Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano
Antioquía era el paso obligado para cualquiera que quisiera controlar Siria. Esto lo sabían tanto quienes querían controlarla, es decir los cruzados; como quienes querían impedirlo, es decir los islamitas. Por esa razón, se trataba, a finales del siglo XI, de una ciudad fuertemente amurallada y defendida, nada sencilla de debelar. Antioquía era, además, el principal objetivo de los griegos bizantinos, poco inclinados a la expedición hierosolimitana pero que, sin embargo, consideraban que Antioquía les pertenecía y debía regresar a sus manos.
Para entonces, a base de roce, las diferencias entre los combatientes cristianos habían ido desapareciendo. La verdad, franceses, normandos, flamencos y lorenenses se parecían poco; muchos de ellos, de hecho, llevaban mucho tiempo enfrentados. Sin embargo, a base de recorrer en las marchas las agrestes planicies de Asia Menor, habían terminado por disolver sus problemas y aprender unos de otros. Esto, sin embargo, no valía para los griegos. Tanto los soldados como sus generales consideraban que los mercenarios bizantinos y, muy especialmente, Taticio, su principal comandante, no eran de fiar. De hecho, conforme la cruzada avanzaba, en realidad contra quien se ponían cada vez de peor humor los europeos no era respecto de sus enemigos, que al fin y al cabo eran precisamente eso; sino hacia sus teóricos aliados griegos.
La cosa tenía su lógica interna. Aquellos tipos llevaban cuatro meses tragando mierda por unas trochas de puta madre, y todo lo que habían hecho había sido conquistar tierra para el puñetero basileus de Constantinopla. Muchos de los líderes cruzados tenían deseos nada escondidos por encontrar allí una tierra en la que dejar de ser barones para pasar a ser reyes. Sin embargo, en Cesarea, en Placencia, en Marash, en Artah, todo lo que habían hecho había sido aclamar a los nuevos gobernadores del emperador. Aquello era, pues, trabajar como un burro para el exclusivo beneficio de otro señor que, para colmo, ni siquiera te caía bien. O sea, más o menos como Pedro Sánchez.
En realidad, esta insatisfacción era algo tan intenso que, para cuando los cruzados estuvieron cerca de Antioquía, dos de sus principales jefes estaban acunando seriamente la idea de desgajarse de la grey cruzada y comenzar a hacer la guerra por su cuenta, sin dependencias ni hostias, yendo a por lo suyo. Eran el sobrino de Bohemondo, Tancredo; y Balduino, el hermano menor de Godofredo de Bouillon. Ambos dejaron el ejército cruzado el 14 de septiembre y se dirigieron a las montañas de Cilicia, la vieja provincia de la que una vez fue gobernador Marco Tulio Cicerón. Salieron pues, de Siria; pero, haciendo eso, salían también del objetivo de conquista ligado a las provincias una vez bizantinas que habían sido invadidas por los islamitas.
En el fondo de esta actitud, y la de otros cruzados que no llegaron a tanto, estaba lo de siempre: la pasta. Muchos de los generales cruzados, ya lo hemos dicho, habían llegado allí endeudándose muy fuertemente. En parte, sólo en parte, lo habían hecho porque eso era lo que Dios quería (bueno, lo que Urbano decía que Dios quería, para ser más precisos). Pero era una parte muy pequeña. Si se habían endeudado era porque en aquella guerra ellos veían un negocio que, potenciamente, los haría más ricos que lo que eran antes de arriesgar sus capitales y su patrimonio. Sin embargo, la guerra, tras sus primeras semanas, se reveló como otra cosa. La obsesión de los griegos, lógica por otra parte, era que los territorios y ciudades que fuesen reconquistados lo fuesen limpios de polvo y paja, y eso incluía dejar el saqueo para otro día. La guerra, consecuentemente, había dejado de ser negocio.
Ahora tenían que enfrentarse a Antioquía, una ciudad con una muralla de seis millas de perímetro y una ciudadela poderosísima que estaba, literalmente, a la última en materia de tecnología defensiva. Así las cosas, Raimondo de Saint-Gilles, probablemente el mejor estratega de la partida, consideraba que la ciudad sólo podría ser tomada buscando efectos sorpresa y la extensión del terror en la ciudad. Es decir, propuso tratar de poder con ella a base de paciencia y de ser ladino, como habría aprendido en Toulouse. Su posición, sin embargo, se quedó en minoría en lo que podríamos denominar el consejo de generales que abordó el proyecto de ataque. Allí se impuso la postura de Bohemondo de Taranto, un tipo más adaptado a la imagen que mucha gente tiene del guerrero medieval, así en plan cachoburro y echado para delante. Bohemondo tenía prisa por tomar Antioquía, probablemente porque esperaba obtener algún beneficio de un saqueo provocado por una pelea comprometida y cruel entre cristianos y musulmanes; quiso, pues, jugar la baza de convertir la toma de Antioquía en una batalla en toda regla, lo que calculó que le permitiría disputarle el derecho sobre la ciudad a los griegos. Para que nos entendamos: el suyo tenía que ser un tsunami antioquiano. Sin embargo, se equivocaba. Los síntomas son claros de que Yaghi Siyan, el turcomano que era el gobernador de la ciudad (un tipo con mérito: había nacido esclavo, pero a Malik Shah le gustó mucho, y lo nombró gobernador), estaba muy impresionado por el tamaño del ejército franco que se acercaba a su ciudad, y habría sido bastante proclive a pactar algún tipo de rendición. Pero, claro, habría sido una rendición honrosa, y eso no era lo que quería Bohemondo.
En ese momento, el que hemos llamado consejo de generales de los cruzados estaba presidido por el legado papal, Adhemar de Monteil, obispo de Le Puy. De hecho, esta prevalencia, que para muchas cosas era más formal que real, era la única que se admitía. Inmediatamente por debajo de quien portaba el símbolo vaticano en su favor, lo que había era una rivalidad muy intensa entre una serie de nobles europeos que se creían, en su mayoría, todos con derecho para ser el generalísimo de los demás.
El más cercano a Adhemar era el conde de Toulouse. Esto tiene su lógica. La familia de Monteil era vasalla del conde, y ambos eran viejos conocidos y amigos. Pero eso no significa exactamente que Raimondo aceptase la prevalencia del legado; en realidad, sus expectativas eran, más bien, que la amistad con el teórico número uno le fuese útil a la hora de imponerse al resto de generales. Raimondo tenía una importante experiencia militar, que incluía haber sido cruzado en España y, además, había formado la más formidable de las armadas que se habían unido a la cruzada. Godofredo de Bouillon era tan ambicioso como el tolosano; pero había decidido mantenerse constantemente en buenos términos con la Iglesia, por lo que nunca cuestionaba los planteamientos del legado. De los tres grandes líderes de la cruzada, Bohemondo de Taranto era, de lejos, el más ambicioso, y el más maquiavélico, por así decirlo, en el sentido de que le daba exactamente igual ocho que ochenta. Sin embargo, su compromiso con la cruzada le hacía mantener el tipo con Adhemar, quien, como he dicho, era el jefe formal incontestado de la expedición.
Adhemar, por su parte, había sido caballero antes que sacerdote. Aun así, en general no se inmiscuía en las estrategias de batalla, aunque en alguna de ellas llegó a tener un papel muy importante.
En el 1095, Raimondo de Saint-Gilles tenía ya más de cincuenta años. Tenía, pues, más experiencia que cualquiera, además de estar totalmente comprometido con la misión de recuperar Jerusalén, hasta el punto de que de él se decía que había hecho el juramento de morir en Tierra Santa. Era, también, el más rico de todos los nobles implicados en la expedición, reteniendo incluso la capacidad de obtener más refuerzos de Bertrand, su hijo, a quien había dejado al cargo de sus estados. Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena e hijo del conde de Boulogne, era bastante más joven, 35 años. Era grande, poderoso, musculado y atractivo. Sin embargo, carecía de reputación anterior a la lucha contra los turcos. A través de su padre, Eustacio II de Boulogne, era descendiente de Carlomagno; y por parte de madre, Ida de Brabante (como se llamaba a la Baja Lorena), llevaba sangre normanda. Era noble, pero no se podía comparar con Raimondo; ni siquiera podía aspirar a ser conde de Boulogne hasta que su hermano mayor la roscase. Si era duque de Brabante era por una carambola ocurrida cuando murió su tío, el titular de la finca, cosa que había pasado cuando tenía 28 años. Hasta dicha edad, pues, había sido, básicamente, un pringao. Y, ojo, que, a pesar de que el ducado le correspondía claramente, todavía el emperador Enrique IV decidió dárselo a su hijo Conrado, por lo que encima tuvo que esperar.
Godofredo tenía otra característica importante: cartecía de raíces con su ducado. Nunca se interesó demasiado por él, a pesar de ser un territorio muy rico (lo que justifica que haya sido durante tanto tiempo objeto de luchas constantes entre alemanes y franceses). Lo dejó en manos de administradores y, más aún, Godofredo ni se preocupó de tomar esposa ni, por supuesto, tener hijos legítimos que fuesen a heredar la finca. ¿Por qué es importante esto? Pues porque unas circunstancias así convierten a Godofredo de Bouillon en el principal de los generales cruzados al que, además del fervor religioso, que en eso parece que iba justo, tenía más deseos de permanecer en Tierra Santa y no volver nunca. Él estaba allí, por lo tanto, para construirse un reino que esta vez fuese suyo y bien suyo, y no fuente de carambolas sucesorias y otras mierdas. Y, claro, si ése era el deseo de Godofredo, más lo sería todavía de Balduino, su hermano, que por no ser no era conde ni una mierda. A pesar de ser un pringao sin alma noble, Balduino trató de imponerse en la grey cruzada en su condición de número dos de su bro. Y un dato que demuestra su voluntad de echar raíces en Asia Menor es que se había venido de expedición acompañado por su mujer, Godvera de Tosni, y sus hijos. Balduino quería, literalmente, construir el sueño de Danny Dravot, el aventurero que en El hombre que pudo reinar trata de ser el rey de Kafiristán. Tan claro era su deseo que ya le hemos visto pasando de la expedición cruzada y yéndose por las montañas por su cuenta.
Balduino de Bouillon era una de esas típicas personas que parecen haber nacido para algo; en su caso, para ser un guerrero. Las crónicas nos dicen que era inusitadamente alto y musculoso. Aun así, su familia intentó llevarlo por la carrera eclesiástica, destino normal de los segundones de las familias de cierto fuste; pero el chico tenía vocación clara de dar hostias de otro tipo. Pero no os quedéis con la idea de que era un cachobestia. Balduino era un tipo muy inteligente que sabía ser muy taimado; era un Pedro Sánchez nato.
Como líder militar, probablemente el más admirado era Bohemondo de Taranto. Normando de origen, era un soldado más que aseado y con una capacidad de liderazgo que yo creo que tiene poca discusión. Era, asimismo, una persona con ambiciones muy propias, para la cual el objetivo de liberar el Santo Sepulcro de las manos de los musulmanes no dejaba de ser un objetivo secundario.
Bohemondo de Taranto era el hijo mayor de Robert Guiscard. Las primeras noticias de la preparación de la cruzada lo pillaron guerreando en Italia. En ese momento, Bohemondo tenía cuarenta años y una vida tras de sí en la que todo lo que había hecho había sido pelear, primero para su padre y, después, fundamentalmente contra los bizantinos. Robert Guiscard, su padre, había sido él mismo un simple soldado de fortuna que, tacita a tacita, había acabado por hacerse con el control de la isla de Sicilia y de zonas de la Italia meridional, y que murió por culpa de una plaga estando a las puertas de Constantinopla, ese trofeo que los normandos siempre ambicionaron.
El verdadero proyecto vital de Bohemondo, aunque no lo confesase, era terminar lo que su padre había empezado. Nada deseaba más que destruir el poder bizantino de los griegos a los que Roberto había muerto combatiendo, y así crear un imperio normando en el Mediterráneo. Su hermano y su tío, de hecho, tenían sus propios reinos en Italia y Sicilia. Bohemondo era mayor que ellos; pero, en realidad, tenía menos derechos a dominar tierras, por así decirlo, puesto que su hermano era hijo de la segunda esposa de su padre, Sigelgaita, que tenía mucho más pedigree que su propia madre. Sigelgaita era hija de Galmario IV príncipe de Salerno. La madre de Bohemondo, Alderada de Buonalbergo, no podía competir con eso.
Bohemondo descendía de los vikingos que habían seguido a Rollo al establecerse en el norte de Francia. En el momento que relatamos, todos aquellos escandinavos, en buena parte, se habían convertido en unos camembert de puta madre (de hecho, la madre de Bohemondo, Alderada, ya no hablaba otra cosa que francés); pero él sentía todavía, en buena medida, vikingo. Ana Commena, a quien aquel tipo no le era nada simpático puesto que su principal característica es que le habría gustado ver a todos los griegos bizantinos colgados del cuello, nos dice que era de una extremada belleza; algo a lo que colaboraba el dato de que, contrariamente a lo que era la costumbre de la época, le gustaba afeitarse la barba cada día. De todos los barones de la cruzada, era con diferencia el más pelado y el que menos hombres tenía. Sin embargo, su empuje y su capacidad de galvanizar a las tropas lo convirtió pronto en algo así como el hombre que todos reconocían como jefe en el momento en que llegaba la batalla.
El asedio de Antioquía tomó siete meses y medio, desde el 20 de octubre del 1097 hasta el 3 de junio del año siguiente. Después de eso, fueron los propios asediadores los que fueron rodeados y asediados, por lo que hasta enero del 1099 no pudieron retomar la marcha para llegarse a Jesusalén.
Los cruzados aprendieron muy pronto que su asedio, por las propias características del lugar y de la ciudad, era un asedio imperfecto. Antioquía nunca tuvo problemas a la hora de ser abastecida, no sólo con comida, sino con armas e incluso soldados de refresco. Los cruzados acamparon delante de las principales puertas de la ciudad y controlaron todos sus puentes; pero nunca tuvieron el control del área montañosa contra la cual apoyaba el culo la ciudadela. Mientras tanto, los asediadores cometieron el grave error de incautar a lo bestia los muchos pertrechos de los alrededores, quizá pensando en que su operación iba a ser corta. Como no lo fue, pasados unos dos meses comenzaron a tener serios problemas de intendencia.
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