miércoles, mayo 09, 2018

Sudáfrica (7: La cruda realidad)

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Los comienzos de Mandela
Biko
Decimos que la frase de De Klerk fue lo más importante de la toma de posesión de Mandela. Y no lo decimos a humo de pajas porque es el mismo Mandela quien la cita en su libro autobiográfico. Esto es así porque la predicción del antiguo Gran Amo Blanco se cumplió a la perfección.

La llegada de Mandela a la presidencia de Sudáfrica, o tal vez podríamos decir la llegada de los negros, se produjo en una situación de tormenta perfecta que puede ser descrita como la interacción de tres factores fundamentales.

El primer factor, evidente, es que una cosa era cambiar el gobierno del país y otra distinta cambiar el país. Todo en Sudáfrica estaba construido para el poder blanco. Los blancos no sólo copaban el consejo de ministros: copaban la Policía, las universidades, las escuelas, los hospitales, los colegios de abogados, las residencias de ancianos, los proveedores de esterillas de las playas. Reinventar Sudáfrica no era algo que se pudiera hacer simplemente eligiendo un presidente negro; ni siquiera aprobando leyes no segregacionistas en el Parlamento. Los españoles, de hecho, como los europeos del Este, somos personas que estamos en condiciones de entender este fenómeno mucho mejor que franceses, ingleses o belgas. Nosotros sabemos lo que es que una dictadura baje los brazos y claudique, pero buena parte de sus estructuras se mantengan. Hay que recordar, de hecho, que en España incluso hay personas que creen que en buena parte se han mantenido a día de hoy, cuarenta años después. Claro que esas personas, mayoritariamente, no vivieron la dictadura, así pues propiamente no saben de lo que hablan.

El segundo factor, consecuencia del primero, es que la prosperidad de Sudáfrica, de toda Sudáfrica, en buena parte seguía dependiendo de unos pocos ciudadanos blancos. Que la tentación de quien ha sido reprimido es reprimir es algo de lo que no cabe mucha duda. Pero el régimen sudafricano, además de que la represión de los blancos no entraba en la agenda de Mandela (si hablamos de la agenda del ANC, ya la cosa podría cambiar), no se podía permitir el gesto gallardo de mandar a los blancos a freír vientos, porque entonces en el país, literalmente, ya no quedarían vientos que freír para los negros.

El tercer factor fue la forma que adoptó Mandela para ganar la presidencia. Una fórmula lógica, una fórmula que probablemente 99 de cada 100 de nosotros hubiéramos adoptado en su lugar (y el que sobra habría perdido las elecciones), pero que como todo lo que se hace tuvo consecuencias. Mandela, literalmente, llegó a la presidencia de Sudáfrica prometiendo el oro y el moro. Prometió, por supuesto, igualdad. Pero también prometió vivienda, sanidad, educación, el paquete completo. La oferta de Mandela en la campaña de 1994 se asemeja bastante, cuando uno se la lee, a la de las fuerzas segregacionistas en la Cataluña actual, y por lo tanto comparte sus incongruencias. Mandela también le dijo a los negros que cuando ellos gobernasen, en las casas zulúes se iban a limpiar el culo con acciones de la IBM, que aquello iba a ser la caraba tribal, todas esas cosas. Y los negros, claro, querían abrir su regalo. Now.

A nadie puede extrañar que, poco tiempo después de comenzar su labor de presidente, a veces Mandela bromease diciendo que echaba de menos la tranquila vida de la prisión.

El primer y principal reto a que se enfrentó el gobierno negro de Sudáfrica fue racionalizar la estructura territorial. Como ya hemos contado en estas notas, dicha estructura había sido rota por la iniciativa del Partido Nacional de desposeer a los negros de la nacionalidad sudafricana y convertirlos en ciudadanos de una especie de territorios autónomos de extrema pobreza. Con estos territorios autónomos había ahora que crear nueve provincias. Asimismo, 800 ayuntamientos segregados debían ser reorganizados en 300 autoridades locales multirraciales. Tanto la policía como el ejército debían ser reorganizados, entre otras cosas para admitir en su seno a las guerrillas del ANC y de los propios territorios autónomos. Por supuesto, las escuelas había que reinventarlas.

Con todo, el elemento que más presionaba al gobierno sudafricano era la disparidad. Según se estimó en 1995, si se aislaba la Sudáfrica blanca, lo que se tendría es el país vigésimo cuarto en riqueza en el mundo, justo detrás de España; sin embargo, la Sudáfrica negra estaría en el puesto centésimo vigésimo tercero, justo al lado de Vietnam. La mitad de la población sudafricana vivía en condiciones insalobres, algo menos de una cuarta parte ni siquiera tenía agua, más de la mitad vivía sin electricidad.

El ANC contaba claramente al llegar al poder con los enormes potenciales de la economía sudafricana. Con un poderosísimo sector minero, puesto que el país era un productor de primer nivel de oro, manganeso o platino, Sudáfrica mostraba unos niveles de desarrollo especialmente relevantes en un entorno africano y parecía, por lo tanto, tener suficientes potencialidades para poder financiar buena parte del desarrollo que era necesario. Pero lo cierto es que Mandela, cuando llegó al gobierno, descubrió lo que descubren todos los políticos que se pasan años en la oposición montando unicornios: Walt Disney miente, el mundo no es cascada de colores.

El gobierno De Klerk dejó una herencia envenenada; tal vez por ello el viejo zorro afrikaner sabía bien lo que le decía a Mandela cuando le entregó el bastón de mando. En el último ejercicio blanco en Sudáfrica, el déficit de las cuentas públicas fue del 8,6% del PIB; una cifra que hoy en día haría que Bruselas interviniese hasta los lavabos de señoras. El país que heredó Mandela tenía reservas de divisas equivalentes a las importaciones realizadas por el país en tres semanas. Entre los gastos corrientes (salarios de funcionarios) y el servicio de la deuda, el día 1 de enero ya estaba comprometido el 92% del presupuesto de ingresos; Mandela, literalmente, no podía invertir ni un mango.

Esta realidad supuso un duro golpe para unos políticos que, no lo olvidemos, se habían cocido básicamente en un caldo, si no comunista, sí cuando menos comunistoide. Su lógica, por lo tanto, era la de los recursos infinitos, capaces por ello de financiar políticas infinitas. De repente, sin embargo, se encontraron con que cumplir sus promesas de cambio pacífico (su parte del pacto era dejarse de meconios neomarxistas, y puesto que EEUU vigilaba de cerca y la URSS ya no existía, no les quedaba literalmente otra) y darle a la gente lo que le habían prometido eran acciones incompatibles entre sí. En un país, además, en el que apenas la mitad de la población adulta tenía empleos no sumergidos, las capacidades de incremento en la eficiencia fiscal eran muy pocas, por decirlo con optimismo. A la primera oferta de empleo público del nuevo gobierno negro, que fue de 11.000 plazas, se presentaron un millón y medio de candidatos.

En esta situación, la única salida real que tenían el ANC y Mandela era darle la vuelta a la balanza de capitales y atraer inversión extranjera: poner el país en oferta como en los mercadillos (“¡a euro, a euro!”), de una forma parecida a la que hizo (exitosamente) el gobierno socialista en España en los años ochenta del siglo pasado. En este proceso, sin embargo, le jugaban en contra, muy en contra, al ANC, todas sus veleidades marxistoides de los años y décadas anteriores, escritas en tantos folletos y declamadas en tantos mitines, a favor de las nacionalizaciones masivas y la centralización económica. En efecto, el ANC le debía su supervivencia militar y clandestina a su alianza con los comunistas africanos; pero esa alianza no era gratis, porque ninguna lo es. Ahora, encorbatados altos funcionarios sudafricanos volaban a Londres para tener allí reuniones con grupos de inversores que los escuchaban con deferencia pero siempre hacían más o menos la misma pregunta en el turno correspondiente: ¿qué hay de la seguridad jurídica? Una cosa parecida a la que le está ocurriendo hoy a los burócratas del presidente argentino Macri, aunque a lo bestia.

A Mandela no le quedó otra, pues, que hacerse un Tsipras: mantener la retórica cuasirrevolucionaria que encendiese las almas con el recuerdo del apartheid mientras desplegaba una política económica de libro (de libro del FMI) en pro de lo primero que le exigían los observadores internacionales: disciplina fiscal y liberalización. Ambos conceptos, es mi convicción, son lo que mejor le sientan a una economía desestructurada; pero a largo plazo. Y los votantes de Mandela no estaban dispuestos a esperar. Las cuadernas del gobierno comenzaron a crujir, primero por donde siempre crujen (véanse los gobiernos del PSOE en España), que es por las organizaciones sindicales afines, que se cansaron de ir a las asambleas de trabajadores y parados con poco más argumento que “pero estamos en el gobierno, compañero; paciencia, compañero”. Muchos cuadros del ANC, de hecho, cada vez se sentían más extrañados de la labor de su gobierno.

Para su sorpresa, el líder sudafricano se encontró con cosas que con seguridad ni había ni imaginado en la prisión. Mandela, lo hemos dicho muchas veces, se había cocido como líder político en el comunismo y, en el fondo, creía que las cosas podían ocurrir como en esos regímenes. Pero Mandela, como todo comunista o filocomunista occidental, se olvidaba del pequeño detalle de que lo que el comunismo consigue, lo consigue a base de ponerle a los ciudadanos una pistola en la sien y conminarles amablemente a hacer las cosas como se debe. Esta segunda parte de la ecuación los comunistas que viven en democracia siempre la olvidan, y Mandela también la olvidaba. Mandela creía que, llegado a la presidencia de Sudáfrica, le diría a los trabajadores que había llegado el momento de obedecer, y éstos obedecerían. Algún que otro paciente lector de mis notas recordará que esto mismo ya lo hemos contado cuando hemos referido la vida en el poder del chileno Salvador Allende; quien llegó al gobierno, entre otras cosas, para arrancar a los obreros del cobre de las manos aleves de los estadounidenses, y nunca llegó a entender por qué esos mismos obreros, luego, le fueron a la huelga para exigir subidas en sus elitistas salarios. Allende fue a verlos y les dijo que ahora les tocaba sacrificarse a ellos, que ganaban muy por encima de la media, para poder subir los salarios de otros trabajadores, compañero, que ganaban mucho menos. Y los obreros del cobre le respondieron que y una mierda.

A Mandela le pasó algo parecido. El movimiento anti-apartheid había generado toda una cultura de protestas, de boicots de alquileres y otros costes de servicios, y el líder del ANC sinceramente creyó que a partir de 1994 él iba a decir: “venga, ya no se vale protestar, que ahora gobernamos los negros”. Y se encontró con la cruda realidad. La persona que está puteada protesta. Si le putea un blanco, protesta contra el blanco. Si le putea un negro, protesta contra el negro. Y si el negro le pide tiempo porque dice que la cosa está muy mal, protesta igual. En realidad, en muchos casos, protesta más. Esto le pasó al flamante gobierno del ANC. La gente que estaba acostumbrada a boicotear alquileres siguió sin pagarlos; los estudiantes continuaron con sus movidas, en ocasiones de gran violencia, aunque la universidad ahora estuviese comandada por negros. Los parados solían saquear tiendas, y los okupas se enseñorearon de todo lo que pudieron.

En febrero de 1995, en la apertura de la segunda sesión de su parlamento, Mandela se vio obligado a anunciar una serie de medidas legales amparadas en la legislación anti-tumultos. En su discurso, tuvo un extraño rapto de sinceridad en un político: “El gobierno”, le dijo a quienes protestaban, “no tiene el dinero necesario para colmar las demandas que se le están haciendo”. Esto, claro, no es que demuestre que Mandela era más sincero que la media; demuestra, simplemente, que Mandela no controlaba un Banco Central Europeo para que expandiera su balance hasta el infinito y más allá a base de comprar deuda baratita y, de esa manera, financiase su gasto público a cambio de endeudar a las generaciones futuras. En esa situación, el líder sudafricano protestaba: “las acciones de masas no crearán los recursos que el gobierno no tiene”. Frase ciertamente cachonda en un político cuando menos ex filocomunista, pues el comunismo es precisamente eso lo que propugna.

“Todos nosotros”, dijo Mandela, “debemos desterrar la idea de que el gobierno tiene una gran bolsa llena de dinero. No es así. Debemos apartarnos de la cultura de pensamiento que nos lleva a esperar que el gobierno siempre esté ahí para colmar nuestras demandas”.

Lleno como está el mundo de admiradores de Mandela, Madiba por aquí Madiba por allá, no sé de uno, ni uno solo, que conozca su discurso de febrero de 1995, y mucho menos lo defienda. De hecho, la mayor parte de los admiradores de Mandela está precisamente encuadrada en el grupo de pensadores a los que él atacó aquella tarde.

Si por algo se recordará a Nelson Mandela, en todo caso, será por su exitosa política de reconciliación racial. Wat is verby is verby, decía en afrikaans; nosotros diríamos “lo pasado, pasado está”. Para empezar, aceptó la presencia de Frederik de Klerk en su propio gabinete. Y también hizo otra cosa que, ejem, no sé si molará en los tiempos presentes de memoria histórica, cambios de nombres de calles y tal: se aseguró de que todas las estatuas, los monumentos y los nombres de calles conmemorando eventos y personajes de la Historia afrikaner permaneciesen en su sitio. En muchos de sus discursos públicos hablaba en afrikaans. En un acto que en su momento tuvo una gran repercusión, organizó un almuerzo de la reconciliación al que fueron invitadas esposas y viudas de prominentes líderes del movimiento afrikaans y la otrora resistencia negra. Incluso invitó a almorzar a Percy Yutar, el fiscal que había pedido para él mismo la pena de muerte y, de hecho, había mostrado públicamente su decepción cuando le fue conmutada.

El momento más propicio para escenificar la reconciliación lo aportó, cómo no, el deporte. Cuando en 1995 Sudáfrica albergó la Copa del Mundo de rugby, el presidente de la nación vio la oportunidad. Hay que entender que el rugby sudafricano había sido siempre, tradicionalmente, un deporte de blancos. A los negros, aparte de que no se les dejase competir y todo eso, en realidad aquello de la pelota con la forma de cabeza de Stewie Griffin no les hacía demasiado pandán. Así pues, aquel torneo estaba de alguna manera llamado a ser una competición que sólo interesaría a los blancos. Mandela, sin embargo, la tomó como propia. Fue a visitar al equipo (todos blancos menos uno) en su lugar de concentración y llamó a la opinión negra a apoyarlos como representantes de su país.

En la final del torneo, entre Sudáfrica y Nueva Zelanda, Mandela apareció ataviado con la camiseta del capitán del equipo. Sudáfrica ganó, probablemente porque sus jugadores tenían algo más que glucosa en sus músculos aquella tarde; sentían la necesidad de ganar para su país. La victoria provocó la típica celebración en las calles, en la que blancos y negros compartieron ese tipo de exageradas manifestaciones de alcoholemia y estupidez que suele provocar el gesto de que alguien meta una pelotita en algún sitio.

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