el otoño de 1936 cuando maquinó el traslado del oro, no estaba aún echada en brazos de la URSS, es un hecho; por lo tanto, la capacidad de presión no era tanta como hubiera sido, por poner un ejemplo, en la segunda mitad de 1937 o más allá. Sin embargo, también parece que Moradiellos usa un poco los datos que le convienen para que la tesis le cuadre. Por ejemplo, dice que una pieza fundamental soviética en la operación, el delegado comercial soviético, Arthur Stachevsky, ni siquiera lo era cuando se tomó la decisión del traslado. Lo cual es cierto, como lo es también que existen testimonios de que, sin haber sido nombrado aún, llegó a Madrid a mediados de agosto del 36, de la mano del escritor Louis Fischer, y que su primer amiguito en Madrid fue… Juan Negrín.

Así lo dice, por ejemplo, en sus memorias Justo Martínez Amutio (Chantaje a un pueblo, Madrid, G. del Toro, 1974), autor (eso sí, largocaballerista hasta las trancas) que incluso recuerda el rumor de que Negrín no era candidato a ministro en el gobierno Largo Caballero, y si lo fue, y además de Hacienda (o sea, a cargo del oro), fue por presión precisamente de Stachevsky. Rumor que, en cualquier caso, él mismo desmiente, aseverando que quien impuso a Negrín en el Ejecutivo, aún contra el criterio de Largo, fue Prieto. Pero, en todo caso, hay, como decía, testimonios de que Stachevsky ya estaba actuando en Madrid antes de ser agregado comercial de la embajada, así pues la facilidad con que Moradiellos lo aparta de las tribulaciones sobre el oro del Banco de España son, tal vez, un poco precipitadas.

La mejor parte del libro, y la más justamente reivindicativa, es la correspondiente a los largos meses en los que Negrín fue presidente del Gobierno y máximo responsable de la conducción de la guerra. Como siempre en los libros bien documentados, y éste lo es, el lector irá contemplando, poco a poco, cómo dos tendencias diferentes, el aislamiento internacional de la República y sus propias contradicciones internas, van haciendo una pinza que la ahoga cada vez más. La tesis de Moradiellos, que no trata de esconder ni un minuto, es que donde muchos autores y políticos han querido ver a un Juan Negrín que se hizo progresivamente procomunista, lo que había era un hombre que todo lo que hacía era cooperar con quien le garantizaba suministros y armamento, es decir la URSS. Esta tesis en, en gran parte, cierta, y por eso digo que esta parte del libro, que sustenta buena parte de la reivindicación de la figura de Negrín, es la más aprovechable.

La parte más triste se corresponde con las páginas dedicadas a la posguerra, es decir a los 17 años que Negrín sobrevivió a la derrota militar de la República. En ese tiempo, el exilio republicano dio un repugnante espectáculo de división, discusiones, apelaciones cruzadas basadas en lo que cada uno había hecho en el pasado, y un desencuentro tan brutal que los dos principales líderes del socialismo durante la guerra (enfermo Largo Caballero, me refiero a Negrín y a Prieto) no volvieron a tener una conversación ni un contacto serio.

Lo que hace más repugnante esos años es el hecho de que lo que hacían las dos facciones del PSOE era discutir por la pasta. Tras estallar la guerra civil, el gobierno de la República estableció que todas aquellas personas que poseyeran metales preciosos o joyas debían ingresarlos en el Banco de España y, más aún, la posesión de más de 400 pesetas en moneda pasó a ser un delito. El 23 de septiembre de 1936 se creó la Caja de Reparaciones de Daños y Perjuicios de la Guerra. María Ángeles Pons, en su interesante trabajo Hacienda y finanzas durante la guerra civil, nos deja claro que nadie sabe, a ciencia cierta, a cuánto dinero ascendieron aquellas incautaciones, algunas de las cuales, notablemente las realizadas en los primeros momentos de la guerra, carecían de cobertura legal y fueron, por lo tanto, robos mondos y lirondos. Un informe de diciembre de 1936 dice haber tasado bienes por valor de 40 millones de pesetas, pero reconoce que las incautaciones fueron más y que no existía, ya entonces (seis meses de guerra) control sobre ellos. En los dos primeros trimestres de 1937 se recaudó más del doble de lo que ya había en la Caja (91 millones de pesetas), por lo que sabemos que las incautaciones siguieron a buen ritmo. A partir de agosto de dicho año, se comenzó una labor de devolución de bienes. Aún así, en el último balance conocido de la Caja de Reparaciones, el valor contable del activo roza los 370 millones de pesetas de la época (con retenciones en el pasivo de 263 millones). Este balance no incluye el valor de los objetos entregados a la Junta Nacional del Tesoro Artístico (obras de arte). A finales de 1938, el activo de la Caja podría ser de unos 640 millones depesetas.

Según Moradiellos, el gobierno de la República en el exilio habría conseguido sacar de España casi seis millones de libras limpios (pág. 472). Pero éste no fue el único patrimonio con que contó el exilio. Hubo otros, como un material aeronáutico que se vendió en Canadá y, sobre todo, el cargamento de un yate, el Vita, que arribó a México tras la guerra y sobre cuyos bienes el presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, dio plena posesión a Indalecio Prieto.

¿Cuánta pasta había en el Vita? Según el único balance oficialmente presentado sobre su valor, 6,4 millones de dólares. Según otras fuentes más negrinistas, incluso 50 millones de dólares (véase el libro antes citado de Octavio Cabezas sobre Prieto, página 458 y ss).

Sacasen los republicanos un fortunón de España o un modesto peculio apenas suficiente para asistir a los muchos exiliados del franquismo, lo que sí es cierto es que ambas partes, Negrín y Prieto, Prieto y Negrín, pasaron años tirándose los trastos por esta causa y dieron el bochornoso espectáculo de que ni siquiera cuando el viento les favorecía (acabada la guerra, cuando las Naciones Unidas condenaron el régimen franquista y pareció factible echar a Franco) fueron capaces de presentar ante los diplomáticos mundiales un dossier conjunto. ¿Cómo iba nadie a tomar en serio a un sedicente gobierno republicano en el exilio cuya legalidad era puesta en solfa por una sedicente Comisión Permanente de las Cortes republicanas en el exilio? ¿Acaso no recuerda este espectáculo a la célebre escena de La vida de Brian en la que un miembro del Partido Palestino de Liberación se muestra incapaz siquiera de saludar a un camarada del Partido de Liberación Palestina?

Negrín fue alejándose de sus otrora compañeros (aunque es lo cierto que ya durante la guerra los ponía a caer de un burro muy a menudo), sobre todo desde que tras la normalización del exilio, producida tras la reunión de las Cortes en México, se llevó el sorpresón de que el presidente en el exilio, Diego Martínez Barrio, decidió no optar por él para presidir el gobierno. A partir de ese momento, la estrella de Negrín, ya bastante apagada como la de todos los republicanos en el exilio por el pausado viaje del franquismo hacia la normalización política, comenzó a extinguirse.

El último acto de rabia de Negrín es, para unos, lógico, y para otros, incalificable. Cuando se sintió morir, en 1956, desgajó de su archivo la documentación correspondiente al traslado del oro a Moscú y las facturas de las adquisiciones realizadas con él, con lo que fabricó un dossier que, según quien lo ha revisado (Martín Aceña, Pablo: El oro de Moscú y el oro de Berlín. Madrid, Taurus), deja bastante claro que Negrín gastó hasta el último mango en la guerra y no se quedó con nada.

Para cuando Negrín elaboró ese dossier, los gobiernos republicanos posteriores al suyo le habían reclamado ya, varias veces, que rindiese cuentas por los dineros gastados en el exilio. Él se había negado, aduciendo que quería hacer un balance total y que no podía porque Prieto no le había dado datos de la liquidación de los bienes del Vita. Por alguna razón, probablemente el despecho, decidió llevar esa actitud más allá de la muerte. Decidió que la información que él tenía debía ser puesta a disposición del Estado español y, en un retruécano increíble, él, que había pasado años paseándose por el mundo tratando que todo el mundo creyese que era el presidente legítimo del gobierno español porque Franco era un usurpador, él, que había sostenido siempre la plena legalidad de la República en el exilio, decidió darle esos papeles… a Franco.

El presidente del gobierno en el exilio a principios de 1957, el radical-socialista Félix Gordón Ordás, destiló en la nota oficial del Ejecutivo republicano, tras conocer la noticia, toda la amargura contra Negrín. «Al obrar de manera tan censurable», argumentó Gordón, «proclamó el doctor Negrín que consideraba legítimo el gobierno de Franco. ¿Por qué no tuvo el valor cívico, si ésa era su honrada convicción, de declarar en vida tan radical cambio de opiniones?»

Moradiellos, ya lo he dicho, se queja en las últimas líneas de su libro del maltrato, en forma de olvido, que ha recibido Negrín tras su muerte; cuando es lo cierto que si alguien no cejó jamás en la defensa de los valores republicanos, si alguien luchó por aglutinar a las fuerzas progresistas que animaban la República, ese alguien fue Negrín. Pero, claro, es que Moradiellos está a favor; y quienes están a favor tienden a no ver las cosas con claridad.

El gesto de Negrín en 1956 fue un gesto soberbio, despreciativo y, lo que es peor, absurdo. No andaba sobrada la República en el exilio de legitimidad internacional y el gesto de Negrín de considerar que era ante Franco ante quien debía rendir cuentas le quitó la poca que le podría quedar. Esta acción, probablemente, tiene su lógica. Es más que probable que Negrín, tras tantos sinsabores, apenas guardase un ápice de confianza hacia Martínez Barrio, Prieto, Gordón, Araquistain et altera. Probablemente pensaba que sus papeles, en sus manos, serían silenciados, mutilados o manipulados. Pero si es así, debió asumir que ésos, y no otros, fueron los mimbres con los que se construyó su cesta.

Hoy por hoy, como ya he tenido ocasión de destacar, Juan Negrín no existe para España y mucho menos para el Partido Socialista Obrero Español. En parte, el PSOE tiene un motivo para ello: al fin y al cabo, Prieto echó a Negrín del partido, así pues no tiene por qué recordarle en su panteón de socialistas ilustres. Pero eso, en mi opinión, son pamemas. Dentro de un proceso de memoria histórica selectiva, que es la que tiene todo el que se acerca a la guerra civil desde la pasión (sea ésta diestra o siniestra) y no desde el conocimiento, Negrín le sobra, en este caso, a la izquierda, como le sobran otros a la derecha.

Los políticos y estudiosos alla sinistra pueden sortear más o menos algunos hechos, como por ejemplo hace Moradiellos en su libro, cuando dice (página 144) que todo lo que hizo la izquierda en el 34 fue convocar una huelga general indefinida para luego reconocer que fue una acción anticonstitucional (o sea: si sólo fue una huelga, ¿por qué fue anticonstitucional? Respuesta: porque no fue una huelga, sino un golpe de Estado en toda regla). Pero hay cosas que no se pueden sortear, y una de esas cosas es Negrín. Reivindicar a Negrín, hoy en día, es reivindicar a la peor parte del republicanismo en guerra, porque Negrín no le dio el paseo a nadie, pero era presidente del Gobierno de un país donde se daban paseos. Negrín no fue prosoviético, pero fue quien le abrió la puerta a la mayor penetración estalinista producida en Europa occidental. Negrín, en suma, no mola.

Y es injusto porque, y en esto yo creo a Moradiellos, en buena parte sus intenciones fueron sinceras, buenas y bienintencionadas. No fue, quizá, consciente de su debilidad. Pero, en este mundo traidor, ¿quién lo es?

Descanse en paz.

viernes, enero 19, 2007

Un poco de respeto

Uno de los defectos que nos visten a los seres humanos es hablar con desparpajo de lo que desconocemos. Las personas desconocen, en general, la Historia. Y los teóricos de la sociología suelen decir que los políticos no son sino personas corrientes y molientes; que tendemos a votar a quien es, un poco, como nosotros mismos.

Por eso mismo, la ignorancia histórica suele ser bastante habitual entre los políticos. No me refiero exactamente a la visión sectaria, porque una visión sectaria puede ser una visión razonablemente culta y, por lo tanto, respetable. Quien, después de haberse estudiado la vida y campañas militares de Reckiario, quiera ver en él a un germen del galleguismo, está en su derecho. Lo que ya es menos respetable es el tipo que repite lo mismo como un loro sin saber decir ni en qué siglo vivió Reckiario.

A los políticos les gusta mucho tirar de la Historia y de los personajes históricos para atacar. Uno lo ha hecho en España hace muy pocas horas, al calificar una iniciativa de bloqueo parlamentario como estalinista. A mi modo de ver, este simple calificativo descalifica a quien lo hace. Vale que mancomunarse, no ya para votar que no una propuesta parlamentaria sino para que dicha propuesta no llegue a votarse, está un poco feo. Pero Stalin, de haberse encontrado en esa situación, no habría bloqueado nada. Stalin se las habría arreglado para que el partidario de las proposiciones parlamentarias falleciese en un extraño atentado (y si no, que se lo pregunten al fantasma de Kirov); o habría acusado a sus partidarios de traicionar al Estado, los habría metido en Alcalá-Meco y los habría sometido a interminables torturas hasta que ellos mismos, cambio de que los matasen de una vez, confesaran, por supuesto, su traición al Estado, el asesinato de Kennedy y hasta su implicación en el de Viriato. Y, si no, que se lo pregunten a los fantasmas de Kamenev y Zinoviev, por citar sólo dos casos de entre unos cuantos millones.

Caso de que el implicado huyese de España acojonado, hasta la otra punta del mundo lo perseguiría Stalin para cargárselo de un golpe de pico en medio de la cabeza.

Lo más lamentable es que el soplamocos no es ni casual ni único. Sorprende la identificación estalinista por parte de un político que ha tenido un líder, José María Aznar, al que no pocos hombrecitos y mujercitas del mundo de la opinión, la política y esas cosas, gustaban de comparar (o sea, «es igual que») con Hitler. No sabía yo que el gobierno del PP habría resuelto el problema de los enfermos siquiátricos graves y las personas con discapacidad mental gaseándolos como a los judíos y los gitanos. O las comparaciones hoy tan de moda con Videla, ese señor que mató ilegalmente a 90.000 personas.

En términos generales, las comparaciones con personas que simbolizan algo suelen ser para partirse de risa. Por ejemplo, no pocas veces he leído y escuchado a críticos de cine decir que el humor de los Marx Brothers era kafkiano. ¿Ein? Llevo treinta años buscando el vínculo secreto entre El proceso y la parte contratante de la primera parte, que será considerada como la parte contratante de la primera parte.

Lo de los políticos, sin embargo, suele doler. En su afán por buscar la manera de denigrar al contrario lo más posible, sacan del zurrón la imagen de los peores fetos que ha parido su oficio, y los orean con un desparpajo que indica, a todas luces, el escaso conocimiento que tienen de aquello que blanden. Felipe González llamó una vez a los periodistas gusanos goebbelsianos; en algunos países del mundo, llamarle a alguien goebbelsiano es delito; y con razón.

Pues no. A dios gracias, el mero hecho de que alguien pueda llamar a alguien estalinista es la mejor demostración de que no lo es. A dios gracias, el hecho de que alguien pueda decir de alguien que es igual que Hitler desmiente la propia afirmación. Y hay que tener un respeto por las cosas, porque hay personas, notablemente las más jóvenes, que por estar aún en formación, por pasotismo o por miles de razones, y sobre todo porque afortunadamente para ellos no han podido vivir tiempos sin libertad, no saben de qué se está hablando, y hacen identificaciones falsas.

A estas alturas de la vida, ya me he acostumbrado a la idea de que los tiempos de Castelar, los días en los que un diputado en Cortes citaba a Tácito de memoria y sin papeles, se han ido. Pero, a pesar de eso, un poquito de respeto con la Historia, señores. Que se empieza por no respetar al pasado y se acaba por no respetar a la inteligencia.

miércoles, enero 17, 2007

Aquellos días en que la República pudo ganar la guerra

Cuando un grupo de locos lectores de la Historia se reúne con tiempo y ganas para tertuliar, uno de los asuntos de discusión que más tópicamente surge es la pregunta de si la guerra civil española pudo terminar con otro ganador distinto. En estos casos, yo defiendo la idea de que el destino, en este caso, se cumplió. O, dicho de otra forma, que la República nunca tuvo más allá de un 30% de oportunidades de ganar la guerra.

No obstante, ésta es una opinión discutible (como muchas otras de la Historia; y, por cierto, me gustaría comentaros que de esto, es decir de opiniones discutibles, venimos hablando estos últimos días Ina y yo en privado, y espero que lo hagamos pronto en público). Cuando yo la expreso, la hago con las orejas bien abiertas a los argumentos contrarios, pues no estoy nada seguro de llevar la razón. Hay otras cosas, sin embargo, en las que sí pienso que no yerro. Y una de ellas es la que hoy os quiero comentar: ¿cuándo tuvo la República la última oportunidad de cambiar el curso de la guerra? Pues fue, claramente, en el verano y otoño de 1938.

La situación no era nada halagüeña para el bando republicano. Aunque había podido recibir suministros soviéticos que le permitieron al general Rojo montar la conocida como batalla del Ebro, la continuidad de dichos suministros era ya más que dudosa, pues la frontera francesa era cada vez más rígida. Sin embargo, la guerra civil española estuvo, durante más o menos noventa días, en un tris de cambiar de signo de forma radical. Ésta es la historia.

En el verano de 1938, Adolf Hitler, canciller de Alemania, había decidido aplastar Checoslovaquia, borrarla del mapa. Formalmente, Hitler tenía un solo problema con ese país, que era la minoría sudete, germanoparlante, presuntamente discriminada por el gobierno checo, básicamente eslavo. Lo cierto es que, además del problema de los sudetes, Checoslovaquia tenía dos características más que movían a los nazis a pensar en cargársela: una, buena para ellos, es que era un país de chichinabo, una invención diplomática tras el derrumbe del imperio austrohúngaro dentro de la cual vivía un dédalo de sudetes, checos, eslovacos, húngaros y rutenos; la segunda característica, inquietante para Hitler, es que Checoeslovaquia tenía un tratado militar con Francia, uno de ésos que dice si me pegan a mí tú te peleas conmigo y si te pegan a ti yo me peleo contigo. Así pues, Hitler, que ya pensaba en la conflagración europea y además, según muchos autores, tenía prisa ya que estaba convencido de que moriría joven, sabía que era necesario evitar ese frente: tal y como estaban las cosas en junio de 1938, el día que a él se le ocurriese atacar a Francia (cosa que, como sabemos, acabó haciendo), los checos le apuñalarían por la espalda.

Ya en 1937 el ejército alemán había diseñado un plan de invasión de Checoslovaquia, conocido como Plan Verde. Sin embargo, el diseño de ese plan había convencido a no pocos militares de que invadir Checoslovaquia era una locura. Lo pensaba, por ejemplo, el general Beck, que era el jefe de Estado Mayor de la Wehrmacht, o sea el estratega number one. Lo pensaba también Hermann Göring, el ministro del Aire, nazi hasta las cachas, quien pensaba en una estrategia de disolución lenta del país vecino, no de invasión. Lo sabía el jefe de la inteligencia militar alemana, Wilhelm Canaris, pues era su oficio saber que los alemanes, todo lo más, podrían movilizar 38 divisiones para invadir Checoslovaquia, mientras que sólo el ejército francés contaba con 100 (más el millón de soldados checos, y si Inglaterra entraba en guerra… la hueva).

Se ha hablado mucho, y escrito bastante, sobre esta oposición, sobre todo la de Beck. Se ha dicho que incluso se diseñaron planes para dar una especie de golpe de Estado que impidiese a Hitler llevar a cabo sus locos planes. A mí esas teorías me parecen, sinceramente, como diría Torrente y con perdón, pajillas. Cuando Beck decidió dimitir para protestar contra la medida, dimitió solo. Y Hitler pasó de él como de deglutir defecciones. Tenía a Keitel y a Jodl, y con esos dos generales repitiendo como loros jawöhl, Mein Führer, Beck se podía meter su renuncia por donde amargan los pepinos.

Las cosas se pusieron calientes en lo que la Historia conoce como La Crisis del Fin de Semana, ocurrida entre el 20 y el 22 de mayo de 1938. El día 19 Alemania, pretextando unas maniobras de primavera, emplazó tropas en la frontera con Checoslovaquia, movimiento que fue inmediatamente contestado por los checos con la movilización de más de 175.000 hombres. Para colmo, hubo un extraño incidente en el que la policía checa mató a dos sudetes. El 21 de mayo, sábado, por la tarde, el embajador inglés en Berlín, señor Henderson, visitó al ministro alemán de Asuntos Exteriores, Von Ribentropp, para informarle de que: a) si Checoslovaquia era atacada, Francia reaccionaría; b) si Francia reaccionaba, Inglaterra no miraría hacia otra parte. La respuesta de Ribentropp fue todo menos eufemística: «Si Francia nos ataca sufrirá la mayor derrota de su Historia; y si Inglaterra se le une, combatiremos hasta la muerte».

La Crisis del Fin de Semana, de hecho, lejos de amilanar a Hitler, le convenció de que tenía que golpear lo antes posible. A pesar de que en la crisis de mayo no hubo nada, apenas un par de meses después de ella, los ingleses recibieron certezas (certezas ciertas, por cierto) de que Hitler había decidido ya invadir Checoslovaquia, probablemente a mediados de septiembre, después de la concentración que el NSDAP tenía prevista en Nuremberg. Puede haber quien piense que, en ese punto, lo lógico para las potencias democráticas es ponerse duro. Pero se equivocaría. La decisión de los ingleses fue presionar, sí. A los checos. En abril, el líder nazi de los sudetes, Henlein, había dejado claro en Karlsbad que su reclamación de autodeterminación era irrenunciable. Los ingleses comenzaron a darle la barrila al presidente checo, Edouard Benes, para que cediese. Benes, con poco margen de maniobra, dio su brazo a torcer el 4 de septiembre.

Muy probablemente, el Foreign Office se las prometió muy felices: una vez aceptado el derecho de autodeterminación de los sudetes, Hitler se quedaba sin pretexto para defender sus razones bélicas. Si fue así, los funcionarios british se quedarían con un palmo de narices cuando, el 12 de septiembre, en la asamblea del partido, Hitler se sacó la careta. Pronunció un discurso en el que dijo todo de los checos menos que eran bonitos y, lo que es peor, ni siquiera reclamó un referéndum en el territorio de los sudetes como solución. No quería caldo, ni siquiera dos tazas; quería la olla entera.

La respuesta de Inglaterra a aquel discurso incendiario no fue enviar un telegrama a su nación amiga, Checoslovaquia, para tranquilizarla. Tampoco fue lanzar contradiscursos o declaraciones varias. No. La respuesta de Inglaterra fue mandarle un telegrama a Hitler con un mensaje muy sencillo: «¿Negociamos?»

El 15 de septiembre; Neville Chamberlain, primer ministro inglés, tomaba un avión por primera vez en su vida para viajar a Munich, dijo, a garantizar la paz. En la ciudad bávara las muchedumbres lo vitorearon. De la capital fue llevado a la imponente residencia de Hitler, Berchtesgarden.

El mensaje de Chamberlain fue muy sencillo: señor Adolfo, estoy dispuesto a considerar cualquier solución que Alemania proponga, siempre y cuando Alemania, a cambio, renuncie al uso de la fuerza. Entonces Hitler, tras un par de bravatas, se mostró conciliador y contestó que, si se reconocía el derecho de autodeterminación sudete, la solución sería posible.

Mister Chamberlain debió de hacer grandes esfuerzos para no orinarse de gusto allí mismo. Le dijo, eso sí, que tenía que consultar con su parlamento. Hitler le contestó que lo comprendía y que por eso, mientras su colega se embarcaba en esas gestioncillas liberales, él prometía no atacar Checoslovaquia.

Chamberlain volvió a Londres más contento que unas pascuas y convencido de que había parado la guerra. Si hubiese sido un poco más listo, tal vez habría sido capaz de interpretar el detalle de que, la tarde después de la entrevista con Hitler, los alemanes se negaron a entregarles acta taquigráfica alguna de lo hablado; a todas luces, el Carnicerito de Linz no tenía ninguna intención de dejar trazas visibles de sus presuntos compromisos. Pacato y bobalicón, no obstante, Chamberlain se lo creyó todo, y se fue a su Cámara de los Comunes a rezarles: everything’s OK, guys. Y se aplicó a torcer la voluntad de los checos, es decir a convencerles de que renunciasen a una parte de su territorio; intención en la que fueron alegremente asistidos por los franceses. El 21 de septiembre, los checos cedieron de nuevo.

El día 22, Chamberlain y Hitler quedaron de nuevo para firmar ante notario la venta del piso. Se vieron en el hotel Dreesen de Bad Godesberg, una de esas villas balneario a las orillas del Rin. Chamberlain dijo: traigo el acuerdo de mi gobierno y el francés, que hemos convencido, además, a los checos. A lo que Hitler contestó: «Lamento, Herrn Chamberlain, que no pueda ya aceptar esas cosas. Después de lo sucedido en los últimos días, esta solución no sirve ya».

Básicamente, Hitler argumentó dos cosas: una, que el compromiso checo de dejar sudetilandia era a un plazo demasiado largo. Ahora quería que se largasen ya (en cuatro o cinco días); otra, que había que atender a las reivindicaciones de Polonia y Hungría, países ambos que estaban a las puertas del jardín, esperando que les cayese su cacho de carne. Aunque, en realidad, da igual. Aunque Chamberlain no lo quisiera creer, o no le diesen las neuronas para entenderlo, lo cierto es que si llega a aceptar eso, Hitler habría pedido que todos los checos de origen eslavo se cortasen una pierna. Y si aún se le hubiese concedido eso, entonces habría reivindicado que todas las checas recién nacidas sufriesen ablación con una taladradora casera.

A eso de las once de la noche de aquel día, nadie que tuviese una mínima relación con el encuentro Chamberlain-Hitler habría apostado ni un botón roto a que la guerra se evitaría. Sin embargo, Hitler se achantó, o eso pareció. A medianoche, se supo que Benes había decretado movilización general en Checoslovaquia, momento en el que Hitler decidió mostrarse conciliador, aseverando que… se avenía a retrasar la fecha para que le entregasen el territorio de los sudetes del 28 de septiembre al 1 de octubre. ¿Se acojonó o, simplemente, estaba administrando los tiempos a su antojo? Que cada uno piense lo que le parezca. Mi opinión es bastante definida al respecto.

De vuelta a Londres, a Chamberlain le entró un ataque de responsabilidad histórica, e impulsó a su gobierno a decidir que ya no presionarían más a los checos. La mano derecha de Chamberlain, Howard Wilson, voló a Berlín donde, el día 26, visitó a Hitler en la Cancillería y, abiertamente, le amenazó con la guerra, amén de entregarle una carta en la que se le informaba de que los checos habían rechazado de plano el memorando alemán de Godesberg. Respuesta de Hitler (entre aullidos): «Si Francia e Inglaterra quieren atacar, adelante. Mir ist das vollständig gleichgültig»; que viene a ser: me la suda. Y esa misma tarde, en el Sportpalast, soltó un discurso en el que acusó a los checos de estar exterminando la alemanidad (o sea, como bien sabemos, acusó a otros de hacer lo que él ya estaba pensando hacer, e hizo); anunció que su paciencia con Benes se había acabado; y elogió a Chamberlain por sus esfuerzos en pro de la paz. Las 20.000 personas que allí estaban le saludaron, al final de su soflama, con el hitleriano Führer befiehl, wir folgen! (¡Ordénanos Führer, te seguiremos!)

Las alabanzas de Hitler hacia Chamberlain surtieron su efecto. Al día siguiente, Wilson le garantizó al retirada de los sudetes si Alemania se comprometía a dejar de jugar con la pistolita y se olvidaba de las acciones militares. Hitler respondió fríamente que cumpliesen el memorando (o sea, que no es que se fueran; es que se tenían que ir poco menos que aquella tarde). Wilson volvió a amenazarlo directamente con una guerra contra Francia e Inglaterra. Respuesta de Hitler: «Hoy es martes; el lunes que viene estaremos todos en guerra». Claramente, estaba fingiendo: esa misma tarde estuvo redactando una carta conciliadora en la que de nuevo se conformaba con la autodeterminación, sin exigencias de retirada supersónica.

Además del fingimiento, seguro que influyó en su ánimo el famoso desfile de la Wilhelmstrasse, que se organizó para hacer ostentación del poderío militar alemán. La demostración duró tres horas durante las cuales apenas se vieron unos centenares de personas por las calles. El pueblo alemán, claramente, no quería la guerra.

A la mañana siguiente, Hitler y su amigo el dictador fascista italiano Benito Mussolini escenificaron un buen rollito pacifista. Mussolini, que había sido impulsado a mediar por todos (por Inglaterra, Francia y hasta por Göring, acojonado con la perspectiva de una guerra total), le presentó a Hitler una propuesta de acuerdo para que éste la aceptase. Era imposible que no lo hiciese, porque la propuesta de consenso de Mussolini era, básicamente, el memorando de Godesberg. A mediodía, Hitler informó al embajador británico que don Benito le había convencido de aplazar (24 horas, no os vayáis a creer) la movilización y que, hala, a negociar la paz todos.

Así, el 29 de septiembre, juntos en amor y compañía se juntaron Hitler, Mussolini, Chamberlain y Edouard Daladier, jefe de gobierno francés. A la reunión de Munich, en la que se firmó el Acuerdo que lleva dicho nombre, también acudieron los checos. Pero Hitler no les dejó pasar, y el resto de los reunidos permitieron que lo hiciese. El presidente electo de Checoslovaquia, Benes, tuvo que esperar en un antedespacho mientras en la sala de reuniones troceaban su país; y todo el papel que se le dio en esa historia fue conocer los resultados.

En la Führerbau, un edificio del complejo que rodeaba el cuartel general del NSDAP, estos cuatro interlocutores pactaron un acuerdo, que se firmó a las 2,30 horas de la madrugada del día 30, en el que básicamente se cedía a las reivindicaciones del memorando de Godesberg (o sea, Hitler ganaba) con el pequeño matiz de que la retirada checa del territorio de los sudetes se realizará no en cuatro días, sino en diez. La paz a cambio de un pueblo. ¿La paz? Dejemos hablar al diario de Joseph Goebbels (las cursivas son mías): «La palabra paz estaba en todos los labios. El mundo está invadido por un frenesí de alegría. El prestigio de Alemania ha crecido enormemente. Ahora somos otra vez realmente una potencia mundial. Es ya una cuestión de rearme, rearme, rearme…»

El Acuerdo de Munich firmó el acta de defunción de la República española. Desde meses atrás, bastantes meses, la única esperanza seria del bando republicano estribaba en que quienes se habían declarado no beligerantes, es decir Inglaterra y Francia, cambiasen de idea. Y eso pasaba por una conflagración a gran escala que el presidente Juan Negrín había creído varias veces a punto de estallar. En septiembre de 1938, sin duda, lo estuvo. Y los españoles lo supieron. Todos los españoles. Los republicanos primero, que ofrecieron a Francia e Inglaterra diversos apoyos, por ejemplo para la flota del Mediterráneo. Y Franco después, que pasó semanas literalmente acojonado ante la perspectiva de un enfrentamiento bélico en el que no podría permanecer, como era su deseo, neutral.

Pero la República tuvo la desgracia de depender de una cosa. Una cosa muy sencilla de decir e incluso de pensar pero, al parecer, dificilísima de practicar: cuando lo que tienes delante es un matón, tus alternativas son: o quitarle la porra o darle dos hostias. Pero no dialogar con él. Dialogar con un matón nunca te lleva a cambiar el destino sino, en el mejor de los casos, a aplazarlo.

Thank you, Mr. Chamberlain.

lunes, enero 15, 2007

Vaya mierda (con perdón) de golpe de Estado

Lo que sigue es un texto por colleras. Ina me envió hace algunas semanas un breve ensayo sobre hasta qué punto el golpe de estado de julio de 1936 había sido una chapuza por parte de quienes lo dieron, y yo le apostillé que tenía un par de cosas que decir en algunos puntos. Estuvo de acuerdo en que ampliase el texto y eso hice. El resultado es una amalgama de ambos, por lo que he pasado de describir dónde está cada uno. El texto es de los dos.

El tema es éste: cuando en la Historia hay opciones triunfantes, a menudo se obvia que fueron chapuceramente organizadas y que, de hecho, hubo un momento el que tuvieron tantas o más papeletas para fracasar que para triunfar. Algo así le ocurrió a la sublevación militar de julio de 1936 en España.

Vamos con las explicaciones.


Pocas veces se habrá dado que un grupo de militares den un golpe de estado y asuman desde antes de darlo que bastantes cosas saldrán mal. Eso sucedió en España en el verano de 1936.

El autor intelectual del plan golpista fue el General Emilio Mola. Para Mola, igual que para todos los militares golpistas decimonónicos, la clave de un pronunciamiento exitoso era adueñarse de Madrid. No obstante, Mola era consciente de que el golpe apenas tenía posibilidades de triunfar en Madrid. En su primer plan, Madrid habría de ser tomada por columnas procedentes de las divisiones quinta (Zaragoza), sexta (Burgos) y séptima (Valladolid), donde se esperaba que el golpe triunfase sin problemas. La tercera división (Valencia) dividiría sus esfuerzos entre Madrid y Cataluña. En la cuarta división (Barcelona), se dudaba mucho del éxito y las divisiones primera (Madrid) y segunda (Sevilla) se daban por perdidas. En borradores posteriores, Mola otorgó mayor protagonismo a las tropas de África, después de haber comprobado que las fuerzas peninsulares eran menos fuertes de lo esperado y que no podía dar por descontada su adhesión al alzamiento.

Madrid era capital por muchos motivos. Lógicamente, porque ahí estaba el gobierno y ahí estaban los grandes servicios del Estado. Pero, sobre todo, y teniendo en cuenta de que los grandes responsables públicos siempre encuentran protección o posibilidad de escape, Madrid era importante por sus reservas de oro, que ambas partes reputaban suficientes para poder financiar un esfuerzo bélico incluso dilatado en el tiempo (es decir, que durase incluso los tres años que duró). Los hechos demostraron que el hecho de que la República fuese capaz de retener las reservas de oro del Banco de España le dio una ventaja financiera aplastante. Que la supiera administrar, es otra historia.

En todo caso, tenemos un general que asume que el objetivo clave, Madrid, no podrá ser tomado inmediatamente y que posiblemente dos objetivos importantes, Barcelona y Sevilla, tampoco lo serán (se podría decir, por lo tanto, que Mola diseñó un golpe de Estado de ciudades de tamaño medio). Además, confía en la intervención de las tropas africanas, cuyo traslado a la Península depende de que los rebeldes se hagan con el control de la Flota. También en muchas divisiones, consciente de que los altos mandos son pro-gubernamentales, confía en la iniciativa de los oficiales subalternos para que arrebaten el mando a sus superiores y se hagan con el control de la situación. Para colmo de despropósitos, el plan casi parece dar por descontado que el Gobierno republicano no reaccionará y dejará que las columnas golpistas avancen sobre la capital y la tomen.

No es de extrañar que un plan con tantos agujeros no acabase de suscitar entusiasmos ni entre los enemigos más furibundos del Frente Popular. El primero de julio el propio General Mola dejaba entrever en un Informe Reservado la posibilidad de abandonar la conspiración que, de todas formas, sufrió diversos aplazamientos. No sólo es que algunos de los militares conjurados se mostrasen tibios, sino que hasta los principales elementos de la trama civil, carlistas y falangistas, no se ponían de acuerdo en temas tan poco relevantes para el triunfo del golpe como el de la futura bandera. Es prácticamente seguro que el golpe, cuya preparación se estaba dilatando tanto, no se habría llegado a ejecutar sin el revulsivo que supuso el asesinato de Calvo Sotelo. Más aún: en los precisos momentos en que Calvo Sotelo era asesinado, los desencuentros entre los conspiradores y los tradicionalistas carlistas eran tan agudos que las dudas sobre que éstos se fuesen a sumar a la rebelión eran sólidas.

La muerte de Calvo Sotelo supuso la pérdida de confianza en el Estado de Derecho y en la factibilidad de las soluciones pacíficas para la mayoría de la derecha y enfrentó a Mola a la posibilidad de que falangistas y carlistas se alzaran por su cuenta sin aguardar al Ejército. Pero su valor fundamental fue convencer a los tibiamente golpistas de que, en realidad, lo más peligroso era no hacer nada. España se había convertido en un país en el que menos de una decena de guardias de asalto, carabineros y guardias civiles cabreados podían detener impunemente a un diputado en Cortes y pegarle un tiro en la nuca. Todo aquél que sospechaba su eventual detención u hostigamiento por el régimen de izquierdas se hizo, con muy escasas excepciones, golpista a marchas forzadas.

El alzamiento comenzó en Melilla en la tarde del 17 de julio, antes de lo esperado. Comandaba Melilla el general Romerales, amigo de Azaña. En la noche del 16, de forma bastante sigilosa, comenzaron el golpe tres tenientes coronel: Seguí, Gazapo y Bartomeu, los tres desde una exigua dependencia militar denominada Comisión de Límites. A media mañana, ante la inquietud de los soldados, les confiesan sus intenciones; la tropa se les une. Aún, sin embargo, la cosa no va muy en serio: a las dos de la tarde, suspenden toda actividad conspirativa para comer, y vuelven todos a las tres de la tarde. No es hasta ese momento cuando se plantean cómo van a tomar la plaza.

Los golpistas son tan chapuceros que con sus esperas han dado tiempo para que un teórico alzado, Álvaro González, le haya ido con el queo a las autoridades. A las cuatro de la tarde, la guardia de asalto acordona el edificio de la Comisión de Límites.

Entre los conjuraros hay un legionario, de apellido Latorre, que se ha escapado virtualmente de su acuartelamiento (en el coche de su jefe) para unirse al movimiento. Ante la situación, llama por teléfono al cercano cuartel de la legión (doscientos metros) y exige al sargento Sousa el traslado de cuanta tropa esté disponible. Eso son veinte legionarios. Al llegar a la Comisión, Latorre les da la orden de carga, y los legionarios echan rodilla en tierra y encañonan a las fuerzas del orden. El teniente Zaro, que comanda a los guardias de asalto, decide no luchar. Es la primera victoria de la rebelión, como pudo ser derrota. En la Comandancia, el general Romerales está reunido con sus mandos, entre ellos el coronel Soláns, jefe secreto de la rebelión. Éste le exige que entregue el mando y el general se niega. Todos echan mano de las pistolas, pero nadie dispara, porque, en el fondo, nadie quiere disparar. Las noticias que llegan de la Comisión de Límites son todo lo que necesita Romerales para someterse. Aún habrá lucha. En la toma del Atalayón caerán los dos primeros muertos de la guerra civil española: el sargento Labasen ben Mohamed y el soldado Mohamed ben Ahmed.

Los sublevados no eran, en cualquier caso, los únicos que tenían el día chapucero. El presidente del gobierno, Santiago Casares Quiroga, recibió a las 10 de la mañana del día 17 un telegrama comunicándole la sublevación de Melilla. Le dio tan poca importancia que se lo guardó en el bolsillo y no recordó que lo llevaba hasta tres horas después, terminado el consejo de ministros, cuando le comentó la novedad al resto del gobierno sin darle importancia.

El alzamiento salió en parte como Mola se esperaba: Burgos, Valladolid y Zaragoza se alzaron sin problemas. En Barcelona fracasó a pesar de los ímprobos esfuerzos del General Goded. En Madrid el alzamiento se produjo con dilaciones y dudas. Su líder, el General Fanjul, cometió el error garrafal de encerrarse en el Cuartel de la Montaña y esperar ayuda. Ésa fue su ratonera. Tal vez si hubiese actuado con rapidez y hubiese ocupado con presteza los edificios del gobierno, habría ganado. No era una apuesta fácil, pero más difícil lo había tenido Queipo de Llano en Sevilla.

Tres de las expectativas de Mola no se cumplieron, dos para su desgracia y una para su fortuna. La primera fue que Valencia no se sublevó. El líder de los sublevados en la región, el General González Carrasco, vaciló cuando se enteró de la derrota de los golpistas en Barcelona. El gobernador militar, el General Martínez Monje, tampoco se decidía. Finalmente varios oficiales de la guardia civil, encabezados por el capitán Manuel Uribarri, empezaron a repartir armas a los obreros y terminaron de decantar la situación a favor de la República. En todo caso, el fracaso de la rebelión en Valencia le debe mucho a una persona inesperada: Luis Lucia. Lucia era el líder de la derecha valenciana y había actuado, en los años de los gobiernos de las derechas, en gran consenso con la CEDA de José María Gil-Robles. Era, por lo tanto, un candidato más a unirse a los sublevados y contaba, en el seno de su derecha valenciana, con elementos capaces de portar armas y defenderse. Producido el alzamiento, sin embargo, Lucia realizó un pronunciamiento claro, neto y sin ambages a favor de la legalidad republicana, lo cual le restó a la rebelión la práctica totalidad de apoyos civiles a que podría haber aspirado.

La segunda decepción de Mola fue que la Flota se mantuvo fiel a la República. Los oficiales eran golpistas en su casi totalidad, pero los suboficiales y la marinería, no. Como botón de muestra, puede señalarse lo que ocurrió en el destructor Sánchez Barcáiztegui, enviado por el gobierno para bombardear Melilla. Su capitán reunió a la tripulación y les explicó que se había producido un alzamiento y dijo que entrarían en el puerto melillense para unirse a los sublevados. La respuesta fue un silencio sepulcral, seguido del grito: ¡A Cartagena!

La única sorpresa positiva para los sublevados fue la caída de Sevilla, que ya hemos contado.

Por lo que se refiere a Barcelona, su toma era crucial para los sublevados porque Cataluña y el País Vasco eran los dos únicos polos industriales que existían entonces en España y, de los dos, el más diversificado y fuerte era sin ninguna duda Cataluña. Decir Cataluña, desde un punto de vista estratégico, es decir Barcelona y, de hecho, ésta fue la población que los sublevados intentaron tomar.

Sin embargo, hay varios factores que explican este fracaso que, como decimos, fue crucial para la dilatación de la guerra.

El primer factor es que la República no era tonta, y la Generalitat tampoco. La primera situó al frente del ejército catalán a militares fuera de toda duda, como el general Llano de la Encomienda, hasta el punto de haber declarado, en un acto público, que apoyaría antes una revolución comunista que un levantamiento fascista.

El segundo factor es que en Barcelona, al revés de lo que ocurrió en buena parte de España, la guardia civil optó por la República. Esto se debe, probablemente, a la casualidad, o quizá la inteligencia del gobierno Catalán, y más concretamente de su conseller de gobernación (Interior), España, de nombrar a un militar al frente de los servicios de Orden Público de la Generalitat. Federico Escofet era un hombre que profesaba por el presidente Companys una lealtad total (de hecho, fue condenado a muerte, junto con el comandante Pérez Farrás, por secundar la estúpida rebelión anticonstitucional de Companys en los días de la Revolución de Asturias); pero era también un militar de pura cepa, curtido en la guerra de la Marruecos, y sabía hablar el mismo lenguaje que hablaban los guardias civiles. En la hora en que el coronel Escobar hizo desfilar a las compañías de la guardia civil frente a Companys, rindiéndole obediencia, la sublevación en Barcelona quedó herida de muerte.

El tercer factor reside en lo mucho que telegrafiaron los sublevados sus planes. Escofet, quien en el exilio se vió obligado a ganarse la vida vendiendo productos catalanes en una tienda de ultramarinos en Bélgica, escribió un libro muy quejoso en el que reacciona, con prolijidad de datos, contra la idea, que él consideraba falsa, de que fueron las masas populares las que acabaron con el golpe de Estado en Barcelona. Según él, que era el responsable de hacerlo, desde días antes al 18 y 19 de julio, la Generalitat se preparaba para el golpe de Estado y había colocado tropas en el lugar que les pareció más estratégico de la ciudad, en lo que entonces se denominaba Cinco de Oros y hoy es la plaza de Juan Carlos I. Allí emboscaron al regimiento número 3 de caballería que, saliendo del cuartel de Gerona, tiró por la cercana calle de Arzobispo Padre Claret, paseo de García Hernández y calle de Córcega hasta la mentada plaza, donde fueron inesperadamente rechazados, lo que les obligó a refugiarse en el cercano convento de las carmelitas, en lugar de avanzar hacia el centro de la ciudad como tenían previsto.

El cuarto factor tiene que ver con la estrategia en sí. Para entenderlo, hay que olvidarse un poco de la Barcelona actual y recordar que, en aquel entonces, los barrios donde se situaban casi todos los cuarteles (Pedralbes, Hostrafranchs, Poble Nou, Sant Martí y Sant Andreu) estaban donde Cristo perdió el escapulario de latón. Sin embargo, si los pintáis en un mapa (en el libro de Escofet está reproducido, con la Barcelona de aquel momento, con indicación de la ubicación de los cuarteles y las trayectorias de los sublevados) veréis que dichos cuarteles rodean el casco urbano de Barcelona. Así pues, lo que diseñan los sublevados es una operación de cerrojo, en la que:

* Las tropas acuarteladas en Pedralbes toman por la avenida 14 de abril (hoy Diagonal) hasta la plaza de Alcalá Zamora (no estoy seguro, pero creo que hoy es la plaza Françesc Maciá), luego Urgel, Gran Vía de les Corts, y luego por el Paralelo hasta Colón, con una parte que desde la Gran Vía tira para la plaza de Cataluña.

* Las del cuartel de Gerona tiran hacia el Cinco de Oros (plaza de Juan Carlos I).

* Las del cuartel de Tarragona (a unas manzanas de la plaza de España) avanzan hacia dicha plaza aunque envía soldados a otros lugares, como la plaza de la Universidad.

* Las del cuartel de El Prat van hacia Colón.

* Las del cuartel de los Docks (en el puerto, como su nombre indica) tratan, sin conseguirlo, de llegar a al paseo Nacional.

* Las del cuartel del Parque tratan, tarde y mal, de auxiliar a las de los Docks en la avenida Icaria.

Esta estrategia no es mala. Para una ciudad medieval, claro. Este cerrojo tenía más goteras que la salud de un nonagenario. Es como si los conspiradores no se hubiesen dado cuenta del leve detalle de que Barcelona ya no tenía murallas desde unos 80 años antes del golpe de Estado. A todas luces, no contaron con la amplia movilidad que, en una ciudad ya urbanísticamente moderna como era Barcelona en 1936, tendrían las fuerzas oponentes y el propio pueblo armado.

Una prueba anecdótica de lo poco que tuvieron en cuenta la modernidad los conspiradores es que un comando de soldados republicanos logró llegar, en plena lucha, hasta debajo de las barbas de los conspiradores que estaban tomando el edificio de la Telefónica en la plaza de Cataluña. ¿Cómo lo hicieron? Pues por los túneles del metro, donde no encontraron a nadie. A los conspiradores no se les ocurrió pensar que el metro pasaba por debajo de ellos y que convendría vigilarlo.

El único error garrafal que, a mi modo de ver, cometieron las fuerzas republicanas en Barcelona fue pecar de ingenuos respecto de la CNT-FAI. En el cuartel de Sant Andreu se encontraba almacenada buena parte de la fusilería existente en Barcelona, unos 30.000 fusiles según diversas fuentes. Los anarquistas, además de luchar bravamente en toda Barcelona y sobre todo en la plaza de Cataluña (que quedó alfombrada de burros y caballos muertos), se fueron como flechas a Sant Andreu, llegaron antes que el ejército o las fuerzas del orden, y se quedaron con los fusiles. Lo siguiente que hicieron fue secuestrar el poder en Cataluña hasta los sucesos del 37.

El 21 de julio de 1936, un Gobierno normal habría podido dirigirse a la nación y haber declarado que el alzamiento había fracasado y que los sublevados serían aplastados en el curso de las próximas semanas. Y no le habría faltado razón: de las principales capitales, sólo Sevilla estaba en manos de los sublevados y el Ejército de África estaba bloqueado en el Protectorado, sin posibilidades de cruzar a la Península, ya que la Armada permanecía fiel a la República. Desgraciadamente, el 21 de julio de 1936 España ya no tenía un Gobierno normal.

Da para otro post hablar de las grandísimas chapuzas del bando republicano, que permitieron que un golpe que hacía meses que se veía venir y algunos de cuyos principales conspiradores eran conocidos, no fuese abortado.