Otros escalones de esta escalera:
Enrique de Trastámara estaba en
la duda. Era mucho lo que le exigían su consejero y el arzobispo de Toledo;
pero, al mismo tiempo, también era mucho lo que le ofrecían. Presionado por las
circunstancias, el rey de Castilla accedió inicialmente a reconocer a Alfonso
como su heredero, desheredando por el camino a lo que le pudiera venir.
Los nobles cumplieron lo
prometido. Rápidamente, un ejército castellano pasó la raya de Aragón y marchó sobre
Navarra. En unos meses, Carlos estaba libre como un pajarito y los catalanes
incubaban, una vez más, el huevo de la secesión, en este caso respecto de la
corona aragonesa. Juan, notablemente debilitado en su posición, no tuvo otra
que bajarse los pantalones y reconocer en Vilafranca del Penedés, el 26 de
agosto de 1461, que Carlos era su legítimo heredero.
Por el camino de todas estas
novedades, sin embargo, ocurrió algo: la reina Juana meó en el Predictor y le
salieron las dos rayitas. Estaba embarazada. La gravidez de la reina cambió
todo en la mente de Enrique (bueno, era la suya una mente en la que las cosas
cambiaban muy a menudo, la verdad); consiguientemente, el rey cumplió parte de
su promesa a Pacheco y a Carrillo, pues les otorgó mayor poder en el Consejo
Real; pero la proclamación hereditaria de Alfonso nunca llegó.
La secesión catalana tenía unas
patas muy cortas. En primer lugar porque, como en otros casos de secesiones
convertidas en tales a golpe de subvención, en realidad no lo era. Lo que los
catalanes querían era ser fieles al rey Carlos, no tanto ser independientes. El
23 de septiembre de aquel año, y de forma inesperada, este rey filósofo y
escritor fue y la cascó, con 39 años de edad nada más. Esa muerte, sin embargo,
sí que operó a la hora de modificar las ambiciones de los catalanes y, sobre
todo, consolidar su deseo de no depender del rey de Aragón. Los jordis, en este
sentido, se negaron a aceptar al niño Fernando como su futuro rey, y montaron
tal pollo en Barcelona que Juana Enríquez, la mujer del rey Juan, se quitó de
en medio, consciente de que si se rifaba alguna hostia, ella llevaba todos los
boletos.
Los catalanes, sin embargo, tenían tan pocas ganas de ser independientes, o eran tan conscientes de que no les sería posible, que tuvieron un gesto que, la verdad, los teóricos de la irredenta voluntad secesionista del catalán histórico suelen, claro, olvidar: le ofrecieron su reino a Enrique. ¿Se podría decir, pues, que los catalanes querían ser castellanos? Pues no sería una tontería muy superior a otras que se oyen por ahí, la verdad.
Enrique dijo que sí; básicamente,
porque no sabía decir que no y porque su Consejo Real orgasmó por las paredes
con el pedazo de zasca que suponía el gesto en todo el belfo del rey aragonés;
al cual la mayoría de los asesores castellanos, la verdad, le tenían muchas
ganas desde los tiempos de Juan de Castilla. Enrique aceptó el título de conde
de Barcelona y señor del Principado de Cataluña.
Históricamente hablando, cada vez
que algún monarca ibérico ha tenido problemas en la partida de la oca
peninsular, siempre ha tenido el recurso de acudir al mismo hijoputa. Juan de
Aragón lo sabía, así pues jugó el comodín de la llamada a París. Luis XI,
cuando recibió el email de Zaragoza solicitándole tropas de apoyo, pidió una
cantidad desorbitante que Juan no tenía: 200.000 maravedíes. Como el pago era
imposible, informó que se conformaría con lo que de verdad buscaba, que era la
cesión temporal de la soberanía sobre los territorios catalanes más allá de los
Pirineos, conocidos como la Cerdaña y el Rosellón (lugares donde hoy en día,
gracias a los siglos que han pasado sin sufrir la horrenda bota dictatorial
castellana, el francés es un idioma minoritario y todo el mundo habla catalán).
Una vez que Juan de Aragón y Luis
XI de Francia se hubieron aliado, para Enrique se hizo evidente que, tal vez,
una vez más (y van...) no había pensado dos veces las cosas antes de actuar. Le
había hecho una promesa a los catalanes y ahora tenía que cumplirla; pero si la
cumplía entraría en guerra con Aragón y
con Francia.
Precisamente por eso, en el
momento en que a su Corte llegó la carta del rey francés ofreciendo negociar
antes de empezar con las hostias, casi se caga de gusto. ¡Por fin otro rey como
yo!, debió de pensar, sin darse cuenta que él, pacato, simplón y más bien
cobarde; y Luis, maquiavélico, mentiroso hasta en sueños y eternamente
maniobrero, no se parecían más de lo que se parecen un escarabajo pelotero y un
calamar gigante. El caso, vaya, es que Enrique aceptó negociar. Y, como
consecuencia de los pactos a los que había llegado antes, hubo de encargarle a
Pacheco y a Carrillo que condujesen las negociaciones.
La negociación fue la típica
entre dos partes que no tienen gran cosa que ofrecer pero que no quieren que
los contactos acaben en ruptura. Enrique se comprometió a retirar su aceptación
de la corona catalana (cosa que estoy seguro que hizo encantado de la vida) así
como las tropas que seguían en Aragón; a cambio, Luis le dio alguna ganancia
territorial bastante menor y la promesa, etérea y vacua, de que el rey Juan
respetaría la voluntad de las cortes catalanas.
El rey castellano habría de
descubrir, semanas después de firmado el pacto, que, en realidad, el principal
beneficiario del mismo había sido Pacheco. Luis XI no sólo le otorgó un condado
francés, sino que aceptó que el hijo del marqués de Villena se casara con su
propia hija bastarda. Ni siquiera la noticia, que le llegaría por aquel
entonces, de que los castellanos le habían arrebatado a los moros Gibraltar y
Archidona, lo consoló. Aquella defección pacheco-gala, por lo demás, terminó
por convencer a Enrique de algo que cualquier persona medianamente versada en
la Historia de España sabe bien: que nunca hay que fiarse de los franceses. Timeo francos et dona ferentes, podría
haber declamado el rey castellano; y, a su manera, lo hizo.
Enrique tuvo la inteligencia de
avizorar algo que ya décadas después vería mucho más claro el emperador Carlos:
que el tradicional momio europeo, el ticket
Castilla-Francia que había funcionado, por ejemplo, durante buena parte del
cisma de occidente, se había acabado, porque ambas entidades políticas tendían
a tener intereses contrapuestos y, dinásticamente hablando, parecía claro que
París apostaba más por los navarros (al fin y al cabo, ejem, medio franceses) que por los
castellanos. Castilla necesitaba buscar otros horizontes y, por eso mismo, miró
hacia Inglaterra y Portugal: con la primera firmó un acuerdo comercial y con la
segunda se puso en marcha el proyecto de casar a Isabel, que seguía siendo una
adolescente a la expectativa de destino tras la muerte de Carlos de Navarra,
con el cuñado del propio Enrique, o sea el rey Alfonso V de Portugal. En las
últimas semanas de 1462, Enrique tuvo un encuentro con Fonsi en Gibraltar,
encuentro al que se llevó a su hija Juana, pero también a su medio hermana
Isabel. Alfonso, que entonces tenía 32 años medievales (cincuenta y tantos de
hoy en día, más o menos; o incluso más), gustó de la chavala que le
presentaron.
Isabel tenía once años y
pertenecía a una de las principales familiares reales de Europa. En esas
circunstancias, no le tocaba más papel que escuchar cuando le dijeran quién iba
a ser su marido. Sin embargo, no fue ésa su reacción, porque la verdad es que la
niña se negó a casarse con aquel vejestorio. Este gesto de Isabel ha dado para
muchas pajas y masturbaciones feministas pero, la verdad, yo ni siquiera creo
que fuese un gesto suyo. El hecho de que la niña estuviese perfectamente
informada de las partidas del derecho castellano y, consecuentemente, le
espetase a su medio hermano que una infanta de Castilla no podía ser prometida
a nadie sin la aquiescencia de los nobles del reino, indica claramente, a mi
modo de ver, que eran sus labios los que hablaban, pero otros los cerebros que
pensaban eso que decía. Pacheco, o quizás Chacón, fueron los bocas que le
leyeron a la niña el testamento de su padre, la informaron de la cláusula que
se había introducido en el mismo, coherente con las recias tradiciones castellanas;
y, finalmente, la conminaron a que se negase a la boda como gata panza arriba.
Y no lo hicieron por feminismo ni por leches en vinagre. Lo hicieron para
debilitar la posición del rey Enrique y
hacerle así más proclive a aceptar que fuese el infante Alfonso quien lo
sucediera, que era lo que todos querían
que pasara.
Enrique, sin embargo, ni se
amilanó ni se impresionó ante la demostración de fuerza que el partido de
Pacheco hizo a la hora de manipular a su hermana. Impasible el ademán, en 1464
le otorgó a Beltrán de la Cueva el premio gordo, dándole la maestría de la
orden de Santiago. Él sabía bien que las leyes castellanas, y el testamento del
rey Juan, reservaban esa maestría para Alfonso en el momento en que tuviese
edad para ejercerla; el gesto, pues, fue un mensaje muy claro en el sentido de
que al rey no le impresionaban ni poco ni mucho las reivindicaciones de los hermanitos o sus putos amiguitos.
Aprovechando la sorpresa e
indignación de las Cortes, a quienes que se conculcase el viejo derecho del
reino no les gustaba nada, Pacheco, su hermano Girón y Carrillo se reunieron en
el castillo de éste en Alcalá de Henares, para muñir un contraataque.
Decidieron que, tras la designación de De la Cueva como maestre de Santiago, lo
urgente era exigir del rey que restituyese a los dos infantes todo lo que les
correspondía según el testamento de su padre. En mayo de 1464, hicieron una
proclama pública en este sentido, así como protestando por el compromiso de
Isabel con Alfonso de Portugal; una prueba más, por si faltaba alguna, de que
dicha oposición ni era idea de Isabel, ni era una reivindicación para poder
hacer lo que le saliese de la vagina, ni mandangas por el estilo.
La proclama removió el avispero
castellano, logrando que diversas ciudades se pusieran del lado de los
protestantes y que diversos grandes nobles, notablemente Fabrique Enríquez,
almirante de Castilla; y Álvaro de Stúñiga, también se convirtiesen en parciales.
Fue por aquella época, y no por
casualidad desde luego, cuando comenzó a extenderse en serio por toda Castilla
el rumor de que Juanita, la hija del rey Enrique, era una niña ilegítima. El
partido anti-enriquista había decidido jugar la carta de deponer al rey,
sustituirlo, y para sustituirlo necesitaba tener un pretendiente con tantos
derechos como él. En realidad, Pacheco y Carrillo sí disponían de dicho
candidato en la persona del infante
Alfonso; pero se encontraban con el problema de que, aun cayendo el rey, el
partido enriquista todavía tenía un candidato viable, que era su hija Juana.
Por esta razón, por toda Castilla
se extendió esta campaña de desprestigio en la persona de la Beltraneja;
campaña que nunca sabremos a ciencia cierta, probablemente, qué tenía de
verdad. En cuando a los tiempos contemporáneos del rumor, sabemos que el rey
Enrique se sometió a un examen físico para adverar su masculinidad y que,
incluso, hizo que un sirviente le rompiese la nariz a su hija (él la tenía
partida) para que así se pareciesen más. Es evidente, pues, que el rumor lo
preocupó, y mucho.
Pacheco, en todo caso, movió
ficha. Envió a un representante a Roma, para que protestase ante el Papa Pío II
por la designación de De la Cueva. Y, al tiempo, invitó al rey Enrique para
tener una reunión con los rebeldes, a fin de limar asperezas. Después de alguna
vacilación, Enrique aceptó reunirse con sus contrarios el 16 de septiembre de
1462, en la llanura entre Villacastín y San Pedro de la Dueña. La reunión, sin
embargo, no se celebró, al parecer porque Pacheco había preparado una celada
que fue, sin embargo, descubierta.
El 25 de septiembre, los nobles
que ya, de alguna manera, estaban alzados contra el poder real, decidieron, por
así decirlo, globalizar el conflicto. De esta manera, redactaron una especie de
carta-circular a las ciudades castellanas que era un memorial de agravios
presuntamente cometidos con el rey. En dicha carta argumentaban, negro sobre
blanco, que Juana era una bastarda; que, consecuentemente, y conforme al
testamento del rey Juan, de no tener Enrique hijos legítimos la corona debería
pasar a Alfonso o, eventualmente, a Isabel; y se acusaba a Enrique de haber
realizado diversas prácticas dudosas que se describían para provocar el rechazo
de las ciudades, como emplear judíos y moros en la Corte.
El enfrentamiento era cada vez
más abierto.
En la guerra civil catalana del siglo XV no había "secesionistas". Para empezar porque Catalunya no era parte de Aragón. No era tanto un rollo de personalismos (Carlos o Juan) como constitucionalista. Los "rebeldes" consideraban que Juan no cumplía sus obligaciones legales cone l Principado.
ResponderBorrarEso de llamar "subvencionados" al bando pro-generalitat no sé a qué viene...