Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
La pareja se encuentra
Matrimonio y maternidad
Divorcio y radicalidad
Los últimos pasos
Hagamos que el capitalismo financie su propia destrucción
El traslado al Oeste
Bajo mínimos
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
Renate Riemeck. Vía Alcheton
La policía, siguiendo las normas,
había traído al prisionero esposado. Pero era evidente que difícilmente podría
realizar su investigación con las esposas puestas. De hecho, Baader ni siquiera
tuvo que reclamar su liberación; fue Frau Lorentz quien conminó a los policías
a dejarle las manos libres. A la pasma, el tema no le hizo ni puñetera gracia;
da la sensación, en toda la historia de la fuga de Andreas Baader, que los
pasos se fueron dando de forma irreflexiva por parte de los poderes públicos.
Con esas dosis de buenismo de las que a veces hacen gala las administraciones
penitenciarias, se aceptó un plan, el de las salidas “intelectuales” de Baader
a la biblioteca, sin pensar demasiado las consecuencias. Así las cosas, fueron
los policías que lo transportaron los que tuvieron que lidiar con el asunto;
obviamente, le quitaron las esposas, si bien antes se percataron de que
ventanas y puertas estaban bien cerradas. Cada uno de los dos agentes de la ley
se sentó al lado de una de las puertas.
Así situados todos, Baader y
Meinhof se sentaron; ella le pidió varios millones de libros a Frau Lorentz,
quien, lógicamente, tuvo que ponerse a buscarlos con la ayuda de sus
asistentes.
Entonces, sonó de nuevo el timbre
de la puerta. Eran dos chicas jóvenes, que informaron de que estaban realizando
una investigación sobre terapias aplicadas a jóvenes criminales, y que
necesitaban algún material. El personal de la biblioteca les informó de que ese
día estaba vedado el acceso a la sala principal de lectura (donde estaban
Baader y Meinhof), pero les invitaron a trabajar en una mesa en el mismo hall.
El nombre de aquellas dos
presuntas investigadoras era Irene Görgens e Ingrid Schubert. Las dos se habían
puesto peluca para ocultar su pelo natural y llevaban maletines que les daban
el aspecto buscado de investigadores universitarios. Aceptaron de buen grado el
ofrecimiento, se sentaron en la mesa indicada y se pusieron a susurrar, poniendo la cara que usualmente se pone cuando se discuten estrategias terapéuticas para jóvenes criminales.
Entonces sonó otra vez el timbre.
Y aquí es donde la cosa empezó a ser rara. La verdad, cuando uno está en un
lugar que no es su casa y suena el timbre, lo normal es que se quede quieto,
aunque esté al lado de la puerta. La puerta no es “su” puerta, por así decirlo,
así que el huésped, lo que suele hacer, es, como digo, quedarse quieto. Pero
eso no fue lo que hicieron las dos jóvenes investigadoras porque, siendo las
que estaban más cerca de la puerta, fueron ellas las que se acercaron a abrir.
Necesitaban ser ellas las que
abriesen la puerta, lo cual nos dice que, probablemente, habían previsto
quedarse precisamente donde les propusieron que se sentaran; o, tal vez, se las arreglaron para sugerirle a Frau Lorenz que ahí estarían bien. Necesitaban abrir
ellas, porque el hombre que había llamado al timbre no tenía demasiada pinta de
investigador. Más que nada, porque llevaba puesto un pasamontañas. Además,
llevaba en la mano la Beretta que días antes le habían comprado a los neonazis.
Georg Linke, el valetudinario
bibliotecario cuya oficina daba al hall, había oído el timbre, había oído el
chasquido de la puerta abriéndose, y también se había percatado de los
rápidos pasos y los susurros que siguieron al momento de la apertura. Ese no
era el tipo de cosas que solían ocurrir en aquella tranquila biblioteca. Así
pues, decidió salir al hall a investigar. Al abrir la puerta, se encontró a unos
metros con el enmascarado quien, sin solución de continuidad, le disparó. Linke
decidió que, en ese momento, lo más prudente era cerrar la puerta de nuevo.
Manando sangre oscura por su costado, signo inequívoco de que la bala le había
interesado el hígado, le ordenó a sus secretarias que abriesen la ventana y
saliesen por allí a toda hostia.
Para entonces, el hombre
enmascarado había entrado en la salita donde trabajaba la bibliotecaria Lorenz,
todavía enfrascada en buscar los libros que le había pedido Ulrike, y la
encañonó. Le gritó: “¡Quédate donde estás, o te disparo!”. Detrás de ella
entraron las dos jóvenes investigadoras, que habían sacado sus propias pistolas. Una de
ellas abrió la puerta de la sala de lectura y pilló al policía completamente
por sorpresa (tampoco debía ser ningún lince, el tío: a pocos metros del
silencio de la sala de una biblioteca, ya se habían producido carreras, gritos
y un disparo). En ese momento, Ulrike Meinhof abrió la enorme ventana de la
sala de lectura y saltó por ella; Baader la siguió.
Los otros tres terroristas
estaban disparando en ese momento, pero disparaban muy bajo. Para entonces, los
policías ya se habían recuperado de la impresión y comenzaron a luchar. Al
hombre con el pasamontañas llegaron a quitarle la Beretta, y a Ingrid Schubert
le quitaron la peluca. El hombre enmascarado sacó una pistola de gas, y la usó;
pero la prioridad de los atacantes no era morir como héroes del proletariado, sino escapar. En
cuanto pudieron, se acercaron al ventanal abierto, y saltaron por él. Sabían
que tenían que correr hasta la Bernardottestrasse donde, por pura casualidad,
en ese momento estaba aparcado, pero con el motor en marcha, un Alfa Romeo
robado, con Astrid Proll al volante.
La acción, pues, fue realizada
por cuatro agresores: Görgens, Schubert, Proll y el hombre enmascarado. Aunque,
en realidad, con ellos iba un cuarto activista: Benno Ohnesorg. Tras la muerte
del manifestante, la policía alemana estaba tan obsesionada con no usar sus
armas que, por extraño que pueda parecer, los dos policías no hicieron uso de
las suyas en ningún momento.
En cuanto al hombre enmascarado, en
su momento se dijo mucho que pudo ser Peter Homann; teoría que yo creo se
basaba en su cercanía con Ulrike Meinhof, ya que ambos eran viejos conocidos de
Hamburgo. Sin embargo, muchos analistas de esta movida lo ponen en duda. Homann
era, en aquellos tiempos, un izquierdista romántico; uno de esos tipos con
mucha ideología, pero no tanta como para dispararle a un viejo que te mira
desarmado desde el quicio de una puerta. Yo soy, de hecho, de los que no creen
en la implicación en esta movida de un tipo que, además, no tardó en separarse
de aquella organización.
La Kripo no tardó en encontrar el
coche de la escapada. Debajo del asiento del copiloto encontraron una pistola
de gas y una introducción a Das Kapital.
Georg Linke quedó muy malherido,
pero consiguió recuperarse. Unos pocos días después de aquella acción, la
agencia alemana de noticias recibió una carta que anunciaba el inicio de la
resistencia armada del Ejército Rojo. Era, pues, el texto fundacional de la
Facción del Ejército Rojo, normalmente conocida como RAF por sus siglas en
inglés. La gente y la Prensa, sin embargo, pronto la bautizaron como La Banda Baader-Meinhof,
a causa de las dos personas que habían protagonizado su fuga. En realidad, como
digo, el grupo estaba más bien inspirado por Horst Mahler en lo teórico y lo
estratégico; y tenía, es mi opinión, a su principal activo organizador en
Gudrun Ensslin.
En todo caso, hasta el momento hemos
seguido básicamente a Baader; pero Baader fue ayudado por Ulrike Meinhof, hasta
ahora, como digo, un personaje relativamente oculto a nuestros ojos. Pero la
cosa es: ¿quién era Ulrike Meinhof?
Podemos remontarnos hasta la
segunda mitad del siglo XIX, cuando en la ciudad sajona de Halle vivía un
diácono. Johannes Meinhof. Se casó con una mujer que le dio tres hijos y luego
murió; el viudo se volvió a casar con una mujer que casi tenía la misma edad de
sus hijos. Werner, el menor, nunca se llevó bien con su madrastra, por lo que,
en cuanto pudo, se abrió a Hamburgo. El padre, sin embargo, lo obligó a volver.
Entonces se puso a estudiar, cosa que al parecer se le daba bien. En Ostenburgo
conoció a un inspector escolar llamado Johannes Guthardt, un tipo muy
concienciado que era miembro del SPD. A Werner, Johannes le cayó muy bien; pero
quien realmente le cayó de puta madre fue su hija, Ingeborg.
Werner se doctoró en 1927 y
comenzó a dar clases. Al año siguiente se casó con Ingeborg, y se establecieron
en Oldenburgo. Le dieron una beca para pasar un año en Florencia, y allá que se
fue con su churri.
El matrimonio tuvo su primer
hijo, una niña a la que pusieron Wienke, en 1931. El 7 de octubre de 1934 vino
la segunda hija, Ulrike Marie. Ulrike Meinhof, por lo tanto, de seguir con
nosotros tendría hoy 86 palos.
Siendo hijo de un diácono, Werner
tenía un contacto con la religión. Sin embargo, muy pronto se separó de las
organizaciones oficiales, y se unió a un grupo llamado los Hessiche Renitenz, algo así como los disidentes de Hesse, que había
sido formado en el último cuarto del siglo XIX. Una de las principales ideas de
los disidentes era que el Estado no tocaba puto pito en los temas de la
Iglesia; así pues, era un grupo que estaba en bastantes dificultades cuando
Ulrike nació, puesto que el NSDAP había accedido al poder y pretendía controlar
todos los asuntos eclesiales.
En 1936, el doctor Werner Meinhof
fue nombrado director del museo de la ciudad de Jena y lector en la universidad
de Weimar. Esa bonanza le duró poco, puesto que en 1939 cayó enfermo y murió un
año después. Dado que no tenía derecho a pensión estatal, la municipalidad le
ofreció a su viuda costearle la formación para que aprendiese una profesión con
la que pudiese mantener a sus hijos. Eligió la Historia del Arte, la disciplina
de su marido. En las aulas que frecuentó fue donde se hizo amiga de una mujer
que sería verdaderamente fundamental en la vida de su hija: Renate Riemeck. Las
dos se hicieron amigas íntimas y, de hecho, obtuvieron sus doctorados el mismo
año, 1943. Además, también pasaron los exámenes de calificación para ser
maestras.
En ese proceso, la guerra terminó
y casi todo el mundo en Jena comenzó a pensar en emigrar al oeste, especialmente
cuando los acuerdos de posguerra hicieron que Sajonia, inicialmente bajo
control estadounidense, pasara a manos soviéticas. Un amigo que había estado
preso por los nazis y que ahora tenía un cargo oficial en Berneck, Alta
Franconia, en la Bavaria controlada por los estadounidenses, les ofreció
trabajo de maestras. Sin embargo, como el trabajo no estaba muy bien pagado
acabaron mudándose a Oldenburgo, donde Ingeborg tenía muchos contactos. A causa
del overbooking de la escuela estatal
local, Ingeborg encontró plaza para Wienke, pero no para Ulrike quien, por lo
tanto, tuvo que educarse en una escuela fundada por monjas católicas.
Las dos amigas, Ingeborg y
Renate, se habían afiliado al SPD. En 1948, a Ingeborg le diagnosticaron un
cáncer que había acabado con ella apenas un año después. La familia de las
niñas no podía hacerse cargo de ellas, así pues, fue Renate quien se
responsabilizó. Fue de esta forma cómo Ulrike Meinhof, como su hermana Wienke,
pasó a tener una segunda madre; una madre que apenas era catorce años más vieja
que ella.
Renate Riemeck, más que
probablemente, influyó en la construcción de la personalidad de Ulrike Meinhof.
Puede que no en las ideas concretas, pero sí en su espíritu luchador y a
contracorriente. En 1949, tuvo problemas por referirse en una publicación suya
a la Alemania Oriental como República Democrática Alemana. Fue una de los
primeros directores de la Unión Alemana por la Paz, y fue condecorada en la
Alemania Oriental por sus esfuerzos en pro de la concordia entre germanos. En
1975 recibió un doctorado honoris causa
en Budapest. Que fue el modelo de Ulrike Meinhof es evidente en detalles como
que ella trató incluso de imitarle la letra.
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