Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
A finales del siglo XVI, 1587 para ser más exactos, si hubiera habido casas de apuestas online funcionando en Inglaterra, no tengo yo claro que hubiera una apuesta ganadora sobre el futuro político del país. La reina, Isabel I, tenía 35 años. Una edad muy provecta para su tiempo a la hora de tener descendencia; en esos años, cuando menos los más informados del país, los miembros del Consejo Privado y su entourage, comenzaban a coquetear con, por no decir resignarse a, la idea de que Isabel no iba a resolver el sudoku dinástico inglés teniendo descendencia ella misma.
Esto convertía a María Estuardo en su heredera. Los Tudor,
pues, llegaban al callejón sin salida de la Historia, dejando sitio para los
Estuardo; una familia dinástica capaz de aglutinar a su alrededor a todo un
partido católico, basado en derechos dinásticos tradicionales y en la reacción
hacia la sanguinaria sobreactuación del montaje anglicano del papá de Isabel.
Los católicos habían pecado de impacientes, lanzando una rebelión en el norte
del país que les otorgó a los anglicanos la oportunidad de sofocarlos, reprimirlos
una vez más.
En todo caso, la reacción puritana tuvo su parte legal y su
parte ilegal, por así decirlo. Como ya hemos contado, el acto de arrestar a
María, reina de los escoceses, fue un acto legal porque ella, realmente, estaba
complotando contra la reina de Inglaterra. Su ejecución, sin embargo, habría de
ser ilegal, por cuanto se produjo, formalmente, sin el apoyo final de la reina.
Como ya he explicado en otros puntos de este blog (vease aquí, y posts inmediatamente anteriores), el problema de Isabel no era
un problema de aprecio o amor hacia María, sino la preocupación que le
provocaba el gesto de separar la cabeza de una reina legítima del resto de su
cuerpo legítimo. Isabel, en este sentido, estaba abrumada por una novedad de los
tiempos que no sabía cómo procesar y que es, en realidad, uno de los grandes
cambios que se opera en la Inglaterra del siglo XVI (y una de las razones, por
cierto, por las que es tan recomendable la costumbre, hoy en desuso, de leer a
Shakespeare): el hecho de que cada vez más personas comiencen a considerar como
un acto legítimo el asesinato de un rey. A Francis Throckmorton se le
interviene documentación que demuestra los planes existentes para el
asesinato de la reina y la invasión católica del país; William Parry acabará
declarando ante la Corte que se le ofreció la indulgencia plenaria a cambio de
matar a Isabel.
Para la reina, una noticia de ésas que te cambian la vida
fue la de que Gérard, un servidor borgoñón, secretamente católico, había asesinado
en los Países Bajos al príncipe de Orange, considerado en ese momento el
segundo campeón de la causa protestante. Esto, por así decirlo, situó a Isabel al frente de la causa protestante mundial, y otorgó un valor, si cabe, aun mayor al acto ilegal que había cometido ejecutando a María. En mi opinión, pero sólo en mi opinión, lo que arrastró a Isabel, y eso equivale a decir a Inglaterra, a convertirse en campeón de la reacción reformada en Europa, no fue tanto la ejecución de María Estuardo como la muerte de Guillermo de Orange. Con su asesinato, los católicos descabezaron a quien tenía la potencialidad de poner en conexión el protestantismo alemán y el protestantismo francés y convertir, por lo tanto, al conjunto de movimientos de inspiración luterana en un nuevo catolicismo capaz de pelear por la universalidad en Europa. Este movimiento, para un anglicanismo que tampoco soñaba con una ruptura total con la religión antigua, supuso la obligación de tomar partido.
Como ya sabemos, la ejecución de María, reina de los
escoceses, se produjo en un acto no del todo legal, en medio de la típica
actuación dubitativa de la reina, que tan pronto quería como no quería. Sin
embargo, lo que yo creo que está más fuera de toda duda es que Isabel nunca
pensó en que su contrincante fuese a morir en una ejecución pública, por la
mano de un verdugo; y ése fue el gol que verdaderamente le metieron sus
ministros puritanos; porque era precisamente lo que querían hacer. El gesto
casi inmediato de Isabel de decretar el encierro en la Torre de Londres de su
secretario, Sir William Davidson, al que consideraba responsable de que sus
órdenes no hubiesen sido cumplidas, demuestra que la reina temía una guerra
civil por la parte escocesa; y yo creo que si el pueblo a las órdenes del hijo
de la ejecutada no se alzó en armas contra Inglaterra fue, tan sólo, por
desconfianza en sus propias fuerzas.
El tema de la monarquía puritana inglesa, sin embargo, tenía
otros matices. En realidad, los sucesivos cambios producidos en el poder inglés
en las décadas anteriores habían desequilibrado el ya frágil equilibrio europeo
y habían hecho inevitable un enfrentamiento. Burghley lo había asumido así (y
ésta es una de las razones de que se lanzase a la ejecución de María) y había
desplegado, con la connivencia, siempre dubitativa, de su jefa, una especie de
guerra de posiciones contra el principal poder católico en Europa, es decir en
el mundo, que era el español. Había enviado a Drake a las Indias y a Leicester
a los Países Bajos, asumiendo el liderazgo protestante que quedaba bien
evidente tras la muerte del Orange. La acción de Drake en Cartagena había
soliviantado los ánimos de los españoles; pero, la verdad, ni había reducido en
exceso su fuerza, ni tampoco había generado los beneficios esperados, como
veremos. Y la acción de Leicester en el continente no fue la de un general
victorioso precisamente. Así pues, en esos años finales del siglo se iría
fundiendo, poco a poco, la gran dialéctica que sería el reinado de Isabel I: la
dialéctica entre una reina en buena parte inventada por Burghley, la campeona
mundial de la causa protestante, dispuesta a ser el sostén de la resistencia
frente al catolicismo prevalente; y una verdadera reina Isabel, siempre
buscando soluciones distintas de la guerra para todo, desconfiando de los
apoyos, consciente de que un solo loco hábil podía matarla, y nada convencida
de que la estrategia de guerra total fuese la mejor de las posibles. Por decirlo en términos actuales, Burghley trataba de convencer al mundo de que su jefa era Kim Jong Un cuando, en su fuero interno, la reina era más bien Barack Obama o, peor aun, Jimmy Carter.
Las noticias de la ejecución de María (nuera del rey de
Francia) tardaron diez días en llegar a París. Las valijas diplomáticas
normales estaban interrumpidas porque en Inglaterra se sospechaba de la
implicación del embajador francés en conspiraciones en favor de María. Podemos
apostar a que una de las diez o quince primeras personas que se enteraron en
París de la ejecución, y eso contando a la familia real francesa, fue
Bernardino de Mendoza, el embajador español. Mendoza era muy respetado en la
Corte francesa, varios de cuyos miembros le hacían objeto de confidencias que
él no solía creer (tenía su propia red de espías, de la que se fiaba mucho
más). Pero era, sobre todo, uno de los hombres más importantes de Francia por
su papel como gran financiador, con dinero español, de la Santa Liga, es decir
la organización ultracatólica que se había puesto los deberes de borrar a
Isabel de la faz de la Tierra. Los grandes impulsores de la Santa Liga eran los
Guisa, la principal familia católica francesa. Era Mendoza quien manejaba a los
activistas jesuitas, de gran importancia en las conspiraciones antiisabelinas;
e, incluso reclutó a Sir Edward Stafford, el embajador inglés en París; él fue quien
le informó de la ejecución de María.
La noticia fue un problema político interno para Enrique
III, el rey francés. Se argumentó muy pronto, y la cosa tenía poca discusión, que Isabel nunca
habría ejecutado a María si hubiera sabido que Francia iba a reaccionar ante el
hecho; la derivada, pues, era que el Valois formaba, de alguna manera, parte de
aquella ejecución, no de palabra ni de obra, pero sí de omisión. Se comenzó a
decir que el rey católico prefería la alianza con la anglicana Isabel y con el
rey de Navarra (que seguía intitulándose así, aunque era ya más bien poco chistórrico) a la más lógica con España, que colocaría a ambos países bajo el
paraguas de la religión católica que adornaba los títulos de ambos reyes. Los
púlpitos franceses ardían los domingos contra su rey.
Algo de eso había, de hecho. Los Valois se encontraban en una lucha casi constante con los Guisa, una lucha cuyo premio final era la corona de los franceses. En esa lucha, los Guisa se habían posicionado en favor de las fuerzas ultracatólicas, buscando precisamente dejar sin espacio social al rey; éste, por lo tanto, tenía que jugar otras cartas. Ahora, sin embargo, la ejecución de María había sido un regalo para los ultracatólicos, porque les fue fácil animar las cosas para que, alrededor del Louvre, se montasen auténticas manifestaciones de indignados reclamando de su rey una reacción. Enrique, sin embargo, estaba personalmente más cerca de la idea de entenderse con Inglaterra que de la de hacerle la guerra. Y, de nuevo, su posición tiene plena lógica. No podía ir a la alianza con España porque España y Francia, a pesar de ser ambas potencias católicas, tenían demasiados conflictos por medio. Yo citaría fundamentalmente dos: en primer lugar, el control de las tierras y naciones al este de Francia, Bélgica y Flandes especialmente; lugares que Francia, cada vez más, consideraba parte de su zona de influencia, pero que eran, en buena medida, posesiones españolas, y lo seguirían siendo durante mucho tiempo. No sólo eran posesiones españolas; es que el rey español, Felipe, tenía en sus manos el testamento que su padre, Carlos de Habsburgo, le había dejado, en el que le decía bien claro que nunca, under no circumstances, renunciase a sus derechos hereditarios sobre la Borgoña de Carlos el Temerario, a la que Carlos llamaba en su texto "nuestra patria". Felipe, por lo tanto, tenía proclividad cero a dejar partir a Flandes por otro camino de la Historia que no fuese el español; y es cierto que eso lo hacía por defender la catolicidad; pero, a menudo, demasiados historiadores olvidan que tenía otras motivaciones que tenían más que ver con el respeto a la figura de su padre y la defensa de sus derechos de herencia.
En segundo lugar, está el hecho de que España estaba jugando,
claramente, la baza de los Guisa en la pelea dinástica francesa. Enrique de
Valois, por lo tanto, temía que, si se aliaba con España frente a Inglaterra,
ésta última no fuese sino la primera pieza de dominó que caería; él podría ser
la segunda.
Bernardino de Mendoza, en todo caso, miraba a largo plazo.
En realidad, el astuto diplomático español ya había descontado que los ingleses
se cargarían a María. Excelentemente informado como estaba, tenía muy claro que
la discusión, dentro de la cabeza de Isabel, había pasado a ser, cuando menos
semanas antes del suceso, mucho más el cómo que el qué. Además de todo eso,
buen conocedor de todo lo que se movía en el Louvre, también era consciente de
que una suerte de entente o de convivencia pacífica, como mínimo, entre Londres
y París, era también inevitable. En esas circunstancias, había llegado a la
conclusión de que haría falta animar una gran revolución católica en
Inglaterra; pero eso sólo sería posible con el acicate de una gran acción
bélica; de una invasión. Una invasión que, a ser posible, debería producirse
cuando ya Enrique de Guisa hubiese encontrado el camino para sentarse en el
trono francés. De hecho, Mendoza apreciaba una ventaja importante en la muerte
de María: eliminaba toda posibilidad de que, en el marco de una revolución que
acabase con Isabel, el mando en el país acabase en manos de una reina francesa.
Como veremos, en esto coincidía con su rey.
Éste es, de hecho, el gran argumento de la Gran Armada.
Bernardino de Mendoza conocía a su rey y sabía que no era la casualidad la que
le había colocado el remoquete del Rey Prudente. A Felipe le costaba tomar
decisiones sin haber valorado pros y contras varias veces y, en el fondo,
sentía la misma repugnancia hacia las soluciones bélicas que sentía su gran
enemiga, la reina de Inglaterra. De Mendoza, por lo tanto, sabía que la noticia
de la muerte de María llegaría a España, soliviantaría las conciencias y todo
eso; pero, después de un par de rosarios, el rey comenzaría a sopesar esto y
aquello, y tal vez eso que hoy llamamos la ventana
de oportunidad se perdería. Por eso, el embajador español sabía que tenía
que manejar un argumento que pudiera mover a su rey a trabajar deprisa, a
pensar las cosas menos veces. Y ese argumenta era la afirmación que incluyó en
su informe, en el sentido de que “parece ser el obvio designio del Señor
colocar en las sienes de Su Majestad las coronas de dos reinos”.
Éste fue, por lo tanto, el principal argumento que se usó para conseguir una acción rápida, o por lo menos todo lo rápida que podía ser en aquel momento, para agarrarse a una noticia obviamente impresionante, y no menos impresionante por lo esperada, como era el gesto de una reina de ejecutar a otra reina. No por casualidad, éste era el elemento que más le preocupaba a Isabel de sus propias decisiones, hasta el punto de que, de haber tenido ella un total control sobre el proceso, de no haber sido engañada por Burghley y sus otros consejeros, es probable que María nunca hubiera sido ejecutada y, tal vez, hubiera sido enterrada en un convento o habría muerto como Ernst Röhm, asesinada por un guardián cualquier día por la tarde. Isabel sabía que María, con todos sus defectos y todas sus movidas conspiratorias, que eran muchas, tapaba una vía de agua. Muerta ella, la vía de agua podía comenzar a manar libremente sin problema. Esa vía de agua era la legitimidad de la Corona inglesa. Isabel sabía, como lo sabía Bernardino de Mendoza, que la muerte de María descabalgaba el orden natural de las cosas en la sucesión inglesa, y abría las posibilidades para la reclamación española de la corona (como de hecho ocurriría varias veces en los años siguientes, a través de diferentes terminales). No se olvide que el rey presente de España había estado casado con la reina de Inglaterra y con ella había residido en Londres; si bien es lo cierto que lo hizo como pollo sin cabeza, lastrado, entre otras cosas, por el hecho de que siempre fue un zote con los idiomas.
La Armada, pues, no fue tanto el resultado de una misión de venganza contra un ultraje cometido contra una reina católica. Fue, más bien, una carambola a tres bandas que sólo fue posible intentar cuando precisamente esa reina estuvo muerta, muerte que debilitó la posibilidad de una entente francoinglesa y elevó las posibilidades de un cambio de régimen en París que, asimismo, apoyaría las reivindicaciones españolas sobre las islas.
"...el control de las tierras y naciones al este de Francia, Bélgica y Flandes especialmente..." Yo diría que Bélgica y Paises Bajos están al norte de Francia, no al este.
ResponderBorrarSi pero Luxemburgo y el Franco Condado no. Y respecto a Flandes ahora está en el norte, en esa época estaba en el noreste, ya que Francia se amplió posteriormente en su frontera este.
BorrarAcertada o erróneamente, suelo reservarle a Reino Unido la calidad de "vecino del norte" de Francia.
Borrar"Complotando..." Vaya una palabra más fea, ¿No sería más adecuado usar la española "conspirando"?
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