Los comienzos de Mandela
Biko
A pesar
de todos los problemas que experimentó, y experimenta, el régimen
de transición política comandado por Mandela en Sudáfrica, lo que
probablemente fue un triunfo sin paliativos, un triunfo conseguido a
pesar de las muchas dificultades que se le presentaban al proyecto,
fue la construcción de una clase media negra. Era un proceso
necesario porque la causa negra necesitaba de esas personas,
razonablemente formadas, para tomar los puestos que ahora quedaban
vacantes en la estructura estatal y relacionada con el Estado.
Puestos hasta ahora reservados a los blancos y que ahora lo estaban a
los negros.
Todas
las estructuras sociales y económicas sudafricanas, presionadas por
la necesidad de hacer ver que apoyaban las políticas de igualdad, se
apuntaron a la tendencia de incorporar personas de raza negra en sus
consejos de administración y sus estructuras de gestión. Lo cual
creó un problema inmediato puesto que la política educativa
afrikaner, aplicada durante décadas, provocó rápidamente que los
candidatos se acabasen. Como consecuencia, el apoyo al emprendimiento
negro hizo que los pocos que estaban en condiciones de aprovecharse
de ese apoyo levantaron grandes fortunas en muy poco tiempo. No pocos
de ellos vivían de los contratos públicos, pues éstos, por ley,
venían obligados a discriminar positivamente a los participantes
calificados como “discriminados en el pasado”.
Este
éxito, sin embargo, puede ser visto como un fracaso, con sólo poner
el frasco boca abajo. La creación de la clase media negra tendió a
reducir la inequidad de riqueza entre negros y blancos; pero, al
mismo tiempo, incrementó esa misma desigualdad entre negros. Los
negros que hicieron riqueza, poco a poco, se fueron viendo atraídos
por la vida que siempre habían criticado, la del amo blanco que pasa
los domingos por la tarde tomando un mojito tras otro en el jardín
con piscina de su chalé, despreocupado de que en otras esquinas del
país la gente coma mierda. Se compraron chalés, coches de alta
gama, y se hicieron socios de los elitistas clubs de golf. Una acción
que no hizo sino provocar que la lucha en pro de los derechos de los
negros se volviera un tanto esquizofrénica, en tanto que, hasta el
momento, había sido también, y sin problemas, la lucha por los
derechos de la gente, por la riqueza del bien común; pero, ahora,
algunos de los impulsores de dicha lucha ya no parecían tener muchas
ganas de mantenerla en los mismos términos.
Cuando
Nelson Mandela llegó a la presidencia de Sudáfrica, tenía claro
que, aunque la suya era una lucha de toda una vida, el suyo era un
cargo con tictac. Al final de su mandato tendría 81 años de edad, y
él mismo se consideraba demasiado valetudinario para continuar en el
machito. Al mismo tiempo, el líder histórico del ANC era consciente
de que muchas cosas que se hacían en Sudáfrica, se hacían por
razón de su carisma personal, no el de su formación. Así pues,
tenía que pensar en cómo sería la vida del país cuando él
estuviese muerto o retirado.
No era
fácil la cosa. En primer lugar, es que la propia figura de Mandela
estaba sufriendo las consecuencias de la constante exposición al
ambiente exterior. Al contrario de lo que parecen querer transmitir
muchos de los cultiparlantes que lo tienen por un modelo a seguir,
Mandela, como absolutamente todo dios, cometió muchos errores. El
principal de ellos fue convertir su presidencia en un mandato
personal, en el que casi todo lo que tenía valor salía de él
mismo. Era un hombre de mucho carácter, una persona a la que las
décadas de cárcel no le habían quitado el gusto por mandar. Y
mandaba. Las cosas en su administración estaban montadas de manera
que casi daba igual que un centenar de políticos y tecnócratas
estuviesen de acuerdo en que había que pintar un edificio de
amarillo; si llegaba él, él solo, y decía que de verde, el
edificio se pintaba de verde. Otro defecto del presidente de la
República, propio de personas que gobiernan incontestadas, fue su
relativamente elevada tolerancia hacia la corrupción. Cuando algún
miembro de su gobierno era acusado de corrupto siempre tendía a
defenderlo, casi nunca a despedirlo. En el ámbito internacional,
siempre conservó un ligero tono de aroma comunista, construyendo
relaciones más que amistosas con personajes como Fidel Castro o
incluso Muammar el-Gadafi, que no dejaron de despertar recelos en las
cancillerías de los países cuya inversión se suponía que el país
debía atraer. Sin embargo, el prestigio de Mandela continuó
existiendo porque, por así decirlo, las reservas que tenía en la
cuenta eran muy elevadas.
El
resultado de este cóctel era un país que, literalmente, estaba
acojonado ante la perspectiva de tener que jugar el partido sin su
histórico Messi. Mandela redobló, en los últimos años de su
presidencia, los mensajes amables en los que se consideraba a sí
mismo un jarrón chino y recordaba que los mandos del Estado, en
realidad, los llevaban otros que estaban más cualificados que él.
Pero lo cierto es que los mercados de capitales y la moneda
sudafricanos respondían a cada rumor sobre su salud metiendo la
nariz en el pozo.
El feliz
designado para suceder a Nelson Mandela fue Tabo Mbeki. Mbeki se
había criado en el mismo caldo que Mandela, pero era una figura totalmente diferente. De alguna manera, consideraba que el camino de
la reconciliación lo había pavimentado Mandela y que, por lo tanto,
había que dar un paso más allá y cambiar la agenda en favor de
otro objetivo, que era la construcción de una nueva sociedad en
Sudáfrica. De hecho, cuando menos en mi opinión la actual Sudáfrica
es más mbekiana que mandeliana.
La tesis
de Mbeki será muy sonora para el lector español, pues contiene
elementos de crítica hacia el proceso de reconciliación nacional
que son muy parecidos a los que los nietos de la Transición política
blanden ahora en España contra el abuelo. Decía Mbeki que la
reconciliación y la igualdad serían, y seguirían siendo, palabras
hueras mientras las diferencias de riqueza entre blancos y negros
permaneciesen ahí. Y tenía sus razones evidentes para pensar eso:
Mbeki era consciente de que él no tenía el capital político de
Mandela, así pues las consecuencias de la desigualdad que a su
antecesor no le estallaron en las manos, a él sí que le podían
estallar.
Thabo
Mbeki era hijo de un importante activista de la rama comunista del
ANC, Govan Mbeki. Había comenzado su carrera política en las
organizaciones juveniles del ANC, pero también había militado en el
Partido Comunista. En 1962 fue enviado a estudiar fuera del país por
el ANC y, de hecho, tardaría 28 años en volver.
En los
años ochenta, Mbeki, que se había sacado una licenciatura en Reino
Unido, se las arregló para aparecer ante muchos interlocutores
occidentales como la cara amable y comprensiva del ANC. Se
especializó, por así decirlo, en abrir canales de diálogo con
personajes de la Sudáfrica blanca críticos con el apartheid. De
esta manera, cuando regresó a Sudáfrica, fue el principal encargado
de las misiones de negociación iniciadas por Mandela con diversos
grupos, tanto los blancos como los negros zulúes.
Como
adjunto al presidente Mandela, Mbeki ya se había responsabilizado de
parcelas importantes del gobierno, notablemente la política
económica. Como máximo gestor económico, fue el principal valedor
de la estrategia de mejorar la capacidad de emprendimiento negro, lo
cual lo llevó a abrazar políticas de libre mercado y
liberalización. Esta estrategia lo congració con los grandes
hombres de negocios del país (casi todos, si no todos, blancos) así
como con el Fondo Monetario y las grandes instituciones
internacionales; pero, sin embargo, lo divorció de sus tradicionales
aliados, notablemente los sindicatos y los comunistas (un proceso muy
parecido al que le ocurrió al PSOE de Felipe González en los años
ochenta del siglo pasado).
El
primer mandato de Mbeki comenzó, en 1999, con unas elecciones en las
que el ANC ganó todavía con una mayoría más aplastante (le votó
el 66% del electorado). Las perspectivas no podían ser mejores. Sin
embargo, como en política todo cambia con mucha rapidez, en menos de
un año el flamante presidente de Sudáfrica estaba enfangado en una
polémica muy fea. Una polémica que, en realidad, ya hemos comentado
parcialmente en este blog: la discusión sobre los orígenes delSIDA.
Como
averiguará el lector en el post que aquí le he dejado enlazado,
Mbeki fue uno de los conspicuos jefes de gobierno africanos que
prestaron oídos a las teorías de los homeópatas de turno, que
pretendían hacerse ricos (algunos lo consiguieron) a base de
contarle a la gente movidas raras sobre el SIDA; una enfermedad, esto
lo digo para los lectores más jóvenes, de la que en los ochenta y
noventa del siglo pasado todo el mundo sabía algo, porque estaba en
el mismo centro del debate mundial.
Con una
irresponsabilidad que nunca destacaremos lo suficiente, demagogia en
estado puro, Mbeki se apuntó a las teorías peripatéticas sobre el
origen del SIDA y sobre la forma de curarlo, retrasando el reloj de
la prevención. Como ya he tenido ocasión de comentar en el post
recensionado, en otro ataque de soplapollez rampante y desinformada,
la reacción en muchos países de Occidente, España incluída, fue
encontrar un culpable más acorde con la figura de culpable: el
Vaticano. El Papa, se dijo, era el culpable de la extensión del SIDA
en África por su manía de decirle a la gente que no se pusiera
condón. Una teoría que fue aceptada de forma acrítica por la
mayoría de quienes la escucharon (y cuanto más progres, más la
aceptaban, claro), a pesar de tener bastantes agujeros. El primero,
que el volumen de católicos obedientes de la Iglesia romana en
África es más bien bajo; lo cual quiere decir que si un Papa le
dice a los africanos que deberían soplar pitos, ellos, en su
mayoría, seguirán soplando las insoportables vuvucelas. El segundo,
que a quienes sí obedecían muchos africanos era a sus ministros de
Sanidad, a sus presidentes y portavoces, que en no pocos casos
les dijeron que el SIDA era una coña marinera que se curaba con dos
de pipas, y bla. Notable el éxito de la sociedad occidental, que se
pasó años culpando al Vaticano de culpas que no eran suyas mientras
el Vaticano ocultaba sus finanzas y los tres o cuatro casos mal
contados de pederastia entre su grey.
El
calendario de la extensión de SIDA en África deja bien claro que
quien primero tuvo que enfrentarse a la pandemia no fue el gobierno
negro, sino el blanco. Las autoridades afrikaners, de hecho, lanzaron
políticas de educación sexual tendentes a reducir la extensión del
SIDA, que era exponencial. Sin embargo, las organizaciones contra el
segregacionismo se posicionaron desde su inicio en contra de
estas medidas. El ANC y otras organizaciones consideraron que todo
aquello no era sino una movida montada por el gobierno blanco para
reducir la capacidad de natalidad de los negros. De hecho, solían
decir que el significado de AIDS (SIDA en inglés) era Afrikaner
Invention to Deprive us of Sex.
Mandela
quiso hacer de la lucha contra el SIDA un elemento importante de su
administración; pero como ya hemos dicho apenas tenía pasta, así
pues, en realidad, hizo poco. Intentó generalizar la educación en
torno al SIDA mediante un musical, Sarafina II; pero la exhibición
del mismo fue muy polémica. En 1998, el ministro de Sanidad, el
médico Nkosazana Dlamini-Zuma, echó más gasolina a la hoguera al
anunciar que el antirretroviral azidotimidina o AZT no estaría
disponible en el país a causa de su elevado coste. El AZT reducía
en un 50% el riesgo de transmisión vertical del SIDA de madre a
hijo, y su fabricante había aceptado reducir su precio de forma
significativa.
Para
cuando Mandela se retiró, el SIDA había matado a medio millón de
sudafricanos, y cuatro millones más estaban ya pidiendo pista.
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