Este blog se toma hoy unas vacaciones. Ya sabéis, lo he comentado otras veces, que cuando dejo de trabajar también dejo de conectarme a internet, cuando menos por algunos días. La semana que viene es una de esas etapas, así pues el blog no se refrescará hasta el año que viene.
Dado que estamos a finales del año natural, me gustaría hacer algo de balance de esta experiencia que empezó hace cosa de año y medio y que, por lo tanto, ésta es la primera vez que cumple un año completo. Balance que debe comenzar con mi felicitación por el año a 53.801 personas. No conozco el nombre de más allá de diez o doce; el resto me son desconocidas. Según Analytics, 53.801 es el número de usuarios que se han conectado a este blog en el curso del año 2007 (alguien me escribió una vez que estas estadísticas no incluyen a quienes se conectan a través de programas de feed y tal, pero honradamente no lo sé).
No sé si os parecen muchos o pocos. A mí me parecen un mogollón. Este blog no tiene más objetivo que compartir; compartir algo que es, a la par que hermoso y hasta divertido, necesario, y es el conocimiento histórico. Cuando empecé a escribir mis post, jamás pensé que podría aspirar a haberle contado historietas a 53.801 personas; ese día de agosto del 2006, si alguien me hubiese preguntado, me habría conformado con 2.000 o 3.000 contertulios. Yo soy el primer sorprendido de esta visualización y debo decir que, con ella de por medio, esas cosas sobre las que leo de vez en cuando, eso de la pájara del blogger y tal, no me afectan. No encuentro razón para que me afecten.
Otro dato que me parece interesante es que el total de páginas vistas es de 101.019. Lo cual quiere decir que cada uno de los visitantes, como media, ha leído casi dos páginas. Esta sensación de que quien viene se queda es, quizá, la que más placer me provoca.
La página más vista (26.396) es, como cabe esperar, el escaparate. El personal entra, mayoritariamente, a ver qué hay, a ver cuál es la oferta del día. En segundo lugar, de largo, ha quedado el excelente post de Tiburcio sobre si Adolf Hitler pudo ganar la segunda mundial, que ha sido visitado 9.382 veces.
22.727 usuarios del año 2007, uno de cada tres, son usuarios recurrentes. Son, por así decirlo, el núcleo duro de este blog. Para ellos, doble felicitación.
Teniendo en cuenta el factor geográfico, de las 76.368 visitas de este año, 55.587 se hicieron desde España. Con 3.539, se ha situado en segundo lugar México, después Argentina (2.238), Perú (2.107), Colombia (1.679), Chile (1.675), Francia (1.240), Estados Unidos (1.234), Venezuela (1.082) y Alemania (863).
Las ciudades más activas son Madrid (23.134 visitas), Barcelona (3.440 visitas), Valencia (1.799), México D.F. (1.296), Santiago de Chile (1.211), Lima (1.192), Bogotá (988), Zaragoza (924) y Sevilla (911).
Otro hecho curioso que anotaré es la extraña composición de los orígenes que más tiempo invierten en el sitio. El líder es un usuario de las Islas Barbados, que se conectó una vez y estuvo 16 minutos. Al ser el único usuario ¿barbadense?, ésa resulta ser la media de las Barbados, motivo por el cual quedan los primeros. Luego están uno o varios usuarios que, desde Gabón, han entrado este año cuatro veces en el sitio, invirtiendo en cada visita como media 5 minutos 16 segundos, que también está muy bien. A corta distancia les siguen los usuarios conectados desde Austria y desde Polonia.
Este año ha habido 660 accesos desde mi tierra, La Coruña. Uf. Seis más y hubiera llegado la Apocalipsis. Sonia, si me estás leyendo, un bico y bon Nadal.
En mi propio nombre y en el de Tiburcio el elefante, os deseo un buen descanso a los que lo tengáis, que será la mayoría, aunque sólo sea durante uno o dos días. Por mi parte, me voy estos días de asueto en compañía de mi Play2 y mis libros; la vida se me distribuye, en porcentajes asimétricos eso sí, entre la lectura sobre la Historia y la inútil práctica de diversos juegos de habilidad y reflejos, de entre los cuales debo reconocer que mis preferidos son los shooters. El año que viene seguiré sin hablaros de las diferentes fases del Call of duty, que es al fin y al cabo un vicio privado, pero llegaré con nuevas historias sobre la Historia, amén de alguna que otra serie que sigue abierta. Y luego está Tiburcio, claro. El verdadero crack de este blog.
Hasta la próxima lectura, brothers.
viernes, diciembre 21, 2007
martes, diciembre 18, 2007
El 98. 2: Y USA cogió su fusil
Si analizamos las cosas superficialmente, podemos llegar a la conclusión de que la celebérrima doctrina Monroe, «América para los americanos», es una teoría aislacionista. Lo es, pero sólo en parte. En realidad, es la base de un modelo expansionista o imperialista por el cual Estados Unidos reclama el papel mundial que cree merecer.
Poco después de iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, los Estados Unidos vivieron su crisis más aguda, una crisis que estuvo a punto de terminar con el país tal y como lo conocemos. Sin embargo, tras una guerra de gran crueldad, consiguió pervivir, bien que con algunas tensiones en su seno que seguirían percibiéndose, con absoluta nitidez, cien años después e incluso hoy en día.
Solventado el problema de su secesión, los Estados Unidos, un país de dimensiones subcontinentales, decidió que había llegado su momento.
De alguna forma, el expansionismo había formado siempre parte del modo de ser americano. Al fin y al cabo, ¿acaso no había sido expansionismo la conquista del Oeste? Por otra parte, existe una razón económica para sustentar el expansionismo estadounidense: la grave crisis que afectó al país en la última década del siglo XIX, un país cuyo modelo de crecimiento se basaba en un aumento exponencial de la productividad que, por lo tanto, para sostenerse necesitaba encontrar mercados más allá de sus propias fronteras.
La elite gobernante y pensadora finisecular norteamericana sostuvo e impulsó el expansionismo. Hablamos de personas como el político John Hay, que llegaría a ser secretario de Estado, o Henry Cabot Lodge, un senador multicitado en aquella época. Pero, tal vez, donde con más claridad se puede ver trazado este viaje hacia el imperialismo es en el libro del marino Alfred Thayer Mahan, The influence of sea power upon History 1660-1783. En este análisis histórico, el capitán Mahan quiso demostrar la tesis de que el auge y la caída de los grandes imperios había tenido siempre una relación directa con la capacidad o incapacidad naval, tanto militar como comercial, de dichos imperios. El libro de Mahan era una llamada para la modernización de la flota naval estadounidense, consejo que no cayó en saco roto pues, de hecho, los últimos años del siglo XIX contemplaron la fabulosa construcción de un poderío naval tan elevado que Estados Unidos logró superar a Gran Bretaña, dueño tradicional de los mares, y todavía medio siglo después pudo soportar un ataque como el de Pearl Harbour y rehacerse en relativamente poco tiempo.
Pero el libro de Mahan va mucho más allá del simple consejo de construir más barcos; diseña, quizá por primera vez en la Historia americana, un sistema de aprovisionamientos y presencia militar/comercial de orden mundial. El capitán comienza argumentando que si se quiere tener una flota ganadora hace falta poder echarle carbón en cualquier punto del mundo, por lo que se necesitan estaciones de aprovisionamiento; y de esa idea va construyendo la de la amplia presencia internacional de los Estados Unidos, en territorios amigos o colonizados.
Esta evolución se produce, también, desde un profundo, intenso nacionalismo. Las gentes de Estados Unidos son un aluvión de gentes del mundo entero que, además, han masacrado a los americanos auténticos (los indios). Sin embargo, en un proceso sorprendente, las generaciones son rapidísimamente asimiladas a la idea de lo americano, hasta el punto de que los habitantes de Estados Unidos, o cuando menos los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) se sienten superiores en términos casi racistas. Josiah Strong escribe en su libro Our Country, en 1885: «Can anyone doubt that this race, unless devitalized by alcohol and tobacco, is destined to disposess many weaker races, assimilate others, and mold de remainder, until, in a very true and important sense, it has Anglo-Saxonized mankind?» (¿Puede alguien dudar de que esta raza, aún debilitada por el alcohol y el tabaco, está destinada a desposeer a muchas razas débiles, asimilar otras y moldear al resto hasta que, en un sentido verdadero e importante, tenga una humanidad anglo-sajonizada?)
En este caldo de cultivo, en los años anteriores a la guerra hispano-estadounidense creció en el país todo un movimiento que se ha dado en llamar jingoísmo. Un famoso espectáculo musical inglés de la época incluía a un personaje, llamado Jingo, un tipo que nunca buscaba pelea pero que, sin embargo, era tremendamente susceptible, así pues respondía siempre que era tan sólo levemente provocado. Theodor Roosevelt, el machista y racista militar que llegará a la Casa Blanca cuando toda esta olla está hirviendo, será el mayor jingoísta del país, argumentando que Estados Unidos no quiere luchar con nadie pero que, si lo hace, «tenemos los barcos, tenemos los hombres y tenemos el dinero necesario». En ninguna de las tres cosas mentía.
En el fondo, el jingoísmo es una ideología un poco tramposa. Teóricamente, significa yo me voy a quedar quietecito mientras no me provoquen. Pero, con el tiempo, cada vez más el concepto de «no me provoquen» empezó a significar, cada vez más, «no hagan lo que yo quiero que hagan». A Estados Unidos, en todo caso, le ha costado muchas décadas asumir su papel de líder mundial y, todavía, Franklin Delano Roosevelt tuvo que enfrentarse, en la segunda guerra mundial, a una opinión pública que era más bien poco proclive a la idea de mandar a sus chicos a las playas de Normandía. De hecho, esta situación es la que ha provocado que la Historia se pregunte constantemente en qué condiciones se produjo la anexión japonesa de Pearl Harbour, hasta qué punto FDR lo sabía, y hasta qué punto dejó que ocurriese, porque sabía que era la forma de conseguir que el país entrase en la guerra.
Hay otro factor que explica notablemente la escalada que llevó a la guerra contra España: la prensa. El siglo XIX es el momento de los grandes inventores de la prensa sensacionalista, los editores William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Especialmente el primero, que inspiró el personaje de James Foster Kane en la inolvidable obra maestra de Orson Welles. Una anécdota de Hearst, no sé si cierta pero desde luego creíble, es que en cierta ocasión envió a un periodista a Cuba para que le enviase crónicas sobre la guerra de los mambises contra los españoles. El corresponsal, después de unos días de aclimatación, envió un telegrama que más o menos decía: «No guerra en Cuba. Puedo enviar poemas». Hearst le contestó: «Tú envía poemas. La guerra la pongo yo».
El gran chollo para la prensa amarilla estadounidense (que, por cierto, se llama amarilla por un personaje de una tira de los periódicos de Hearst, que era completamente amarillo como lo son hoy los Simpson) fue el general Weyler. Como ya hemos visto al analizar el punto de vista español, Weyler llegó a Cuba a aplicar la mano dura, y la aplicó. Esta política fue ampliamente recogida, y en ocasiones «creativamente amplificada», por la prensa amarilla estadounidense, creándose con ello una imagen de los españoles como invasores medievales que trataban a la insurgencia cubana con violencia inquisitorial.
Las presiones jingoístas y de la prensa fueron continuadas en el último cuarto de siglo. El presidente Grover Cleveland era un decidido pacifista, y consiguió evitarlas. Pero su sucesor, William McKinley, no tuvo tanta suerte.
A los americanos siempre les ha gustado tener presidentes que han luchado en la guerra. Hoy por hoy, sigue siendo de cierta importancia que los candidatos hicieran alguna cosita en Vietnam. McKinley llegó a la presidencia, entre otras cosas, porque había luchado en la guerra de secesión, algo que ya empezaba a estar lejano (de hecho, fue el último presidente de los EEUU que estuvo en esa guerra). Resultó elegido en 1896. Era un tipo muy religioso y más bien pacífico. De hecho, trató de enfriar la olla cubana convenciendo a España de alguna solución pactada, del tipo de dotar a Cuba con el estatus que entonces tenía Canadá en la Commonwealth o, como hemos visto, directamente venderle la isla a Estados Unidos. También sabemos el tipo de respuesta que le dio España. De hecho, lo que hicimos los españoles fue despreciar a McKinley, pues aquel metodista estaba muy lejos de dar la imagen de lo que entonces pensábamos que debía ser un hombre de Estado. España, de hecho, tenía muy poca idea del poder y la capacidad de Estados Unidos, pues seguía siendo un país eurocéntrico. En decisiones como la adopción de su horario oficial (que está extrañamente alineado con el de Berlín), la España de finales del siglo XIX está mostrando claramente que hace una lectura del poder mundial un poco aún de los tiempos de Napoleón, cuando las cosas han cambiado ya un poquito.
En febrero de 1898, por fin la prensa amarilla encontró lo que estaba buscando para prender la mecha. El New York Journal, propiedad de Hearst, publicó una carta confidencial del embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lome, a un amigo en La Habana, en la que ponía a McKinley de tonto para abajo. La cosa se puso chula.
Y entonces ocurrió lo del Maine.
Remenber the Maine, to the hell with Spain. Éste fue el pareado (en pronunciación inglesa, Maine y Spain riman) que la prensa amarilla repetiría machaconamente tras el incidente. El buque de guerra estadounidense Maine se encontraba el 15 de febrero surto en el puerto de La Habana tras haber sido enviado allí para proteger los intereses americanos en caso de que surgiesen problemas con los españoles. Ese día, el barco explotó, matando a 266 estadounidenses.
A día de hoy, lo cual casi seguro quiere decir para siempre, no sabemos exactamente qué pasó. La comisión española de investigación concluyó que la explosión tuvo un origen interno y, probablemente, accidental. La comisión estadounidense, por el contrario, concluyó que la explosión había sido externa y se había debido a una mina o un torpedo, por supuesto colocado o lanzado por España. Esta tesis permaneció inalterada por parte americana hasta 1911, cuando el caso se volvió a investigar, aunque la única variación que generó dicha investigación fue la teoría de que la mina, probablemente, era más pequeña de lo inicialmente estimado.
En 1976, un almirante estadounidense, Hyman G. Rickover, dirigió una nueva investigación sobre el asunto. Ya con casi cien años de distancia, los estadounidenses se mostraron más cercanos a las tesis españolas y, de hecho, este equipo de investigación tomó como la tesis más probable que la explosión fuese generada por un fuego en alguna de las calderas de carbón del barco. En febrero de 1998, coincidiendo con el centenario del evento, la revista National Geographic hizo su propia investigación, usando simulaciones por ordenador y esas cosas, y llegó a una conclusión que más parece gallega que estadounidense: lo mismo fue una explosión interior que exterior. Muy listos los del Geographic. Gracias a ellos, hemos podido descartar la tesis de que el Maine fuese impactado por la estrella que mató a los dinosaurios.
Sea la que sea la razón del estallido del Maine, lo cierto es que ejerció sobre la sociedad norteamericana exactamente el mismo efecto que el ataque de Pearl Harbour. Las encuestas de aquella época indican una opinión pública que se definía en un 90% por el odio a España; un nivel de consenso parecido al alcanzado en el 2004 en España contra la guerra de Iraq. Los jingoístas se sentaban en las escaleras del Capitolio, demandando guerra. McKinley, en realidad, seguía sin querer la guerra. Pero ya no pudo parar al Congreso, que la declaró el 25 de abril. Las peticiones de guerra eran constantes en la prensa y en las calles. Muchos historiadores estadounidenses suelen criticar a España por no querer vender Cuba a causa de nuestra acromegálica idea del honor, que nos hacía incapaces de aceptar un trato así. Y es cierto que España se creía en la necesidad de defender su reputación; pero lo cierto es que Estados Unidos también entró en la guerra por la misma razón. Para los americanos, la agresión del Maine fue un golpe en la reputación de lo americano y, por eso, exigieron venganza, acción. Y la tuvieron.
Como ya sabemos, fue una guerra corta y desigual; lo cual no evitó que la prensa amarilla siguiera haciendo de las suyas, afirmando cosas como que España tenía planes para invadir la costa Este por sitios como Newport o Rhode Island. Para mearse de risa.
En la conferencia de París, celebrada en diciembre de 1898 y en la que España dijo adiós a los restos de sus colonias, no estuvieron ni los insurgentes cubanos ni los filipinos (no olvidemos que la primera batalla de la guerra de Cuba es la de Cavite y que la dominación de Filipinas también está sobre la mesa). Con esto, Estados Unidos dejaba bastante claro lo que le importaban los movimientos independentistas, algo de lo que volveremos a hablar en la tercera toma de este coñazo, cuando hablemos desde el punto de vista cubano.
Dejando aparte Cuba de momento, lo que sí conviene decir aquí es que el gran problema de París no fue Cuba, sino Filipinas. Estados Unidos tenía miedo de abandonar las islas y dejarlas a su suerte sin dueño, porque no confiaba en Aguinaldo, el líder independentista, y sabía que Alemania andaba por esas aguas buscando islas para dominar (por ejemplo, las Carolinas que acabó afanándole a España). Por ello, McKinley y sus estrategas comenzaron a elaborar argumentos variados para justificar la anexión a los Estados Unidos, algunos de estos argumentos tan peregrinos como que los EEUU habían sido llamados a cristianizar Filipinas (un país ya entonces mayoritariamente católico, esto es, cristianizado by default). España, en un último intento de pillar algo, argumentó en París que Estados Unidos nunca había intentado invadir Filipinas, así pues no tenía derecho a anexionarse la isla así como así; ésta es la razón de que McKinley aceptase pagarnos 20 millones de dólares (por Filipinas, no por Cuba). El acuerdo fue aprobado por el Senado por un estrecho margen, teniendo en cuenta que la tentativa despertó en el país toda una campaña anti-imperialista en la que participó, entre otros, el célebre escritor Mark Twain. Este sector de la intelligentsia americana llegaba tarde. Sus pretensiones de quebrar el proceso imperialista era ya algo más naive que otra cosa. Aunque tampoco se vaya a creer nadie que era un movimiento democrático; a la mayoría de los contrarios a la anexión lo que les preocupaba es que, si Estados Unidos se dedicaba a pillar territorios por ahí, acabase por contaminarse su pureza WASP.
La decisión, en todo caso, inició una guerra de guerrillas en Filipinas en el mismo 1898. En cuatro años, le costó 4.000 vidas americanas. Filipinas no sería independiente hasta 1946.
En suma, la guerra de Cuba sirvió para que Estados Unidos tensara los músculos y se diese cuenta de que, ahora, era el matón del barrio. Aunque, como sabemos bien, sus bravuconadas, luego, no le han salido siempre bien.
Poco después de iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, los Estados Unidos vivieron su crisis más aguda, una crisis que estuvo a punto de terminar con el país tal y como lo conocemos. Sin embargo, tras una guerra de gran crueldad, consiguió pervivir, bien que con algunas tensiones en su seno que seguirían percibiéndose, con absoluta nitidez, cien años después e incluso hoy en día.
Solventado el problema de su secesión, los Estados Unidos, un país de dimensiones subcontinentales, decidió que había llegado su momento.
De alguna forma, el expansionismo había formado siempre parte del modo de ser americano. Al fin y al cabo, ¿acaso no había sido expansionismo la conquista del Oeste? Por otra parte, existe una razón económica para sustentar el expansionismo estadounidense: la grave crisis que afectó al país en la última década del siglo XIX, un país cuyo modelo de crecimiento se basaba en un aumento exponencial de la productividad que, por lo tanto, para sostenerse necesitaba encontrar mercados más allá de sus propias fronteras.
La elite gobernante y pensadora finisecular norteamericana sostuvo e impulsó el expansionismo. Hablamos de personas como el político John Hay, que llegaría a ser secretario de Estado, o Henry Cabot Lodge, un senador multicitado en aquella época. Pero, tal vez, donde con más claridad se puede ver trazado este viaje hacia el imperialismo es en el libro del marino Alfred Thayer Mahan, The influence of sea power upon History 1660-1783. En este análisis histórico, el capitán Mahan quiso demostrar la tesis de que el auge y la caída de los grandes imperios había tenido siempre una relación directa con la capacidad o incapacidad naval, tanto militar como comercial, de dichos imperios. El libro de Mahan era una llamada para la modernización de la flota naval estadounidense, consejo que no cayó en saco roto pues, de hecho, los últimos años del siglo XIX contemplaron la fabulosa construcción de un poderío naval tan elevado que Estados Unidos logró superar a Gran Bretaña, dueño tradicional de los mares, y todavía medio siglo después pudo soportar un ataque como el de Pearl Harbour y rehacerse en relativamente poco tiempo.
Pero el libro de Mahan va mucho más allá del simple consejo de construir más barcos; diseña, quizá por primera vez en la Historia americana, un sistema de aprovisionamientos y presencia militar/comercial de orden mundial. El capitán comienza argumentando que si se quiere tener una flota ganadora hace falta poder echarle carbón en cualquier punto del mundo, por lo que se necesitan estaciones de aprovisionamiento; y de esa idea va construyendo la de la amplia presencia internacional de los Estados Unidos, en territorios amigos o colonizados.
Esta evolución se produce, también, desde un profundo, intenso nacionalismo. Las gentes de Estados Unidos son un aluvión de gentes del mundo entero que, además, han masacrado a los americanos auténticos (los indios). Sin embargo, en un proceso sorprendente, las generaciones son rapidísimamente asimiladas a la idea de lo americano, hasta el punto de que los habitantes de Estados Unidos, o cuando menos los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) se sienten superiores en términos casi racistas. Josiah Strong escribe en su libro Our Country, en 1885: «Can anyone doubt that this race, unless devitalized by alcohol and tobacco, is destined to disposess many weaker races, assimilate others, and mold de remainder, until, in a very true and important sense, it has Anglo-Saxonized mankind?» (¿Puede alguien dudar de que esta raza, aún debilitada por el alcohol y el tabaco, está destinada a desposeer a muchas razas débiles, asimilar otras y moldear al resto hasta que, en un sentido verdadero e importante, tenga una humanidad anglo-sajonizada?)
En este caldo de cultivo, en los años anteriores a la guerra hispano-estadounidense creció en el país todo un movimiento que se ha dado en llamar jingoísmo. Un famoso espectáculo musical inglés de la época incluía a un personaje, llamado Jingo, un tipo que nunca buscaba pelea pero que, sin embargo, era tremendamente susceptible, así pues respondía siempre que era tan sólo levemente provocado. Theodor Roosevelt, el machista y racista militar que llegará a la Casa Blanca cuando toda esta olla está hirviendo, será el mayor jingoísta del país, argumentando que Estados Unidos no quiere luchar con nadie pero que, si lo hace, «tenemos los barcos, tenemos los hombres y tenemos el dinero necesario». En ninguna de las tres cosas mentía.
En el fondo, el jingoísmo es una ideología un poco tramposa. Teóricamente, significa yo me voy a quedar quietecito mientras no me provoquen. Pero, con el tiempo, cada vez más el concepto de «no me provoquen» empezó a significar, cada vez más, «no hagan lo que yo quiero que hagan». A Estados Unidos, en todo caso, le ha costado muchas décadas asumir su papel de líder mundial y, todavía, Franklin Delano Roosevelt tuvo que enfrentarse, en la segunda guerra mundial, a una opinión pública que era más bien poco proclive a la idea de mandar a sus chicos a las playas de Normandía. De hecho, esta situación es la que ha provocado que la Historia se pregunte constantemente en qué condiciones se produjo la anexión japonesa de Pearl Harbour, hasta qué punto FDR lo sabía, y hasta qué punto dejó que ocurriese, porque sabía que era la forma de conseguir que el país entrase en la guerra.
Hay otro factor que explica notablemente la escalada que llevó a la guerra contra España: la prensa. El siglo XIX es el momento de los grandes inventores de la prensa sensacionalista, los editores William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Especialmente el primero, que inspiró el personaje de James Foster Kane en la inolvidable obra maestra de Orson Welles. Una anécdota de Hearst, no sé si cierta pero desde luego creíble, es que en cierta ocasión envió a un periodista a Cuba para que le enviase crónicas sobre la guerra de los mambises contra los españoles. El corresponsal, después de unos días de aclimatación, envió un telegrama que más o menos decía: «No guerra en Cuba. Puedo enviar poemas». Hearst le contestó: «Tú envía poemas. La guerra la pongo yo».
El gran chollo para la prensa amarilla estadounidense (que, por cierto, se llama amarilla por un personaje de una tira de los periódicos de Hearst, que era completamente amarillo como lo son hoy los Simpson) fue el general Weyler. Como ya hemos visto al analizar el punto de vista español, Weyler llegó a Cuba a aplicar la mano dura, y la aplicó. Esta política fue ampliamente recogida, y en ocasiones «creativamente amplificada», por la prensa amarilla estadounidense, creándose con ello una imagen de los españoles como invasores medievales que trataban a la insurgencia cubana con violencia inquisitorial.
Las presiones jingoístas y de la prensa fueron continuadas en el último cuarto de siglo. El presidente Grover Cleveland era un decidido pacifista, y consiguió evitarlas. Pero su sucesor, William McKinley, no tuvo tanta suerte.
A los americanos siempre les ha gustado tener presidentes que han luchado en la guerra. Hoy por hoy, sigue siendo de cierta importancia que los candidatos hicieran alguna cosita en Vietnam. McKinley llegó a la presidencia, entre otras cosas, porque había luchado en la guerra de secesión, algo que ya empezaba a estar lejano (de hecho, fue el último presidente de los EEUU que estuvo en esa guerra). Resultó elegido en 1896. Era un tipo muy religioso y más bien pacífico. De hecho, trató de enfriar la olla cubana convenciendo a España de alguna solución pactada, del tipo de dotar a Cuba con el estatus que entonces tenía Canadá en la Commonwealth o, como hemos visto, directamente venderle la isla a Estados Unidos. También sabemos el tipo de respuesta que le dio España. De hecho, lo que hicimos los españoles fue despreciar a McKinley, pues aquel metodista estaba muy lejos de dar la imagen de lo que entonces pensábamos que debía ser un hombre de Estado. España, de hecho, tenía muy poca idea del poder y la capacidad de Estados Unidos, pues seguía siendo un país eurocéntrico. En decisiones como la adopción de su horario oficial (que está extrañamente alineado con el de Berlín), la España de finales del siglo XIX está mostrando claramente que hace una lectura del poder mundial un poco aún de los tiempos de Napoleón, cuando las cosas han cambiado ya un poquito.
En febrero de 1898, por fin la prensa amarilla encontró lo que estaba buscando para prender la mecha. El New York Journal, propiedad de Hearst, publicó una carta confidencial del embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lome, a un amigo en La Habana, en la que ponía a McKinley de tonto para abajo. La cosa se puso chula.
Y entonces ocurrió lo del Maine.
Remenber the Maine, to the hell with Spain. Éste fue el pareado (en pronunciación inglesa, Maine y Spain riman) que la prensa amarilla repetiría machaconamente tras el incidente. El buque de guerra estadounidense Maine se encontraba el 15 de febrero surto en el puerto de La Habana tras haber sido enviado allí para proteger los intereses americanos en caso de que surgiesen problemas con los españoles. Ese día, el barco explotó, matando a 266 estadounidenses.
A día de hoy, lo cual casi seguro quiere decir para siempre, no sabemos exactamente qué pasó. La comisión española de investigación concluyó que la explosión tuvo un origen interno y, probablemente, accidental. La comisión estadounidense, por el contrario, concluyó que la explosión había sido externa y se había debido a una mina o un torpedo, por supuesto colocado o lanzado por España. Esta tesis permaneció inalterada por parte americana hasta 1911, cuando el caso se volvió a investigar, aunque la única variación que generó dicha investigación fue la teoría de que la mina, probablemente, era más pequeña de lo inicialmente estimado.
En 1976, un almirante estadounidense, Hyman G. Rickover, dirigió una nueva investigación sobre el asunto. Ya con casi cien años de distancia, los estadounidenses se mostraron más cercanos a las tesis españolas y, de hecho, este equipo de investigación tomó como la tesis más probable que la explosión fuese generada por un fuego en alguna de las calderas de carbón del barco. En febrero de 1998, coincidiendo con el centenario del evento, la revista National Geographic hizo su propia investigación, usando simulaciones por ordenador y esas cosas, y llegó a una conclusión que más parece gallega que estadounidense: lo mismo fue una explosión interior que exterior. Muy listos los del Geographic. Gracias a ellos, hemos podido descartar la tesis de que el Maine fuese impactado por la estrella que mató a los dinosaurios.
Sea la que sea la razón del estallido del Maine, lo cierto es que ejerció sobre la sociedad norteamericana exactamente el mismo efecto que el ataque de Pearl Harbour. Las encuestas de aquella época indican una opinión pública que se definía en un 90% por el odio a España; un nivel de consenso parecido al alcanzado en el 2004 en España contra la guerra de Iraq. Los jingoístas se sentaban en las escaleras del Capitolio, demandando guerra. McKinley, en realidad, seguía sin querer la guerra. Pero ya no pudo parar al Congreso, que la declaró el 25 de abril. Las peticiones de guerra eran constantes en la prensa y en las calles. Muchos historiadores estadounidenses suelen criticar a España por no querer vender Cuba a causa de nuestra acromegálica idea del honor, que nos hacía incapaces de aceptar un trato así. Y es cierto que España se creía en la necesidad de defender su reputación; pero lo cierto es que Estados Unidos también entró en la guerra por la misma razón. Para los americanos, la agresión del Maine fue un golpe en la reputación de lo americano y, por eso, exigieron venganza, acción. Y la tuvieron.
Como ya sabemos, fue una guerra corta y desigual; lo cual no evitó que la prensa amarilla siguiera haciendo de las suyas, afirmando cosas como que España tenía planes para invadir la costa Este por sitios como Newport o Rhode Island. Para mearse de risa.
En la conferencia de París, celebrada en diciembre de 1898 y en la que España dijo adiós a los restos de sus colonias, no estuvieron ni los insurgentes cubanos ni los filipinos (no olvidemos que la primera batalla de la guerra de Cuba es la de Cavite y que la dominación de Filipinas también está sobre la mesa). Con esto, Estados Unidos dejaba bastante claro lo que le importaban los movimientos independentistas, algo de lo que volveremos a hablar en la tercera toma de este coñazo, cuando hablemos desde el punto de vista cubano.
Dejando aparte Cuba de momento, lo que sí conviene decir aquí es que el gran problema de París no fue Cuba, sino Filipinas. Estados Unidos tenía miedo de abandonar las islas y dejarlas a su suerte sin dueño, porque no confiaba en Aguinaldo, el líder independentista, y sabía que Alemania andaba por esas aguas buscando islas para dominar (por ejemplo, las Carolinas que acabó afanándole a España). Por ello, McKinley y sus estrategas comenzaron a elaborar argumentos variados para justificar la anexión a los Estados Unidos, algunos de estos argumentos tan peregrinos como que los EEUU habían sido llamados a cristianizar Filipinas (un país ya entonces mayoritariamente católico, esto es, cristianizado by default). España, en un último intento de pillar algo, argumentó en París que Estados Unidos nunca había intentado invadir Filipinas, así pues no tenía derecho a anexionarse la isla así como así; ésta es la razón de que McKinley aceptase pagarnos 20 millones de dólares (por Filipinas, no por Cuba). El acuerdo fue aprobado por el Senado por un estrecho margen, teniendo en cuenta que la tentativa despertó en el país toda una campaña anti-imperialista en la que participó, entre otros, el célebre escritor Mark Twain. Este sector de la intelligentsia americana llegaba tarde. Sus pretensiones de quebrar el proceso imperialista era ya algo más naive que otra cosa. Aunque tampoco se vaya a creer nadie que era un movimiento democrático; a la mayoría de los contrarios a la anexión lo que les preocupaba es que, si Estados Unidos se dedicaba a pillar territorios por ahí, acabase por contaminarse su pureza WASP.
La decisión, en todo caso, inició una guerra de guerrillas en Filipinas en el mismo 1898. En cuatro años, le costó 4.000 vidas americanas. Filipinas no sería independiente hasta 1946.
En suma, la guerra de Cuba sirvió para que Estados Unidos tensara los músculos y se diese cuenta de que, ahora, era el matón del barrio. Aunque, como sabemos bien, sus bravuconadas, luego, no le han salido siempre bien.
sábado, diciembre 15, 2007
El 98. 1: El día que España descubrió que era una puta mierda
Quiero iniciar este post haciéndoos una pregunta: en vuestra opinión, ¿cuánto tarda el inconsciente colectivo de un país en olvidar una guerra que le causó, más o menos, un cuarto de millón de muertos? 250.000 fallecidos son muchos. Yo diría que es algo que tarda en olvidarse.
Este hecho es la razón de que, en la Historia de España, la guerra de Cuba tenga tanta importancia. Perder esa guerra nos sumió a los españoles en un proceso, conocido como el 98, en el cual nos sumergimos en un notable pesimismo sobre nosotros mismos, nuestras capacidades y modernidad, que dicen quienes saben de esto que fue notablemente creativo y animó las grandes líneas de evolución del país durante el siglo XX (aunque también, añado yo, alimentó los enfrentamientos). Ignoro sinceramente cuál es el tratamiento que dan las escuelas estadounidenses y cubanas a estos hechos, pero sí tengo muy claro que, hoy por hoy, la guerra de Cuba le importa tres narices a los currícula escolares españoles, lo cual es notablemente injusto, pues si estudiar los hechos históricos es estudiar aquéllos que influyen en la evolución del país, la guerra de Cuba está situada en la lista de los verdaderamente importantes, junto con cosas como la Reconquista o la propia guerra civil.
Para intentar convenceros de esto inicio hoy una corta serie de posts en la que pretendo analizar el mismo hecho desde tres puntos de vista diferentes, es decir los de las tres partes que se vieron implicadas en aquel follón: España, Estados Unidos y la propia Cuba. Vayamos por partes, pues.
Para España, Cuba era la última perla de un collar ya muy gastado. A lo largo del siglo XIX, y a pesar de intentos un poco lelos como la recuperación de Santo Domingo en 1861, el país ha ido perdiendo sus colonias hasta quedarse tan sólo con Filipinas, Puerto Rico y Cuba, territorios llamados de ultramar donde conserva mercados interesantes, pero que llevan la impronta de la escasa capacidad de evolución por parte de gobiernos que, en mchos casos, bastante tienen con pervivir. Así pues, en las colonias de ultramar la modernidad entra malamente y con retraso, hecho éste que es palmario a través del síntoma de que, en algunos de estos territorios, la esclavitud humana sigue siendo legal cuando el país habitualmente tenido por epítome de la crueldad hacia el ser humano, los Estados Unidos, ya ha aprobado esa asignatura.
Desde el primer cuarto del siglo XIX, España es consciente de que Estados Unidos se sabe potencia puntera en el área, hecho éste que se concreta en la famosísima doctrina Monroe, es decir «América para los americanos»; frase que, en realidad, viene a significar «donde mandan los Estados Unidos no manda ni Dios».
Sin embargo, no todos los intentos por eliminar la influencia de otras potencias, como España, en el continente, son violentos. En 1848, año en el que EEUU le birló a México unos cuantos metros cuadrados, el secretario de Estado norteamericano, James Buchanan, convence al presidente James Knox Polk para que haga una oferta a España de 100 millones de pesos a cambio de la isla de Cuba. Dicha oferta fue transmitida al gobierno de Madrid por el embajador en la plaza, M. Saunders. ¿Qué les contestamos? Pues, simple y llanamente, que preferíamos hundir la isla en el mar que vendérsela; una respuesta muy española.
En 1854, Estados Unidos volvió a plantearse seriamente la compra de la isla, tras el conocido como Manifiesto de Ostende, en el que tal fue el consejo que le dieron al presidente Franklin Pierce sus embajadores en Madrid, París y Londres (Solué, Manso y Buchanan). El Manifiesto de Ostende tiene importancia porque es la primera vez que los estadounidenses pusieron negro sobre blanco que, caso de no querer España vender la isla, a los Estados Unidos les quedaría la posibilidad de quitárnosla a hostias.
En 1868, coincidiendo con la revolución liberal en España, estalla también, con el grito de Yara, la insurrección cubana (que fue aplaudida ipso facto por el Congreso de Washington). En 1869 un agente cubano, de nombre Forbes, hace una nueva oferta de compra de la isla al gobierno español; de alguna forma, Cuba propone comprarse a sí misma. Aunque, en realidad, quien está detrás es Estados Unidos, que trata de vender la cosa del pago en forma de indemnizaciones del pueblo cubano a España por las molestias. Es el hombre fuerte de España en ese momento, el catalán Juan Prim, que era notablemente centralista. Ya sé que suena mal en un catalán; en un catalán, además, que ha dejado palabras en el diario de sesiones del Congreso bastante claras sobre la necesidad de comprender las aspiraciones del catalanismo; pero es lo cierto que a Prim la autonomía de Cuba le movía a reacciones parecidas a las que provoca en mí la sonrisa de Yola Berrocal. Y, como ya hemos tenido ocasión de contar, existe la posibilidad de que esta miopía, ausencia de seny o lo que fuese, le costara la vida.
Prim, pues, dice que y un huevo. A pesar de que trata de mostrar flexibilidad (ofrece un referendo sobre la independencia), no quiere que el tema de Cuba se trate en serio, mucho menos que lo mangoneen los yanquis. Su decisión sumirá a Cuba en una larguísima guerra insurreccional, de 1868 a 1878, en la que los soldados españoles morirán como chinches (no menos de 200.000; y piénsese que, en ese momento, España tiene aproximadamente 18,5 millones de habitantes. ¿Qué diríamos de Iraq si hubiese costado la vida de 485.000 españoles?) Esta, por así decirlo, primera guerra de Cuba, termina con la llamada Paz de Zanjón, alcanzada por el general Arsenio Martínez Campos, y que dará para que la cosa no se vuelva a torcer hasta 1895. Esta paz se consiguió a base de pactar reformas, sobre todo la apertura de elecciones a los ayuntamientos y para la designación de representantes cubanos en las Cortes españolas; reformas que nunca se llevaron a cabo, motivo por el cual las hostilidades acabaron por recomenzar.
¿Qué es lo que pasa entre 1878 y 1895? Pues varias cosas, pero sobre todo una: la inmensa labor filosófica y literaria que se produce en Estados Unidos por parte de personas que creen que su país está llamado (y lo estaba) a tener un papel más importante en la política mundial, así pues consideraban que era lícito que se implicase en enfrentamientos diversos. El maestro de la novela histórica Gore Vidal lo cuenta muy bien en su obra Empire; volveremos sobre ello cuando tratemos todo este rollo desde el punto de vista de los Estados Unidos.
España, mientras tanto, vivía los primeros años de la Restauración, con lo que tuvo estabilidad política para haberse planteado políticas diversas; pero no lo hizo, porque, en primer lugar, fue incapaz de comprender el poder emergente de los Estados Unidos; y, en segundo lugar, asumió que Cuba estaba dominada por las fuerzas conservadoras terratenientes proespañolas, es decir, infravaloró a los insurgentes. Eso sí, ante sus graves tensiones presupuestarias, fue reduciendo progresivamente su presencia militar en Cuba, de modo y forma que, en 1895, cuando vuelve el baile, hay en Cuba algo menos de 75.000 soldados del ejército español, de los cuales apenas 14.000 son realmente españoles. El conocido por la Historia como grito de Baire, es decir el comienzo de la guerra cubana que acabó con la independencia de la isla, pilló a los españoles en bragas. Y eso que ya se había producido en 1879 un conato, el conocido como Guerra Chiquita. El general Martínez Campos, encomendado nuevamente de la Capitanía General de Cuba tras la insurrección del 95, escribe al presidente Cánovas reconocimiento que lo español es odiado por la ciudadanía cubana entera, descontados tan sólo algunos de los burgueses de las grandes ciudades.
El grito de Baire se produjo el 24 de febrero de 1895 y, como he dicho, pilló a los españoles, entre ellos a su primer mando el general Calleja, con el pie cambiado. Por ello, la rebelión se extendió rápidamente y los rebeldes pudieron, pocos días después, desembarcar en el este de la isla, donde tenían más apoyo. El 19 de mayo, España asesta el primer golpe en una acción armada en la que muere la Gran Esperanza Blanca de los insurrectos, el notable poeta José Martí. Sin embargo, los cubanos no ceden y en septiembre llegarán incluso a aprobar una constitución (reunión de Jimaguayú).
En octubre, Gómez y Maceo, líderes militares de los insurrectos, comenzaron la invasión de la mitad oeste de la isla, acción que tenía como objetivo fundamental paralizar la zafra azucarera y, consiguientemente, estrangular la economía cubana (que, como vemos, dependía básicamente de lo mismo que básicamente depende hoy en día). Esta ofensiva comenzó en Baraguá y terminó, en tan sólo tres meses, con la toma de Mantua (22 de enero de 1896).
El gobierno español pudo pensar en negociar. Pero en lo que pensó fue en ganar la guerra, como fuese. Cesó a Martínez Campos, un militar de talante negociador (al fin y al cabo, había terminado la primera guerra con un pacto) y lo sustituyó por un halcón, un militar amigo de la mano dura: Valeriano Weyler. Prueba de que Martínez Campos no era el hombre para aplicar mano dura es la confesión que hace en una carta a Cánovas, en la que confiesa que «tengo creencias que son superiores a todo y me impiden los fusilamientos y otros actos análogos». No era el caso de Weyler.
Weyler se planteó endurecer la mano y, por primera vez desde el inicio de esta segunda guerra, obstaculizar de verdad la acción de los insurrectos; su dureza tuvo efectos colaterales, como alimentar las historias de la prensa sensacionalista americana, que se hizo de oro contando atrocidades ciertas y no tan ciertas que presuntamente estaría cometiendo Weyler. El general dividió la isla en tres zonas delimitadas por trochas, que así se llamaban a las líneas flanqueadas por fuertes que eran defendidos por pequeñas fuerzas de una veintena de hombres. Las trochas se podían comunicar por medio de reflectores (un poco el sistema de alarmas que utilizan los ejércitos de Rohan en El Señor de los Anillos). Militarmente, esta racionalización del ataque español dio sus frutos. Weyler consiguió hacer retroceder a los insurrectos del sector occidental y, el 7 de diciembre de 1896, incluso logró matar a Maceo.
Lo que no consiguió la insurrección, sin embargo, lo consiguieron los hechos internos de España. En agosto de 1897, el anarquista italiano Angiolillo asesinaba al presidente Cánovas. Este político conservador fue sustituido por su opositor liberal, Práxedes Mateo Sagasta, nada partidario de la política de Weyler, por lo que éste fue cesado y sustituido por el general Blanco. Siguiendo su orientación liberal, algo más abierta, el gobierno Sagasta, cuyo ministro de Ultramar era Segismundo Moret, anunció reformas y un gobierno autónomo para Cuba; España trataba de acabar con la guerra por medio del diálogo.
Y, sobre todo, tranquilizar a Estados Unidos.
En marzo de 1897 había llegado a la Casa Blanca el presidente McKinley, un hombre con el cual el nuevo imperialismo americano se terminaba de consolidar. El 20 de mayo, el Congreso de EEUU aprobó la llamada Propuesta de Morgan, por la cual se reconocía el derecho de los cubanos a hacerle la guerra a España. En septiembre, estalló la bomba: el embajador americano en Madrid, Woodford, anunció al gobierno Sagasta que, o la guerra con los cubanos terminaba el 1 de noviembre, o los Estados Unidos intervendrían. Los españoles contestaron recordando que habían prometido reformas. El 6 de diciembre, en su mensaje al Congreso, McKinley nos contestó diciendo claramente que las tales reformas eran insuficientes; que quería una paz, y una paz justa, es decir no una victoria militar (que, por otra parte, estábamos lejos de obtener).
Éste fue el momento, en el año 98, cuando se desarrolló en España el carpetovetónico orgullo hidalgo, idiota y miope. Se decía en la prensa que los americanos todo lo que tenían era un ejército capaz de matar indios, pero que cuando se enfrentasen a españoles les íbamos a dar la del pulpo. Se decía que no sabrían maniobrar sus barcos y luchar contra una armada gloriosa de siglos, formada por marinos que sí sabían navegar (la triste historia es que las restricciones presupuestarias de décadas habían dejado la Armada española bajo mínimos, y Estados Unidos era ya, entonces y de largo, la mayor potencia naval del mundo). Al gobierno no le faltaron advertencias, como la del almirante Cervera, quien en marzo de 1898 le advirtió que con nosotros los barcos americanos no tenían ni para empezar. Pero los ministros no hicieron ni puto caso.
En la isla las cosas no iban mejor. El ejército de Cuba totalizaba ya 200.000 efectivos (entre los cuales se cuenta, por cierto, un joven observador británico llamado Winston Churchill), pero de éstos casi 140.000 estaban enfermos o heridos. Esta tropa de soldados afiebrados tenía frente a sí a 50.000 mambises capaces de cualquier cosa en su selva y una potencia en el norte capaz de poner 100.000 hombres más en los campos de batalla en relativamente poco tiempo. ¿Teníamos alguna oportunidad de ganar la guerra de Cuba? No sé; quizá, si la hubiésemos comenzado en 1492…
En medio de todo esto ocurrió lo del Maine. Creo que lo lógico es desarrollar mejor esta parte cuando hablemos de la guerra desde el punto de vista americano. Pero, con todo, a mí me parece que el asunto del Maine tiene gran importancia, sin duda; pero, en todo caso, de lo que ya os he contado creo que se deduce que el ultimátum americano de 18 de abril se habría producido, en todo caso, con Maine o sin Maine. Había una dinámica, y esa dinámica era ya muy fuerte horas, días o semanas antes que, por causas que nunca sabremos con exactitud, este barco estadounidense estalló por los aires.
La guerra hispano-estadounidense se decidió en el mar. Los Estados Unidos sabían bien que España quedaba a tomar por culo de Cuba y que, por lo tanto, la guerra era para nosotros, sobre todo, un problema de aprovisionamiento; una vez cortada la línea de provisiones, guerra ganada. Y las provisiones llegaban por barco.
El almirante Dewey, jefe de la flota americana, se había situado en Hong-Kong en los días del ultimátum y, una vez iniciada la guerra, puso proa hacia Filipinas. El 1 de mayo, en la bahía de Cavite, no dejó ni los palillos de dientes. Al crepúsculo de aquel día, España había perdido 6 cruceros, 3 cañoneros, 167 marinos y tenía 214 heridos. Los americanos tenían 12 heridos. Sic.
Nos dieron hasta en el cielo de la boca.
Tenemos los españoles el mérito histórico de haber sido poco menos que los inductores de eso que se ve ahora en las pelis y series americanas que transcurren en la Casa Blanca, es decir esa sala secreta desde donde se siguen los conflictos. Fue precisamente para la guerra de Cuba donde por primera vez, en la mansión de la avenida de Pennsylvania, se montó esa sala operativa que coordinaba todas las noticias de enfrentamientos. Sólo que no se montó en el sótano, donde creo que está ahora, sino en la segunda planta (hemos de recordar que entonces no había aviones, así pues la Casa Blanca no podía estar amenazada por el aire).
De culo, cuesta abajo, sin frenos y contra el viento, lo que quedaba de la escuadra naval española, al mando del mismo almirante Cervera que había predicho que perderíamos por goleada, se atrincheró en el puerto de Santiago de Cuba. Una flota dirigida por el almirante Sampson bloqueó el puerto y se dedicó a esperar. Sabía que la liebre, tarde o temprano, tendría que salir de la madriguera. Que la guerra seguía su curso, los ejércitos necesitaban pertrechos y llegaría el momento que los españoles tendrían que salir a buscarlos.
El 10 de junio, los marines desembarcan en Guantánamo (de donde, por cierto, ya no se han ido). El día 22, otro ejército desembarca en una localidad cubana cuyo nombre produce algún que otro mareo: Daiquirí. Con este desembarco, el general Shafter inicia una estrategia de pinza con los rebeldes, tratando de aislar Santiago de Cuba. Una división americana toma Siboney el día 23. Al día siguiente se produce el llamado combate de las Guásimas. 2.000 españoles tendieron una trampa a los americanos, pero éstos eran tantos que la cosa no salió muy bien.
El 1 de julio se producen las batallas de El Caney y de San Juan, con las que Shafter pretendía colocarse a las puertas de Santiago. Hasta siete oleadas de infantería rechazaron los españoles en El Caney, pero con la octava ya no pudieron, entre otras cosas porque habían registrado unas bajas del 90%, es decir, la tasa registrada en las unidades más expuestas del desembarco de Normandía. En la acción de San Juan brilló un teniente americano llamado Teddy Roosevelt, que pronto llegaría a presidente.
En El Caney, poco menos de 300 españoles mataron a 441 estadounidenses. En San Juan, las bajas están muy equilibradas. Fueron dos batallas de extremada dureza, hoy olvidadas.
Santiago estaba, pues, cercada. Había llegado el momento que Sampson esperaba, en el que la liebre tenía que salir de su madriguera. El 3 de julio de 1898, el buque insignia español, llamado María Teresa, se lanzó a toda máquina contra el acorazado Brooklyn, disparando, tratando de atraer hacia sí a los barcos americanos y permitir al resto de la flota salir de najas del puerto. Los americanos no cayeron en la trampa. Cuatro horas más tarde, se habían apiolado cuatro cruceros acorazados, habían hecho 323 muertos, 150 heridos y 1.720 prisioneros. En el lado americano, un muerto y un puñado de heridos.
Muchas veces he escuchado la historia de que, mientras se producía esta batalla (por llamarla de alguna manera), el gobierno español, en Madrid, estaba en los toros celebrando por adelantado una victoria que daba por segura. Jamás he encontrado un libro de Historia que diga cosa tal, así que doy en pensar que es una leyenda urbana histórica, que haberlas hainas.
El 18 de julio, el gobierno español inicia gestiones para solicitar un armisticio. El 10 de diciembre, en París, firmaba el fin de su presencia en el Pacífico, con la excepción de las islas Carolinas, Marianas y Palaos, que poco tiempo después vendería a Alemania (aunque la voluntariedad de esta acción no fue completa; pero ésa es otra historia).
Ese acuerdo fue, para España, el traumático momento en que se dio cuenta de que el que fue un día Imperio donde nunca se pone el sol, ahora era una puta mierda. Las huellas del 98 se dejan sentir aún hoy en día en tantos y tantos españoles siempre dispuestos a ponderar en mayor valor lo que viene de fuera que lo propio. El 98 alimentó la leyenda negra que quiere ver en España un país más atrasado que la media, anclado en el pasado, ineficaz y ególatra. De la noche a la mañana, descubrimos que, lejos de ser ya el niño más fuerte del patio, cualquier matón de medio pelo nos podía sacar la mugre sin problemas. En parte, las dos Españas nacen de las dos distintas formas de enfrentarse a ese problema.
Lo tenemos encima, aunque no lo veamos.
Este hecho es la razón de que, en la Historia de España, la guerra de Cuba tenga tanta importancia. Perder esa guerra nos sumió a los españoles en un proceso, conocido como el 98, en el cual nos sumergimos en un notable pesimismo sobre nosotros mismos, nuestras capacidades y modernidad, que dicen quienes saben de esto que fue notablemente creativo y animó las grandes líneas de evolución del país durante el siglo XX (aunque también, añado yo, alimentó los enfrentamientos). Ignoro sinceramente cuál es el tratamiento que dan las escuelas estadounidenses y cubanas a estos hechos, pero sí tengo muy claro que, hoy por hoy, la guerra de Cuba le importa tres narices a los currícula escolares españoles, lo cual es notablemente injusto, pues si estudiar los hechos históricos es estudiar aquéllos que influyen en la evolución del país, la guerra de Cuba está situada en la lista de los verdaderamente importantes, junto con cosas como la Reconquista o la propia guerra civil.
Para intentar convenceros de esto inicio hoy una corta serie de posts en la que pretendo analizar el mismo hecho desde tres puntos de vista diferentes, es decir los de las tres partes que se vieron implicadas en aquel follón: España, Estados Unidos y la propia Cuba. Vayamos por partes, pues.
Para España, Cuba era la última perla de un collar ya muy gastado. A lo largo del siglo XIX, y a pesar de intentos un poco lelos como la recuperación de Santo Domingo en 1861, el país ha ido perdiendo sus colonias hasta quedarse tan sólo con Filipinas, Puerto Rico y Cuba, territorios llamados de ultramar donde conserva mercados interesantes, pero que llevan la impronta de la escasa capacidad de evolución por parte de gobiernos que, en mchos casos, bastante tienen con pervivir. Así pues, en las colonias de ultramar la modernidad entra malamente y con retraso, hecho éste que es palmario a través del síntoma de que, en algunos de estos territorios, la esclavitud humana sigue siendo legal cuando el país habitualmente tenido por epítome de la crueldad hacia el ser humano, los Estados Unidos, ya ha aprobado esa asignatura.
Desde el primer cuarto del siglo XIX, España es consciente de que Estados Unidos se sabe potencia puntera en el área, hecho éste que se concreta en la famosísima doctrina Monroe, es decir «América para los americanos»; frase que, en realidad, viene a significar «donde mandan los Estados Unidos no manda ni Dios».
Sin embargo, no todos los intentos por eliminar la influencia de otras potencias, como España, en el continente, son violentos. En 1848, año en el que EEUU le birló a México unos cuantos metros cuadrados, el secretario de Estado norteamericano, James Buchanan, convence al presidente James Knox Polk para que haga una oferta a España de 100 millones de pesos a cambio de la isla de Cuba. Dicha oferta fue transmitida al gobierno de Madrid por el embajador en la plaza, M. Saunders. ¿Qué les contestamos? Pues, simple y llanamente, que preferíamos hundir la isla en el mar que vendérsela; una respuesta muy española.
En 1854, Estados Unidos volvió a plantearse seriamente la compra de la isla, tras el conocido como Manifiesto de Ostende, en el que tal fue el consejo que le dieron al presidente Franklin Pierce sus embajadores en Madrid, París y Londres (Solué, Manso y Buchanan). El Manifiesto de Ostende tiene importancia porque es la primera vez que los estadounidenses pusieron negro sobre blanco que, caso de no querer España vender la isla, a los Estados Unidos les quedaría la posibilidad de quitárnosla a hostias.
En 1868, coincidiendo con la revolución liberal en España, estalla también, con el grito de Yara, la insurrección cubana (que fue aplaudida ipso facto por el Congreso de Washington). En 1869 un agente cubano, de nombre Forbes, hace una nueva oferta de compra de la isla al gobierno español; de alguna forma, Cuba propone comprarse a sí misma. Aunque, en realidad, quien está detrás es Estados Unidos, que trata de vender la cosa del pago en forma de indemnizaciones del pueblo cubano a España por las molestias. Es el hombre fuerte de España en ese momento, el catalán Juan Prim, que era notablemente centralista. Ya sé que suena mal en un catalán; en un catalán, además, que ha dejado palabras en el diario de sesiones del Congreso bastante claras sobre la necesidad de comprender las aspiraciones del catalanismo; pero es lo cierto que a Prim la autonomía de Cuba le movía a reacciones parecidas a las que provoca en mí la sonrisa de Yola Berrocal. Y, como ya hemos tenido ocasión de contar, existe la posibilidad de que esta miopía, ausencia de seny o lo que fuese, le costara la vida.
Prim, pues, dice que y un huevo. A pesar de que trata de mostrar flexibilidad (ofrece un referendo sobre la independencia), no quiere que el tema de Cuba se trate en serio, mucho menos que lo mangoneen los yanquis. Su decisión sumirá a Cuba en una larguísima guerra insurreccional, de 1868 a 1878, en la que los soldados españoles morirán como chinches (no menos de 200.000; y piénsese que, en ese momento, España tiene aproximadamente 18,5 millones de habitantes. ¿Qué diríamos de Iraq si hubiese costado la vida de 485.000 españoles?) Esta, por así decirlo, primera guerra de Cuba, termina con la llamada Paz de Zanjón, alcanzada por el general Arsenio Martínez Campos, y que dará para que la cosa no se vuelva a torcer hasta 1895. Esta paz se consiguió a base de pactar reformas, sobre todo la apertura de elecciones a los ayuntamientos y para la designación de representantes cubanos en las Cortes españolas; reformas que nunca se llevaron a cabo, motivo por el cual las hostilidades acabaron por recomenzar.
¿Qué es lo que pasa entre 1878 y 1895? Pues varias cosas, pero sobre todo una: la inmensa labor filosófica y literaria que se produce en Estados Unidos por parte de personas que creen que su país está llamado (y lo estaba) a tener un papel más importante en la política mundial, así pues consideraban que era lícito que se implicase en enfrentamientos diversos. El maestro de la novela histórica Gore Vidal lo cuenta muy bien en su obra Empire; volveremos sobre ello cuando tratemos todo este rollo desde el punto de vista de los Estados Unidos.
España, mientras tanto, vivía los primeros años de la Restauración, con lo que tuvo estabilidad política para haberse planteado políticas diversas; pero no lo hizo, porque, en primer lugar, fue incapaz de comprender el poder emergente de los Estados Unidos; y, en segundo lugar, asumió que Cuba estaba dominada por las fuerzas conservadoras terratenientes proespañolas, es decir, infravaloró a los insurgentes. Eso sí, ante sus graves tensiones presupuestarias, fue reduciendo progresivamente su presencia militar en Cuba, de modo y forma que, en 1895, cuando vuelve el baile, hay en Cuba algo menos de 75.000 soldados del ejército español, de los cuales apenas 14.000 son realmente españoles. El conocido por la Historia como grito de Baire, es decir el comienzo de la guerra cubana que acabó con la independencia de la isla, pilló a los españoles en bragas. Y eso que ya se había producido en 1879 un conato, el conocido como Guerra Chiquita. El general Martínez Campos, encomendado nuevamente de la Capitanía General de Cuba tras la insurrección del 95, escribe al presidente Cánovas reconocimiento que lo español es odiado por la ciudadanía cubana entera, descontados tan sólo algunos de los burgueses de las grandes ciudades.
El grito de Baire se produjo el 24 de febrero de 1895 y, como he dicho, pilló a los españoles, entre ellos a su primer mando el general Calleja, con el pie cambiado. Por ello, la rebelión se extendió rápidamente y los rebeldes pudieron, pocos días después, desembarcar en el este de la isla, donde tenían más apoyo. El 19 de mayo, España asesta el primer golpe en una acción armada en la que muere la Gran Esperanza Blanca de los insurrectos, el notable poeta José Martí. Sin embargo, los cubanos no ceden y en septiembre llegarán incluso a aprobar una constitución (reunión de Jimaguayú).
En octubre, Gómez y Maceo, líderes militares de los insurrectos, comenzaron la invasión de la mitad oeste de la isla, acción que tenía como objetivo fundamental paralizar la zafra azucarera y, consiguientemente, estrangular la economía cubana (que, como vemos, dependía básicamente de lo mismo que básicamente depende hoy en día). Esta ofensiva comenzó en Baraguá y terminó, en tan sólo tres meses, con la toma de Mantua (22 de enero de 1896).
El gobierno español pudo pensar en negociar. Pero en lo que pensó fue en ganar la guerra, como fuese. Cesó a Martínez Campos, un militar de talante negociador (al fin y al cabo, había terminado la primera guerra con un pacto) y lo sustituyó por un halcón, un militar amigo de la mano dura: Valeriano Weyler. Prueba de que Martínez Campos no era el hombre para aplicar mano dura es la confesión que hace en una carta a Cánovas, en la que confiesa que «tengo creencias que son superiores a todo y me impiden los fusilamientos y otros actos análogos». No era el caso de Weyler.
Weyler se planteó endurecer la mano y, por primera vez desde el inicio de esta segunda guerra, obstaculizar de verdad la acción de los insurrectos; su dureza tuvo efectos colaterales, como alimentar las historias de la prensa sensacionalista americana, que se hizo de oro contando atrocidades ciertas y no tan ciertas que presuntamente estaría cometiendo Weyler. El general dividió la isla en tres zonas delimitadas por trochas, que así se llamaban a las líneas flanqueadas por fuertes que eran defendidos por pequeñas fuerzas de una veintena de hombres. Las trochas se podían comunicar por medio de reflectores (un poco el sistema de alarmas que utilizan los ejércitos de Rohan en El Señor de los Anillos). Militarmente, esta racionalización del ataque español dio sus frutos. Weyler consiguió hacer retroceder a los insurrectos del sector occidental y, el 7 de diciembre de 1896, incluso logró matar a Maceo.
Lo que no consiguió la insurrección, sin embargo, lo consiguieron los hechos internos de España. En agosto de 1897, el anarquista italiano Angiolillo asesinaba al presidente Cánovas. Este político conservador fue sustituido por su opositor liberal, Práxedes Mateo Sagasta, nada partidario de la política de Weyler, por lo que éste fue cesado y sustituido por el general Blanco. Siguiendo su orientación liberal, algo más abierta, el gobierno Sagasta, cuyo ministro de Ultramar era Segismundo Moret, anunció reformas y un gobierno autónomo para Cuba; España trataba de acabar con la guerra por medio del diálogo.
Y, sobre todo, tranquilizar a Estados Unidos.
En marzo de 1897 había llegado a la Casa Blanca el presidente McKinley, un hombre con el cual el nuevo imperialismo americano se terminaba de consolidar. El 20 de mayo, el Congreso de EEUU aprobó la llamada Propuesta de Morgan, por la cual se reconocía el derecho de los cubanos a hacerle la guerra a España. En septiembre, estalló la bomba: el embajador americano en Madrid, Woodford, anunció al gobierno Sagasta que, o la guerra con los cubanos terminaba el 1 de noviembre, o los Estados Unidos intervendrían. Los españoles contestaron recordando que habían prometido reformas. El 6 de diciembre, en su mensaje al Congreso, McKinley nos contestó diciendo claramente que las tales reformas eran insuficientes; que quería una paz, y una paz justa, es decir no una victoria militar (que, por otra parte, estábamos lejos de obtener).
Éste fue el momento, en el año 98, cuando se desarrolló en España el carpetovetónico orgullo hidalgo, idiota y miope. Se decía en la prensa que los americanos todo lo que tenían era un ejército capaz de matar indios, pero que cuando se enfrentasen a españoles les íbamos a dar la del pulpo. Se decía que no sabrían maniobrar sus barcos y luchar contra una armada gloriosa de siglos, formada por marinos que sí sabían navegar (la triste historia es que las restricciones presupuestarias de décadas habían dejado la Armada española bajo mínimos, y Estados Unidos era ya, entonces y de largo, la mayor potencia naval del mundo). Al gobierno no le faltaron advertencias, como la del almirante Cervera, quien en marzo de 1898 le advirtió que con nosotros los barcos americanos no tenían ni para empezar. Pero los ministros no hicieron ni puto caso.
En la isla las cosas no iban mejor. El ejército de Cuba totalizaba ya 200.000 efectivos (entre los cuales se cuenta, por cierto, un joven observador británico llamado Winston Churchill), pero de éstos casi 140.000 estaban enfermos o heridos. Esta tropa de soldados afiebrados tenía frente a sí a 50.000 mambises capaces de cualquier cosa en su selva y una potencia en el norte capaz de poner 100.000 hombres más en los campos de batalla en relativamente poco tiempo. ¿Teníamos alguna oportunidad de ganar la guerra de Cuba? No sé; quizá, si la hubiésemos comenzado en 1492…
En medio de todo esto ocurrió lo del Maine. Creo que lo lógico es desarrollar mejor esta parte cuando hablemos de la guerra desde el punto de vista americano. Pero, con todo, a mí me parece que el asunto del Maine tiene gran importancia, sin duda; pero, en todo caso, de lo que ya os he contado creo que se deduce que el ultimátum americano de 18 de abril se habría producido, en todo caso, con Maine o sin Maine. Había una dinámica, y esa dinámica era ya muy fuerte horas, días o semanas antes que, por causas que nunca sabremos con exactitud, este barco estadounidense estalló por los aires.
La guerra hispano-estadounidense se decidió en el mar. Los Estados Unidos sabían bien que España quedaba a tomar por culo de Cuba y que, por lo tanto, la guerra era para nosotros, sobre todo, un problema de aprovisionamiento; una vez cortada la línea de provisiones, guerra ganada. Y las provisiones llegaban por barco.
El almirante Dewey, jefe de la flota americana, se había situado en Hong-Kong en los días del ultimátum y, una vez iniciada la guerra, puso proa hacia Filipinas. El 1 de mayo, en la bahía de Cavite, no dejó ni los palillos de dientes. Al crepúsculo de aquel día, España había perdido 6 cruceros, 3 cañoneros, 167 marinos y tenía 214 heridos. Los americanos tenían 12 heridos. Sic.
Nos dieron hasta en el cielo de la boca.
Tenemos los españoles el mérito histórico de haber sido poco menos que los inductores de eso que se ve ahora en las pelis y series americanas que transcurren en la Casa Blanca, es decir esa sala secreta desde donde se siguen los conflictos. Fue precisamente para la guerra de Cuba donde por primera vez, en la mansión de la avenida de Pennsylvania, se montó esa sala operativa que coordinaba todas las noticias de enfrentamientos. Sólo que no se montó en el sótano, donde creo que está ahora, sino en la segunda planta (hemos de recordar que entonces no había aviones, así pues la Casa Blanca no podía estar amenazada por el aire).
De culo, cuesta abajo, sin frenos y contra el viento, lo que quedaba de la escuadra naval española, al mando del mismo almirante Cervera que había predicho que perderíamos por goleada, se atrincheró en el puerto de Santiago de Cuba. Una flota dirigida por el almirante Sampson bloqueó el puerto y se dedicó a esperar. Sabía que la liebre, tarde o temprano, tendría que salir de la madriguera. Que la guerra seguía su curso, los ejércitos necesitaban pertrechos y llegaría el momento que los españoles tendrían que salir a buscarlos.
El 10 de junio, los marines desembarcan en Guantánamo (de donde, por cierto, ya no se han ido). El día 22, otro ejército desembarca en una localidad cubana cuyo nombre produce algún que otro mareo: Daiquirí. Con este desembarco, el general Shafter inicia una estrategia de pinza con los rebeldes, tratando de aislar Santiago de Cuba. Una división americana toma Siboney el día 23. Al día siguiente se produce el llamado combate de las Guásimas. 2.000 españoles tendieron una trampa a los americanos, pero éstos eran tantos que la cosa no salió muy bien.
El 1 de julio se producen las batallas de El Caney y de San Juan, con las que Shafter pretendía colocarse a las puertas de Santiago. Hasta siete oleadas de infantería rechazaron los españoles en El Caney, pero con la octava ya no pudieron, entre otras cosas porque habían registrado unas bajas del 90%, es decir, la tasa registrada en las unidades más expuestas del desembarco de Normandía. En la acción de San Juan brilló un teniente americano llamado Teddy Roosevelt, que pronto llegaría a presidente.
En El Caney, poco menos de 300 españoles mataron a 441 estadounidenses. En San Juan, las bajas están muy equilibradas. Fueron dos batallas de extremada dureza, hoy olvidadas.
Santiago estaba, pues, cercada. Había llegado el momento que Sampson esperaba, en el que la liebre tenía que salir de su madriguera. El 3 de julio de 1898, el buque insignia español, llamado María Teresa, se lanzó a toda máquina contra el acorazado Brooklyn, disparando, tratando de atraer hacia sí a los barcos americanos y permitir al resto de la flota salir de najas del puerto. Los americanos no cayeron en la trampa. Cuatro horas más tarde, se habían apiolado cuatro cruceros acorazados, habían hecho 323 muertos, 150 heridos y 1.720 prisioneros. En el lado americano, un muerto y un puñado de heridos.
Muchas veces he escuchado la historia de que, mientras se producía esta batalla (por llamarla de alguna manera), el gobierno español, en Madrid, estaba en los toros celebrando por adelantado una victoria que daba por segura. Jamás he encontrado un libro de Historia que diga cosa tal, así que doy en pensar que es una leyenda urbana histórica, que haberlas hainas.
El 18 de julio, el gobierno español inicia gestiones para solicitar un armisticio. El 10 de diciembre, en París, firmaba el fin de su presencia en el Pacífico, con la excepción de las islas Carolinas, Marianas y Palaos, que poco tiempo después vendería a Alemania (aunque la voluntariedad de esta acción no fue completa; pero ésa es otra historia).
Ese acuerdo fue, para España, el traumático momento en que se dio cuenta de que el que fue un día Imperio donde nunca se pone el sol, ahora era una puta mierda. Las huellas del 98 se dejan sentir aún hoy en día en tantos y tantos españoles siempre dispuestos a ponderar en mayor valor lo que viene de fuera que lo propio. El 98 alimentó la leyenda negra que quiere ver en España un país más atrasado que la media, anclado en el pasado, ineficaz y ególatra. De la noche a la mañana, descubrimos que, lejos de ser ya el niño más fuerte del patio, cualquier matón de medio pelo nos podía sacar la mugre sin problemas. En parte, las dos Españas nacen de las dos distintas formas de enfrentarse a ese problema.
Lo tenemos encima, aunque no lo veamos.
miércoles, diciembre 12, 2007
Usera
Por mucho que la Historia lo intenta, no consigue hacer justicia a todos quienes en ella destacan. El tiempo es un juez muy duro y, tarde o temprano, para la mayoría de las personas una vez recordadas llega el olvido. Su traza sigue ahí; dan nombre a tal o cual lugar, pero las personas pronuncian ese nombre sin tener realmente conciencia o información sobre a quién se están refiriendo.
El Madrid moderno ha tenido diversos constructores y uno más famoso que ninguno: el marqués de Salamanca. En realidad, yo creo que si le preguntasen a la mayoría de los madrileños, contestarían que Madrid, como ciudad, es mérito de Carlos III y del marqués más o menos a partes iguales. Pero Madrid es muy grande y en él hay sitio para otros constructores. Hoy os quiero hablar de uno que está en boca de muchos madrileños, aunque, en realidad, no sepan quien es: Marcelo Usera.
Nació Marcelo Usera en 1874, de una familia de posibles. Su padre era inspector de ingenieros de minas y ganaba sus peculios para poder pagar una vida y unos estudios a sus cinco hijos, aunque lo pagaba a base de prolongadas ausencias de casa. Ausencia que pronto se hizo extrañamiento, porque fue destinado a Cuba, que entonces aún era española.
En 1890, los buenos oficios del señor Usera padre le granjearon el nombramiento de inspector general del Cuerpo de Ingenieros, motivo por el cual regresó a España. Sin embargo, en ese momento, de gran felicidad para la familia, sobrevino la tragedia, pues el buen hombre falleció repentinamente en aquel viaje de regreso. Marcelo, que hace la carrera de Filosofía y Letras, tiene que empezar a ayudar a mantener a su familia a base de dar clases, lo cual no le impide también estudiar Derecho.
Ésta es la vida de Marcelo Usera, la vida pues de un burgués venido a menos, golpeado por la mala suerte, hasta que en 1904, con treinta años de edad, se casa con Carmen del Río. Su esposa posee algunas tierras de labrantío pasado el Manzanares, tocando Carabanchel, Villaverde y el propio término municipal de Madrid. Esto le permite a Usera penetrar en el mundo de la producción agropecuaria, donde destacará. En 1912, con ocasión de la Exposición Agrícola y Ganadera Internacional que se celebra en Madrid, recibe varios premios. Y no es ésta la única prueba del talento organizador de Marcelo. A los veinte años se había ido, como todos los pobres, a hacer el servicio militar, alcanzando el grado de oficial y adquiriendo una serie de experiencias que le permitieron redactar un trabajo titulado Suministros a un ejército en operaciones; obra que llamó la atención nada menos que del rey Alfonso XIII, el cual acabará pagándole la edición del estudio y los costes derivados de la expedición del título de abogado.
Es tras la primera guerra mundial cuando Usera comienza a madurar la idea de que Madrid va a crecer. Una idea ciertamente visionaria; ahora parecerá muy fácil creer en ella, pero lo cierto es que, en los primeros años del siglo pasado, Madrid era una ciudad provinciana que ejercía de capital administrativa, que no económica, de un país más bien poco productivo; nada parecía indicar que habría de crecer significativamente.
Marcelo Usera decide, como décadas antes el marqués de Salamanca, construir un pequeño Madrid dentro de Madrid. Pero no puede. Las tierras que posee tras su matrimonio, ya lo he dicho, están muy dispersas; hay parcelas por aquí y por allá. Así que él comienza una labor de concentración basada en la permuta; se deshace de tierras en Carabanchel y Villaverde, sectores que en ese momento quedan muy lejanos a las líneas de expansión que él imagina, a cambio de tierras en el área de Madrid.
Una vez conseguidas las tierras, Usera promueve y comienza a comercializar las casas de su nuevo barrio, que en su origen se denominó La Legión ya que aquel hombre, al parecer, tenía gran admiración por Millán Astray, el militar que la fundó; de hecho, las calles y plazas del nuevo barrio llevan nombres de distintos jefes legionarios (una calle, por cierto, se denomina del Comandante Franco). En realidad, los nombres del futuro barrio de Usera son muy curiosos; en la primera mitad del siglo XX, en una medida que por cierto me parece muy recomendable, los vecinos tenían la potestad de decidir los nombres de las calles de sus barrios. Por este motivo, las calles del barrio de Usera llevan, en muchos casos, los nombres de parientes o empleados de Usera que eran conocidos en el barrio.
Según la documentación que he podido leer, Usera vendió 300 parcelas de La Legión, a 30 céntimos el pie. Luego acometió una operación muy parecida en un barrio conocido como El Parador del Sol, más o menos donde hoy está el puente de Praga; y, por último, promovió la construcción del barrio que lleva su nombre.
Se dice que por una parcela que le faltaba en su barrio, que valía unas 125 pesetas, Usera pagó 5.000. La gente pensó que era gilipollas. Pero, una vez urbanizada, la vendió por 30.000.
Ideó un barrio para unos 10.000 pobladores en casas de una a tres plantas; un concepto muy rural que el crecimiento de Madrid acabó, digamos, «matizando». No sé muy bien cuántas personas viven hoy en el barrio de Usera, pero para que sean seis o siete veces la cifra inicial, no tiene que pasar nada.
Usera falleció el 29 de enero de 1955. En su barrio había donado el suelo para la construcción de un colegio, que al parecer consideraba su gran obra. Su testamento dejaba en herencia en nuda propiedad a dicho grupo escolar, con una riqueza equivalente a un millón y medio de pesetas; una pasta para la época.
Nadie duda que don Marcelo quería hacer dinero, y lo hizo. Pero su labor tiene el tufo de esas personas que, además de hacer dinero, hacen otras cosas. Las crónicas de la época dibujan a un Marcelo Usera conocido por sus vecinos, a la par que clientes, los cuales, como acabo de decir, nombraban las calles con personas de su entorno, como si de una especie de familia se tratase. Así pues, el barrio de Usera hoy existente, con su nombre quizá olvidado para muchos, sirve para recordarnos algo sobre lo que a menudo dudan muchas personas: nos viene a recordar que, para hacer dinero, no es estrictamente necesario ser un cabrón.
El Madrid moderno ha tenido diversos constructores y uno más famoso que ninguno: el marqués de Salamanca. En realidad, yo creo que si le preguntasen a la mayoría de los madrileños, contestarían que Madrid, como ciudad, es mérito de Carlos III y del marqués más o menos a partes iguales. Pero Madrid es muy grande y en él hay sitio para otros constructores. Hoy os quiero hablar de uno que está en boca de muchos madrileños, aunque, en realidad, no sepan quien es: Marcelo Usera.
Nació Marcelo Usera en 1874, de una familia de posibles. Su padre era inspector de ingenieros de minas y ganaba sus peculios para poder pagar una vida y unos estudios a sus cinco hijos, aunque lo pagaba a base de prolongadas ausencias de casa. Ausencia que pronto se hizo extrañamiento, porque fue destinado a Cuba, que entonces aún era española.
En 1890, los buenos oficios del señor Usera padre le granjearon el nombramiento de inspector general del Cuerpo de Ingenieros, motivo por el cual regresó a España. Sin embargo, en ese momento, de gran felicidad para la familia, sobrevino la tragedia, pues el buen hombre falleció repentinamente en aquel viaje de regreso. Marcelo, que hace la carrera de Filosofía y Letras, tiene que empezar a ayudar a mantener a su familia a base de dar clases, lo cual no le impide también estudiar Derecho.
Ésta es la vida de Marcelo Usera, la vida pues de un burgués venido a menos, golpeado por la mala suerte, hasta que en 1904, con treinta años de edad, se casa con Carmen del Río. Su esposa posee algunas tierras de labrantío pasado el Manzanares, tocando Carabanchel, Villaverde y el propio término municipal de Madrid. Esto le permite a Usera penetrar en el mundo de la producción agropecuaria, donde destacará. En 1912, con ocasión de la Exposición Agrícola y Ganadera Internacional que se celebra en Madrid, recibe varios premios. Y no es ésta la única prueba del talento organizador de Marcelo. A los veinte años se había ido, como todos los pobres, a hacer el servicio militar, alcanzando el grado de oficial y adquiriendo una serie de experiencias que le permitieron redactar un trabajo titulado Suministros a un ejército en operaciones; obra que llamó la atención nada menos que del rey Alfonso XIII, el cual acabará pagándole la edición del estudio y los costes derivados de la expedición del título de abogado.
Es tras la primera guerra mundial cuando Usera comienza a madurar la idea de que Madrid va a crecer. Una idea ciertamente visionaria; ahora parecerá muy fácil creer en ella, pero lo cierto es que, en los primeros años del siglo pasado, Madrid era una ciudad provinciana que ejercía de capital administrativa, que no económica, de un país más bien poco productivo; nada parecía indicar que habría de crecer significativamente.
Marcelo Usera decide, como décadas antes el marqués de Salamanca, construir un pequeño Madrid dentro de Madrid. Pero no puede. Las tierras que posee tras su matrimonio, ya lo he dicho, están muy dispersas; hay parcelas por aquí y por allá. Así que él comienza una labor de concentración basada en la permuta; se deshace de tierras en Carabanchel y Villaverde, sectores que en ese momento quedan muy lejanos a las líneas de expansión que él imagina, a cambio de tierras en el área de Madrid.
Una vez conseguidas las tierras, Usera promueve y comienza a comercializar las casas de su nuevo barrio, que en su origen se denominó La Legión ya que aquel hombre, al parecer, tenía gran admiración por Millán Astray, el militar que la fundó; de hecho, las calles y plazas del nuevo barrio llevan nombres de distintos jefes legionarios (una calle, por cierto, se denomina del Comandante Franco). En realidad, los nombres del futuro barrio de Usera son muy curiosos; en la primera mitad del siglo XX, en una medida que por cierto me parece muy recomendable, los vecinos tenían la potestad de decidir los nombres de las calles de sus barrios. Por este motivo, las calles del barrio de Usera llevan, en muchos casos, los nombres de parientes o empleados de Usera que eran conocidos en el barrio.
Según la documentación que he podido leer, Usera vendió 300 parcelas de La Legión, a 30 céntimos el pie. Luego acometió una operación muy parecida en un barrio conocido como El Parador del Sol, más o menos donde hoy está el puente de Praga; y, por último, promovió la construcción del barrio que lleva su nombre.
Se dice que por una parcela que le faltaba en su barrio, que valía unas 125 pesetas, Usera pagó 5.000. La gente pensó que era gilipollas. Pero, una vez urbanizada, la vendió por 30.000.
Ideó un barrio para unos 10.000 pobladores en casas de una a tres plantas; un concepto muy rural que el crecimiento de Madrid acabó, digamos, «matizando». No sé muy bien cuántas personas viven hoy en el barrio de Usera, pero para que sean seis o siete veces la cifra inicial, no tiene que pasar nada.
Usera falleció el 29 de enero de 1955. En su barrio había donado el suelo para la construcción de un colegio, que al parecer consideraba su gran obra. Su testamento dejaba en herencia en nuda propiedad a dicho grupo escolar, con una riqueza equivalente a un millón y medio de pesetas; una pasta para la época.
Nadie duda que don Marcelo quería hacer dinero, y lo hizo. Pero su labor tiene el tufo de esas personas que, además de hacer dinero, hacen otras cosas. Las crónicas de la época dibujan a un Marcelo Usera conocido por sus vecinos, a la par que clientes, los cuales, como acabo de decir, nombraban las calles con personas de su entorno, como si de una especie de familia se tratase. Así pues, el barrio de Usera hoy existente, con su nombre quizá olvidado para muchos, sirve para recordarnos algo sobre lo que a menudo dudan muchas personas: nos viene a recordar que, para hacer dinero, no es estrictamente necesario ser un cabrón.
sábado, diciembre 08, 2007
La huelga de actores del 75
No sé si en otros países será igual, pero en España la implicación de los actores en política es bastante intensa. A mí es algo que no me parece ni bien ni mal; lo que no acabo de entender es la importancia que se le da. Comprendo que los actores son gente conocida y tal; pero también es conocido Chiquito de la Calzada, y no creo que sus opiniones políticas le importen demasiado a nadie. Me resulta difícil de entender por qué es tan importante la opinión política de Pilar Bardem. Yo, al fin y al cabo, desconozco lo que ha estudiado, lo que ha leído y lo que ha reflexionado esta persona. Así las cosas, en frío me parecen más atendibles las opiniones de mi vecino Raúl o de mi primo Rafa, personas a las que conozco y de las que sé, más o menos, cómo se han formado. Si Federico Luppi piensa que a no sé quién hay que rodearlo de un cordón sanitario, respeto su opinión; pero no tengo ninguna razón para pensar que sea una opinión sólida, o endeble. Simplemente, desconozco por completo si este señor es, en materia de cultura política, un mastuerzo o un premio Nobel; y me cuesta entender a la gente que le sigue, o le ataca, sin saberlo.
Por unas razones o por otras, ya lo he escrito, los actores siempre han sido espadaña política. También lo fueron en época de Franco. De hecho, y es el recuerdo del que me quiero ocupar hoy, el año 1975, uno de los años cruciales de la Historia de España porque al final del mismo moriría el general Franco, el año 75, digo, casi comenzó con una huelga de actores.
Una huelga muy sonada en un país sin huelgas. Esto es algo que tal vez sonará extraño a aquéllos de mis lectores que hoy tengan, digamos, menos de 35 o 40 años. Pero, sí, hubo un tiempo, en España, en el que las huelgas eran ilegales, no podían existir. Para desgracia del franquismo, sin embargo, las huelgas existían, en el sentido de que la gente dejaba de trabajar y tal. La cosa le había funcionado razonablemente bien a Franco mientras el miedo a la guerra continuó ahí, en el inconsciente colectivo. No obstante, desde los años sesenta, las cosas empezaron a cambiar, por dos razones principales: la primera, el intercambio generacional, pues, después de más de veinte años de paz, se habían incorporado a las plantillas laborales un montón de personas jóvenes que no tenían tanto miedo. La segunda razón fue la inteligente estrategia del Partido Comunista (la única oposición seria que tenía entonces el franquismo; lo demás eran guateques tortilleros), que se dio cuenta de que ni iba a poder invadir España, ni con el maquis había ido a ninguna parte, ni la comunidad internacional se iba a convencer de que tenía que echar a Franco. Así las cosas, los comunistas decidieron dinamitar el franquismo desde dentro y eso, en el ámbito de las relaciones laborales, supuso el nacimiento de las Comisiones Obreras, un movimiento diseñado para minar al sindicato único falangista desde dentro. Quizá algún día hablemos del año, 1962, en el que estas estrategias alcanzaron la mayoría de edad.
Ahora estamos bastante más tarde. En febrero de 1975. Hace entonces un año de un hecho entonces de gran trascendencia política y, se decía, histórica, que fue el llamado Espíritu del 12 de febrero, al que algún día, si tengo tiempo y vosotros paciencia, le dedicaré un post. En España se notan aires de apertura, pero de apertura al modo franquista: se abre la mano, pero sólo a quienes acepten las reglas de juego del régimen. Las fuerzas de oposición no tragan; no quieren participar en una apertura en la que no se dan las libertades objetivas que en una democracia se dan. Entre ellas la huelga. Y es por ello que el gobierno se está planteando permitir huelgas legales de alguna manera; una tentativa que le costará una crisis de gobierno pues el ministro de Trabajo, Licinio de la Fuente, dimitirá; y, en cualquier caso, no se llevará a cabo hasta 1976, con Franco ya muerto. La huelga, en ese momento, es ilegal y, cuando Franco se muera, seguirá siendo, cuando menos, cuasiilegal.
A pesar de esa ilegalidad, el día 4 de febrero, quince teatros de Madrid colocan en sus taquillas el siguiente letrero: «Por incomparecencia de los actores, se lamenta informar que la sesión de hoy queda suspendida». En la sesión de noche son ya veintiuno los teatros donde no se da sesión, es decir la totalidad de la oferta teatral de la capital. Pronto serán secundados por los actores que trabajan en Televisión Española (la única televisión de España entonces). Y para aquello sí que había que tener cataplines. Leer un manifiesto y encadenarse a un árbol es relativamente sencillo en democracia. Pero para montarle una huelga a Franco y dejarlo sin teatros, había que tenerlos bien puestos. Quizá por eso, en la lista de animadores de la huelga no faltaron las mujeres.
No obstante tener una lectura política obvia, el conflicto de los actores era en su inicio un conflicto plenamente laboral. La profesión de actor estaba regida por una ordenanza laboral que se había aprobado en 1972 pero que, según los actores, estaba siendo sistemáticamente incumplida por los empresarios de los teatros. En tal tesitura, los actores querían plantear un conflicto colectivo y negociar un convenio en el que estuviesen escritas las relaciones laborales del sector en Madrid. Algo como muy normal. Si ocurre hoy, no ocuparía ni un breve en las publicaciones económicas.
Entre función y función, los actores habían celebrado una asamblea el 15 de diciembre de 1974. Hicieron acopio de reivindicaciones: mejor salario (ésta, obviamente, nunca falta), pago por los empresarios de dietas y gastos de desplazamiento (parece lógico que si se hace una representación en otra ciudad, estas cosas se paguen), cobrar los ensayos (hay que tener jeta para sostener que para un actor un ensayo no es curro), función única diaria (para mí que esto no lo han conseguido todavía), pagas extraordinarias y cobro de sueldos incluso cuando se suspenda el espectáculo. Como se ve, ni pedían amnistía para los presos políticos, ni una solución para el pueblo vasco ni nada parecido. Tenían reivindicaciones laborales, y bastante racionales, a mi modo de ver.
En la asamblea, los actores decidieron elegir unos representantes que negociasen por ellos. Fueron once los elegidos, la entonces famosa «comisión de los once», formada por: José Francisco Margallo, Vicente Cuesta, Lola Gaos, Jesús Sastre, Luis Prendes, Pedro del Río, Alberto Alonso, Jaime Blanch, José María Rodero, José María Escuer y Gloria Berrocal. Algunos no podéis tener memoria y otros la habréis perdido, pero en esta lista están algunos de los grandes dinosaurios de la escena española; es más, está el para mí mejor actor de teatro español que al menos yo he podido ver (Rodero). Y eso era, precisamente, lo que el franquismo no podía permitir.
El montaje del franquismo se basaba en la existencia de un sindicato vertical único que englobaba a trabajadores y empresarios. La idea nació del sueño nacional-sindicalista de José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma, fundadores de Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) respectivamente, quienes se fusionaron en tiempos de la República en Falange Española y de las JONS e imprimieron su ideario en un documento de 27 puntos que, entre otras cosas, definía España como un inmenso sindicato de productores. Una idea fuertemente centralizadora de corte fascista que había sobrevivido malamente a los tiempos, entre otras cosas porque, como ya hemos dicho, portaba en su interior el sorgo de las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho.
Teóricamente, en la teoría del franquismo quiero decir, las huelgas no eran necesarias porque, al estar huelguista y huelgado en la misma organización, el sindicato, en su seno se pondrían de acuerdo. Pero eso, precisamente, al franquismo le salía sarna cada vez que alguien hablaba de algún cauce de negociación por fuera de las estructuras de dicho sindicato. Y eso es, precisamente, lo que hicieron los actores de Madrid en su asamblea. Su mensaje al franquismo fue: tus delegados del sindicato nos la pelan; queremos que negocien nuestros once.
Tanto el presidente del Sindicato Nacional de la cosa del espectáculo como el del sindicato provincial madrileño se opusieron, claro, a que la famosa comisión de los once tocase pito en las negociaciones. Aducían el artículo 7 de la vigente Ley de Convenios, que atribuía a los representantes del sindicato vertical el monopolio de la discusión de los convenios.
El día 2 de febrero, hubo otra asamblea de actores en la Delegación Nacional de Sindicatos, a la que asistieron los jefes sindicales. Hubo 900 actores en la sala, de donde cabe colegir que debieron de estar hasta los que hacían de estatuarios. En dicha asamblea, los jerifaltes sindicales persistieron en la posición de impedir la participación de la «comisión de los once». Negativa que llevó a los otros 900 a votar la huelga.
El día 5 de febrero, tras un día sin teatro en Madrid, el gobierno se dio cuenta de que aquella huelga era más visible que otras, así que intentó pararla. El ministro de Relaciones Sindicales, Alejandro Fernández Sordo, se entrevistó con un grupo de actores; no hubo acuerdo. Fue ese día cuando los actores de la tele se unieron. El Estudio 1, a tomar vientos. La cosa se ponía seria.
El día 8 de febrero se produjo el acto de mayor tensión dentro de esta huelga. En el teatro Bellas Artes, junto con un grupo de actores, se encontraban reunidos otros que no trabajaban en dicho teatro en aquel momento, y fueron detenidos por la policía. La lectura de la nota oficial que hizo pública la Dirección General de Seguridad el día 10 tiene sus vetas de cachondeo.
La policía, decía la nota, había tenido noticia de que había piquetes de actores que coaccionaban a los que querían trabajar para que no lo hiciesen; argumento que parece más bien inventado teniendo en cuenta que las asambleas fueron multitudinarias y sus decisiones bastante unánimes. Además, decía la policía, se había detectado la difusión por parte de dichos piquetes de panfletos de una denominada Unión Popular de Artistas, filial [sic] del Frente Revolucionario Antifascista Patriótico. Puede ser creíble lo de la distribución de propaganda, pues entre los actores los había muy significados políticamente como Lola Gaos. Que la propaganda fuese del FRAP, ya se me hace más difícil de creer; quizá la policía estaba aquí intentando echar mierda sobre los actores, ligándolos a un grupo tan radical.
Los detenidos, proseguía la nota, habían sido sorprendidos «amenazando de forma violenta a los actores y actrices que se disponían a intervenir en la representación».
Los ocho violentos huelguistas que, según la DGS, amenazaban con hostiar al que trabajase resultaron ser: Antonio Malonda Sánchez, que entonces tenía 42 años; Yolanda Monreal Cartón, de 38; María Fernanda Agustina Sainz Rubio, de 33; José Carlos Plaza Galán, de 32; María Enriqueta Carballeira Troteaga; María de los Ángeles Heras Ortiz, de 30 años; Flora María Álvaro Puig, de 26; y Pedro María Sánchez Tercero, de 21 años.
Supongo que algún actor más o menos conocido se me está escapando con eso de que las filiaciones reales no coinciden con los nombres artísticos (1). Pero a alguno sí conozco, y por eso pregunto. ¿Os imagináis a la seria empleada de hogar de Paz Padilla en Mis adorables vecinos, o sea Tina Saiz (María Fernanda Agustina) «amenazando de forma violenta a los actores y actrices que se disponían a intervenir en la representación»? ¿Y a Enriqueta Carballeira? ¿Y si os digo que el nombre artístico de María de los Ángeles Heras Ortiz era Rocío Dúrcal?
Los detenidos fueron puestos en libertad algunas horas después, tras las gestiones de una comisión, una vez más, de actores y autores, de la que al parecer formaron parte Adolfo Marsillach y el recientemente difunto Fernando Fernán Gómez. No obstante, antes se les aplicó la Ley de Orden Público, en virtud de la cual les fueron impuestas multas de cierta importancia, a saber:
- 500.000 pesetas (3.000 euros) a Antonio Malonda, Yolanda Monreal, Tina Saiz y José Carlos Plaza.
- 250.000 pesetas (2.700 euros) a Enriqueta Carballeira.
- 200.000 lúas (1.200 euros) a Rocío Dúrcal.
- 100.000 pelas (600 euros) a Flora María Álvaro Puig y Pedro Mari Sánchez.
No he logrado averiguar si pagaron las multas de su peculio, de alguna caja de resistencia, o si se las arreglaron para no pagar. A lo mejor alguno de vosotros ve algún día a alguno de los protagonistas de esta historia, que todavía andan por ahí, y se lo puede preguntar.
Quienes peor lo pasaron fueron Antonio Malonda y Yolanda Monreal, que fueron repetidamente interrogados por haberse encontrado sus nombres en el diario personal de otra actriz que estaba en ese momento metida en un marrón mucho más jodido: Genoveva Forrest, que había sido relacionada por la policía con el repugnante atentado de la calle del Correo.
La huelga, ya lo he dicho, terminó el día 12. Con una aparente, sólo aparente, derrota de los actores, los cuales aceptaron que la comisión de los once no estuviese presente en las negociaciones del convenio. Sin embargo, a cambio ganaron la opción de romper dichas negociaciones si no les gustaban, con lo que, de hecho, los negociadores oficiales sindicales perdían su principal función en el mundo.
Para muchos madrileños, y españoles, aquella huelga sirvió para enseñarles que los actores tenían conciencia. A Franco, probablemente, se la trajo floja, pues no tengo noticias de que le gustase ir al teatro.
PS: Ya que a menudo se me comenta por correo electrónico que si puedo comentar las lecturas de las que voy sacando estas notas, diré que el desarrollo de esta movida lo encontraréis en un libro muy interesante que se llama 1975, el año de la Instauración (Madrid, Ed. Tebas, 1977), debido a la pluma del periodista José Luis Granados. Eso sí, echadle paciencia: a mí me costó lo mío encontrarlo (es por esto que no suelo comentar las lecturas, porque muchas de ellas son libros descatalogados).
(1) Por lo que he podido averiguar en internet, Antonio Malonda es un reputado director de teatro que, en la época de los hechos que relato, ya debía de ser pareja de Yolanda Cartón, la cual también es directora de teatro y profesora de la cosa. José Carlos Plaza es también director de teatro. De Flora María Álvaro Puig no he conseguido tener noticia.
Por unas razones o por otras, ya lo he escrito, los actores siempre han sido espadaña política. También lo fueron en época de Franco. De hecho, y es el recuerdo del que me quiero ocupar hoy, el año 1975, uno de los años cruciales de la Historia de España porque al final del mismo moriría el general Franco, el año 75, digo, casi comenzó con una huelga de actores.
Una huelga muy sonada en un país sin huelgas. Esto es algo que tal vez sonará extraño a aquéllos de mis lectores que hoy tengan, digamos, menos de 35 o 40 años. Pero, sí, hubo un tiempo, en España, en el que las huelgas eran ilegales, no podían existir. Para desgracia del franquismo, sin embargo, las huelgas existían, en el sentido de que la gente dejaba de trabajar y tal. La cosa le había funcionado razonablemente bien a Franco mientras el miedo a la guerra continuó ahí, en el inconsciente colectivo. No obstante, desde los años sesenta, las cosas empezaron a cambiar, por dos razones principales: la primera, el intercambio generacional, pues, después de más de veinte años de paz, se habían incorporado a las plantillas laborales un montón de personas jóvenes que no tenían tanto miedo. La segunda razón fue la inteligente estrategia del Partido Comunista (la única oposición seria que tenía entonces el franquismo; lo demás eran guateques tortilleros), que se dio cuenta de que ni iba a poder invadir España, ni con el maquis había ido a ninguna parte, ni la comunidad internacional se iba a convencer de que tenía que echar a Franco. Así las cosas, los comunistas decidieron dinamitar el franquismo desde dentro y eso, en el ámbito de las relaciones laborales, supuso el nacimiento de las Comisiones Obreras, un movimiento diseñado para minar al sindicato único falangista desde dentro. Quizá algún día hablemos del año, 1962, en el que estas estrategias alcanzaron la mayoría de edad.
Ahora estamos bastante más tarde. En febrero de 1975. Hace entonces un año de un hecho entonces de gran trascendencia política y, se decía, histórica, que fue el llamado Espíritu del 12 de febrero, al que algún día, si tengo tiempo y vosotros paciencia, le dedicaré un post. En España se notan aires de apertura, pero de apertura al modo franquista: se abre la mano, pero sólo a quienes acepten las reglas de juego del régimen. Las fuerzas de oposición no tragan; no quieren participar en una apertura en la que no se dan las libertades objetivas que en una democracia se dan. Entre ellas la huelga. Y es por ello que el gobierno se está planteando permitir huelgas legales de alguna manera; una tentativa que le costará una crisis de gobierno pues el ministro de Trabajo, Licinio de la Fuente, dimitirá; y, en cualquier caso, no se llevará a cabo hasta 1976, con Franco ya muerto. La huelga, en ese momento, es ilegal y, cuando Franco se muera, seguirá siendo, cuando menos, cuasiilegal.
A pesar de esa ilegalidad, el día 4 de febrero, quince teatros de Madrid colocan en sus taquillas el siguiente letrero: «Por incomparecencia de los actores, se lamenta informar que la sesión de hoy queda suspendida». En la sesión de noche son ya veintiuno los teatros donde no se da sesión, es decir la totalidad de la oferta teatral de la capital. Pronto serán secundados por los actores que trabajan en Televisión Española (la única televisión de España entonces). Y para aquello sí que había que tener cataplines. Leer un manifiesto y encadenarse a un árbol es relativamente sencillo en democracia. Pero para montarle una huelga a Franco y dejarlo sin teatros, había que tenerlos bien puestos. Quizá por eso, en la lista de animadores de la huelga no faltaron las mujeres.
No obstante tener una lectura política obvia, el conflicto de los actores era en su inicio un conflicto plenamente laboral. La profesión de actor estaba regida por una ordenanza laboral que se había aprobado en 1972 pero que, según los actores, estaba siendo sistemáticamente incumplida por los empresarios de los teatros. En tal tesitura, los actores querían plantear un conflicto colectivo y negociar un convenio en el que estuviesen escritas las relaciones laborales del sector en Madrid. Algo como muy normal. Si ocurre hoy, no ocuparía ni un breve en las publicaciones económicas.
Entre función y función, los actores habían celebrado una asamblea el 15 de diciembre de 1974. Hicieron acopio de reivindicaciones: mejor salario (ésta, obviamente, nunca falta), pago por los empresarios de dietas y gastos de desplazamiento (parece lógico que si se hace una representación en otra ciudad, estas cosas se paguen), cobrar los ensayos (hay que tener jeta para sostener que para un actor un ensayo no es curro), función única diaria (para mí que esto no lo han conseguido todavía), pagas extraordinarias y cobro de sueldos incluso cuando se suspenda el espectáculo. Como se ve, ni pedían amnistía para los presos políticos, ni una solución para el pueblo vasco ni nada parecido. Tenían reivindicaciones laborales, y bastante racionales, a mi modo de ver.
En la asamblea, los actores decidieron elegir unos representantes que negociasen por ellos. Fueron once los elegidos, la entonces famosa «comisión de los once», formada por: José Francisco Margallo, Vicente Cuesta, Lola Gaos, Jesús Sastre, Luis Prendes, Pedro del Río, Alberto Alonso, Jaime Blanch, José María Rodero, José María Escuer y Gloria Berrocal. Algunos no podéis tener memoria y otros la habréis perdido, pero en esta lista están algunos de los grandes dinosaurios de la escena española; es más, está el para mí mejor actor de teatro español que al menos yo he podido ver (Rodero). Y eso era, precisamente, lo que el franquismo no podía permitir.
El montaje del franquismo se basaba en la existencia de un sindicato vertical único que englobaba a trabajadores y empresarios. La idea nació del sueño nacional-sindicalista de José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma, fundadores de Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) respectivamente, quienes se fusionaron en tiempos de la República en Falange Española y de las JONS e imprimieron su ideario en un documento de 27 puntos que, entre otras cosas, definía España como un inmenso sindicato de productores. Una idea fuertemente centralizadora de corte fascista que había sobrevivido malamente a los tiempos, entre otras cosas porque, como ya hemos dicho, portaba en su interior el sorgo de las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho.
Teóricamente, en la teoría del franquismo quiero decir, las huelgas no eran necesarias porque, al estar huelguista y huelgado en la misma organización, el sindicato, en su seno se pondrían de acuerdo. Pero eso, precisamente, al franquismo le salía sarna cada vez que alguien hablaba de algún cauce de negociación por fuera de las estructuras de dicho sindicato. Y eso es, precisamente, lo que hicieron los actores de Madrid en su asamblea. Su mensaje al franquismo fue: tus delegados del sindicato nos la pelan; queremos que negocien nuestros once.
Tanto el presidente del Sindicato Nacional de la cosa del espectáculo como el del sindicato provincial madrileño se opusieron, claro, a que la famosa comisión de los once tocase pito en las negociaciones. Aducían el artículo 7 de la vigente Ley de Convenios, que atribuía a los representantes del sindicato vertical el monopolio de la discusión de los convenios.
El día 2 de febrero, hubo otra asamblea de actores en la Delegación Nacional de Sindicatos, a la que asistieron los jefes sindicales. Hubo 900 actores en la sala, de donde cabe colegir que debieron de estar hasta los que hacían de estatuarios. En dicha asamblea, los jerifaltes sindicales persistieron en la posición de impedir la participación de la «comisión de los once». Negativa que llevó a los otros 900 a votar la huelga.
El día 5 de febrero, tras un día sin teatro en Madrid, el gobierno se dio cuenta de que aquella huelga era más visible que otras, así que intentó pararla. El ministro de Relaciones Sindicales, Alejandro Fernández Sordo, se entrevistó con un grupo de actores; no hubo acuerdo. Fue ese día cuando los actores de la tele se unieron. El Estudio 1, a tomar vientos. La cosa se ponía seria.
El día 8 de febrero se produjo el acto de mayor tensión dentro de esta huelga. En el teatro Bellas Artes, junto con un grupo de actores, se encontraban reunidos otros que no trabajaban en dicho teatro en aquel momento, y fueron detenidos por la policía. La lectura de la nota oficial que hizo pública la Dirección General de Seguridad el día 10 tiene sus vetas de cachondeo.
La policía, decía la nota, había tenido noticia de que había piquetes de actores que coaccionaban a los que querían trabajar para que no lo hiciesen; argumento que parece más bien inventado teniendo en cuenta que las asambleas fueron multitudinarias y sus decisiones bastante unánimes. Además, decía la policía, se había detectado la difusión por parte de dichos piquetes de panfletos de una denominada Unión Popular de Artistas, filial [sic] del Frente Revolucionario Antifascista Patriótico. Puede ser creíble lo de la distribución de propaganda, pues entre los actores los había muy significados políticamente como Lola Gaos. Que la propaganda fuese del FRAP, ya se me hace más difícil de creer; quizá la policía estaba aquí intentando echar mierda sobre los actores, ligándolos a un grupo tan radical.
Los detenidos, proseguía la nota, habían sido sorprendidos «amenazando de forma violenta a los actores y actrices que se disponían a intervenir en la representación».
Los ocho violentos huelguistas que, según la DGS, amenazaban con hostiar al que trabajase resultaron ser: Antonio Malonda Sánchez, que entonces tenía 42 años; Yolanda Monreal Cartón, de 38; María Fernanda Agustina Sainz Rubio, de 33; José Carlos Plaza Galán, de 32; María Enriqueta Carballeira Troteaga; María de los Ángeles Heras Ortiz, de 30 años; Flora María Álvaro Puig, de 26; y Pedro María Sánchez Tercero, de 21 años.
Supongo que algún actor más o menos conocido se me está escapando con eso de que las filiaciones reales no coinciden con los nombres artísticos (1). Pero a alguno sí conozco, y por eso pregunto. ¿Os imagináis a la seria empleada de hogar de Paz Padilla en Mis adorables vecinos, o sea Tina Saiz (María Fernanda Agustina) «amenazando de forma violenta a los actores y actrices que se disponían a intervenir en la representación»? ¿Y a Enriqueta Carballeira? ¿Y si os digo que el nombre artístico de María de los Ángeles Heras Ortiz era Rocío Dúrcal?
Los detenidos fueron puestos en libertad algunas horas después, tras las gestiones de una comisión, una vez más, de actores y autores, de la que al parecer formaron parte Adolfo Marsillach y el recientemente difunto Fernando Fernán Gómez. No obstante, antes se les aplicó la Ley de Orden Público, en virtud de la cual les fueron impuestas multas de cierta importancia, a saber:
- 500.000 pesetas (3.000 euros) a Antonio Malonda, Yolanda Monreal, Tina Saiz y José Carlos Plaza.
- 250.000 pesetas (2.700 euros) a Enriqueta Carballeira.
- 200.000 lúas (1.200 euros) a Rocío Dúrcal.
- 100.000 pelas (600 euros) a Flora María Álvaro Puig y Pedro Mari Sánchez.
No he logrado averiguar si pagaron las multas de su peculio, de alguna caja de resistencia, o si se las arreglaron para no pagar. A lo mejor alguno de vosotros ve algún día a alguno de los protagonistas de esta historia, que todavía andan por ahí, y se lo puede preguntar.
Quienes peor lo pasaron fueron Antonio Malonda y Yolanda Monreal, que fueron repetidamente interrogados por haberse encontrado sus nombres en el diario personal de otra actriz que estaba en ese momento metida en un marrón mucho más jodido: Genoveva Forrest, que había sido relacionada por la policía con el repugnante atentado de la calle del Correo.
La huelga, ya lo he dicho, terminó el día 12. Con una aparente, sólo aparente, derrota de los actores, los cuales aceptaron que la comisión de los once no estuviese presente en las negociaciones del convenio. Sin embargo, a cambio ganaron la opción de romper dichas negociaciones si no les gustaban, con lo que, de hecho, los negociadores oficiales sindicales perdían su principal función en el mundo.
Para muchos madrileños, y españoles, aquella huelga sirvió para enseñarles que los actores tenían conciencia. A Franco, probablemente, se la trajo floja, pues no tengo noticias de que le gustase ir al teatro.
PS: Ya que a menudo se me comenta por correo electrónico que si puedo comentar las lecturas de las que voy sacando estas notas, diré que el desarrollo de esta movida lo encontraréis en un libro muy interesante que se llama 1975, el año de la Instauración (Madrid, Ed. Tebas, 1977), debido a la pluma del periodista José Luis Granados. Eso sí, echadle paciencia: a mí me costó lo mío encontrarlo (es por esto que no suelo comentar las lecturas, porque muchas de ellas son libros descatalogados).
(1) Por lo que he podido averiguar en internet, Antonio Malonda es un reputado director de teatro que, en la época de los hechos que relato, ya debía de ser pareja de Yolanda Cartón, la cual también es directora de teatro y profesora de la cosa. José Carlos Plaza es también director de teatro. De Flora María Álvaro Puig no he conseguido tener noticia.
lunes, diciembre 03, 2007
El asesinato de Prim
El misterio es connatural a la Historia. A la Historia pasan los hechos importantes y también aquellos que despiertan la inquietud humana. Nos hacemos preguntas sobre el pasado y esas preguntas hacen al pasado famoso. Así, dentro de la literatura divulgativa de tema histórico no son inhabituales los libros dedicados al análisis de los grandes enigmas de la Historia.
Una de las grandes preguntas del pasado es quién mató a John Fitzgerald Kennedy. Hay teorías de muchos tipos y explicaciones para casi todas ellas. Los españoles no somos ajenos a esta polémica y yo diría que la conocemos bien y que no somos pocos los que, de hecho, tenemos nuestras propias teorías sobre quién se atrevió a dispararle en todo el cabolo al señor Presidente de los Estados Unidos. Y, sin embargo, con las mismas probablemente muchos españoles lo desconocen todo, o casi todo, del asesinato de Juan Prim, que se parece mucho al de Kennedy y, de lejos, tuvo mucho más importancia para nuestra Historia del que tuvo la muerte del mandatario estadounidense.
Juan Prim era de Reus y militar. Militar, catalán y liberal, consumió los inicios de su carrera en intentonas golpistas liberales que no llegaron a gran cosa, hasta que una sí que salió bien, en 1868. Fue la revolución llamada Gloriosa por la cual la reina Borbona, Isabel II, tuvo que salir por pies de España, tras lo cual se inició una inusitada subasta por el trono de España que ya hemos contado en este blog. De todo ello, el gran factótum era el general Prim, verdadero poder fáctico del gobierno, por encima de los conmilitones que le habían acompañado en el golpe como el general Serrano (llamado El General Bonito y que, al parecer, había sido amante de la reina a la que había puesto en la frontera) o el almirante Topete. Prim decía que tenía la fórmula para hacer de España una monarquía estable y democrática. Aunque no se la contó a nadie, y por eso no sabemos si, verdaderamente, la tenía. Porque Juan Prim fue muerto horas antes de la llegada del rey elegido, Amadeo de Saboya, a Madrid. Muerto en muy extrañas circunstancias.
Lo primero que hay que decir de los tiempos en que Prim fue muerto es que se había instaurado en España eso que llamamos crispación. Bueno, más que crispación, guerra, porque a lo que ahora vamos a contar hay que añadir los pequeños detallitos de que los carlistas se habían alzado en armas, poniendo al país contra las cuerdas; y que había en los campos de España 50.000 republicanos luchando a favor de la implantación de la República.
A La Gloriosa le pasa un poco como a la II República algunas décadas después: llegó con apoyos mayoritarios pero, una vez llegada, descubrió que esos apoyos mayoritarios eran de muy variada laya y que resultaba difícil colmarlos todos. El proceso iniciado con La Gloriosa tuvo su principal problema en las fuerzas radicales que querían una democratización más profunda y un régimen republicano; así como en las muy conservadoras, que querían el regreso del Antiguo Régimen. Estas fuerzas trataban de presionar lo más que podían, en algunos casos mediante sistemas no muy ortodoxos. Como ejemplo de esto tenemos la tristemente famosa Partida de la Porra, una especie de banda de Latin Kings liberales al mando de un personaje prominente, Felipe Ducazcal. Ducazcal, que como empresario había sido favorecido por el primismo, se dedicó a defender al gobierno por el curioso sistema de llevarse a sus aporreadores a las reuniones de la oposición, tanto monárquica como republicana, y liarse a hostias con el personal. Algunas de las víctimas de la estrategia de convicción de Ducazcal fallecieron como consecuencia de las caricias recibidas.
Una de las actividades preferidas de la Partida era el asalto de periódicos de la oposición; y en uno de ellos parece que podrían haber puesto la primera piedra del asesinato de Prim. Se trató del asalto a El Combate, un periódico de izquierda radical, que utilizaba un lenguaje muy tabernario y demagógico, y que estaba dirigido por un político liberal que había colaborado en el golpe de Estado contra Isabel II: José Paúl y Angulo. Un tipo temible este Paúl y Angulo que, en cierta ocasión, acusó en su periódico a un ministro del Gobierno, Nicolás María Rivero, de ser esto y aquello y de haber vendido la República por un cuartillo de vino. Conminado en el Congreso a retractarse (ambos, Rivero y Paúl, eran diputados), éste se limitó a decir que los insultos proferidos en el artículo no los retiraba porque eran verdad; aunque, en el caso del cuartillo de vino, había que admitir que era una figura retórica pues, concluyó, «todos sabemos que el señor Rivero necesita mucho más que un cuartillo».
El 3 de diciembre de 1870, algunos periódicos de corte gubernamental publicaron una carta de Ducazcal, en la que relataba cierto encuentro con Paúl y Angulo «en la calle de Isabel la Católica, inmediata a la de Flor Baja». En tono insinuante, Ducazcal evitaba contar lo que pasó en dicho encuentro, pero terminaba su descripción dirigiéndose a él e informándole de que «yo iba desarmado; el señor Paúl y Angulo, no; y, en prueba de ello, si quiere recuperar el arma que sacó, puede fácilmente pasarse por mi casa a recogerla». Negro sobre blanco: lo llamaba cobarde, flojo y mal peleador.
Paúl contestó con una carta en la que negaba conocer a Ducazcal, carta que éste contestó llamándole cobarde con todas sus letras. Hubo, pues, la convocatoria de un duelo, que en su primera intentona fue abortado por la policía pero que finalmente se celebró en el arroyo del Abroñigal (por Vallecas, si no me equivoco). Ducazcal disparó primero, y falló; luego Paúl y Angulo le acertó en la oreja y lo dejó seco. Ninguno de los contendientes falleció, pero la anécdota dejó la crispación en todo lo alto.
Ricardo Muñiz, un hombre de muchos contactos de aquel Madrid, se dirigió en esos días a Juan Prim para facilitarle una lista de diez individuos de la peor ralea que, según él, habrían sido contratados para matarlo. Y hay quien dice que Kennedy no era ajeno al hecho de que lo querían muerto. Al parecer, Prim acabó dándole la lista a un inspector de policía, pero nadie fue detenido.
El 28 de diciembre de 1872, Juan Prim, junto con otros miembros del gobierno, había de tomar un tren para ir a Cartagena a recibir a Amadeo de Saboya, el nuevo rey, quien llegaba a España. Dicen las crónicas que el día anterior, 27, nevaba suavemente en Madrid. Era la última tarde y la sesión de las Cortes había terminado, no sin antes aprobar la lista civil de 6.500.000 pesetas para el rey que llegaría en unos pocos días. En ese momento, mientras Prim salía del Congreso por la puerta de la calle de Floridablanca, un compacto grupo de individuos de mala pinta bebía en una taberna de la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas. Cuando dio la hora del final de la sesión parlamentaria, esos hombres dejaron sus vasos y salieron a la calle, a lo largo de la cual se apostaron.
Prim ofreció a dos diputados, Práxedes Mateo Sagasta y Herreros de Tejada, llevarles en su landó. Pero ambos se excusaron, motivo por el cual al vehículo subieron los señores Naudín y Moya, asistentes de Prim. El primer ministro ordenó que se fuera primero al palacio de Buenavista, donde estaba su despacho y donde, dijo, tenía que hacer unas cosas; después iba a ir al Hotel de las Cuatro Naciones, en la calle Arenal, donde se celebraba un banquete del Gran Oriente.
¿Se dieron cuenta los integrantes del landó que a ambos lados de la calle había, cada diez o veinte metros, un tipo embozado que, casualmente, al pasar el landó por su altura encendía un fósforo? Nunca lo sabremos. ¿Se darían cuenta cuándo, casi en Alcalá, varios carruajes se cruzaron para detener el landó, que era una conspiración? Tampoco lo sabremos. Lo que sí es prácticamente seguro es que fue Moya el asistente que primero se dio cuenta de los bultos que, en la noche, se acercaban al landó, y gritó.
‑¡Mi general, nos hacen fuego!
El primer embozado que llegó golpeó con el arma el cristal de una ventana y, luego, los escasos testigos le oyeron gritar:
‑¡Prepárate, que vas a morir!
Los terroristas dispararon por ambos lados, con tanta violencia que acojonaron a los caballos, que salieron a la naja inmediatamente y se llegaron al lugar al que estaban acostumbrados a ir, es decir al palacio de Buenavista. Una vez allí, Prim descendió del landó y subió las escaleras con la levita chorreando sangre. El médico que acudió presto le extrajo siete balas del cuerpo, pero algunas más quedaron dentro. Poco tiempo después, Juan Prim soltaba el último suspiro.
¿Quién fue? Lo cierto es que Prim fue asesinado unos 100 años antes de Kennedy y todo lo que le puedo decir a quienes confían en que algún día se sepa quién mató al presidente estadounidense es que, en el caso del militar y político español, la pregunta sigue, más de un siglo después, sin una respuesta clara. Las investigaciones judiciales llenaron nada menos que 18.000 folios, pero ni el autor material ni el intelectual quedaron nunca esclarecidos.
La persona más señalada es Paúl y Angulo, motivo por el cual hemos traído a colación su especial relación con Ducazcal, significado primista. Esto es así porque Paúl ponía a Prim de cabrón para abajo en su periódico; pero hay una distancia muy grande entre hostigar a alguien en un periódico y pegarle veinte tiros. Paúl y Angulo huyó a París, donde escribió un opúsculo en el que, obviamente, negaba toda culpa. Falleció el 10 de abril de 1893, muerte que provocó el archivo del sumario.
Pero hay varios candidatos más. Tal vez recordéis al Duque de Montpensier, ese hombre de la familia real que, en los últimos años de Isabel II, conspiró contra los Borbones acariciando la idea de sucederles, y que dilapidó sus posibilidades de ser elegido rey de España en un absurdo duelo. Pues bueno: Montpensier, que tenía pasta como para sobornar asesinos como de aquí a Lima, sabía bien que Prim, decidido partidario del de Saboya, había sido uno de los principales enemigos de sus pretensiones dinásticas.
El cuadro de posibles asesinos de Prim se completa con uno que, curiosamente, también aparece en la nómina de los posibles asesinos de Kennedy: Cuba. En 1873, la isla, aún española, albergaba ya claros deseos independentistas que acabarían por sustantivarse en 1898. Prim había bloqueado ya algunos proyectos autonomistas de Cuba, por considerarlos excesivamente lesivos para los intereses de España, lo cual había provocado que los independentistas cubanos se colocasen frente a él. Pudieron ser también ellos los que pusieran el dinero para pagar a los asesinos del catalán.
Sin salir de Cuba están, además, los negreros españoles, pues entonces la esclavitud todavía era legal en Cuba y Puerto Rico y su abolición era uno de los objetivos políticos de Prim, lo que les había provocado ya conflictos con ellos.
Y aún nos queda un candidato más: Francia. Napoleón III, emperador de los franceses, había sido derrocado en 1870, en medio de una desastrosa guerra con Prusia que había colocado a los ejércitos prusianos casi a las puertas de París. En dicha circunstancia, un enviado de los franceses logró huir de la capital en globo y se vino a España para recabar nuestra ayuda. El 19 de octubre de aquel año, un tal Kératry, o sea el enviado, logró entrevistarse con Prim.
Según las crónicas, este conde de Kératry le solicitó al militar español la ayuda militar española contra Prusia, ofreciendo a cambio el apoyo de Francia a la proclamación de la República española, con Prim de presidente. Más concretamente: 50 millones de pesetas más una flota de buques para apiolarse a la resistencia cubana, a cambio de que 80.000 españoles se fuesen a París a hostiarse con los prusianos.
Prim le contestó al conde que perdía el tiempo pues España, y ésta era vieja teoría del militar, no era republicana sino monárquica. Kératry protestó con un tibio «pero… ¿y Cataluña, y Barcelona?»; a lo que Prim contestó con un lacónico «son precisamente las insurrecciones de Cataluña las que han alejado a los republicanos del ejército». Y zanjó con un histórico «no habrá en España República mientras yo viva»; frase que cumplió.
Es un hecho que Francia reaccionó a aquella entrevista dando todo tipo de facilidades a los carlistas que hacían la guerra sobre todo en el País Vasco y Cataluña, así pues tampoco es descabellado que se planteasen quitar de en medio a aquel político que les había ninguneado.
Así pues, ahí ha quedado, para la Historia, nuestro Kennedy. Al igual que el estadounidense, el nuestro iba a marcar una nueva época. Al igual que en su caso, eran sus tiempos nuevos, marcados por nuevos usos y actuaciones. Al igual que ocurre en el caso de Kennedy, Prim se buscó pronto muchos y poderosos enemigos, y no hizo gran cosa por cauterizarlos. Al igual que Kennedy, Prim murió en la calle, en un desplazamiento oficial, y no se sabe a ciencia cierta ni quiénes ni cuántos fueron sus asesinos. Por último, al igual que ocurre con Kennedy, la muerte de Prim tiene un culpable señalado, Paúl y Angulo, cuya acción nunca pudo demostrarse; y muchos posibles autores intelectuales, de todos los cuales se carece de pistas ciertas.
Eso, más la pregunta, sin respuesta, de qué habría sido de la Historia de España de no haber sido asesinado Juan Prim.
Una de las grandes preguntas del pasado es quién mató a John Fitzgerald Kennedy. Hay teorías de muchos tipos y explicaciones para casi todas ellas. Los españoles no somos ajenos a esta polémica y yo diría que la conocemos bien y que no somos pocos los que, de hecho, tenemos nuestras propias teorías sobre quién se atrevió a dispararle en todo el cabolo al señor Presidente de los Estados Unidos. Y, sin embargo, con las mismas probablemente muchos españoles lo desconocen todo, o casi todo, del asesinato de Juan Prim, que se parece mucho al de Kennedy y, de lejos, tuvo mucho más importancia para nuestra Historia del que tuvo la muerte del mandatario estadounidense.
Juan Prim era de Reus y militar. Militar, catalán y liberal, consumió los inicios de su carrera en intentonas golpistas liberales que no llegaron a gran cosa, hasta que una sí que salió bien, en 1868. Fue la revolución llamada Gloriosa por la cual la reina Borbona, Isabel II, tuvo que salir por pies de España, tras lo cual se inició una inusitada subasta por el trono de España que ya hemos contado en este blog. De todo ello, el gran factótum era el general Prim, verdadero poder fáctico del gobierno, por encima de los conmilitones que le habían acompañado en el golpe como el general Serrano (llamado El General Bonito y que, al parecer, había sido amante de la reina a la que había puesto en la frontera) o el almirante Topete. Prim decía que tenía la fórmula para hacer de España una monarquía estable y democrática. Aunque no se la contó a nadie, y por eso no sabemos si, verdaderamente, la tenía. Porque Juan Prim fue muerto horas antes de la llegada del rey elegido, Amadeo de Saboya, a Madrid. Muerto en muy extrañas circunstancias.
Lo primero que hay que decir de los tiempos en que Prim fue muerto es que se había instaurado en España eso que llamamos crispación. Bueno, más que crispación, guerra, porque a lo que ahora vamos a contar hay que añadir los pequeños detallitos de que los carlistas se habían alzado en armas, poniendo al país contra las cuerdas; y que había en los campos de España 50.000 republicanos luchando a favor de la implantación de la República.
A La Gloriosa le pasa un poco como a la II República algunas décadas después: llegó con apoyos mayoritarios pero, una vez llegada, descubrió que esos apoyos mayoritarios eran de muy variada laya y que resultaba difícil colmarlos todos. El proceso iniciado con La Gloriosa tuvo su principal problema en las fuerzas radicales que querían una democratización más profunda y un régimen republicano; así como en las muy conservadoras, que querían el regreso del Antiguo Régimen. Estas fuerzas trataban de presionar lo más que podían, en algunos casos mediante sistemas no muy ortodoxos. Como ejemplo de esto tenemos la tristemente famosa Partida de la Porra, una especie de banda de Latin Kings liberales al mando de un personaje prominente, Felipe Ducazcal. Ducazcal, que como empresario había sido favorecido por el primismo, se dedicó a defender al gobierno por el curioso sistema de llevarse a sus aporreadores a las reuniones de la oposición, tanto monárquica como republicana, y liarse a hostias con el personal. Algunas de las víctimas de la estrategia de convicción de Ducazcal fallecieron como consecuencia de las caricias recibidas.
Una de las actividades preferidas de la Partida era el asalto de periódicos de la oposición; y en uno de ellos parece que podrían haber puesto la primera piedra del asesinato de Prim. Se trató del asalto a El Combate, un periódico de izquierda radical, que utilizaba un lenguaje muy tabernario y demagógico, y que estaba dirigido por un político liberal que había colaborado en el golpe de Estado contra Isabel II: José Paúl y Angulo. Un tipo temible este Paúl y Angulo que, en cierta ocasión, acusó en su periódico a un ministro del Gobierno, Nicolás María Rivero, de ser esto y aquello y de haber vendido la República por un cuartillo de vino. Conminado en el Congreso a retractarse (ambos, Rivero y Paúl, eran diputados), éste se limitó a decir que los insultos proferidos en el artículo no los retiraba porque eran verdad; aunque, en el caso del cuartillo de vino, había que admitir que era una figura retórica pues, concluyó, «todos sabemos que el señor Rivero necesita mucho más que un cuartillo».
El 3 de diciembre de 1870, algunos periódicos de corte gubernamental publicaron una carta de Ducazcal, en la que relataba cierto encuentro con Paúl y Angulo «en la calle de Isabel la Católica, inmediata a la de Flor Baja». En tono insinuante, Ducazcal evitaba contar lo que pasó en dicho encuentro, pero terminaba su descripción dirigiéndose a él e informándole de que «yo iba desarmado; el señor Paúl y Angulo, no; y, en prueba de ello, si quiere recuperar el arma que sacó, puede fácilmente pasarse por mi casa a recogerla». Negro sobre blanco: lo llamaba cobarde, flojo y mal peleador.
Paúl contestó con una carta en la que negaba conocer a Ducazcal, carta que éste contestó llamándole cobarde con todas sus letras. Hubo, pues, la convocatoria de un duelo, que en su primera intentona fue abortado por la policía pero que finalmente se celebró en el arroyo del Abroñigal (por Vallecas, si no me equivoco). Ducazcal disparó primero, y falló; luego Paúl y Angulo le acertó en la oreja y lo dejó seco. Ninguno de los contendientes falleció, pero la anécdota dejó la crispación en todo lo alto.
Ricardo Muñiz, un hombre de muchos contactos de aquel Madrid, se dirigió en esos días a Juan Prim para facilitarle una lista de diez individuos de la peor ralea que, según él, habrían sido contratados para matarlo. Y hay quien dice que Kennedy no era ajeno al hecho de que lo querían muerto. Al parecer, Prim acabó dándole la lista a un inspector de policía, pero nadie fue detenido.
El 28 de diciembre de 1872, Juan Prim, junto con otros miembros del gobierno, había de tomar un tren para ir a Cartagena a recibir a Amadeo de Saboya, el nuevo rey, quien llegaba a España. Dicen las crónicas que el día anterior, 27, nevaba suavemente en Madrid. Era la última tarde y la sesión de las Cortes había terminado, no sin antes aprobar la lista civil de 6.500.000 pesetas para el rey que llegaría en unos pocos días. En ese momento, mientras Prim salía del Congreso por la puerta de la calle de Floridablanca, un compacto grupo de individuos de mala pinta bebía en una taberna de la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas. Cuando dio la hora del final de la sesión parlamentaria, esos hombres dejaron sus vasos y salieron a la calle, a lo largo de la cual se apostaron.
Prim ofreció a dos diputados, Práxedes Mateo Sagasta y Herreros de Tejada, llevarles en su landó. Pero ambos se excusaron, motivo por el cual al vehículo subieron los señores Naudín y Moya, asistentes de Prim. El primer ministro ordenó que se fuera primero al palacio de Buenavista, donde estaba su despacho y donde, dijo, tenía que hacer unas cosas; después iba a ir al Hotel de las Cuatro Naciones, en la calle Arenal, donde se celebraba un banquete del Gran Oriente.
¿Se dieron cuenta los integrantes del landó que a ambos lados de la calle había, cada diez o veinte metros, un tipo embozado que, casualmente, al pasar el landó por su altura encendía un fósforo? Nunca lo sabremos. ¿Se darían cuenta cuándo, casi en Alcalá, varios carruajes se cruzaron para detener el landó, que era una conspiración? Tampoco lo sabremos. Lo que sí es prácticamente seguro es que fue Moya el asistente que primero se dio cuenta de los bultos que, en la noche, se acercaban al landó, y gritó.
‑¡Mi general, nos hacen fuego!
El primer embozado que llegó golpeó con el arma el cristal de una ventana y, luego, los escasos testigos le oyeron gritar:
‑¡Prepárate, que vas a morir!
Los terroristas dispararon por ambos lados, con tanta violencia que acojonaron a los caballos, que salieron a la naja inmediatamente y se llegaron al lugar al que estaban acostumbrados a ir, es decir al palacio de Buenavista. Una vez allí, Prim descendió del landó y subió las escaleras con la levita chorreando sangre. El médico que acudió presto le extrajo siete balas del cuerpo, pero algunas más quedaron dentro. Poco tiempo después, Juan Prim soltaba el último suspiro.
¿Quién fue? Lo cierto es que Prim fue asesinado unos 100 años antes de Kennedy y todo lo que le puedo decir a quienes confían en que algún día se sepa quién mató al presidente estadounidense es que, en el caso del militar y político español, la pregunta sigue, más de un siglo después, sin una respuesta clara. Las investigaciones judiciales llenaron nada menos que 18.000 folios, pero ni el autor material ni el intelectual quedaron nunca esclarecidos.
La persona más señalada es Paúl y Angulo, motivo por el cual hemos traído a colación su especial relación con Ducazcal, significado primista. Esto es así porque Paúl ponía a Prim de cabrón para abajo en su periódico; pero hay una distancia muy grande entre hostigar a alguien en un periódico y pegarle veinte tiros. Paúl y Angulo huyó a París, donde escribió un opúsculo en el que, obviamente, negaba toda culpa. Falleció el 10 de abril de 1893, muerte que provocó el archivo del sumario.
Pero hay varios candidatos más. Tal vez recordéis al Duque de Montpensier, ese hombre de la familia real que, en los últimos años de Isabel II, conspiró contra los Borbones acariciando la idea de sucederles, y que dilapidó sus posibilidades de ser elegido rey de España en un absurdo duelo. Pues bueno: Montpensier, que tenía pasta como para sobornar asesinos como de aquí a Lima, sabía bien que Prim, decidido partidario del de Saboya, había sido uno de los principales enemigos de sus pretensiones dinásticas.
El cuadro de posibles asesinos de Prim se completa con uno que, curiosamente, también aparece en la nómina de los posibles asesinos de Kennedy: Cuba. En 1873, la isla, aún española, albergaba ya claros deseos independentistas que acabarían por sustantivarse en 1898. Prim había bloqueado ya algunos proyectos autonomistas de Cuba, por considerarlos excesivamente lesivos para los intereses de España, lo cual había provocado que los independentistas cubanos se colocasen frente a él. Pudieron ser también ellos los que pusieran el dinero para pagar a los asesinos del catalán.
Sin salir de Cuba están, además, los negreros españoles, pues entonces la esclavitud todavía era legal en Cuba y Puerto Rico y su abolición era uno de los objetivos políticos de Prim, lo que les había provocado ya conflictos con ellos.
Y aún nos queda un candidato más: Francia. Napoleón III, emperador de los franceses, había sido derrocado en 1870, en medio de una desastrosa guerra con Prusia que había colocado a los ejércitos prusianos casi a las puertas de París. En dicha circunstancia, un enviado de los franceses logró huir de la capital en globo y se vino a España para recabar nuestra ayuda. El 19 de octubre de aquel año, un tal Kératry, o sea el enviado, logró entrevistarse con Prim.
Según las crónicas, este conde de Kératry le solicitó al militar español la ayuda militar española contra Prusia, ofreciendo a cambio el apoyo de Francia a la proclamación de la República española, con Prim de presidente. Más concretamente: 50 millones de pesetas más una flota de buques para apiolarse a la resistencia cubana, a cambio de que 80.000 españoles se fuesen a París a hostiarse con los prusianos.
Prim le contestó al conde que perdía el tiempo pues España, y ésta era vieja teoría del militar, no era republicana sino monárquica. Kératry protestó con un tibio «pero… ¿y Cataluña, y Barcelona?»; a lo que Prim contestó con un lacónico «son precisamente las insurrecciones de Cataluña las que han alejado a los republicanos del ejército». Y zanjó con un histórico «no habrá en España República mientras yo viva»; frase que cumplió.
Es un hecho que Francia reaccionó a aquella entrevista dando todo tipo de facilidades a los carlistas que hacían la guerra sobre todo en el País Vasco y Cataluña, así pues tampoco es descabellado que se planteasen quitar de en medio a aquel político que les había ninguneado.
Así pues, ahí ha quedado, para la Historia, nuestro Kennedy. Al igual que el estadounidense, el nuestro iba a marcar una nueva época. Al igual que en su caso, eran sus tiempos nuevos, marcados por nuevos usos y actuaciones. Al igual que ocurre en el caso de Kennedy, Prim se buscó pronto muchos y poderosos enemigos, y no hizo gran cosa por cauterizarlos. Al igual que Kennedy, Prim murió en la calle, en un desplazamiento oficial, y no se sabe a ciencia cierta ni quiénes ni cuántos fueron sus asesinos. Por último, al igual que ocurre con Kennedy, la muerte de Prim tiene un culpable señalado, Paúl y Angulo, cuya acción nunca pudo demostrarse; y muchos posibles autores intelectuales, de todos los cuales se carece de pistas ciertas.
Eso, más la pregunta, sin respuesta, de qué habría sido de la Historia de España de no haber sido asesinado Juan Prim.
sábado, diciembre 01, 2007
Mafiosos de leyenda: Johnny Torrio
La fama es, que diría Bukowsky, una zorra esquiva. La mayoría de la gente la desea, pero nunca la experimenta. Unos pocos de los que la disfrutan no habrían querido que fuera así, pero no lo han podido evitar. Y luego está una tercera familia de tipos, que son aquéllos que, conscientemente, no quieren o no quisieron la fama. Por definición, nunca sabremos a cuántos de éstos alberga la Historia de los hechos pasados pues, como acabo de decir, estos no-famosos eligieron serlo, así pues están borrados de las memorias habituales.
Hoy quiero escribiros algunas líneas sobre uno de estos hombres. Un mafioso de leyenda al que raramente recuerdan las leyendas de mafiosos. Así lo quiso él y, sin embargo, lo que hoy conocemos como crimen organizado en los Estados Unidos habría sido otra cosa sin él. Desde muchos puntos de vista, Johnny Torrio inventó eso que la gente llama Mafia y, sin ningún lugar a dudas, inventó a uno de sus principales iconos: Al Capone.
Claro que antes de hablar de Johnny Torrio hay que hablar de Girolamo Colosimo. Imaginaos a Colosimo, más bien fibroso y embutido en un mono muy usado, barriendo las calles de Chicago en cualquier año de la segunda década del siglo XX. Ahí lo podéis ver, barriendo entre la nieve en los fríos inviernos en los que Chicago es un lugar verdaderamente hostil. Colosimo era un inmigrante más, uno más de los tipos que habían llegado rodando a Estados Unidos desde una Italia que más que un país parecía una fábrica de pobres, y había cogido uno de esos empleos que los americanos de toda la vida (de toda la vida posterior a los indios americanos, se entiende) no querían hacer.
Colosimo barría las calles. Lo cual quiere decir que pasaba un montón de tiempo con las personas que están todo el día en la calle. De entre los oficios callejeros, la prostitución es, probablemente, el más extenso, el que más gente concita. Jim Colosimo, que había dejado ya de llamarse Girolamo por ser éste un nombre bastante poco útil en la tierra de promisión, se pasaba, en efecto, los días y las tardes rodeado de putas. Las conocía a todas; a ellas y a sus chulos, que las vigilaban desde detrás del ventanal de cualquier cafetería. Así las cosas, tiene lógica que cuando la curiosa mente de aquel italiano comenzó a maquinar la forma de generar alguna riqueza más que la que le daba su magro sueldo municipal, pensara en ellas. Inteligente y hábil como era, sólo era cuestión de tiempo que madurase su idea. Una tarde llegó a casa y le anunció a su mujer, Victoria, que se había despedido en el Ayuntamiento. Pocos meses después, el matrimonio tenía ya un estatus económico bastante más que aceptable.
Colosimo inventó la casa de putas en Chicago. Se acabó eso de hacer la calle. El cliente de la prostitución, pensó el italiano, es cada día más refinado, y quiere cosas que no va a encontrar en semáforos, callejones y moteles aquí te pillo aquí te mato. Así que montó casas de citas con mucho estilo, regentadas por madamas profesionales (una de ellas su propia mujer, que venció rápidamente la repugnancia hacia el negocio) y que, además, daban un servicio de postín.
El Gran Jim, como todo el mundo acabó llamándolo, se convirtió en un auténtico experto del negocio de la prostitución. Montó una red de casas de citas y hacía que las chicas rotasen entre ellas, pero cuidándose de que la rotación las hiciese, tras algún tiempo, retornar a los mismos locales de origen. Colosimo sabía que el cliente del sexo quiere variedad, pero también guarda en la memoria sus mejores polvos y alberga el deseo de repetirlos algún día. Con su sistema de rotación, Jim Colosimo se garantizaba eso que podríamos denominar la fidelización del cliente; el que no volvía para probar otra, volvía por si volvía la que le había gustado.
De la prostitución, Colosimo pasó a los restaurantes y a las apuestas. Lo normal en un mafioso, aunque con un toque de distinción muy propio de este italiano tan detalloso: como ejemplo, la primera vez que el mítico tenor italiano Enrico Caruso cantó en Estados Unidos, lo hizo en el espectáculo de un restaurante de Jim Colosimo en Chicago.
En 1919, a él como a todos los de su clase, le tocó la lotería con la implantación en Estados Unidos de la Ley Volstead, por la cual se establecía la ley seca, es decir la prohibición de producir, vender y servir bebidas alcohólicas en el país. Aquello multiplicó el negocio por tres, y los beneficios por diez. Se ha calculado que, en los años de la Ley Seca, cada puñetera cerveza, cada vaso de whisky, dejaban al mafioso que los servía un beneficio limpio equivalente al triple de todos los costes, incluidos la fabricación, transporte, gastos del local, pagos a matones y pistoleros y sobornos de senadores, policías, concejales y magistrados. Colosimo se había hecho grande, y necesitaba lo que tienen todos los grandes criminales: un lugarteniente.
Se fijó en un tipo rechoncho que había nacido en Sicilia en 1887, que vivía en Nueva York y a quien todos conocían como Johnny Torrio.
Torrio habría crecido en Brooklyn como un auténtico bicho raro. Era listo, bastante estudioso y, de más mayor, ni fumaba, ni bebía, ni apostaba, ni follaba. Quizá era la consecuencia que le quedaba de los años adolescentes, en los que había llegado a estudiar para entrar en el seminario. Tenía, según decían quienes lo conocieron, un olfato increíble para los negocios; por qué no se dedicó a ellos por la vía legal y decidió desarrollarse en el mundo de las personas que apartan al competidor disparándole en las piernas, es un misterio. Pero lo cierto es que sus trabajitos para la mafia neoyorkina fueron tan finos que su relato llegó a Chicago, motivo por el cual Colosimo le fichó.
Antes incluso de que se aprobase la ley Volstead, Colosimo ya había montado algunas destilerías clandestinas. Torrio tomó esos activos y con ellos creó un emporio del alcohol ilegal, diseñado para diseminar su influencia por Chicago y el estado de Wisconsin. Sin embargo, pronto surgieron los problemas. El negocio ilegal siempre tiene competencia, y Chicago no era una excepción. En realidad, a principios de los años veinte el alcohol ilegal en Chicago no estaba tanto en manos de los italianos, como de los irlandeses. Todo el mundo decía entonces que un irlandés en América tenía apenas dos destinos: o ser delincuente, o ser policía; y no eran pocos los que dudaban de que la distinción estuviese clara. En todo Chicago eran famosos los restaurantes irlandeses con doble bodega: en la primera, las viandas; en la segunda, cajas y cajas de alcohol.
Y aquí llega la primera invención de Torrio. Porque la Mafia antes de Torrio estaba formada por pistoleros, por así decirlo, multifunción. Una banda que traficaba con alcohol tenía falsos camiones de leche que transportaban falsas botellas opacas de leche en realidad llenas de whisky, y los mismos tipos que fabricaban, acarreaban y vendían el alcohol venían a ser los que se liaban a tiros si había problemas. Torrio, sin embargo, comprendió que un crimen verdaderamente organizado necesita pistoleros que sólo sean eso. Le costó hacer entender a Colosimo que necesitaba ejércitos de muchachos que lo mismo se pasaban meses jugando a las cartas, pero que entraban en acción cuando hacía falta. De alguna forma, Torrio inventó los ejércitos de soldados mafiosos, como inventó el procedimiento de hacer traer soldados de otros estados para los trabajos más complicados, de forma que la investigación de los crímenes, ya de por sí dificultosa, se hiciera casi imposible.
Cuando Colosimo se convenció, Torrio partió a Nueva York para comenzar a montar su ejército. Se fue acompañado de otro tipo de su calaña, Frank Uale, que se hacía llamar Yale en América. Resulta curioso que Yale fuese el compañero de Torrio en aquel viaje si tenemos en cuenta que, algunos años después, Al Capone lo haría matar.
Torrio y Yale estaban en Nueva York para fichar al tipo más duro de la ciudad, y así lo hicieron. Desde el primer momento, su opción fue Alphonse Capone, napolitano, nacido el 17 de enero de 1899, hijo del honrado barbero Gabriel Capone y líder de una temible banda de matones, la Five Points Gang, que operaba en un barrio entonces existente en el Bronx, donde se las tenía que ver con matones italianos, polacos, irlandeses y judíos. A Capone ya le llamaban entonces Scarface o Cara Cortada por la cicatriz que le recorría la mejilla izquierda y que, según los relatos más probables, fue provocada por Frankie Galluci, otro matón como él con el que se peleó por una tía cuando tenía dieciséis años. No obstante, hay versiones que dicen que la herida se la hicieron durante la celebérrima pelea producida el 27 de mayo de 1915, cuando la banda de Gip el Sanguinario, siciliana, se dio de hostias con la Five Points y otras bandas de napolitanos (un poco al estilo de la pelea que se ve al inicio de Gangs of New York) en lo que en la Historia del hampa ha quedado denominado como «La batalla del Bronx».
Torrio estableció a Capone en el 2220 de la South Sabash Avenue de Chicago, como próspero y pacífico comerciante de muebles de segunda mano. Su función era, como se ha dicho, estar ahí, haciendo sus negocietes, esperando el momento en que su pistola fuese necesaria. Pronto lo fue pero, por mucho que Colosimo y Torrio esperasen que los problemas les llegaran del flanco irlandés, no fue así. Fueron los propios italianos los que quisieron echarlos.
Rocco Maggio y Tony Capellaro, en efecto, llevaban en Chicago algún tiempo más que Colosimo por lo que, cuando las destilerías de éste comenzaron a crecer como setas, se sintieron con derecho de darle una patada en el culo. Maggio y Capellaro eran un poco psicópatas y violentos, lo que le concedía una ventaja a Torrio; a Johnny le gustaba cometer ilícitos como al que más, pero también le gustaba invitar a senadores a sus restaurantes, untar a los jefes policiales, esas cosas. Tenía relaciones en las altas esferas, cosa de la que sus competidores carecían.
Por su parte los irlandeses estaban nucleados sobre todo alrededor de Dion O’Banion, otro personaje bastante parecido a Torrio, pues de noche se dedicaba a coordinar sus actividades criminales, pero de día atendía su negocio de flores, por las que sentía verdadera pasión. Madrugaba para abrir la tienda, algo que la gente nunca pudo explicarse bien, pues pasaba la noche entera de pie.
Eran tres grandes organizaciones creciendo constantemente. Pronto, la ciudad se les quedó pequeña. La cuerda acabó por romperse por el lugar más predecible, es decir Rock el violento. Fue, en efecto, Maggio quien desató las hostilidades. Ya había dejado sus intenciones claras en el primer asesinato de las bandas que se recuerda en Chicago (el del panadero Anthony D’Andrea), en el que no sólo murió la víctima, sino que también el ejecutor, un pistolero irlandés llamado Phil Casey, apareció en una cuneta criando gusanos.
Lo siguiente que hizo Maggio fue incrustar quince balas en uno de los batientes de la puerta de entrada de la casa de Colosimo cuando éste estaba entrando en ella. El mafioso salió ileso del atentado de milagro, y dobló la vigilancia. Luego se marchó de la ciudad a casarse (se había divorciado de Victoria), viaje del que regresó el 11 de mayo de 1920.
A primera hora de aquel día, Jim estaba sentado ante su mesa de trabajo cuando recibió la llamada de un amigo llamado Jim O’Leary, quien le ofreció un cargamento de cerveza cuyo precio podían discutir a las cuatro en el restaurante de Colosimo. Éste dijo que sí y estaba en dicho restaurante a la hora indicada, aunque no para comprar cerveza, sino para ver entrar a cuatro hombres con metralletas que se lo apiolaron en menos tiempo que el que me dura a mí un cruasán.
Todas las sospechas recayeron en Maggio. Ciertamente, el crimen lleva su firma. Sin embargo, hay un dato que siempre ha intrigado a los investigadores. En mayo de 1920, Al Capone ya era el guardaespaldas de Colosimo. Desde el primer atentado, no se separaba de él ni para mear. Pero, entonces, ¿por qué no estaba con él aquella tarde?
También pudo ser, desde luego, Dion O’Banion, el tercero en discordia.
Y aquí es donde Torrio vuelve a innovar.
¿Recordáis la primera parte de El Padrino? ¿Recordáis la jugada maestra de don Vito Corleone tras el asesinato de su hijo Sonny (por cierto: Capone también llamaba Sonny a su hijo)? Hace ver que no quiere más muertes, hace ver que se ha dado cuenta de que es necesaria la paz entre bandas, aunque en realidad está preparando una venganza.
Pues bien: Torrio fue personalmente a encargar las coronas mortuorias de su jefe… a la floristería de O’Banion.
Fue un gesto de paz, de concordia. Fue el primer intento serio por poner un poco de orden en el por definición caótico mundo del crimen. Fue el primer paso del llamado Sindicato del Crimen, en buena parte idea del propio Torrio, un sistema basado en el consenso entre criminales, en el reparto civilizado de áreas de influencia, y en la protocolización del asesinato, que ya sólo podría cometerse bajo autorización del Consejo de mafiosos. Torrio fue, en efecto, el primer mafioso que reaccionó a una agresión tendiendo la mano.
Eso sí, en menos de cinco años después de aquel gesto, el pupilo de Torrio, es decir Al Capone, había acabado con O’Banion y con su lugarteniente Hymie Weiss y había puesto fuera de la circulación al otro, Bugs Moran; pero ésa es otra historia, la de Capone, que tal vez contemos algún día.
La documentación policial de aquella época incluye algunos soplos de confidentes según los cuales el propio Torrio habría organizado el asesinato de Colosimo. La idea no es completamente descabellada. A Colosimo le gustaban mucho las fiestas, los polvos de variada naturaleza y el cachondeo; los buenos mafiosos son austeros y aparecen poco (de hecho, el Sindicato del Crimen acabaría dando la espalda a Capone precisamente por lo visible que era). Para los planes del neoyorkino, el pizpireto jefe era un estorbo.
Pocas semanas después del asesinato de Colosimo, Torrio convocó una cumbre de bandas en la que no se recató de criticar los errores de su jefe en el pasado y de repetir, machaconamente, la idea de que había suficiente para todos sin por ello tener que matarse ni matar policías, que era algo que siempre les creaba problemas. La mentada cumbre produjo, en efecto, un acuerdo y una bajada de la tensión, aunque corta.
El terreno de actuación de la banda de Torrio/Capone había sido siempre el South Side de Chicago. Ahora, querían extenderse por el barrio más al oeste de la ciudad, llamado Cicero. Pero no eran los únicos que habían puesto los ojos en esa área nueva de la ciudad, crecientemente próspera. Especialmente los irlandeses. Y aquí fue donde el matrimonio entre Torrio y Capone se rompió. El primero quería negociar, repartir (más bien deberíamos decir: quería negociar todavía). Torrio prefería, al menos de momento, la transacción, quizá porque sabía que O’Banion, a pesar de apoyarse en dos tipos de tiro fácil como Weiss y Moran, era de su misma pasta. Capone quería cargarse a los irlandeses uno por uno y ya.
Una mañana de enero de 1926, Johnny Torrio salió de casa con su esposa para hacer algunas compras. Cuando salían de los grandes almacenes, cargados de paquetes, justo al ir a abrir la puerta de su coche, otro pasó por la calle a toda velocidad y, desde el mismo, una o varias personas dispararon ráfagas de metralleta.
Según algunas versiones, el de Torrio fue el atentado más raro de la Historia del crimen organizado en Estados Unidos. Porque los pistoleros no le dieron; ni una bala. Ni a su mujer. Por no dar, no dieron ni en el coche. Según esta versión, dispararon cerca, pero al aire. Otras versiones hablan de que resultó herido de varios disparos, pero yo la considero poco creíble teniendo en cuenta que su mujer, que estaba a su lado, salió al parecer ilesa, y una ráfaga de ametralladora no puede ser precisa.
Johnny Torrio pasó unos pocos días en su casa de Chicago, tiempo durante el cual sólo se entrevistó con Capone. Y, pasados dichos días, se marchó en tren a Nueva York y en barco a Italia, y jamás volvió a Chicago.
Quién disparó contra Torrio, con tan mala puntería, nunca se ha sabido. El único hecho cierto es que el principal ganador de la decisión de Torrio fue Al Capone, quien se quedó con toda la organización de Chicago y a partir de ahí viviría cinco años intensísimos que labrarían su fama.
La fama que Johnny Torrio nunca quiso para sí, quizás porque era un mafioso atípico; un mafioso que prefirió la vida sin fama a ser un famoso acribillado a mediana edad.
Torrio, es, por último, una especie de Cid mafioso que gana batallas después de muerto. Regresó a EEUU en los años treinta para declarar en el juicio contra Capone. Estuvo en Nueva York, donde convenció a Charles Lucky Luciano de la bondad de su sistema de reparto de influencias entre bandas, su sistema pactista. Luciano supo ver la bondad de aquel sistema y, aconsejado por Torrio, acabó impulsando la creación del Sindicato del Crimen.
Hoy quiero escribiros algunas líneas sobre uno de estos hombres. Un mafioso de leyenda al que raramente recuerdan las leyendas de mafiosos. Así lo quiso él y, sin embargo, lo que hoy conocemos como crimen organizado en los Estados Unidos habría sido otra cosa sin él. Desde muchos puntos de vista, Johnny Torrio inventó eso que la gente llama Mafia y, sin ningún lugar a dudas, inventó a uno de sus principales iconos: Al Capone.
Claro que antes de hablar de Johnny Torrio hay que hablar de Girolamo Colosimo. Imaginaos a Colosimo, más bien fibroso y embutido en un mono muy usado, barriendo las calles de Chicago en cualquier año de la segunda década del siglo XX. Ahí lo podéis ver, barriendo entre la nieve en los fríos inviernos en los que Chicago es un lugar verdaderamente hostil. Colosimo era un inmigrante más, uno más de los tipos que habían llegado rodando a Estados Unidos desde una Italia que más que un país parecía una fábrica de pobres, y había cogido uno de esos empleos que los americanos de toda la vida (de toda la vida posterior a los indios americanos, se entiende) no querían hacer.
Colosimo barría las calles. Lo cual quiere decir que pasaba un montón de tiempo con las personas que están todo el día en la calle. De entre los oficios callejeros, la prostitución es, probablemente, el más extenso, el que más gente concita. Jim Colosimo, que había dejado ya de llamarse Girolamo por ser éste un nombre bastante poco útil en la tierra de promisión, se pasaba, en efecto, los días y las tardes rodeado de putas. Las conocía a todas; a ellas y a sus chulos, que las vigilaban desde detrás del ventanal de cualquier cafetería. Así las cosas, tiene lógica que cuando la curiosa mente de aquel italiano comenzó a maquinar la forma de generar alguna riqueza más que la que le daba su magro sueldo municipal, pensara en ellas. Inteligente y hábil como era, sólo era cuestión de tiempo que madurase su idea. Una tarde llegó a casa y le anunció a su mujer, Victoria, que se había despedido en el Ayuntamiento. Pocos meses después, el matrimonio tenía ya un estatus económico bastante más que aceptable.
Colosimo inventó la casa de putas en Chicago. Se acabó eso de hacer la calle. El cliente de la prostitución, pensó el italiano, es cada día más refinado, y quiere cosas que no va a encontrar en semáforos, callejones y moteles aquí te pillo aquí te mato. Así que montó casas de citas con mucho estilo, regentadas por madamas profesionales (una de ellas su propia mujer, que venció rápidamente la repugnancia hacia el negocio) y que, además, daban un servicio de postín.
El Gran Jim, como todo el mundo acabó llamándolo, se convirtió en un auténtico experto del negocio de la prostitución. Montó una red de casas de citas y hacía que las chicas rotasen entre ellas, pero cuidándose de que la rotación las hiciese, tras algún tiempo, retornar a los mismos locales de origen. Colosimo sabía que el cliente del sexo quiere variedad, pero también guarda en la memoria sus mejores polvos y alberga el deseo de repetirlos algún día. Con su sistema de rotación, Jim Colosimo se garantizaba eso que podríamos denominar la fidelización del cliente; el que no volvía para probar otra, volvía por si volvía la que le había gustado.
De la prostitución, Colosimo pasó a los restaurantes y a las apuestas. Lo normal en un mafioso, aunque con un toque de distinción muy propio de este italiano tan detalloso: como ejemplo, la primera vez que el mítico tenor italiano Enrico Caruso cantó en Estados Unidos, lo hizo en el espectáculo de un restaurante de Jim Colosimo en Chicago.
En 1919, a él como a todos los de su clase, le tocó la lotería con la implantación en Estados Unidos de la Ley Volstead, por la cual se establecía la ley seca, es decir la prohibición de producir, vender y servir bebidas alcohólicas en el país. Aquello multiplicó el negocio por tres, y los beneficios por diez. Se ha calculado que, en los años de la Ley Seca, cada puñetera cerveza, cada vaso de whisky, dejaban al mafioso que los servía un beneficio limpio equivalente al triple de todos los costes, incluidos la fabricación, transporte, gastos del local, pagos a matones y pistoleros y sobornos de senadores, policías, concejales y magistrados. Colosimo se había hecho grande, y necesitaba lo que tienen todos los grandes criminales: un lugarteniente.
Se fijó en un tipo rechoncho que había nacido en Sicilia en 1887, que vivía en Nueva York y a quien todos conocían como Johnny Torrio.
Torrio habría crecido en Brooklyn como un auténtico bicho raro. Era listo, bastante estudioso y, de más mayor, ni fumaba, ni bebía, ni apostaba, ni follaba. Quizá era la consecuencia que le quedaba de los años adolescentes, en los que había llegado a estudiar para entrar en el seminario. Tenía, según decían quienes lo conocieron, un olfato increíble para los negocios; por qué no se dedicó a ellos por la vía legal y decidió desarrollarse en el mundo de las personas que apartan al competidor disparándole en las piernas, es un misterio. Pero lo cierto es que sus trabajitos para la mafia neoyorkina fueron tan finos que su relato llegó a Chicago, motivo por el cual Colosimo le fichó.
Antes incluso de que se aprobase la ley Volstead, Colosimo ya había montado algunas destilerías clandestinas. Torrio tomó esos activos y con ellos creó un emporio del alcohol ilegal, diseñado para diseminar su influencia por Chicago y el estado de Wisconsin. Sin embargo, pronto surgieron los problemas. El negocio ilegal siempre tiene competencia, y Chicago no era una excepción. En realidad, a principios de los años veinte el alcohol ilegal en Chicago no estaba tanto en manos de los italianos, como de los irlandeses. Todo el mundo decía entonces que un irlandés en América tenía apenas dos destinos: o ser delincuente, o ser policía; y no eran pocos los que dudaban de que la distinción estuviese clara. En todo Chicago eran famosos los restaurantes irlandeses con doble bodega: en la primera, las viandas; en la segunda, cajas y cajas de alcohol.
Y aquí llega la primera invención de Torrio. Porque la Mafia antes de Torrio estaba formada por pistoleros, por así decirlo, multifunción. Una banda que traficaba con alcohol tenía falsos camiones de leche que transportaban falsas botellas opacas de leche en realidad llenas de whisky, y los mismos tipos que fabricaban, acarreaban y vendían el alcohol venían a ser los que se liaban a tiros si había problemas. Torrio, sin embargo, comprendió que un crimen verdaderamente organizado necesita pistoleros que sólo sean eso. Le costó hacer entender a Colosimo que necesitaba ejércitos de muchachos que lo mismo se pasaban meses jugando a las cartas, pero que entraban en acción cuando hacía falta. De alguna forma, Torrio inventó los ejércitos de soldados mafiosos, como inventó el procedimiento de hacer traer soldados de otros estados para los trabajos más complicados, de forma que la investigación de los crímenes, ya de por sí dificultosa, se hiciera casi imposible.
Cuando Colosimo se convenció, Torrio partió a Nueva York para comenzar a montar su ejército. Se fue acompañado de otro tipo de su calaña, Frank Uale, que se hacía llamar Yale en América. Resulta curioso que Yale fuese el compañero de Torrio en aquel viaje si tenemos en cuenta que, algunos años después, Al Capone lo haría matar.
Torrio y Yale estaban en Nueva York para fichar al tipo más duro de la ciudad, y así lo hicieron. Desde el primer momento, su opción fue Alphonse Capone, napolitano, nacido el 17 de enero de 1899, hijo del honrado barbero Gabriel Capone y líder de una temible banda de matones, la Five Points Gang, que operaba en un barrio entonces existente en el Bronx, donde se las tenía que ver con matones italianos, polacos, irlandeses y judíos. A Capone ya le llamaban entonces Scarface o Cara Cortada por la cicatriz que le recorría la mejilla izquierda y que, según los relatos más probables, fue provocada por Frankie Galluci, otro matón como él con el que se peleó por una tía cuando tenía dieciséis años. No obstante, hay versiones que dicen que la herida se la hicieron durante la celebérrima pelea producida el 27 de mayo de 1915, cuando la banda de Gip el Sanguinario, siciliana, se dio de hostias con la Five Points y otras bandas de napolitanos (un poco al estilo de la pelea que se ve al inicio de Gangs of New York) en lo que en la Historia del hampa ha quedado denominado como «La batalla del Bronx».
Torrio estableció a Capone en el 2220 de la South Sabash Avenue de Chicago, como próspero y pacífico comerciante de muebles de segunda mano. Su función era, como se ha dicho, estar ahí, haciendo sus negocietes, esperando el momento en que su pistola fuese necesaria. Pronto lo fue pero, por mucho que Colosimo y Torrio esperasen que los problemas les llegaran del flanco irlandés, no fue así. Fueron los propios italianos los que quisieron echarlos.
Rocco Maggio y Tony Capellaro, en efecto, llevaban en Chicago algún tiempo más que Colosimo por lo que, cuando las destilerías de éste comenzaron a crecer como setas, se sintieron con derecho de darle una patada en el culo. Maggio y Capellaro eran un poco psicópatas y violentos, lo que le concedía una ventaja a Torrio; a Johnny le gustaba cometer ilícitos como al que más, pero también le gustaba invitar a senadores a sus restaurantes, untar a los jefes policiales, esas cosas. Tenía relaciones en las altas esferas, cosa de la que sus competidores carecían.
Por su parte los irlandeses estaban nucleados sobre todo alrededor de Dion O’Banion, otro personaje bastante parecido a Torrio, pues de noche se dedicaba a coordinar sus actividades criminales, pero de día atendía su negocio de flores, por las que sentía verdadera pasión. Madrugaba para abrir la tienda, algo que la gente nunca pudo explicarse bien, pues pasaba la noche entera de pie.
Eran tres grandes organizaciones creciendo constantemente. Pronto, la ciudad se les quedó pequeña. La cuerda acabó por romperse por el lugar más predecible, es decir Rock el violento. Fue, en efecto, Maggio quien desató las hostilidades. Ya había dejado sus intenciones claras en el primer asesinato de las bandas que se recuerda en Chicago (el del panadero Anthony D’Andrea), en el que no sólo murió la víctima, sino que también el ejecutor, un pistolero irlandés llamado Phil Casey, apareció en una cuneta criando gusanos.
Lo siguiente que hizo Maggio fue incrustar quince balas en uno de los batientes de la puerta de entrada de la casa de Colosimo cuando éste estaba entrando en ella. El mafioso salió ileso del atentado de milagro, y dobló la vigilancia. Luego se marchó de la ciudad a casarse (se había divorciado de Victoria), viaje del que regresó el 11 de mayo de 1920.
A primera hora de aquel día, Jim estaba sentado ante su mesa de trabajo cuando recibió la llamada de un amigo llamado Jim O’Leary, quien le ofreció un cargamento de cerveza cuyo precio podían discutir a las cuatro en el restaurante de Colosimo. Éste dijo que sí y estaba en dicho restaurante a la hora indicada, aunque no para comprar cerveza, sino para ver entrar a cuatro hombres con metralletas que se lo apiolaron en menos tiempo que el que me dura a mí un cruasán.
Todas las sospechas recayeron en Maggio. Ciertamente, el crimen lleva su firma. Sin embargo, hay un dato que siempre ha intrigado a los investigadores. En mayo de 1920, Al Capone ya era el guardaespaldas de Colosimo. Desde el primer atentado, no se separaba de él ni para mear. Pero, entonces, ¿por qué no estaba con él aquella tarde?
También pudo ser, desde luego, Dion O’Banion, el tercero en discordia.
Y aquí es donde Torrio vuelve a innovar.
¿Recordáis la primera parte de El Padrino? ¿Recordáis la jugada maestra de don Vito Corleone tras el asesinato de su hijo Sonny (por cierto: Capone también llamaba Sonny a su hijo)? Hace ver que no quiere más muertes, hace ver que se ha dado cuenta de que es necesaria la paz entre bandas, aunque en realidad está preparando una venganza.
Pues bien: Torrio fue personalmente a encargar las coronas mortuorias de su jefe… a la floristería de O’Banion.
Fue un gesto de paz, de concordia. Fue el primer intento serio por poner un poco de orden en el por definición caótico mundo del crimen. Fue el primer paso del llamado Sindicato del Crimen, en buena parte idea del propio Torrio, un sistema basado en el consenso entre criminales, en el reparto civilizado de áreas de influencia, y en la protocolización del asesinato, que ya sólo podría cometerse bajo autorización del Consejo de mafiosos. Torrio fue, en efecto, el primer mafioso que reaccionó a una agresión tendiendo la mano.
Eso sí, en menos de cinco años después de aquel gesto, el pupilo de Torrio, es decir Al Capone, había acabado con O’Banion y con su lugarteniente Hymie Weiss y había puesto fuera de la circulación al otro, Bugs Moran; pero ésa es otra historia, la de Capone, que tal vez contemos algún día.
La documentación policial de aquella época incluye algunos soplos de confidentes según los cuales el propio Torrio habría organizado el asesinato de Colosimo. La idea no es completamente descabellada. A Colosimo le gustaban mucho las fiestas, los polvos de variada naturaleza y el cachondeo; los buenos mafiosos son austeros y aparecen poco (de hecho, el Sindicato del Crimen acabaría dando la espalda a Capone precisamente por lo visible que era). Para los planes del neoyorkino, el pizpireto jefe era un estorbo.
Pocas semanas después del asesinato de Colosimo, Torrio convocó una cumbre de bandas en la que no se recató de criticar los errores de su jefe en el pasado y de repetir, machaconamente, la idea de que había suficiente para todos sin por ello tener que matarse ni matar policías, que era algo que siempre les creaba problemas. La mentada cumbre produjo, en efecto, un acuerdo y una bajada de la tensión, aunque corta.
El terreno de actuación de la banda de Torrio/Capone había sido siempre el South Side de Chicago. Ahora, querían extenderse por el barrio más al oeste de la ciudad, llamado Cicero. Pero no eran los únicos que habían puesto los ojos en esa área nueva de la ciudad, crecientemente próspera. Especialmente los irlandeses. Y aquí fue donde el matrimonio entre Torrio y Capone se rompió. El primero quería negociar, repartir (más bien deberíamos decir: quería negociar todavía). Torrio prefería, al menos de momento, la transacción, quizá porque sabía que O’Banion, a pesar de apoyarse en dos tipos de tiro fácil como Weiss y Moran, era de su misma pasta. Capone quería cargarse a los irlandeses uno por uno y ya.
Una mañana de enero de 1926, Johnny Torrio salió de casa con su esposa para hacer algunas compras. Cuando salían de los grandes almacenes, cargados de paquetes, justo al ir a abrir la puerta de su coche, otro pasó por la calle a toda velocidad y, desde el mismo, una o varias personas dispararon ráfagas de metralleta.
Según algunas versiones, el de Torrio fue el atentado más raro de la Historia del crimen organizado en Estados Unidos. Porque los pistoleros no le dieron; ni una bala. Ni a su mujer. Por no dar, no dieron ni en el coche. Según esta versión, dispararon cerca, pero al aire. Otras versiones hablan de que resultó herido de varios disparos, pero yo la considero poco creíble teniendo en cuenta que su mujer, que estaba a su lado, salió al parecer ilesa, y una ráfaga de ametralladora no puede ser precisa.
Johnny Torrio pasó unos pocos días en su casa de Chicago, tiempo durante el cual sólo se entrevistó con Capone. Y, pasados dichos días, se marchó en tren a Nueva York y en barco a Italia, y jamás volvió a Chicago.
Quién disparó contra Torrio, con tan mala puntería, nunca se ha sabido. El único hecho cierto es que el principal ganador de la decisión de Torrio fue Al Capone, quien se quedó con toda la organización de Chicago y a partir de ahí viviría cinco años intensísimos que labrarían su fama.
La fama que Johnny Torrio nunca quiso para sí, quizás porque era un mafioso atípico; un mafioso que prefirió la vida sin fama a ser un famoso acribillado a mediana edad.
Torrio, es, por último, una especie de Cid mafioso que gana batallas después de muerto. Regresó a EEUU en los años treinta para declarar en el juicio contra Capone. Estuvo en Nueva York, donde convenció a Charles Lucky Luciano de la bondad de su sistema de reparto de influencias entre bandas, su sistema pactista. Luciano supo ver la bondad de aquel sistema y, aconsejado por Torrio, acabó impulsando la creación del Sindicato del Crimen.
miércoles, noviembre 28, 2007
Decodificando la Historia
Existe una cosa que se llama filosofía de la Historia o historiografía. En ella, la Historia reflexiona sobre sí misma, sobre para qué sirve y sobre cómo conseguir alcanzar esa utilidad. Lo que más nos provoca en este blog es contar anécdotas, pero de vez en cuando no viene mal reflexionar un poco. Así pues, os dejo con este post de Tiburcio, muy muy currado, sobre la Historia en sí misma, centrado en una de las grandes figuras de la misma, como es Arnold Toynbee.
Hala, a reflexionar.
Decodificando la Historia. By Tiburcio Samsa.
Si nos encontramos con un texto que empiece diciendo: «xcdmeifnaor…», hay dos posibilidades: que lo haya escrito un loco o que esté codificado. La diferencia entre ambas alternativas es sencilla: todo consiste en ver si hay regularidades subyacentes, patrones que se repiten.
La Historia es un poco así. Vista desde lejos parece un texto azaroso escrito por un loco. La cuestión es saber si hay patrones, si es posible decodificar el texto. La ilusión última es que si somos capaces de decodificar los 5.000 años de texto transcurridos, tal vez podamos inferir algo de los siguientes.
De todos los que han creído que era posible descubrir pautas subyacentes y universales en la Historia, el que más se lo curró fue Arnold J. Toynbee. La versión abreviada de su Estudio de la Historia ocupa tres volúmenes de unas 450 páginas cada uno. Así que a imaginarse lo que debe de ser la obra completa: 22 volúmenes en la versión castellana.
Toynbee parte definiendo cuál es la unidad de estudio, es decir la civilización. Toynbee distingue veintiuna civilizaciones, ampliables a veintitrés: la minoica; la helénica, heredera a medias de la minoica y que dio origen a la cristiana occidental y a la cristiana ortodoxa (divisible en bizantina ortodoxa y rusa ortodoxa); la siriaca, que dio origen a la iránica y a la arábica, que a su vez se fundieron en la islámica; la índica y su descendiente, la hindú; la sínica, que a su vez dio origen a la civilización del Lejano Oriente (dividible en china y coreano-japonesa); la sumeria, que tuvo descendencia en las civilizaciones babilónica e hitita; la egipcia; en el Nuevo Mundo, tenemos la andina, la yucateca, la mejicana y la maya, fusionadas para producir la civilización centroamericana. A éstas les suma tres civilizaciones abortadas, que fueron frustradas por la dureza de las condiciones en que surgieron: la civilización cristiana del Lejano Occidente (Irlanda), la cristiana del Lejano Oriente (los nestorianos) y la escandinava.
El primer problema que encuentro es que utiliza como unidad de estudio una cuyas definición y delimitación no están muy claras. Viendo la lista que presenta, se me vienen muchísimas preguntas a la cabeza: ¿estados africanos como el del Mali o el Songhai eran meras sociedades pre-civilizadas? ¿por qué no añadir a la lista, por ejemplo, una civilización del Níger? Si la Cristiandad está dividida en dos civilizaciones mellizas, la occidental y la ortodoxa, ¿por qué no dividir el Islam en una civilización sunní y otra shií? ¿por qué no incluir como civilización a la del valle del Indo, que murió sin descendencia? ¿de verdad el imperio hitita era tan diferente, que merezca ser considerado como una civilización aparte? ¿qué hacemos con todo el Sudeste Asiático, que primero fue muy influido por la India y luego por China, aunque también posee algunos rasgos propios? ¿Pertenece a la civilización índica, a la sínica, o es algo completamente diferente?
Su tesis es que la Historia ha avanzado mediante un mecanismo de desafío y respuesta. Una sociedad sufre un desafío. Si lo responde adecuadamente, sube un peldaño en la escala. Si fracasa en la respuesta, se va por el desaguadero de la Historia. Los desafíos, por su parte, pueden ser débiles, como una vacuna caducada, adecuados, como una vacuna efectiva, o excesivos, como el virus vivo aplicado en vena. Por ejemplo, está el desafío de cuando un pueblo bárbaro se encuentra con otro más civilizado. Los pueblos germanos se encontraron a un Imperio Romano debilitado (vacuna caducada); pudieron crear reinos bárbaros herederos de dicho imperio, pero que, salvo los francos, no sobrevivieron. Los celtas se encontraron con una Roma en expansión (virus vivo); no pudieron resistir al envite y sucumbieron. Los aqueos encontraron la fórmula ideal en su encuentro con los minoicos (vacuna efectiva) y de su contacto con ellos nació la civilización helénica.
Los desafíos son al comienzo de la Historia de naturaleza física (desertificación, en el caso de la civilización egipcia; la selva, en el de la maya…) y según las civilizaciones evolucionan los desafíos comienzan a ser más internos que externos y más espirituales que materiales.
Llega un momento en el cual la minoría creadora fracasa a la hora de hacer frente al desafío y se inician los tiempos revueltos. La minoría creadora se convierte entonces en élite dominante. La mayoría se siente cada vez más alienada. La sociedad pierde cohesión y dominio sobre su medio ambiente físico y social. Un Imperio Romano que ha entrado en colapso por un lado deja de mantener sus vías en buen estado y por otro su cultura dominante deja de ser atractiva para el proletariado interno, que se vuelca hacia otras alternativas, como el cristianismo, religión que procedía de una pequeña provincia en el margen oriental del Imperio.
Cuando una civilización entra en colapso, tiene dos vías: la petrificación, como ocurrió en los casos de las civilizaciones egipcia y del Lejano Oriente, y la desintegración. En la fase de desintegración, la minoría dominante trata de crear un Estado universal, que englobe a toda la civilización y detenga el proceso de desintegración, trayendo un período de Paz Universal, que parece un momento de gloria y en realidad es un veranillo de San Martin en el camino hacia el desaguadero de la Historia. Eso es lo que fue el Imperio Romano para la civilización helénica. Mientras, el proletariado interno crea una Iglesia universal y el proletariado externo (los bárbaros) deja de sentir la atracción de esa civilización superior y empieza a comportarse como invasor.
El esquema de Toynbee me recuerda al de los universales lingüísticos de Chomsky. Los universales lingüísticos de Chomsky se ajustaban, ¡oh, sorpresa!, como un guante a las lenguas indoeuropeas, como el inglés, lengua materna de Chomsky. El esquema de Toynbee sigue muy bien la historia de la civilización helénica y del Imperio Romano. Aplicado a otras civilizaciones, hay momentos en los que parece un poco forzado. O muy forzado.
Un ejemplo: la civilización siriaca tuvo sus tiempos revueltos entre el 937 y el 525 a.C. Esos tiempos revueltos corresponderían a la época en la que el imperio asirio andaba haciendo de las suyas en el Próximo Oriente. Toynbee compara ese período a los siglos de luchas por la hegemonía que se produjeron en la civilización helénica entre el inicio de la Guerra del Peloponeso y la formación del Imperio Romano. En el caso siriaco el Estado universal fue el imperio aqueménida. El imperio aqueménida no murió de muerte natural, sino que fue asesinado por Alejandro Magno antes de que hubiera podido completar su curso. La intrusión helénica en el mundo siriaco provocó respuestas de rechazo. Primero el judaísmo, luego el nestorianismo y finalmente el Islam. Las conquistas cataclísmicas del Islam son el reverso de las de Alejandro Magno. La civilización siriaca resurgió de sus cenizas y el Califato árabe retomó las cosas donde los aqueménidas las habían dejado y permitió que la civilización siriaca culminase su ciclo y muriese en paz. Genial para una película de Romero, que se titulase La noche de las civilizaciones vivientes, pero como interpretación de la Historia me parece metida con calzador.
Otra tesis de Toynbee que me parece bastante cogida con alfileres es la de que todas las civilizaciones de tercera generación tienen su germen en una religión universal que surgió en la fase de desintegración de su civilización-madre. Nuevamente es una tesis que se ajusta como anillo al dedo a la civilización cristiana occidental, pero que lo hace un poco menos bien en los demás casos.
Reconozco que las relaciones que establece Toynbee entre religiones y civilizaciones no las entiendo bien. A veces me parece que mezcla churras con merinas para que todo cuadre en sus tesis. Por ejemplo, la civilización sínica tiene como religiones al budismo mahayana y al neotaoísmo y como filosofías al moísmo, al taoísmo y al confucianismo. ¿Por qué el taoísmo es una filosofía y el neotaoísmo una religión? La civilización babilónica engendró una filosofía, la astrología, y dos religiones, el judaísmo y el zoroastrismo. ¿Seguro que el judaísmo es de raigambre babilónica? ¿Y si hubiera tenido, como algunos han sugerido, influencias del atonismo egipcio? Y además, ¿de qué judaísmo estamos hablando? ¿Del anterior al Templo, del del Templo o del posterior? A la rama japonesa de la civilización del Lejano Oriente, Toynbee le descubre cuatro religiones: la Jodo, la Jodo Shinshu, el Nichirenismo y el Zen. Todo es cuestión de nomenclaturas, donde él ve cuatro religiones, yo no veo más que una, el budismo mahayana y dos escuelas muy marcadas, la zen y la de la Tierra Pura (Jodo, Jodo Shinshu y nichirenismo).
Mi impresión es que Toynbee creyó descubrir unas pautas en la civilización helénica y luego quiso aplicarlos a todas las demás. En ocasiones hacen falta unas tragaderas bastante amplias para aceptar sus tesis. Eso sí, el Estudio de la Historia es un modelo de erudición y, para los que tengan la suerte de tener la edición completa, es una delicia seguir cómo Toynbee desarrolla sus ejemplos históricos. Alianza Editorial publicó un librito de Toynbee titulado Guerra y civilización en el que aborda episodios como Esparta, Asiria o las conquistas de Tamerlán, que dan una idea del Toynbee sin abreviar.
Un último apunte que se me ocurre. ¿Y si la Historia estuviese realmente codificada y fuese posible encontrarle pautas ocultas, pero hubiesen cambiado las claves en 1945? El mundo actual, globalizado y cerrado, no tiene parangón con las épocas precedentes. Tal vez si Toynbee hubiese conseguido decodificar la Historia, no le habría servido de nada, porque para 1945 las claves habían cambiado.
Hala, a reflexionar.
Decodificando la Historia. By Tiburcio Samsa.
Si nos encontramos con un texto que empiece diciendo: «xcdmeifnaor…», hay dos posibilidades: que lo haya escrito un loco o que esté codificado. La diferencia entre ambas alternativas es sencilla: todo consiste en ver si hay regularidades subyacentes, patrones que se repiten.
La Historia es un poco así. Vista desde lejos parece un texto azaroso escrito por un loco. La cuestión es saber si hay patrones, si es posible decodificar el texto. La ilusión última es que si somos capaces de decodificar los 5.000 años de texto transcurridos, tal vez podamos inferir algo de los siguientes.
De todos los que han creído que era posible descubrir pautas subyacentes y universales en la Historia, el que más se lo curró fue Arnold J. Toynbee. La versión abreviada de su Estudio de la Historia ocupa tres volúmenes de unas 450 páginas cada uno. Así que a imaginarse lo que debe de ser la obra completa: 22 volúmenes en la versión castellana.
Toynbee parte definiendo cuál es la unidad de estudio, es decir la civilización. Toynbee distingue veintiuna civilizaciones, ampliables a veintitrés: la minoica; la helénica, heredera a medias de la minoica y que dio origen a la cristiana occidental y a la cristiana ortodoxa (divisible en bizantina ortodoxa y rusa ortodoxa); la siriaca, que dio origen a la iránica y a la arábica, que a su vez se fundieron en la islámica; la índica y su descendiente, la hindú; la sínica, que a su vez dio origen a la civilización del Lejano Oriente (dividible en china y coreano-japonesa); la sumeria, que tuvo descendencia en las civilizaciones babilónica e hitita; la egipcia; en el Nuevo Mundo, tenemos la andina, la yucateca, la mejicana y la maya, fusionadas para producir la civilización centroamericana. A éstas les suma tres civilizaciones abortadas, que fueron frustradas por la dureza de las condiciones en que surgieron: la civilización cristiana del Lejano Occidente (Irlanda), la cristiana del Lejano Oriente (los nestorianos) y la escandinava.
El primer problema que encuentro es que utiliza como unidad de estudio una cuyas definición y delimitación no están muy claras. Viendo la lista que presenta, se me vienen muchísimas preguntas a la cabeza: ¿estados africanos como el del Mali o el Songhai eran meras sociedades pre-civilizadas? ¿por qué no añadir a la lista, por ejemplo, una civilización del Níger? Si la Cristiandad está dividida en dos civilizaciones mellizas, la occidental y la ortodoxa, ¿por qué no dividir el Islam en una civilización sunní y otra shií? ¿por qué no incluir como civilización a la del valle del Indo, que murió sin descendencia? ¿de verdad el imperio hitita era tan diferente, que merezca ser considerado como una civilización aparte? ¿qué hacemos con todo el Sudeste Asiático, que primero fue muy influido por la India y luego por China, aunque también posee algunos rasgos propios? ¿Pertenece a la civilización índica, a la sínica, o es algo completamente diferente?
Su tesis es que la Historia ha avanzado mediante un mecanismo de desafío y respuesta. Una sociedad sufre un desafío. Si lo responde adecuadamente, sube un peldaño en la escala. Si fracasa en la respuesta, se va por el desaguadero de la Historia. Los desafíos, por su parte, pueden ser débiles, como una vacuna caducada, adecuados, como una vacuna efectiva, o excesivos, como el virus vivo aplicado en vena. Por ejemplo, está el desafío de cuando un pueblo bárbaro se encuentra con otro más civilizado. Los pueblos germanos se encontraron a un Imperio Romano debilitado (vacuna caducada); pudieron crear reinos bárbaros herederos de dicho imperio, pero que, salvo los francos, no sobrevivieron. Los celtas se encontraron con una Roma en expansión (virus vivo); no pudieron resistir al envite y sucumbieron. Los aqueos encontraron la fórmula ideal en su encuentro con los minoicos (vacuna efectiva) y de su contacto con ellos nació la civilización helénica.
Los desafíos son al comienzo de la Historia de naturaleza física (desertificación, en el caso de la civilización egipcia; la selva, en el de la maya…) y según las civilizaciones evolucionan los desafíos comienzan a ser más internos que externos y más espirituales que materiales.
Llega un momento en el cual la minoría creadora fracasa a la hora de hacer frente al desafío y se inician los tiempos revueltos. La minoría creadora se convierte entonces en élite dominante. La mayoría se siente cada vez más alienada. La sociedad pierde cohesión y dominio sobre su medio ambiente físico y social. Un Imperio Romano que ha entrado en colapso por un lado deja de mantener sus vías en buen estado y por otro su cultura dominante deja de ser atractiva para el proletariado interno, que se vuelca hacia otras alternativas, como el cristianismo, religión que procedía de una pequeña provincia en el margen oriental del Imperio.
Cuando una civilización entra en colapso, tiene dos vías: la petrificación, como ocurrió en los casos de las civilizaciones egipcia y del Lejano Oriente, y la desintegración. En la fase de desintegración, la minoría dominante trata de crear un Estado universal, que englobe a toda la civilización y detenga el proceso de desintegración, trayendo un período de Paz Universal, que parece un momento de gloria y en realidad es un veranillo de San Martin en el camino hacia el desaguadero de la Historia. Eso es lo que fue el Imperio Romano para la civilización helénica. Mientras, el proletariado interno crea una Iglesia universal y el proletariado externo (los bárbaros) deja de sentir la atracción de esa civilización superior y empieza a comportarse como invasor.
El esquema de Toynbee me recuerda al de los universales lingüísticos de Chomsky. Los universales lingüísticos de Chomsky se ajustaban, ¡oh, sorpresa!, como un guante a las lenguas indoeuropeas, como el inglés, lengua materna de Chomsky. El esquema de Toynbee sigue muy bien la historia de la civilización helénica y del Imperio Romano. Aplicado a otras civilizaciones, hay momentos en los que parece un poco forzado. O muy forzado.
Un ejemplo: la civilización siriaca tuvo sus tiempos revueltos entre el 937 y el 525 a.C. Esos tiempos revueltos corresponderían a la época en la que el imperio asirio andaba haciendo de las suyas en el Próximo Oriente. Toynbee compara ese período a los siglos de luchas por la hegemonía que se produjeron en la civilización helénica entre el inicio de la Guerra del Peloponeso y la formación del Imperio Romano. En el caso siriaco el Estado universal fue el imperio aqueménida. El imperio aqueménida no murió de muerte natural, sino que fue asesinado por Alejandro Magno antes de que hubiera podido completar su curso. La intrusión helénica en el mundo siriaco provocó respuestas de rechazo. Primero el judaísmo, luego el nestorianismo y finalmente el Islam. Las conquistas cataclísmicas del Islam son el reverso de las de Alejandro Magno. La civilización siriaca resurgió de sus cenizas y el Califato árabe retomó las cosas donde los aqueménidas las habían dejado y permitió que la civilización siriaca culminase su ciclo y muriese en paz. Genial para una película de Romero, que se titulase La noche de las civilizaciones vivientes, pero como interpretación de la Historia me parece metida con calzador.
Otra tesis de Toynbee que me parece bastante cogida con alfileres es la de que todas las civilizaciones de tercera generación tienen su germen en una religión universal que surgió en la fase de desintegración de su civilización-madre. Nuevamente es una tesis que se ajusta como anillo al dedo a la civilización cristiana occidental, pero que lo hace un poco menos bien en los demás casos.
Reconozco que las relaciones que establece Toynbee entre religiones y civilizaciones no las entiendo bien. A veces me parece que mezcla churras con merinas para que todo cuadre en sus tesis. Por ejemplo, la civilización sínica tiene como religiones al budismo mahayana y al neotaoísmo y como filosofías al moísmo, al taoísmo y al confucianismo. ¿Por qué el taoísmo es una filosofía y el neotaoísmo una religión? La civilización babilónica engendró una filosofía, la astrología, y dos religiones, el judaísmo y el zoroastrismo. ¿Seguro que el judaísmo es de raigambre babilónica? ¿Y si hubiera tenido, como algunos han sugerido, influencias del atonismo egipcio? Y además, ¿de qué judaísmo estamos hablando? ¿Del anterior al Templo, del del Templo o del posterior? A la rama japonesa de la civilización del Lejano Oriente, Toynbee le descubre cuatro religiones: la Jodo, la Jodo Shinshu, el Nichirenismo y el Zen. Todo es cuestión de nomenclaturas, donde él ve cuatro religiones, yo no veo más que una, el budismo mahayana y dos escuelas muy marcadas, la zen y la de la Tierra Pura (Jodo, Jodo Shinshu y nichirenismo).
Mi impresión es que Toynbee creyó descubrir unas pautas en la civilización helénica y luego quiso aplicarlos a todas las demás. En ocasiones hacen falta unas tragaderas bastante amplias para aceptar sus tesis. Eso sí, el Estudio de la Historia es un modelo de erudición y, para los que tengan la suerte de tener la edición completa, es una delicia seguir cómo Toynbee desarrolla sus ejemplos históricos. Alianza Editorial publicó un librito de Toynbee titulado Guerra y civilización en el que aborda episodios como Esparta, Asiria o las conquistas de Tamerlán, que dan una idea del Toynbee sin abreviar.
Un último apunte que se me ocurre. ¿Y si la Historia estuviese realmente codificada y fuese posible encontrarle pautas ocultas, pero hubiesen cambiado las claves en 1945? El mundo actual, globalizado y cerrado, no tiene parangón con las épocas precedentes. Tal vez si Toynbee hubiese conseguido decodificar la Historia, no le habría servido de nada, porque para 1945 las claves habían cambiado.