La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pax, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
Fuera un ataque, un envenenamiento o cualquier otra cosa, lo que está claro es que la muerte del tío de Enrique VI le otorgó a éste la oportunidad de dar pasos en su política. El 28 de julio de 1447, por ejemplo, procedió a nombrar una embajada que habría de negociar la entrega de la fortaleza de Le Mans; entrega que, supongo, querría hacer en 24 horas (chiste). Sin embargo, el espíritu de los halcones en Inglaterra no había muerto con su primer líder; de hecho, se podría decir que, a causa de las muchas dudas existentes en torno de su muerte, se excitó. Prueba de ello es que los propios plenipotenciarios que designó Enrique eran de la cuerda, y se dedicaron a matar el partido con retrasos, consultas y polladas varias, exasperando a Carlos VII.
Tanto se cansó el francés que, finalmente, montó una patota
de camemberts que puso asedio a la ciudad de Le Mans, para tomar a hostias lo que
el rey inglés se negaba, según su visión, a entregarle por las buenas. Esta
amenaza fue la única que consiguió acelerar las cosas (obsérvese el juego
semántico de usar el verbo “acelerar” hablando de Le Mans…) El 29 de marzo de
1449, a medianoche, heraldos y franceses se encontraron a los pies de la
muralla de Le Mans y acordaron la entrega.
A ver: estamos hablando de un pacto entre ingleses y
franceses. Otrosí: dos de las naciones que, junto con el Imperio romano y algún
que otro ejemplo más moderno, con más frecuencia se han cagado y se han meado
sobre lo firmado, o lo han manipulado. Cualquiera de las dos delegaciones, con
haber pensado en sí mismas y el tipo de guarradas que les gustaba hacer, y
haber asumido que la otra parte era igual, sino peor, debería haberse percatado
de que lo mejor era hacer las cosas lo mejor posible, para evitar equívocos; pero
no fue el caso.
Las capitulaciones de Le Mans se intercambiaron a
medianoche, como he dicho. Los relatos nos dicen que los pactantes no tenían ni
una vela para iluminar los papeles que estaban firmando. En esa circunstancia,
alguien tenía que salir tangado; y ese alguien fueron los franchutes. Los
ingleses, como hemos visto ya de serie poco proclives a aquel acuerdo, habían
colocado cositas en el texto de los papeles pactados en los que esperaban que
los camembert no reparasen, como así fue. El acuerdo, básicamente, extendía la
tregua vigente entre ambas naciones hasta abril de 1450. Los franceses
asumieron que era una prolongación sin más, esto es, un mantenimiento de la paz
en las condiciones en que había sido pactada en su momento; de hecho, así lo
habían insinuado los negociadores ingleses. Sin embargo, en el papel que firmaron los allez enfants había algo que no estaba en la tregua original: si
bien la tregua siempre había incluido a los aliados de ambas partes, esta vez,
entre éstos, se excluía al duque de Bretaña, cosa que antes no pasaba. El duque
era un aliado de Francia al que Inglaterra quería poder atacar sin que París
acudiese en su ayuda. Dicho y hecho: ese mismo marzo de 1449, en plena tregua,
los ingleses, bueno, para ser más exactos un ejército de mercenarios aragoneses
alquilado por Londres (dirigido por Francisco de Soriano o de Suriana, uno de los pocos mañicos, ni siquiera sé si el único, que han portado la Orden de la Jarretera), atacó a los bretones en Fougères. Cuando el duque de
Bretaña convocase la ayuda de su aliado francés, Carlos VII habría de descubrir
lo que había firmado algunos días antes.
El 31 de julio, el rey Carlos, muy cabreado por esta celada
estúpida, declaró que no se sentía vinculado a la tregua firmada, y la guerra
estalló. Con un ejército potente, el rey francés comandó una invasión de
Normandía. Esta vez, la maquinaria bélica gala había aprendido mucho, y entró
en el reino inglés como el cuchillo en la mantequilla caliente. En octubre,
cayó la ciudad cuyo nombre, repetido, convoca la imagen de un Fórmula I
calentando motores (Rouen). A finales de agosto, los ingleses habían sido
literalmente barridos de Normandía.
En Londres, donde el tema dolió como siempre duele la
pérdida de tierras en un país acostumbrado a poseer a terceros, las culpas de
todo aquello recayeron sobre el rey y el trío de asesores fundamentales que
dirigían su política: Suffolk, William Ayscough, el obispo antipilila, y Adam
Moleyns, obispo de Chichester y algo así como Notario Mayor del Reino, porque
era el custodio del sello real. Los tres, en menos de un año, acabarían
arrastrados por las turbas por la calle, como ahora veremos.
El 9 de enero de 1450, un grupo de soldados y
marineros de Portsmouth, convencidos o semiconvencidos de que el obispo se
había quedado con parte de los salarios que no habían cobrado, fue a por Moleyns, lo
sacó a la calle y se lo apioló. Al parecer Moleyns, para tratar de salvar el
gañote, dijo algunas cosas sobre Suffolk que ayudaron a que el personal se
cabrease en modo experto. Días después hubo un súper-mega-escrache en Londres.
Se hizo famosa la canción que cantaban los manifestantes, anunciando la caída
de Enrique:
By this town, by this town,
for this array the king shall loose his crown…
La rebelión se extendió a otras poblaciones del país. El
orden se restableció en febrero cuando uno de los líderes de las movidas, un
tipo que se hacía llamar Bluebeard, fue ejecutado. Pero el rey estaba
acojonado. Ordenó que todos los miembros de su servicio fuesen armados mientras
prohibía las armas en todo Londres y el sureste de Inglaterra.
Sin embargo, las cosas no podían tranquilizase tan
fácilmente. Los comunes en el Parlamento tomaron la dirección del movimiento. El
28 de enero ya habían conseguido que Suffolk fuese enviado a la Torre de
Londres. Estando allí preso, se le abrieron dos juicios: uno por corrupción, y
el otro por haber realizado acuerdos traicioneros con los franceses. Sin
embargo, el rey lo sacó de la prisión y prohibió que fuese encausado (lo indultó, ya se sabe, por la concordia). A la
salida de la Torre, Suffolk escapó por los pelos de la gente que lo quería
matar. Se fue a su casa en el campo, en Wingfield, a esperar que escampase y a
preparar su salida del país, convencido de que las cosas ya no volverían a ser
como antes. El 30 de abril, tomó un barco en Ipswich. El 2 mayo, fue interceptado
en Dover por unos barcos que ya estaban esperando que pasase. Le pillaron, le
arrearon tres o cuatro espadazos, y lo dejaron muerto en la playa de Dover.
La Corte culpó a la gente de Kent (el novio de Barbiet) de
lo que había pasado y prometió aplicarles un severo correctivo. El Tesorero de
la Corte, Lord Saye, y su yerno, William Crowner, que era el sheriff de Kent,
prometieron dejar el país arrasado. La respuesta de los kentish fue una
revuelta de la puta hostia, normalmente conocida como la Jack Cade Revolt. En
Blackheath se formó un ejército popular, que durante junio y julio de 1450 fue
el dueño de la situación. Los alzados publicaron un manifiesto, The complaint of the commons of Kent,
que hizo mucho por difundir su causa y sus argumentos.
Una tropa de avance del ejército real fue pillada en una
emboscada y reducida a su mínimo común divisor. Enrique, viendo que lo mejor de
lo que tenía había sido pasado por la piedra, resolvió dejar de atacar, y se
amorcilló en tablas, poniendo el culo contra las murallas de Kenilworth. El 29
de junio, en Wiltshire, que es un sitio que cuando se quieren poner bestias, se
ponen, una multitud que podría ser hasta de un millar de personas se fue a por
el obispo Ayscough. Lo encontraron diciendo misa; le interrumpieron, claro, lo
sacaron de la iglesia a hostia limpia, lo llevaron a una colina y lo mataron.
El 4 de julio, el ejército de la revuelta de Jack Cade entró
en Londres. Enjaretaron a Sayer y a su yerno, les hicieron un a modo de juicio,
y los ejecutaron. Luego, claro, pasó lo que pasa siempre que unos soldados
ingleses entran en una población urbana. Repentinamente, muchos de los soldados
perdieron el interés por la justicia y la lucha contra la opresión, conforme lo
ganaban por el morapio, el ron y las vaginas de terceros. Esto al pueblo de
Londres como que no le gustó mucho y, finalmente, Cade tuvo que asumir que lo
mejor que podía hacer era licenciar a aquella pandilla de hooligans en la que se había convertido su tropa. Teóricamente, lo
hizo a cambio del perdón real y la audiencia para alguna de sus
reivindicaciones. Pero, sin embargo, pocos días después, el 12 de julio, fue
asesinado.
El rey, sin embargo, habiendo aprendido algo de la
experiencia, impulsó la creación de una comisión para investigar las
irregularidades cometidas en Kent en los doce años anteriores. La rebelión
había sido superada; pero sólo en el sentido del día a día. La Revuelta de Jack
Cade había jugado un papel crucial en la Historia de Inglaterra: por primera
vez, la gente, ni siquiera los nobles, había puesto negro sobre blanco en un
manifiesto los errores y las disfunciones de la monarquía medieval inglesa, y
había sido capaz de ponerla de rodillas. Como otras veces en la Historia, la
revuelta había terminado por fracasar, probablemente, porque no tenía
alternativa. Después del rey, ¿qué? Sin embargo, igual que el 18 de Brumario
abrió la puerta de la Historia al Ejército como actor político, la Revuelta de
Jack Cade abrió la puerta de la rebelión popular contra un rey considerado
mendaz. Por lo demás, no hay que olvidar que los rebeldes perdieron, pero se
llevaron por delante al gobierno inglés en pleno. El suyo era un mensaje muy de
nuestro tiempo: se puede, vaya que se puede. El portillo quedaba abierto.
Pocas semanas después de sofocada la Rebelión de Jack Cade,
en septiembre de 1450, Ricardo de York, duque de York, se embarcó en Irlanda y
desembarcó en el puerto de Beaumaris. Para entonces, York tenía ya 49 años. Se
había criado entre los Neville, una de las principales familias nobles del
norte de Inglaterra. Su padre, Ricardo, había sido conde de Cambridge, y había
sido ejecutado por traición en 1415. Este Ricardo era el hijo de Edmundo
Langley, duque de York y cuarto hijo de Eduardo III. La madre de Ricardo de
York, Ana Mortimer, era descendiente de Lionel, duque de Clarence, segundo hijo
del mismo Eduardo III.
Con la muerte de Humphrey de Gloucester, el rey Enrique VI
se había convertido en el último miembro vivo de la casa de Lancaster. Esto
quiere decir que, teniendo en cuenta las condiciones genealógicas ya
explicadas, en el caso de que el rey muriese sin descendencia, las posibilidades
de Ricardo de reclamar la corona de Inglaterra eran muchas; algo en lo que seguro
que estaba pensando en 1450, viendo que los reyes no acababan de casar óvulos y
espermatozoides. Por otra parte, Ricardo era el Amancio Ortega de su tiempo
inglés; nadie tenía más tierras que él. Langley le había dejado terrenos sin
fin en Yorkshire y las Midlans; pero por el lado de Ana Mortimer había heredado
medio Gales y Las Marcas. En su condición de conde del Ulster, asimismo, también
poseía grandes extensiones en Irlanda.
Su carrera en el poder inglés también había sido importante.
En 1436 había sido el teniente del rey en Francia. En 1440 fue nombrado
teniente general y gobernador de Francia y Normandía, aunque fue sustituido
tres años después por John Beaufort, duque de Somerset. A York aquel detalle le
sentó a cuerno quemado. La cosa tenía su sentido: dado que el duque llevaba dos
años sin recibir ni un duro de Londres, se había quedado sin forma de poder
financiar a sus tropas, mientras que Somerset aportaba recursos frescos. Pero
había más: para entonces, en Londres, tanto el rey Enrique como su entorno más
estrecho querían a York fuera de Francia, puesto que temían la fuerza que podía
desplegar por sí mismo y no para los intereses de la corona. Cuando murió
Humphrey, estos temores escalaron aún más, pues Enrique veía a Ricardo como el
lógico heredero del partido de los halcones.
La prioridad de Enrique, pues, era colocar a Ricardo de York
en una posición en la que no pudiese tocar pelo del poder de verdad. Fue por
ello que, en julio de 1447, cuando hemos de recordar que estaba madurando la
cesión de Le Mans a los franceses, lo nombró teniente de la Corona en Irlanda,
y lo mandó a tomar por culo (porque para los ingleses Irlanda siempre ha
quedado, y sigue quedando, a tomar por culo).
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