lunes, septiembre 30, 2019

Isabel al poder (4: nunca te fíes de un francés)

Otros escalones de esta escalera:

Enrique de Trastámara estaba en la duda. Era mucho lo que le exigían su consejero y el arzobispo de Toledo; pero, al mismo tiempo, también era mucho lo que le ofrecían. Presionado por las circunstancias, el rey de Castilla accedió inicialmente a reconocer a Alfonso como su heredero, desheredando por el camino a lo que le pudiera venir.

Los nobles cumplieron lo prometido. Rápidamente, un ejército castellano pasó la raya de Aragón y marchó sobre Navarra. En unos meses, Carlos estaba libre como un pajarito y los catalanes incubaban, una vez más, el huevo de la secesión, en este caso respecto de la corona aragonesa. Juan, notablemente debilitado en su posición, no tuvo otra que bajarse los pantalones y reconocer en Vilafranca del Penedés, el 26 de agosto de 1461, que Carlos era su legítimo heredero.

Por el camino de todas estas novedades, sin embargo, ocurrió algo: la reina Juana meó en el Predictor y le salieron las dos rayitas. Estaba embarazada. La gravidez de la reina cambió todo en la mente de Enrique (bueno, era la suya una mente en la que las cosas cambiaban muy a menudo, la verdad); consiguientemente, el rey cumplió parte de su promesa a Pacheco y a Carrillo, pues les otorgó mayor poder en el Consejo Real; pero la proclamación hereditaria de Alfonso nunca llegó.

La secesión catalana tenía unas patas muy cortas. En primer lugar porque, como en otros casos de secesiones convertidas en tales a golpe de subvención, en realidad no lo era. Lo que los catalanes querían era ser fieles al rey Carlos, no tanto ser independientes. El 23 de septiembre de aquel año, y de forma inesperada, este rey filósofo y escritor fue y la cascó, con 39 años de edad nada más. Esa muerte, sin embargo, sí que operó a la hora de modificar las ambiciones de los catalanes y, sobre todo, consolidar su deseo de no depender del rey de Aragón. Los jordis, en este sentido, se negaron a aceptar al niño Fernando como su futuro rey, y montaron tal pollo en Barcelona que Juana Enríquez, la mujer del rey Juan, se quitó de en medio, consciente de que si se rifaba alguna hostia, ella llevaba todos los boletos.

Los catalanes, sin embargo, tenían tan pocas ganas de ser independientes, o eran tan conscientes de que no les sería posible, que tuvieron un gesto que, la verdad, los teóricos de la irredenta voluntad secesionista del catalán histórico suelen, claro, olvidar: le ofrecieron su reino a Enrique. ¿Se podría decir, pues, que los catalanes querían ser castellanos? Pues no sería una tontería muy superior a otras que se oyen por ahí, la verdad.

Enrique dijo que sí; básicamente, porque no sabía decir que no y porque su Consejo Real orgasmó por las paredes con el pedazo de zasca que suponía el gesto en todo el belfo del rey aragonés; al cual la mayoría de los asesores castellanos, la verdad, le tenían muchas ganas desde los tiempos de Juan de Castilla. Enrique aceptó el título de conde de Barcelona y señor del Principado de Cataluña.

Históricamente hablando, cada vez que algún monarca ibérico ha tenido problemas en la partida de la oca peninsular, siempre ha tenido el recurso de acudir al mismo hijoputa. Juan de Aragón lo sabía, así pues jugó el comodín de la llamada a París. Luis XI, cuando recibió el email de Zaragoza solicitándole tropas de apoyo, pidió una cantidad desorbitante que Juan no tenía: 200.000 maravedíes. Como el pago era imposible, informó que se conformaría con lo que de verdad buscaba, que era la cesión temporal de la soberanía sobre los territorios catalanes más allá de los Pirineos, conocidos como la Cerdaña y el Rosellón (lugares donde hoy en día, gracias a los siglos que han pasado sin sufrir la horrenda bota dictatorial castellana, el francés es un idioma minoritario y todo el mundo habla catalán).

Una vez que Juan de Aragón y Luis XI de Francia se hubieron aliado, para Enrique se hizo evidente que, tal vez, una vez más (y van...) no había pensado dos veces las cosas antes de actuar. Le había hecho una promesa a los catalanes y ahora tenía que cumplirla; pero si la cumplía entraría en guerra con Aragón y con Francia.

Precisamente por eso, en el momento en que a su Corte llegó la carta del rey francés ofreciendo negociar antes de empezar con las hostias, casi se caga de gusto. ¡Por fin otro rey como yo!, debió de pensar, sin darse cuenta que él, pacato, simplón y más bien cobarde; y Luis, maquiavélico, mentiroso hasta en sueños y eternamente maniobrero, no se parecían más de lo que se parecen un escarabajo pelotero y un calamar gigante. El caso, vaya, es que Enrique aceptó negociar. Y, como consecuencia de los pactos a los que había llegado antes, hubo de encargarle a Pacheco y a Carrillo que condujesen las negociaciones.

La negociación fue la típica entre dos partes que no tienen gran cosa que ofrecer pero que no quieren que los contactos acaben en ruptura. Enrique se comprometió a retirar su aceptación de la corona catalana (cosa que estoy seguro que hizo encantado de la vida) así como las tropas que seguían en Aragón; a cambio, Luis le dio alguna ganancia territorial bastante menor y la promesa, etérea y vacua, de que el rey Juan respetaría la voluntad de las cortes catalanas.

El rey castellano habría de descubrir, semanas después de firmado el pacto, que, en realidad, el principal beneficiario del mismo había sido Pacheco. Luis XI no sólo le otorgó un condado francés, sino que aceptó que el hijo del marqués de Villena se casara con su propia hija bastarda. Ni siquiera la noticia, que le llegaría por aquel entonces, de que los castellanos le habían arrebatado a los moros Gibraltar y Archidona, lo consoló. Aquella defección pacheco-gala, por lo demás, terminó por convencer a Enrique de algo que cualquier persona medianamente versada en la Historia de España sabe bien: que nunca hay que fiarse de los franceses. Timeo francos et dona ferentes, podría haber declamado el rey castellano; y, a su manera, lo hizo.

Enrique tuvo la inteligencia de avizorar algo que ya décadas después vería mucho más claro el emperador Carlos: que el tradicional momio europeo, el ticket Castilla-Francia que había funcionado, por ejemplo, durante buena parte del cisma de occidente, se había acabado, porque ambas entidades políticas tendían a tener intereses contrapuestos y, dinásticamente hablando, parecía claro que París apostaba más por los navarros (al fin y al cabo, ejem, medio franceses) que por los castellanos. Castilla necesitaba buscar otros horizontes y, por eso mismo, miró hacia Inglaterra y Portugal: con la primera firmó un acuerdo comercial y con la segunda se puso en marcha el proyecto de casar a Isabel, que seguía siendo una adolescente a la expectativa de destino tras la muerte de Carlos de Navarra, con el cuñado del propio Enrique, o sea el rey Alfonso V de Portugal. En las últimas semanas de 1462, Enrique tuvo un encuentro con Fonsi en Gibraltar, encuentro al que se llevó a su hija Juana, pero también a su medio hermana Isabel. Alfonso, que entonces tenía 32 años medievales (cincuenta y tantos de hoy en día, más o menos; o incluso más), gustó de la chavala que le presentaron.

Isabel tenía once años y pertenecía a una de las principales familiares reales de Europa. En esas circunstancias, no le tocaba más papel que escuchar cuando le dijeran quién iba a ser su marido. Sin embargo, no fue ésa su reacción, porque la verdad es que la niña se negó a casarse con aquel vejestorio. Este gesto de Isabel ha dado para muchas pajas y masturbaciones feministas pero, la verdad, yo ni siquiera creo que fuese un gesto suyo. El hecho de que la niña estuviese perfectamente informada de las partidas del derecho castellano y, consecuentemente, le espetase a su medio hermano que una infanta de Castilla no podía ser prometida a nadie sin la aquiescencia de los nobles del reino, indica claramente, a mi modo de ver, que eran sus labios los que hablaban, pero otros los cerebros que pensaban eso que decía. Pacheco, o quizás Chacón, fueron los bocas que le leyeron a la niña el testamento de su padre, la informaron de la cláusula que se había introducido en el mismo, coherente con las recias tradiciones castellanas; y, finalmente, la conminaron a que se negase a la boda como gata panza arriba. Y no lo hicieron por feminismo ni por leches en vinagre. Lo hicieron para debilitar la posición del rey Enrique y hacerle así más proclive a aceptar que fuese el infante Alfonso quien lo sucediera, que era lo que todos querían que pasara.

Enrique, sin embargo, ni se amilanó ni se impresionó ante la demostración de fuerza que el partido de Pacheco hizo a la hora de manipular a su hermana. Impasible el ademán, en 1464 le otorgó a Beltrán de la Cueva el premio gordo, dándole la maestría de la orden de Santiago. Él sabía bien que las leyes castellanas, y el testamento del rey Juan, reservaban esa maestría para Alfonso en el momento en que tuviese edad para ejercerla; el gesto, pues, fue un mensaje muy claro en el sentido de que al rey no le impresionaban ni poco ni mucho las reivindicaciones de los hermanitos o sus putos amiguitos.

Aprovechando la sorpresa e indignación de las Cortes, a quienes que se conculcase el viejo derecho del reino no les gustaba nada, Pacheco, su hermano Girón y Carrillo se reunieron en el castillo de éste en Alcalá de Henares, para muñir un contraataque. Decidieron que, tras la designación de De la Cueva como maestre de Santiago, lo urgente era exigir del rey que restituyese a los dos infantes todo lo que les correspondía según el testamento de su padre. En mayo de 1464, hicieron una proclama pública en este sentido, así como protestando por el compromiso de Isabel con Alfonso de Portugal; una prueba más, por si faltaba alguna, de que dicha oposición ni era idea de Isabel, ni era una reivindicación para poder hacer lo que le saliese de la vagina, ni mandangas por el estilo.

La proclama removió el avispero castellano, logrando que diversas ciudades se pusieran del lado de los protestantes y que diversos grandes nobles, notablemente Fabrique Enríquez, almirante de Castilla; y Álvaro de Stúñiga, también se convirtiesen en parciales.

Fue por aquella época, y no por casualidad desde luego, cuando comenzó a extenderse en serio por toda Castilla el rumor de que Juanita, la hija del rey Enrique, era una niña ilegítima. El partido anti-enriquista había decidido jugar la carta de deponer al rey, sustituirlo, y para sustituirlo necesitaba tener un pretendiente con tantos derechos como él. En realidad, Pacheco y Carrillo sí disponían de dicho candidato en la persona del infante Alfonso; pero se encontraban con el problema de que, aun cayendo el rey, el partido enriquista todavía tenía un candidato viable, que era su hija Juana.

Por esta razón, por toda Castilla se extendió esta campaña de desprestigio en la persona de la Beltraneja; campaña que nunca sabremos a ciencia cierta, probablemente, qué tenía de verdad. En cuando a los tiempos contemporáneos del rumor, sabemos que el rey Enrique se sometió a un examen físico para adverar su masculinidad y que, incluso, hizo que un sirviente le rompiese la nariz a su hija (él la tenía partida) para que así se pareciesen más. Es evidente, pues, que el rumor lo preocupó, y mucho.

Pacheco, en todo caso, movió ficha. Envió a un representante a Roma, para que protestase ante el Papa Pío II por la designación de De la Cueva. Y, al tiempo, invitó al rey Enrique para tener una reunión con los rebeldes, a fin de limar asperezas. Después de alguna vacilación, Enrique aceptó reunirse con sus contrarios el 16 de septiembre de 1462, en la llanura entre Villacastín y San Pedro de la Dueña. La reunión, sin embargo, no se celebró, al parecer porque Pacheco había preparado una celada que fue, sin embargo, descubierta.

El 25 de septiembre, los nobles que ya, de alguna manera, estaban alzados contra el poder real, decidieron, por así decirlo, globalizar el conflicto. De esta manera, redactaron una especie de carta-circular a las ciudades castellanas que era un memorial de agravios presuntamente cometidos con el rey. En dicha carta argumentaban, negro sobre blanco, que Juana era una bastarda; que, consecuentemente, y conforme al testamento del rey Juan, de no tener Enrique hijos legítimos la corona debería pasar a Alfonso o, eventualmente, a Isabel; y se acusaba a Enrique de haber realizado diversas prácticas dudosas que se describían para provocar el rechazo de las ciudades, como emplear judíos y moros en la Corte.

El enfrentamiento era cada vez más abierto.

1 comentario:

  1. En la guerra civil catalana del siglo XV no había "secesionistas". Para empezar porque Catalunya no era parte de Aragón. No era tanto un rollo de personalismos (Carlos o Juan) como constitucionalista. Los "rebeldes" consideraban que Juan no cumplía sus obligaciones legales cone l Principado.
    Eso de llamar "subvencionados" al bando pro-generalitat no sé a qué viene...

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