El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
En marzo de 1935, en el mismo viaje en que Simon y Eden estuvieron en Moscú, los dos altos mandatarios británicos visitaron Berlín. Llegaron en un ambiente enrarecido, pocos días después de que Alemania hubiese anunciado la reconstrucción de su fuerza aérea y la imposición del servicio militar obligatorio. En las entrevistas que tuvieron con Hitler, el Führer habló en tonos muy preocupantes de las intenciones de la URSS, y le ofreció a Reino Unido ayuda, por ejemplo, en sus territorios asiáticos, a cambio de la devolución de las antiguas colonias alemanas. Esta oferta particular la salpimentó con su célebre declaración pública en el sentido de que no tenía ningún contencioso territorial ni con Francia ni con Inglaterra.
Hitler sabía que
remaba a favor de corriente porque tanto Londres como París, otro tema que los
análisis de todo a cien de la Guerra Civil Española no suelen ni oler, estaban deseando
llegar a acuerdos diplomáticos con Alemania y, más adelante, cuando se
metió por medio, con Italia. La respuesta alemana al tratado de asistencia
mutua entre la URSS y Francia fue un discurso (21 de mayo de 1935) en el que
dio garantías de no agresión a sus vecinos, con la única excepción de Lituania,
a la que acusaba de maltratar a los alemanes de Memel. Asimismo, atacó
frontalmente a la URSS, cuya ideología situó en las antípodas del nazismo, y
tendió la mano a Francia.
Bingo: en la
segunda mitad del año 35, Laval se aplicó a conseguir acuerdos con Alemania,
mientras que Reino Unido, por su cuenta y sin contar con París, firmaba en
junio un pacto naval con Berlín, en el que Alemania recibía la autorización
para acopiar el 35% de la fuerza naval británica, en flagrante incumplimiento
del acuerdo de Versalles. En enero de 1936, los alemanes le insinuaron a los
británicos, a través de sus enlaces militares en Londres, que si Reino Unido y
Alemania no llegaban a entenderse, ésta lo haría con la URSS. El gobierno
británico, llevado por cierta desesperación, decidió explorar algún tipo de
entendimiento general con Alemania. No se olvide: esto pasaba apenas unos
meses antes de que estallase la guerra civil en España.
Influyentes británicos
como Philip Kerr, décimo primer marqués de Lothian, normalmente conocido como
Lord Lothian, o desde la mismísima Casa Real, hablaron en esos tiempos a
favor de un acercamiento a Alemania. Interpretaban el antibolchevismo nazi como
una proclividad a elegir, entre los dos eventuales frentes de una guerra, el
oriental. Los británicos veían ese escenario como un win-win para ellos:
contaban, sin duda, con que la URSS sería derrotada, y el comunismo, por lo
tanto, desaparecería. Pero, por el camino, Alemania quedaría lo suficientemente
debilitada como para no atreverse con otro. Como podéis ver, era el mismo, pero el
mismo, escenario que manejaba Stalin, sólo que de sentido contrario.
El 7 de marzo de
1936, Hitler tomó la decisión arriesgada de avanzar sus tropas hacia la Renania
desmilitarizada. Los franceses, que se sentían militarmente superiores y es
probable que todavía lo fuesen, pensaron en responder; pero Londres les dejó
claro que eso sería sin su apoyo. Para los británicos, lo importante seguía
siendo entenderse con Hitler.
El espectáculo
dado por las principales cancillerías europeas con ocasión de la ocupación de
Renania y, casi inmediatamente, con el tema de la
anexión de Austria, le dejó bien claro a Stalin que debía alcanzar algún
tipo de acuerdo con los prusianos. Iosif, por lo demás, sabía que tenía algo
muy valioso con lo que negociar: su neutralidad en el este mientras Alemania,
eventualmente, se batía en el oeste.
Schulenburg
presentó sus credenciales como embajador en Moscú el 3 de octubre de 1934. El 8
de mayo de 1935, apenas unos días después de firmado el pacto de asistencia
mutua francosoviético, Litvinov recibió a Schulenburg y le dijo que los
comunistas esperaban que ese acuerdo, de orden parcial, se viese seguido de un
“pacto general” con los alemanes. Eso, continuó Litvinov, matizaría mucho el
valor del acuerdo con Francia “y nos haría avanzar en la verdadera dirección de
la Unión Soviética desea”.
Stalin, sin
embargo, necesitaba canales de comunicación distintos de Litvinov, que no
confiaba en los alemanes y tampoco tenía su confianza. En buena medida, esta
capacidad se la aportó una misión comercial soviética en Alemania, que estuvo
abierta entre 1935 y 1937 a las órdenes de un paisano del secretario general:
David Vladimirovitch Kandelaki. Kandelaki y el ministro nazi de Finanzas
Hjalmar Schacht firmaron un acuerdo comercial el 9 de abril de 1935. En junio,
el mismo mes en el que Alemania y Reino Unido estaban firmando su pacto naval,
Schacht sugirió incrementar los intercambios comerciales con la URSS a través
de un gran crédito de 500 millones de marcos, pagadero en diez años. Mi opinión
es que Hitler buscaba exactamente lo que consiguió, pues Stalin, cuando
Kandelaki le explicó el mojo, retrucó: “¿Cómo alguien que nos da un crédito así
podría hacernos la guerra?” Kandelaki se apresuró a comunicarle a Schacht que
Stalin, Molotov y Arkadi Pavlovitch Rogelgolts, entonces ministro de Comercio,
habían aprobado la posibilidad de ampliar los pactos comerciales, y le insinuó
que Moscú quería mejores relaciones políticas con Berlín. Schacht le contestó
que, para esas movidas, deberían hablar con otra gente en el gobierno del
Führer.
Esto fue sin duda
un problema para Stalin quien, como os he dicho, quizás aspiraba a vehicularlo
todo a través de su colega georgiano Kandelaki. Así que se dio cuenta de que
tenía que tener más gestos proalemanes, por así decirlo. Por esta razón, cuando
Twardowski, consejero de la Embajada alemana, se marchó de Moscú, en su fiesta
de despedida apareció inopinadamente Tukhachevsky, el general que ponía a parir
a los alemanes en Pravda, y que se dedicó a hablar y no parar de su
admiración por el Ejército germano y su esperanza personal (ja) de que la URSS
y Alemania llegasen a profundos acuerdos de entendimiento y colaboración.
El 2 de diciembre
de 1935, Sergei Bessonov, consejero de la Embajada soviética en Berlín, le dijo
a un representante de la Wilhelmstrasse que Alemania y la URSS debían acordar
una détente. Yakov Zakharovitch Suritz, el embajador soviético, le decía
a todo el mundo que le escuchaba que Litvinov, el judío, no iba a ser obstáculo
alguno en la mejora de relaciones entre la URSS y Alemania. Hablando maravillas
de los pactos de comercio, Suritz también sacaba a pasear, en cuanto podía, los
beneficios indudables de un pacto de no agresión entre ambas naciones.
Los alemanes, sin
embargo, por lo general no respondieron. En ese momento, creo yo, los planes de
Hitler estaban mucho menos definidos de lo que Stalin creía. Para los alemanes,
resultaba demasiado prematuro casarse con nadie. Hitler temía, con razón, que
un pacto con la URSS, que necesariamente tendría que ser público o semipúblico,
minaría su imagen de antibolchevique, que le resultaba fundamental para
mantener drogadas a las cancillerías occidentales y sacar tajadas como Renania,
Austria y, más adelante, Checoslovaquia. Nada de eso habría sido posible si
Alemania se hubiese mostrado, ya en 1935, proclive a pactar con Moscú. Hecho
éste que, por cierto, indirectamente hacía imposible que la Guerra Civil
Española terminase de otra manera que mediante la victoria de uno de los dos
bandos. Stalin sólo podía aspirar a dejarle claro a Hitler que, en el momento
en que él quisiera pactar, la URSS pactaría. Molotov se dejó entrevistar por un
periodista francés al que, cínicamente, le declaró que, si bien en la URSS
había gente distanciada de los alemanes por su manía de ser bolcheviques (los soviéticos, entiéndase), la
“tendencia mayoritaria” pensaba que era posible un acuerdo entre las dos
naciones.
Es en este
ambiente en el que tenéis que entender que se produjo el estallido de la Guerra
Civil Española. El país teóricamente más proclive a ayudar a la República:
Francia, no podía hacerlo por dos razones: la primera, porque Inglaterra no se
lo hubiera permitido; la segunda, porque en el seno de su propio gobierno había
miembros que no estaban a favor de movilizar recursos en favor de los
republicanos. Por esta razón, León Blum propuso el embargo general de armamento
para la guerra española, buscando con ello cortocirtuitar la implicación de las
potencias fascistas en el mismo. En Londres se creó un Comité de No
Intervención, al que se unieron Italia y Alemania.
En este punto,
tenéis que recordar el axioma del que parte el teorema: la preocupación de
Stalin no era España; nunca fue España. La preocupación de Stalin era,
desde el principio, que Francia desequilibrase el frágil equilibrio fascismo-no
fascismo en la Europa continental cayendo del lado equivocado; y una España
bajo una dictadura militar simpatizante con Hitler y Mussolini no haría sino
acorralar al país y fortalecer a las muchas fuerzas pro, proto, semi, cuasi
fascistas y fascistas con todas las letras que había en Francia. Por esta
razón, Stalin decidió acudir en ayuda del Frente Popular. No estaba ayudando a
España; estaba ayudando a Francia. Y, en el momento procesal en el que concluyó
que podría arreglar las cosas directamente él con los alemanes, el tema
español, simple y llanamente, dejó de interesarle.
Si analizamos la
Prensa soviética en los primeros meses de la GCE, comprobaremos que se trufó de
críticas aceradas hacia el bando nacionalista profascista y de posicionamientos
favorables a la no intervención, todo ello salpimentado con el lanzamiento
de las típicas campañas “voluntarias” de donación para la República. La
posición en favor de la intervención llegó cuando Stalin se dio cuenta que ni
Alemania, ni Italia ni Portugal estaban dispuestos a respetar las reglas del
juego neutral. A finales de agosto de 1936, convocó una sesión especial del
Politburo en la propuso un plan para la “intervención cautelosa” en la guerra
española. Dos días después, el espía internacional soviético Valter
Guermanovitch Krivitsky, que estaba en Amsterdam, recibió la orden cifrada de movilizar
todos los agentes disponibles para la compra internacional de armas, que
deberían ser enviadas a España. La orden de Stalin se completaba con la
admonición a sus espías: “manteneos siempre fuera del rango del fuego
artillero”. Era una manera de decir que había que evitar a toda costa que la
URSS apareciese como soporte de la República.
A mediados de
octubre de 1936, el flujo de armas comenzaba a fluir; junto con las Brigadas
Internacionales, consiguió revertir la hasta entonces más que segura caída de
Madrid. Eso sí, como bien sabemos, Stalin comenzó a cobrar por dicha ayuda,
incluso por adelantado, y controlando personalmente la relación de cambio del
rublo para que el precio de sus armas le beneficiase, sabiendo como sabía que
la República española nadaba en oro. Tanto lo sabía, que lo tenía en su poder.
Unos 500 dirigentes, militantes, simpatizantes y espías residentes en la URSS
fueron enviados a España; eso, además de los hasta 50.000 combatientes de
diversas nacionalidades de las Brigadas. El jefe de las mismas, Manfred
Zalmanovitch Stern, nacido en Bukovina, se hizo llamar Emil Kleber y se decía a
sí mismo un soldado de fortuna canadiense.
Stalin envió a
Marcel Israilevitch Rosemberg como embajador soviético a Madrid. Fue el hombre
cuya expulsión del despacho de Francisco Largo Caballero labró la desgracia de
éste como primer ministro. Sin embargo, en realidad el brazo estalinista en la
guerra española fue Arthur Karlovitch Stashevsky, nominalmente un consejero
comercial con sede en Barcelona. Por otra parte, el jefe de la NKVD en Madrid
era Alexander Milhailovitch Orlov, alias Orlov, alias Nikolski, alias Schwed,
alias Lyova. El general Yan Karlovitch Berzin estuvo al mando de las tropas
soviéticas propiamente dichas enviadas al teatro español, aproximadamente medio
millar, entre ellos pilotos y tanquistas.
Stalin, sin
embargo, tenía un problema. Obviamente, aunque había intentado un perfil bajo,
todo el mundo sabía que estaba apoyando a la República. Sin embargo, en
Cataluña las cosas no iban como él quería. Las comunicaciones internas entre
los soviéticos desplazados a España, y entre éstos y Moscú, que ya han sido en
buena parte hechas públicas y de las que hemos hablado ya en mi blog, son
bastante claras al señalar que los militares estalinistas comenzaron a ponerse
muy nerviosos con el cachondeo que era la guerra en Cataluña, con la industria
militar gripada por las medidas chorras impulsadas por la FAI; y, en general,
con el hecho de que en las Cataluña y Aragón republicanas primase la idea de
que la guerra y la revolución eran la misma cosa. Para Stalin, el problema
nacía de que esa postura no sólo fuese apoyada por la CNT y la FAI, sino también
por una formación marxista como el Partido Obrero de Unificación Marxista.
Stalin, ya os lo he dicho, basaba toda su estrategia en la GCE, en realidad
toda su estrategia geopolítica, en la idea de su proclividad a apoyar las
democracias liberales europeas. Si su apoyo terminaba identificado con los
objetivos de la revolución internacional, el derribo de la burguesía y esas
cosas, el momio se le iba a la mierda; se las ponía a Hitler como a Fernando
VII a la hora de acojonar a las cancillerías francesas e inglesas con que
vienen los bolcheviques. Stalin estaba empeñado en ser lo que finalmente
consiguió ser en Yalta, cuando Roosevelt decía de él que era un señor muy
razonable y que proponía cosas muy acertadas, toda esa mierda de mala
conciencia progre de contertulio de club de campo de los Hamptons.
El Frente Popular
español debía seguir siendo un frente burgués. Pero para cualquier persona que
viajase a la España republicana, y muy particularmente a Barcelona, era
evidente que la España republicana se había convertido en un lugar en el que te
podían dar el paseo y dejar tirado en una cuneta con dos agujeros en el cráneo
por llevar traje y corbata, o por haberte dejado ver durante años entrando y
saliendo de misa. El 21 de diciembre de 1936, Stalin firmó al pie de una carta,
junto con Molotov y Voroshilov, dirigida a Francisco Largo Caballero, primer
ministro de la República, en la que le sugería que los intereses económicos de
los pequeños propietarios agrícolas fuesen respetados (sí; los intereses de los
mismos tipos a los que él había exiliado a puñados en la URSS), y que la
pequeña y mediana burguesía fuese protegida de la ola de confiscaciones que se
estaba produciendo. Yo tengo por muy probable que Largo nunca se hiciese una
idea precisa del significado de que le llegase aquella carta con esos
firmantes; en el gobierno español, yo diría que ni siquiera en el Partido
Comunista, había gente con capacidad para entender el tipo de mensaje que
estaba enviando Stalin en una carta que firmaba personalmente junto con su mano
derecha y el hombre que era oficialmente considerado su genio militar. El
mensaje era: “tú sigue tocándome los cojones, que te vas a enterar”. Largo, la
verdad, era demasiado lerdo como para entender estas sovietosutilezas.
"Reino Unido, por su cuenta y sin contar con París, firmaba en junio un pacto naval con Berlín, en el que Alemania recibía la autorización para acopiar el 35% de la fuerza naval británica, en flagrante incumplimiento del acuerdo de Versalles."
ResponderBorrarEn 1940-41 lloraron lágrimas de sangre por ello.
"Los franceses, que se sentían militarmente superiores y es probable que todavía lo fuesen, pensaron en responder; pero..."
Y lo eran. Solo que les pudo el vértigo, y cometieron el mismo error que en los tiempos de Sadowa. Lo pagaron igual que entonces.
Eborense, estrategos