miércoles, abril 17, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (6): Stalin y la Guerra Civil Española

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No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no

 


En marzo de 1935, en el mismo viaje en que Simon y Eden estuvieron en Moscú, los dos altos mandatarios británicos visitaron Berlín. Llegaron en un ambiente enrarecido, pocos días después de que Alemania hubiese anunciado la reconstrucción de su fuerza aérea y la imposición del servicio militar obligatorio. En las entrevistas que tuvieron con Hitler, el Führer habló en tonos muy preocupantes de las intenciones de la URSS, y le ofreció a Reino Unido ayuda, por ejemplo, en sus territorios asiáticos, a cambio de la devolución de las antiguas colonias alemanas. Esta oferta particular la salpimentó con su célebre declaración pública en el sentido de que no tenía ningún contencioso territorial ni con Francia ni con Inglaterra.

Hitler sabía que remaba a favor de corriente porque tanto Londres como París, otro tema que los análisis de todo a cien de la Guerra Civil Española no suelen ni oler, estaban deseando llegar a acuerdos diplomáticos con Alemania y, más adelante, cuando se metió por medio, con Italia. La respuesta alemana al tratado de asistencia mutua entre la URSS y Francia fue un discurso (21 de mayo de 1935) en el que dio garantías de no agresión a sus vecinos, con la única excepción de Lituania, a la que acusaba de maltratar a los alemanes de Memel. Asimismo, atacó frontalmente a la URSS, cuya ideología situó en las antípodas del nazismo, y tendió la mano a Francia.

Bingo: en la segunda mitad del año 35, Laval se aplicó a conseguir acuerdos con Alemania, mientras que Reino Unido, por su cuenta y sin contar con París, firmaba en junio un pacto naval con Berlín, en el que Alemania recibía la autorización para acopiar el 35% de la fuerza naval británica, en flagrante incumplimiento del acuerdo de Versalles. En enero de 1936, los alemanes le insinuaron a los británicos, a través de sus enlaces militares en Londres, que si Reino Unido y Alemania no llegaban a entenderse, ésta lo haría con la URSS. El gobierno británico, llevado por cierta desesperación, decidió explorar algún tipo de entendimiento general con Alemania. No se olvide: esto pasaba apenas unos meses antes de que estallase la guerra civil en España.

Influyentes británicos como Philip Kerr, décimo primer marqués de Lothian, normalmente conocido como Lord Lothian, o desde la mismísima Casa Real, hablaron en esos tiempos a favor de un acercamiento a Alemania. Interpretaban el antibolchevismo nazi como una proclividad a elegir, entre los dos eventuales frentes de una guerra, el oriental. Los británicos veían ese escenario como un win-win para ellos: contaban, sin duda, con que la URSS sería derrotada, y el comunismo, por lo tanto, desaparecería. Pero, por el camino, Alemania quedaría lo suficientemente debilitada como para no atreverse con otro. Como podéis ver, era el mismo, pero el mismo, escenario que manejaba Stalin, sólo que de sentido contrario.

El 7 de marzo de 1936, Hitler tomó la decisión arriesgada de avanzar sus tropas hacia la Renania desmilitarizada. Los franceses, que se sentían militarmente superiores y es probable que todavía lo fuesen, pensaron en responder; pero Londres les dejó claro que eso sería sin su apoyo. Para los británicos, lo importante seguía siendo entenderse con Hitler.

El espectáculo dado por las principales cancillerías europeas con ocasión de la ocupación de Renania y, casi inmediatamente, con el tema de la anexión de Austria, le dejó bien claro a Stalin que debía alcanzar algún tipo de acuerdo con los prusianos. Iosif, por lo demás, sabía que tenía algo muy valioso con lo que negociar: su neutralidad en el este mientras Alemania, eventualmente, se batía en el oeste.

Schulenburg presentó sus credenciales como embajador en Moscú el 3 de octubre de 1934. El 8 de mayo de 1935, apenas unos días después de firmado el pacto de asistencia mutua francosoviético, Litvinov recibió a Schulenburg y le dijo que los comunistas esperaban que ese acuerdo, de orden parcial, se viese seguido de un “pacto general” con los alemanes. Eso, continuó Litvinov, matizaría mucho el valor del acuerdo con Francia “y nos haría avanzar en la verdadera dirección de la Unión Soviética desea”.

Stalin, sin embargo, necesitaba canales de comunicación distintos de Litvinov, que no confiaba en los alemanes y tampoco tenía su confianza. En buena medida, esta capacidad se la aportó una misión comercial soviética en Alemania, que estuvo abierta entre 1935 y 1937 a las órdenes de un paisano del secretario general: David Vladimirovitch Kandelaki. Kandelaki y el ministro nazi de Finanzas Hjalmar Schacht firmaron un acuerdo comercial el 9 de abril de 1935. En junio, el mismo mes en el que Alemania y Reino Unido estaban firmando su pacto naval, Schacht sugirió incrementar los intercambios comerciales con la URSS a través de un gran crédito de 500 millones de marcos, pagadero en diez años. Mi opinión es que Hitler buscaba exactamente lo que consiguió, pues Stalin, cuando Kandelaki le explicó el mojo, retrucó: “¿Cómo alguien que nos da un crédito así podría hacernos la guerra?” Kandelaki se apresuró a comunicarle a Schacht que Stalin, Molotov y Arkadi Pavlovitch Rogelgolts, entonces ministro de Comercio, habían aprobado la posibilidad de ampliar los pactos comerciales, y le insinuó que Moscú quería mejores relaciones políticas con Berlín. Schacht le contestó que, para esas movidas, deberían hablar con otra gente en el gobierno del Führer.

Esto fue sin duda un problema para Stalin quien, como os he dicho, quizás aspiraba a vehicularlo todo a través de su colega georgiano Kandelaki. Así que se dio cuenta de que tenía que tener más gestos proalemanes, por así decirlo. Por esta razón, cuando Twardowski, consejero de la Embajada alemana, se marchó de Moscú, en su fiesta de despedida apareció inopinadamente Tukhachevsky, el general que ponía a parir a los alemanes en Pravda, y que se dedicó a hablar y no parar de su admiración por el Ejército germano y su esperanza personal (ja) de que la URSS y Alemania llegasen a profundos acuerdos de entendimiento y colaboración.

El 2 de diciembre de 1935, Sergei Bessonov, consejero de la Embajada soviética en Berlín, le dijo a un representante de la Wilhelmstrasse que Alemania y la URSS debían acordar una détente. Yakov Zakharovitch Suritz, el embajador soviético, le decía a todo el mundo que le escuchaba que Litvinov, el judío, no iba a ser obstáculo alguno en la mejora de relaciones entre la URSS y Alemania. Hablando maravillas de los pactos de comercio, Suritz también sacaba a pasear, en cuanto podía, los beneficios indudables de un pacto de no agresión entre ambas naciones.

Los alemanes, sin embargo, por lo general no respondieron. En ese momento, creo yo, los planes de Hitler estaban mucho menos definidos de lo que Stalin creía. Para los alemanes, resultaba demasiado prematuro casarse con nadie. Hitler temía, con razón, que un pacto con la URSS, que necesariamente tendría que ser público o semipúblico, minaría su imagen de antibolchevique, que le resultaba fundamental para mantener drogadas a las cancillerías occidentales y sacar tajadas como Renania, Austria y, más adelante, Checoslovaquia. Nada de eso habría sido posible si Alemania se hubiese mostrado, ya en 1935, proclive a pactar con Moscú. Hecho éste que, por cierto, indirectamente hacía imposible que la Guerra Civil Española terminase de otra manera que mediante la victoria de uno de los dos bandos. Stalin sólo podía aspirar a dejarle claro a Hitler que, en el momento en que él quisiera pactar, la URSS pactaría. Molotov se dejó entrevistar por un periodista francés al que, cínicamente, le declaró que, si bien en la URSS había gente distanciada de los alemanes por su manía de ser bolcheviques (los soviéticos, entiéndase), la “tendencia mayoritaria” pensaba que era posible un acuerdo entre las dos naciones.

Es en este ambiente en el que tenéis que entender que se produjo el estallido de la Guerra Civil Española. El país teóricamente más proclive a ayudar a la República: Francia, no podía hacerlo por dos razones: la primera, porque Inglaterra no se lo hubiera permitido; la segunda, porque en el seno de su propio gobierno había miembros que no estaban a favor de movilizar recursos en favor de los republicanos. Por esta razón, León Blum propuso el embargo general de armamento para la guerra española, buscando con ello cortocirtuitar la implicación de las potencias fascistas en el mismo. En Londres se creó un Comité de No Intervención, al que se unieron Italia y Alemania.

En este punto, tenéis que recordar el axioma del que parte el teorema: la preocupación de Stalin no era España; nunca fue España. La preocupación de Stalin era, desde el principio, que Francia desequilibrase el frágil equilibrio fascismo-no fascismo en la Europa continental cayendo del lado equivocado; y una España bajo una dictadura militar simpatizante con Hitler y Mussolini no haría sino acorralar al país y fortalecer a las muchas fuerzas pro, proto, semi, cuasi fascistas y fascistas con todas las letras que había en Francia. Por esta razón, Stalin decidió acudir en ayuda del Frente Popular. No estaba ayudando a España; estaba ayudando a Francia. Y, en el momento procesal en el que concluyó que podría arreglar las cosas directamente él con los alemanes, el tema español, simple y llanamente, dejó de interesarle.

Si analizamos la Prensa soviética en los primeros meses de la GCE, comprobaremos que se trufó de críticas aceradas hacia el bando nacionalista profascista y de posicionamientos favorables a la no intervención, todo ello salpimentado con el lanzamiento de las típicas campañas “voluntarias” de donación para la República. La posición en favor de la intervención llegó cuando Stalin se dio cuenta que ni Alemania, ni Italia ni Portugal estaban dispuestos a respetar las reglas del juego neutral. A finales de agosto de 1936, convocó una sesión especial del Politburo en la propuso un plan para la “intervención cautelosa” en la guerra española. Dos días después, el espía internacional soviético Valter Guermanovitch Krivitsky, que estaba en Amsterdam, recibió la orden cifrada de movilizar todos los agentes disponibles para la compra internacional de armas, que deberían ser enviadas a España. La orden de Stalin se completaba con la admonición a sus espías: “manteneos siempre fuera del rango del fuego artillero”. Era una manera de decir que había que evitar a toda costa que la URSS apareciese como soporte de la República.

A mediados de octubre de 1936, el flujo de armas comenzaba a fluir; junto con las Brigadas Internacionales, consiguió revertir la hasta entonces más que segura caída de Madrid. Eso sí, como bien sabemos, Stalin comenzó a cobrar por dicha ayuda, incluso por adelantado, y controlando personalmente la relación de cambio del rublo para que el precio de sus armas le beneficiase, sabiendo como sabía que la República española nadaba en oro. Tanto lo sabía, que lo tenía en su poder. Unos 500 dirigentes, militantes, simpatizantes y espías residentes en la URSS fueron enviados a España; eso, además de los hasta 50.000 combatientes de diversas nacionalidades de las Brigadas. El jefe de las mismas, Manfred Zalmanovitch Stern, nacido en Bukovina, se hizo llamar Emil Kleber y se decía a sí mismo un soldado de fortuna canadiense.

Stalin envió a Marcel Israilevitch Rosemberg como embajador soviético a Madrid. Fue el hombre cuya expulsión del despacho de Francisco Largo Caballero labró la desgracia de éste como primer ministro. Sin embargo, en realidad el brazo estalinista en la guerra española fue Arthur Karlovitch Stashevsky, nominalmente un consejero comercial con sede en Barcelona. Por otra parte, el jefe de la NKVD en Madrid era Alexander Milhailovitch Orlov, alias Orlov, alias Nikolski, alias Schwed, alias Lyova. El general Yan Karlovitch Berzin estuvo al mando de las tropas soviéticas propiamente dichas enviadas al teatro español, aproximadamente medio millar, entre ellos pilotos y tanquistas.

Stalin, sin embargo, tenía un problema. Obviamente, aunque había intentado un perfil bajo, todo el mundo sabía que estaba apoyando a la República. Sin embargo, en Cataluña las cosas no iban como él quería. Las comunicaciones internas entre los soviéticos desplazados a España, y entre éstos y Moscú, que ya han sido en buena parte hechas públicas y de las que hemos hablado ya en mi blog, son bastante claras al señalar que los militares estalinistas comenzaron a ponerse muy nerviosos con el cachondeo que era la guerra en Cataluña, con la industria militar gripada por las medidas chorras impulsadas por la FAI; y, en general, con el hecho de que en las Cataluña y Aragón republicanas primase la idea de que la guerra y la revolución eran la misma cosa. Para Stalin, el problema nacía de que esa postura no sólo fuese apoyada por la CNT y la FAI, sino también por una formación marxista como el Partido Obrero de Unificación Marxista. Stalin, ya os lo he dicho, basaba toda su estrategia en la GCE, en realidad toda su estrategia geopolítica, en la idea de su proclividad a apoyar las democracias liberales europeas. Si su apoyo terminaba identificado con los objetivos de la revolución internacional, el derribo de la burguesía y esas cosas, el momio se le iba a la mierda; se las ponía a Hitler como a Fernando VII a la hora de acojonar a las cancillerías francesas e inglesas con que vienen los bolcheviques. Stalin estaba empeñado en ser lo que finalmente consiguió ser en Yalta, cuando Roosevelt decía de él que era un señor muy razonable y que proponía cosas muy acertadas, toda esa mierda de mala conciencia progre de contertulio de club de campo de los Hamptons.

El Frente Popular español debía seguir siendo un frente burgués. Pero para cualquier persona que viajase a la España republicana, y muy particularmente a Barcelona, era evidente que la España republicana se había convertido en un lugar en el que te podían dar el paseo y dejar tirado en una cuneta con dos agujeros en el cráneo por llevar traje y corbata, o por haberte dejado ver durante años entrando y saliendo de misa. El 21 de diciembre de 1936, Stalin firmó al pie de una carta, junto con Molotov y Voroshilov, dirigida a Francisco Largo Caballero, primer ministro de la República, en la que le sugería que los intereses económicos de los pequeños propietarios agrícolas fuesen respetados (sí; los intereses de los mismos tipos a los que él había exiliado a puñados en la URSS), y que la pequeña y mediana burguesía fuese protegida de la ola de confiscaciones que se estaba produciendo. Yo tengo por muy probable que Largo nunca se hiciese una idea precisa del significado de que le llegase aquella carta con esos firmantes; en el gobierno español, yo diría que ni siquiera en el Partido Comunista, había gente con capacidad para entender el tipo de mensaje que estaba enviando Stalin en una carta que firmaba personalmente junto con su mano derecha y el hombre que era oficialmente considerado su genio militar. El mensaje era: “tú sigue tocándome los cojones, que te vas a enterar”. Largo, la verdad, era demasiado lerdo como para entender estas sovietosutilezas.

Stalin sugería en la carta, y ésta es la parte más importante, que el rango del frente popular se ensanchase por su derecha lo más posible. Le pedía, pues, al Lenin español, que se dejase de leninismos, que estirase la goma por un lado y la recortase por el otro. Siempre nos quedará la duda de cuál habría sido la suerte de la GCE si Largo le hubiera hecho caso de verdad. Por último, Stalin le requería a Largo (y es que éste era un punto especialmente espinoso para quien, no siendo español, estaba implicado en la guerra del lado republicano) en que la propiedad de los ciudadanos extranjeros en zona republicana fuese plenamente respetada. 

1 comentario:

  1. "Reino Unido, por su cuenta y sin contar con París, firmaba en junio un pacto naval con Berlín, en el que Alemania recibía la autorización para acopiar el 35% de la fuerza naval británica, en flagrante incumplimiento del acuerdo de Versalles."

    En 1940-41 lloraron lágrimas de sangre por ello.

    "Los franceses, que se sentían militarmente superiores y es probable que todavía lo fuesen, pensaron en responder; pero..."

    Y lo eran. Solo que les pudo el vértigo, y cometieron el mismo error que en los tiempos de Sadowa. Lo pagaron igual que entonces.

    Eborense, estrategos

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