Los comienzos de Mandela
Biko
Decimos que la
frase de De Klerk fue lo más importante de la toma de posesión de
Mandela. Y no lo decimos a humo de pajas porque es el mismo Mandela
quien la cita en su libro autobiográfico. Esto es así porque la
predicción del antiguo Gran Amo Blanco se cumplió a la perfección.
La llegada de
Mandela a la presidencia de Sudáfrica, o tal vez podríamos decir la
llegada de los negros, se produjo en una situación de tormenta
perfecta que puede ser descrita como la interacción de tres factores
fundamentales.
El primer factor,
evidente, es que una cosa era cambiar el gobierno del país y otra
distinta cambiar el país. Todo en Sudáfrica estaba construido para
el poder blanco. Los blancos no sólo copaban el consejo de
ministros: copaban la Policía, las universidades, las escuelas, los
hospitales, los colegios de abogados, las residencias de ancianos,
los proveedores de esterillas de las playas. Reinventar Sudáfrica no
era algo que se pudiera hacer simplemente eligiendo un presidente
negro; ni siquiera aprobando leyes no segregacionistas en el
Parlamento. Los españoles, de hecho, como los europeos del Este,
somos personas que estamos en condiciones de entender este fenómeno
mucho mejor que franceses, ingleses o belgas. Nosotros sabemos lo que
es que una dictadura baje los brazos y claudique, pero buena parte de
sus estructuras se mantengan. Hay que recordar, de hecho, que en
España incluso hay personas que creen que en buena parte se han
mantenido a día de hoy, cuarenta años después. Claro que esas personas, mayoritariamente, no vivieron la dictadura, así pues propiamente no saben de lo que hablan.
El segundo factor,
consecuencia del primero, es que la prosperidad de Sudáfrica, de
toda Sudáfrica, en buena parte seguía dependiendo de unos
pocos ciudadanos blancos. Que la tentación de quien ha sido
reprimido es reprimir es algo de lo que no cabe mucha duda. Pero el
régimen sudafricano, además de que la represión de los blancos no
entraba en la agenda de Mandela (si hablamos de la agenda del ANC, ya
la cosa podría cambiar), no se podía permitir el gesto gallardo de
mandar a los blancos a freír vientos, porque entonces en el país,
literalmente, ya no quedarían vientos que freír para los negros.
El tercer factor
fue la forma que adoptó Mandela para ganar la presidencia. Una
fórmula lógica, una fórmula que probablemente 99 de cada 100 de
nosotros hubiéramos adoptado en su lugar (y el que sobra habría perdido las elecciones), pero que como todo lo que
se hace tuvo consecuencias. Mandela, literalmente, llegó a la
presidencia de Sudáfrica prometiendo el oro y el moro. Prometió,
por supuesto, igualdad. Pero también prometió vivienda, sanidad,
educación, el paquete completo. La oferta de Mandela en la campaña
de 1994 se asemeja bastante, cuando uno se la lee, a la de las
fuerzas segregacionistas en la Cataluña actual, y por lo tanto
comparte sus incongruencias. Mandela también le dijo a los negros
que cuando ellos gobernasen, en las casas zulúes se iban a limpiar el
culo con acciones de la IBM, que aquello iba a ser la caraba tribal,
todas esas cosas. Y los negros, claro, querían abrir su regalo. Now.
A nadie puede
extrañar que, poco tiempo después de comenzar su labor de
presidente, a veces Mandela bromease diciendo que echaba de menos la
tranquila vida de la prisión.
El primer y
principal reto a que se enfrentó el gobierno negro de Sudáfrica fue
racionalizar la estructura territorial. Como ya hemos contado en
estas notas, dicha estructura había sido rota por la iniciativa del
Partido Nacional de desposeer a los negros de la nacionalidad
sudafricana y convertirlos en ciudadanos de una especie de
territorios autónomos de extrema pobreza. Con estos territorios
autónomos había ahora que crear nueve provincias. Asimismo, 800
ayuntamientos segregados debían ser reorganizados en 300 autoridades
locales multirraciales. Tanto la policía como el ejército debían
ser reorganizados, entre otras cosas para admitir en su seno a las
guerrillas del ANC y de los propios territorios autónomos. Por
supuesto, las escuelas había que reinventarlas.
Con
todo, el elemento que más presionaba al gobierno sudafricano era la
disparidad. Según se estimó en 1995, si se aislaba la Sudáfrica
blanca, lo que se tendría es el país vigésimo cuarto en riqueza en
el mundo, justo detrás de España; sin embargo, la Sudáfrica negra
estaría en el puesto centésimo vigésimo tercero, justo al lado de
Vietnam. La mitad de la población sudafricana vivía en condiciones
insalobres, algo menos de una cuarta parte ni siquiera tenía agua,
más de la mitad vivía sin electricidad.
El ANC
contaba claramente al llegar al poder con los enormes potenciales de
la economía sudafricana. Con un poderosísimo sector minero, puesto
que el país era un productor de primer nivel de oro, manganeso o
platino, Sudáfrica mostraba unos niveles de desarrollo especialmente
relevantes en un entorno africano y parecía, por lo tanto, tener
suficientes potencialidades para poder financiar buena parte del
desarrollo que era necesario. Pero lo cierto es que Mandela, cuando
llegó al gobierno, descubrió lo que descubren todos los políticos
que se pasan años en la oposición montando unicornios: Walt Disney
miente, el mundo no es cascada de colores.
El
gobierno De Klerk dejó una herencia envenenada; tal vez por ello el
viejo zorro afrikaner sabía bien lo que le decía a Mandela cuando
le entregó el bastón de mando. En el último ejercicio blanco en
Sudáfrica, el déficit de las cuentas públicas fue del 8,6% del
PIB; una cifra que hoy en día haría que Bruselas interviniese hasta
los lavabos de señoras. El país que heredó Mandela tenía reservas
de divisas equivalentes a las importaciones realizadas por el país
en tres semanas. Entre los gastos corrientes (salarios de
funcionarios) y el servicio de la deuda, el día 1 de enero ya estaba
comprometido el 92% del presupuesto de ingresos; Mandela,
literalmente, no podía invertir ni un mango.
Esta
realidad supuso un duro golpe para unos políticos que, no lo
olvidemos, se habían cocido básicamente en un caldo, si no
comunista, sí cuando menos comunistoide. Su lógica, por lo tanto,
era la de los recursos infinitos, capaces por ello de financiar
políticas infinitas. De repente, sin embargo, se encontraron con que
cumplir sus promesas de cambio pacífico (su parte del pacto era
dejarse de meconios neomarxistas, y puesto que EEUU vigilaba de cerca
y la URSS ya no existía, no les quedaba literalmente otra) y darle a
la gente lo que le habían prometido eran acciones incompatibles
entre sí. En un país, además, en el que apenas la mitad de la
población adulta tenía empleos no sumergidos, las capacidades de
incremento en la eficiencia fiscal eran muy pocas, por decirlo
con optimismo. A la primera oferta de empleo público del nuevo
gobierno negro, que fue de 11.000 plazas, se presentaron un millón y
medio de candidatos.
En esta
situación, la única salida real que tenían el ANC y Mandela era
darle la vuelta a la balanza de capitales y atraer inversión
extranjera: poner el país en oferta como en los mercadillos (“¡a
euro, a euro!”), de una forma parecida a la que hizo (exitosamente)
el gobierno socialista en España en los años ochenta del siglo
pasado. En este proceso, sin embargo, le jugaban en contra, muy en
contra, al ANC, todas sus veleidades marxistoides de los años y
décadas anteriores, escritas en tantos folletos y declamadas en
tantos mitines, a favor de las nacionalizaciones masivas y la
centralización económica. En efecto, el ANC le debía su
supervivencia militar y clandestina a su alianza con los comunistas
africanos; pero esa alianza no era gratis, porque ninguna lo es.
Ahora, encorbatados altos funcionarios sudafricanos volaban a Londres
para tener allí reuniones con grupos de inversores que los
escuchaban con deferencia pero siempre hacían más o menos la misma
pregunta en el turno correspondiente: ¿qué hay de la seguridad
jurídica? Una cosa parecida a la que le está ocurriendo hoy a los
burócratas del presidente argentino Macri, aunque a lo bestia.
A
Mandela no le quedó otra, pues, que hacerse un Tsipras:
mantener la retórica cuasirrevolucionaria que encendiese las almas
con el recuerdo del apartheid mientras desplegaba una política
económica de libro (de libro del FMI) en pro de lo primero que le
exigían los observadores internacionales: disciplina fiscal y
liberalización. Ambos conceptos, es mi convicción, son lo que mejor
le sientan a una economía desestructurada; pero a largo plazo.
Y los votantes de Mandela no estaban dispuestos a esperar. Las
cuadernas del gobierno comenzaron a crujir, primero por donde siempre
crujen (véanse los gobiernos del PSOE en España), que es por las
organizaciones sindicales afines, que se cansaron de ir a las
asambleas de trabajadores y parados con poco más argumento que “pero
estamos en el gobierno, compañero; paciencia, compañero”. Muchos
cuadros del ANC, de hecho, cada vez se sentían más extrañados de
la labor de su gobierno.
Para su
sorpresa, el líder sudafricano se encontró con cosas que con
seguridad ni había ni imaginado en la prisión. Mandela, lo hemos
dicho muchas veces, se había cocido como líder político en el
comunismo y, en el fondo, creía que las cosas podían ocurrir como
en esos regímenes. Pero Mandela, como todo comunista o
filocomunista occidental, se olvidaba del pequeño detalle de que lo que el
comunismo consigue, lo consigue a base de ponerle a los ciudadanos
una pistola en la sien y conminarles amablemente a hacer las
cosas como se debe. Esta segunda parte de la ecuación los comunistas que viven en democracia siempre la olvidan, y Mandela también la olvidaba. Mandela creía
que, llegado a la presidencia de Sudáfrica, le diría a los
trabajadores que había llegado el momento de obedecer, y éstos
obedecerían. Algún que otro paciente lector de mis notas recordará
que esto mismo ya lo hemos contado cuando hemos referido la vida en
el poder del chileno Salvador Allende; quien llegó al gobierno,
entre otras cosas, para arrancar a los obreros del cobre de las manos
aleves de los estadounidenses, y nunca llegó a entender por qué
esos mismos obreros, luego, le fueron a la huelga para exigir subidas
en sus elitistas salarios. Allende fue a verlos y les dijo que ahora
les tocaba sacrificarse a ellos, que ganaban muy por encima de la
media, para poder subir los salarios de otros trabajadores,
compañero, que ganaban mucho menos. Y los obreros del cobre le
respondieron que y una mierda.
A
Mandela le pasó algo parecido. El movimiento anti-apartheid había
generado toda una cultura de protestas, de boicots de alquileres y
otros costes de servicios, y el líder del ANC sinceramente creyó
que a partir de 1994 él iba a decir: “venga, ya no se vale
protestar, que ahora gobernamos los negros”. Y se encontró con la
cruda realidad. La persona que está puteada protesta. Si le putea un
blanco, protesta contra el blanco. Si le putea un negro, protesta
contra el negro. Y si el negro le pide tiempo porque dice que la cosa
está muy mal, protesta igual. En realidad, en muchos casos, protesta
más. Esto le pasó al flamante gobierno del ANC. La gente que
estaba acostumbrada a boicotear alquileres siguió sin pagarlos; los
estudiantes continuaron con sus movidas, en ocasiones de gran
violencia, aunque la universidad ahora estuviese comandada por
negros. Los parados solían saquear tiendas, y los okupas se
enseñorearon de todo lo que pudieron.
En
febrero de 1995, en la apertura de la segunda sesión de su
parlamento, Mandela se vio obligado a anunciar una serie de medidas
legales amparadas en la legislación anti-tumultos. En su discurso,
tuvo un extraño rapto de sinceridad en un político: “El
gobierno”, le dijo a quienes protestaban, “no tiene el dinero
necesario para colmar las demandas que se le están haciendo”.
Esto, claro, no es que demuestre que Mandela era más sincero que la
media; demuestra, simplemente, que Mandela no controlaba un Banco
Central Europeo para que expandiera su balance hasta el infinito y
más allá a base de comprar deuda baratita y, de esa manera,
financiase su gasto público a cambio de endeudar a las generaciones
futuras. En esa situación, el líder sudafricano protestaba: “las
acciones de masas no crearán los recursos que el gobierno no tiene”.
Frase ciertamente cachonda en un político cuando menos ex
filocomunista, pues el comunismo es precisamente eso lo que propugna.
“Todos
nosotros”, dijo Mandela, “debemos desterrar la idea de que el
gobierno tiene una gran bolsa llena de dinero. No es así. Debemos
apartarnos de la cultura de pensamiento que nos lleva a esperar que
el gobierno siempre esté ahí para colmar nuestras demandas”.
Lleno
como está el mundo de admiradores de Mandela, Madiba por aquí
Madiba por allá, no sé de uno, ni uno solo, que conozca su discurso
de febrero de 1995, y mucho menos lo defienda. De hecho, la mayor
parte de los admiradores de Mandela está precisamente encuadrada en
el grupo de pensadores a los que él atacó aquella tarde.
Si por
algo se recordará a Nelson Mandela, en todo caso, será por su
exitosa política de reconciliación racial. Wat is verby is
verby, decía en afrikaans; nosotros diríamos “lo pasado,
pasado está”. Para empezar, aceptó la presencia de Frederik de
Klerk en su propio gabinete. Y también hizo otra cosa que, ejem, no
sé si molará en los tiempos presentes de memoria histórica,
cambios de nombres de calles y tal: se aseguró de que todas las
estatuas, los monumentos y los nombres de calles conmemorando eventos
y personajes de la Historia afrikaner permaneciesen en su sitio. En
muchos de sus discursos públicos hablaba en afrikaans. En un acto
que en su momento tuvo una gran repercusión, organizó un almuerzo
de la reconciliación al que fueron invitadas esposas y viudas de
prominentes líderes del movimiento afrikaans y la otrora resistencia
negra. Incluso invitó a almorzar a Percy Yutar, el fiscal que había
pedido para él mismo la pena de muerte y, de hecho, había mostrado
públicamente su decepción cuando le fue conmutada.
El
momento más propicio para escenificar la reconciliación lo aportó,
cómo no, el deporte. Cuando en 1995 Sudáfrica albergó la Copa del
Mundo de rugby, el presidente de la nación vio la oportunidad. Hay
que entender que el rugby sudafricano había sido siempre,
tradicionalmente, un deporte de blancos. A los negros, aparte de que
no se les dejase competir y todo eso, en realidad aquello de la
pelota con la forma de cabeza de Stewie Griffin no les hacía
demasiado pandán. Así pues, aquel torneo estaba de alguna manera
llamado a ser una competición que sólo interesaría a los blancos.
Mandela, sin embargo, la tomó como propia. Fue a visitar al equipo
(todos blancos menos uno) en su lugar de concentración y llamó a la
opinión negra a apoyarlos como representantes de su país.
En la
final del torneo, entre Sudáfrica y Nueva Zelanda, Mandela apareció
ataviado con la camiseta del capitán del equipo. Sudáfrica ganó,
probablemente porque sus jugadores tenían algo más que glucosa en
sus músculos aquella tarde; sentían la necesidad de ganar para su
país. La victoria provocó la típica celebración en las calles, en
la que blancos y negros compartieron ese tipo de exageradas
manifestaciones de alcoholemia y estupidez que suele provocar el
gesto de que alguien meta una pelotita en algún sitio.
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