Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
Dentro y fuera de los grandes procesos judiciales, uno de los elementos fundamentales del Terror estalinista fueron los no soviéticos o los soviéticos con contactos o trabajo en exterior. Hay muchos ejemplos. Los rusos que se fueron a trabajar en la línea ferroviaria de Manchuria fueron, a su vuelta, arrestados en masa como espías a favor de Japón. Stalin decretó, asimismo, la detención de todos los residentes de Astracán de origen persa, muchos de ellos refugiados políticos huyendo de Reza Shah, y los hizo volver a su país, donde muchos fueron asesinados. En 1937, en Jarkov, se produjeron arrestos masivos de judíos, alemanes, polacos, fineses, bálticos o chinos residentes en la zona.
Lev Karakhan, a quien hemos visto acusado en el Proceso de los Veintiuno, fue finalmente ejecutado. No fue el único funcionario de Asuntos Exteriores que lo fue. Hay que contar también a Krestinsky, Sokolnikov, y a diplomáticos que habían sido embajadores de la URSS en Finlandia, Hungría, Letonia, Polonia, Noruega, Alemania, Turquía, Rumania, España, Afganistán, Mongolia, o Dinamarca. Desde 1939, con el nombramiento de Vladimir Georgievitch Dekanozov como viceministro de Asuntos Exteriores, la NKVD adquirió un control directo de la Narkomindel. En dos casos: Alexander Gregory Barmine y Fyodor Fyodorovitch Raskolnikov, los diplomáticos aprovecharon su situación para, una vez convocados a Moscú, y sospechando su destino, desertar de la URSS. Raskolnikov, un héroe de la revolución, escribió desde París su famosa Carta abierta a Stalin en la que lo acusaba de haber empobrecido el legado de los viejos bolcheviques; fue uno de los primeros desertores muertos en extrañas circunstancias. Khruschev lo rehabilitó, pero no fue hasta los tiempos de Gorvachev que su carta fue publicada.
Otro grupo especialmente tocado por las purgas fueron los militantes comunistas no soviéticos que se encontraban en la URSS buscando asilo o, en otros casos, simplemente formándose. De hecho, en Moscú hasta había una universidad para ellos, la universidad Markhlevsky. Tenía unos 700 matriculados polacos, alemanes, húngaros, búlgaros, yugoslavos y judíos, principalmente. Una noche, la NKVD arrestó a todos los profesores de la universidad, salvo uno que estaba fuera de Moscú. Sus mujeres fueron detenidas y enviadas al Gulag, los hijos a orfanatos, y la universidad fue clausurada. La mayoría de los comunistas extranjeros vivían en un hotel, el Hotel Lux, donde se produjeron desapariciones a puñados. La represión se cebó especialmente en la especialmente numerosa colonia de comunistas alemanes. Ya en 1936 fue arrestada la actriz Carola Neher, que había sido bastante famosa en Alemania antes de los nazis. Fue sentenciada a diez años, y la NKVD trató de reclutarla, sin éxito; más tarde fue asesinada. Hugo Eberlein, presente en la fundación de la Komintern, Werner Hirsch, colaborador de Thälmann, Leo Frieg, secretario del Comité Central del Partido en Alemania, Hermann Remmele, miembro del Politburo, o el editor de Rotte Fahne, Henrich Susskind, fueron algunas de las víctimas del Terror.
Bela Kun, el dirigente del breve golpe comunista en Hungría de 1919, se encontraba en Moscú en 1936, cuando solicitó una entrevista con Stalin para discutir su futuro. El secretario general del PCUS le recibió y le dijo que lo quería currando en la Komintern. Kun, sin embargo, no quería por incompatibilidad de carácter con Dimitri Zakharovitch Manuilsky, uno de los principales enlaces de Stalin en la organización internacional. Cuando Stalin le preguntó qué otro trabajo quería ejercer, Bela Kun le sugirió que lo nombrase jefe del Departamento Político del Ejército Rojo. Poco después de que Yehzov tomase el control la NKVD, llamó por teléfono a Kun y lo convocó a una entrevista en la que le sugirió que escribiese un panfleto contra los “enemigos del pueblo”. Kun, que era un poco tocahuevos, para qué nos vamos a engañar, le dijo que no; y exigió que le diesen la secretaría general del Partido en algún territorio periférico. En junio de 1937, cayó en desgracia durante una reunión del Presidium del Comité Ejecutivo de la Komintern. Dimitrov presidía y Malnuisky se erigió en acusador. Lo acusaron de escribir un panfleto para los comunistas húngaros en el que había dicho que el PCUS estaba deficientemente representado en la Komintern. Malnuisky lo acusó de haber criticado a Stalin, de haber tenido contactos con Rumania y de haber traicionado la revolución húngara de 1919. La NKVD estaba esperando en la sala adjunta y lo detuvo; fue asesinado en 1939. En los días siguientes, casi todos los miembros del Comité Central del PC húngaro residentes en Moscú fueron detenidos. Después de aquello, la Komintern condenó a los dirigentes polacos. Los dos fundamentales en la Komintern eran Julian Leszczynski, normalmente conocido como Juan Lenski, y Bronislaw Bortnowski, normalmente conocido como Bronkowski. Ambos, en todo caso, ya estaban arrestados cuando fueron acusados. Malnuisky contó que un regimiento de 700 soldados polacos se había rendido durante la guerra ruso-polaca de 1920 y se había establecido en Rusia, donde muchos de sus miembros, que habían prosperado en el Estado soviético, habían formado una red de espionaje. Como consecuencia, todo el alto mando del Partido comunista polaco residente en Rusia fue arrestado. De hecho, los futuros agentes del estalinismo en la Polonia de la posguerra mundial, gentes como Boleslaw Bierut o Vladislav Gomulka, lo pudieron hacer por haber sido apresados en prisiones polacas, no rusas.
En el verano de 1938, el Partido Comunista de Polonia fue disuelto, como lo fueron los de Ucrania Occidental y Bielorrusia Occidental. Simple y llanamente, carecían de dirigentes. El Comité Central del PC letón fue masacrado, como lo fueron los líderes comunistas de Lituania y Estonia. De hecho, cuando la URSS lograse incorporar los Estados bálticos, tuvo que “construir” sus partidos comunistas con no-comunistas, porque a los verdaderos marxistas se los había apiolado. Los partidos comunistas de Finlandia, Rumania, Bulgaria, Grecia y Yugoslavia desaparecieron en la práctica; en el último de estos casos, Stalin habría de lamentarlo, y mucho. Josip Broz Tito estuvo en Moscú en 1935 pero, para su enorme suerte, no consiguió ser elegido como representante yugoslavo en la Komintern. En 1938, cuando regresó, lo nombraron algo así como “encargado” del Comité Central, puesto que todos sus miembros estaban en el Gulag o bajo tierra para entonces.
La larga y purgatoria mano de Stalin también llegó a España. Lógico, pues en España había miles de ciudadanos soviéticos sirviendo, y ya sabemos que a Stalin, que los soviéticos saliesen de la URSS le ponía muy nervioso. Justo Martínez Amutio, el entonces gobernador socialista de Albacete, donde estaba el cuartel general de las Brigadas Internacionales, acusa a los dirigentes de las mismas de haber practicado represión y fusilamientos, pero fundamentalmente de anarquistas. Las señas son de que los propios comunistas considerados insuficientemente estalinistas también tuvieron aquel destino. El general Yan Berzin se quejó de estas purgas a Voroshilov por lo que suponían de obstáculos para el adecuado desarrollo de la guerra. Poco tiempo después del juicio a los militares, a mediados de 1937, Berzin fue llamado a Moscú, y desapareció, exactamente igual que Arthur Stashevsky, el supuesto inocente agregado comercial de Barcelona que, en realidad, era una de las principales manos que mecía la cuna de las tropas soviéticas en España.
En marzo de 1938, en todo lo gordo del Juicio de los Veintiuno, Hitler se anexionó Austria. Automáticamente, Checoslovaquia pasó a ser, a los ojos de todos, el siguiente teatro de las tensiones europeas. Aunque éste era un hueso duro de roer: en Checoslovaquia, propiamente hablando, no había nazis. Había un pueblo con un ejército bastante capaz y dispuesto a defenderse; y, sobre todo, el país tenía una serie de alianzas estratégicas, sobre todo con Francia, que hacían que, cuando menos teóricamente, no estuviera solo. Recuérdese, en este sentido, que la URSS tenía firmado un pacto por el cual, en el caso de que Francia movilizase sus tropas en defensa de Checoslovaquia, Moscú debería hacerlo accordingly.
Los alemanes, o por lo menos algunos de sus generales, temían que Checoslovaquia se pudiesen convertir en un pozo para su país. Consideraban que Checoslovaquia tenía capacidad para resistir tres meses a las tropas alemanas; tiempo más que suficiente para que el enfrentamiento ya no les implicase sólo a ellos dos. Pero, claro, no contaban con Neville Chamberlain y la insondable capacidad de egoísmo de la diplomacia británica.
Stalin, sí. Aparentemente, Stalin tuvo claro, desde el minuto 1 del partido Alemania-Checoslovaquia, que a las potencias occidentales les costaría ir a la guerra por aquel tema; y, en todo caso, se aplicó que fuesen solas, sin el concurso de la URSS. En este punto, por lo demás, se le juntaba el deseo con la necesidad. El Terror estalinista, en los meses anteriores (y durante, lo cual tiene más delito todavía) se llevó por delante 3.000 oficiales de la Marina y 38.679 pertenecientes a unidades de Tierra; todos ellos reventados contra un paredón. El Alto Mando soviético estaba formado por 101 generales, de los cuales 91 fueron arrestados durante el Terror y 80 fueron asesinados.
En marzo de 1938, claramente, Stalin juzgó mucho más importante continuar la purga del Ejército que, literalmente, plantar batalla. De otra manera, ese mes, con la Anchsluss, la purga de militares se habría detenido. De hecho, en realidad la URSS ya tenía un problema muy gordo con su (in)eficiencia militar, en su flanco oriental. En la segunda mitad de 1937, los japoneses habían tomado Beiking, Shanghai y Nanking y, a partir de entonces, se dedicaron a provocar a los soviéticos en la frontera en diversos episodios que alcanzaron su clímax en el lago Khasan, en agosto de 1938 Sin embargo, como digo, Stalin apostó (y ganó) a que en 1938 no habría de estallar la segunda guerra mundial por Checoslovaquia y, consecuentemente, tenía tiempo de completar sus purgas. Lo cual, por cierto, hace especialmente absurdas las ya de por sí fantasiosas admoniciones de Juan Negrín a un giro radical de la guerra de España en esos tiempos. Digámoslo claro: la posibilidad de que en 1938 estallase la guerra europea, obligando como poco a los alemanes a retirar sus tropas de España y abriendo alguna posibilidad de una colaboración de Inglaterra y Francia con la República, nunca, repetimos, nunca existió, salvo en la imaginación de Negrín y unos pocos, la de los historiadores pobremente informados, y la de la feliz comunidad de licenciados en Historia.
En la primavera de 1938, el periodista soviético Demyan Alekseyevitch Bedny, creyendo poner con eso muy contento al camarada Stalin, escribió un artículo que tituló Infierno, que envió al Pravda y que Mehklis, también entiendo que seguro de que con ello placía a su camarada secretario general, tenía muchas ganas de publicar. Este artículo estaba presuntamente escrito por un obrero alemán que establecía comparaciones entre la Alemania nazi y el Infierno de Dante.
A las dos de la mañana, Bedny fue convocado a la oficina de Mehklis en el periódico. Allí, el editor le enseñó su manuscrito, corregido de puño y letra por Stalin. El camarada secretario general había escrito: “Dígale a este Dante que puede dejar de escribir”. Y, efectivamente, Bedny no volvió a publicar ni una esquela.
Esta anécdota ilustra muy bien cómo Stalin se sentía como pisando un campo de minas con Alemania. De hecho, durante todo el follón checo, Hitler y Stalin siguieron haciendo negocios comerciales sin problema y, en esas semanas, ambos países iniciaron conversaciones para intercambiar manganeso soviético por equipamiento militar alemán. Vladimir Petrovitch Potemkin, el sucesor de Krestinsky, continuó su cantinela de que los acuerdos económicos había que convertirlos en acuerdos políticos, y lamentándose de que Alemania no estuviese por la labor. Los rumores de un acercamiento político entre las dos potencias, la verdad, circulaban por las cancillerías europeas desde el verano de aquel 1938.
El embajador estadounidense Davies habría de llevarse una sorpresa el 5 de junio de 1938; pero, vamos, eso tampoco es tanta sorpresa, porque el muchacho tiraba más bien a tonto del culo. Le habían llamado de vuelta, abandonaba la Embajada; y se presentó en el Kremlin a despedirse de Molotov. Era consciente de que Stalin no se despedía de los embajadores. Sin embargo, en plena entrevista, Stalin entró en el despacho. Era la primera vez que lo veía. De la conversación que tuvieron, Davies sacó la conclusión clara de que Stalin era muy pesimista sobre la situación europea; pero lo que le sorprendió fue que sus críticas las dirigía hacia Reino Unido, no hacia Alemania. A finales de ese mismo mes, Schulenburg informó a la Wilhelmstrasse de que en el mes anterior, durante la crisis checoslovaca, la Prensa soviética se había guardado mucho de recordar el acuerdo con Francia y los checos. Para el embajador, esto significaba que la URSS no quería movilizarse para defender a un país no comunista; aunque vería con buenos ojos que otros lo hiciesen.
Cuandola crisis checoslovaca cogió momento, en agosto y septiembre, todos los implicados: Alemania, Inglaterra y Francia, se desgañitaron para conseguir saber cuál iba a ser la actitud de la URSS. Stalin, sin embargo, permaneció en un vuelo indiferente. El 22 de agosto, Schulenburg se entrevistó con Litvinov. En dicha entrevista, el soviético le dijo al alemán que la URSS “apoyaría” a Checoslovaquia si había guerra; sin embargo, por muchas veces que se lo preguntó Schulenburg, se negó a informarle de qué tipo de ayuda sería.
El 17 de agosto, Lord Halifax, secretario de Exteriores británico, invitó al té al embajador Maisky. Preguntado sobre el tema que preocupaba a todos, Maisky opinó que el futuro de Checoslovaquia dependía de lo que Inglaterra y Francia estuviesen dispuestas a hacer por ella. El 29 de agosto el principal asesor de asuntos exteriores inglés, Robert Vansittart, invitó a Maisky a un almuerzo privado, en el que le dijo que Checoslovaquia era “una pieza fundamental para el futuro de Europa”. Añadió que si caía la situación sería igual de peligrosa para Inglaterra que para la URSS, y le dijo que aquél era el momento de actuar. La URSS, dijo, estaba demasiado silenciosa; ni Inglaterra ni Francia sabían cuáles eran sus intenciones en Europa Central. Maisky le respondió explicándole su opinión sobre quién podría ganar la final de La Voz Kids.
Los ingleses no dejaron de morder. Dos días después, Maisky fue invitado a comer (o lo que sea que hacen los ingleses) con Winston Churchill quien, pese a no estar en el gobierno todavía, tenía un peso específico muy importante. Maisky lo encontró muy nervioso y pensando que existía la posibilidad de que estallase la guerra en las siguientes semanas. Si los alemanes atacaban, le dijo al embajador, los checos se defenderían. Entonces los franceses moverían ficha y los ingleses tendrían que implicarse también, aunque puede que no en un primer momento.
El plan que le contó Churchill a Maisky era éste: en el momento en que no se llegase a un acuerdo con Hitler y éste comenzase a mover fichas, Reino Unido, Francia y la URSS le enviarían una nota colectiva de protesta por las amenazas contra los checos. Hitler, ante la visión de las tres potencias unidas, se echaría atrás. Churchill le contó a Maisky que le había presentado este plan por escrito a Halifax, quien le dijo que lo consultaría con Chamberlain. El futuro primer ministro esperaba que Vansittart le apoyase, y lo que quería saber era si la idea le hacía pandán a los comunistas. Maisky le contestó que él no podía hablar en nombre del gobierno soviético, y se refirió a la declaración pública de Litvinov de 17 de marzo que, al ritmo que iban las cosas, era ya más vieja que mear de pie. Eso sí, envió un telegrama urgente a Moscú en el que contó que Churchill hasta le había propuesto que todos adoptasen el eslógan Proletarios y librepensadores, uníos contra el fascismo.
Esto, lo sabemos bien, es lo que terminó pasando. ¿Qué habría ocurrido si hubiera pasado en 1938? ¿Le habría dado terreno suficiente a la oposición, sobre todo militar, en Alemania, para hacer caer a Hitler? Ucronías interesantes.
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