Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.
A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.
El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.
El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.
El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.
El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.
Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena. Las cosas se encabronaron y llegó un momento en que el Papa se jugó el ser o no ser de su poder; pero no en Trento, sino en Innsbruck. Pero allí, en el minuto de descuento, el emperador se echó atrás; incluso a pesar de la oposición de su sobrino el rey de España.
El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal. Éste y otros problemas fueron orillados para permitir el avance del concilio, hasta llegar a su cierre.
El Papa adquirió un control casi total sobre el concilio, aunque una cuestión de etiqueta entre franceses y españoles estuvo a punto de cargárselo de nuevo. Una vez superada, el concilio trató de avanzar en la tan cacareada reforma de la Iglesia. El Papa, en todo caso, obtuvo una gran victoria para sus tesis al atraer a su bando al cardenal de Lorena. La cosa no fue mal hasta que al concilio le entraron ganas de recortar los privilegios del poder temporal. Éste y otros problemas fueron orillados para permitir el avance del concilio, hasta llegar a su cierre.
Bueno, ya hemos cerrado el concilio de Trento y podemos pensar que hemos vendido todo el pescado de esta serie. Pero, en realidad, no es cierto. Todavía hay cosas que contar. Todavía hay que hablar de las consecuencias del concilio.
Esto es así porque, en realidad, el
concilio de Trento fue un problema, digamos, interpretativo,
prácticamente desde el primer segundo después de haber concluido.
El centro de esta polémica eran las decretales disciplinarias. Nos
explicaremos.
Cuando un concilio habla de dogmas, no
hay nada que discutir. Si el día de mañana, por poner un ejemplo,
un concilio ecuménico decidiese dar la espalda a la virginidad de la
Virgen, a todo el orbe católico, por mucho que le jodiera, no le
quedaría otra que secundar el movimiento y comenzar a declamar en misa que Jesús fue hijo natural del carpintero José. Cuando los concilios
hablan sobre dogmas, sube el pan. Sin embargo, con las regulaciones
disciplinarias, las jerárquicas o las que regulan la liturgia, ya la
cosa cambia. En ese caso, cada país tiene que aceptar y publicar las
decretales para hacerlas suyas.
La primera persona de la que cabía
dudar que obedeciese esas regulaciones era el emperador. Pero
Fernando, ya lo hemos dicho o insinuado varias veces en estas notas,
ni era su hermano Carlos ni tenía tampoco de hecho el poder que
disfrutó él. Ordenó a sus dos mayores representantes, los
arzobispos de Praga y de Olmutz, que firmasen disciplinadamente el
cierre de Trento. Es probable, aunque no se pueda demostrar, que para
entonces ya conociese una decisión que tomó el Papa pocas semanas
después, en abril de 1564, en el sentido de permitirle a los obispos
alemanes, con ciertas restricciones, la provisión del cáliz a los
laicos. Sabiendo que se iba a producir esta cesión, es probable que
fuera más proclive a ceder él mismo.
Pero eso, claro, era Fernando. De quien
ya hemos dicho que ni de lejos tenía el mismo poder efectivo que su
hermano. En realidad, una vez que se conoció el resultado de Trento,
ni los territorios incluidos más o menos en la moderna Alemania, ni
los húngaros, se sintieron nada concernidos con el apoyo imperial a
las decisiones conciliares. Tenían sus razones. En Trento había
habido muy pocos representantes húngaros y ninguno alemán. Ninguno
de los dos territorios, pese a estar en el Imperio, había aceptado
nunca oficialmente las decisiones de Trento.
De hecho, lo más probable es que la
concesión del cáliz fuese una petición expresa de Fernando al Papa
para tratar allanar el camino con los obispos alemanes. El emperador, de
hecho, una vez que se produjo la concesión, se aplicó a presionar a
los hombres de Iglesia alemanes para que publicasen los decretos.
Pero todavía dos años después, el nuncio y para entonces cardenal
Gian Francisco Commendone todavía estaba batiéndose el cobre ante
la Dieta de Ausburgo para defender los planteamientos del emperador.
En respuesta, el arzobispo de Maguncia le contestó que los obispos
alemanes aceptaban de buen grado todo lo que el concilio había dicho
en materia de fe, doctrina y culto divino; pero que había ciertas
regulaciones en materia de disciplina de las que querían ser
dispensados, y que en el seno de los obispados alemanes se daban una
serie de usos litúrgicos que no tenían ni fuerzas ni ganas de
abolir.
El gesto alemán de firmar las disposiciones trentinas en materia de fe y dogmas, sin embargo, tuvo un efecto inmediato. En cuanto los alemanes firmaron las decretales dogmáticas,
representantes del rey de Polonia y del de Portugal, del duque de
Saboya, de la República de Venecia, del Gran Maestro de la Orden de
San Juan y los de los cantones católicos de Suiza las firmaron
también. En Francia, todas habían sido ya aceptadas con
anterioridad (nos ha jodido) por el cardenal de Lorena. Luna era el
único que mantenía su negativa a firmar hasta no tener una orden
inequívoca en ese sentido de su rey.
La situación, sin embargo, era más
problemática de lo que parecía. El embajador francés Du Ferrier le
escribió una carta al rey en la que le venía a decir que el apoyo
de los obispos franceses a la clausura de Trento (clausura a la que Du Ferrier ni siquiera acudió) había sido un acto de poca libertad por parte de unos
prelados dominados por el Papa y su poder sobre coimas y privilegios;
además, se mostraba en contra, como siempre lo habían estado los
franceses, de que finalmente se hubiera declarado la continuidad de
las diferentes asambleas de Trento, como quería Felipe II.
Finalmente, se apuntaba a la teoría en su día expresada por el
obispo español Guerrero, en el sentido de que los decretos no
necesitaban la aprobación del Papa.
Todos estos problemas afloraron en
cuanto Lorena regresó a Francia y comenzó a ser asediado por los
miembros del gobierno de Catalina de Medicis. Finalmente, se convocó
una reunión de alto nivel, a la que asistió el propio cardenal, en
la que se decidió dejar en suspenso sin fecha la publicación de los
decretos de Trento en Francia, por considerar que tenían elementos
contrarios a los intereses de la corona y de la Iglesia
galicana. Lorena, desautorizado delante del resto de poderosos de
Francia, se retiró a su sede episcopal de Reims donde, por cierto,
publicó e hizo respetar los decretos de Trento en materias de
doctrina; los relativos a la disciplina de la Iglesia no consiguió
imponerlos, aunque ante la multiplicación de los problemas acabó
por convocar un sínodo provincial.
Santa Croce, el nuncio papal ante el
Louvre, comenzó una campaña agresiva de comida de oreja ante la
Medicis para conseguir la publicación de los decretos en Francia. La
reina in pectore, sin embargo, se negó categóricamente. En
primer lugar, en una de esas regulaciones dirigidas al poder
temporal, Trento pretendía prohibir ciertas distribuciones de
beneficios entre laicos de la que París hacía un uso habitual y a
la que no estaba dispuesto a renunciar. Y, en segundo lugar, la
corona francesa temía lógicamente la reacción hugonote. En todo
caso, en los decretos de Trento había un sinfín de elementos
técnicos, desde la casación de los testamentos hasta el
nombramiento de los notarios reales, que habían sido adjudicados en
Trento a los obispos en detrimento del poder temporal; y éste,
cuando menos en Francia, no estaba dispuesto a cederlos. Se
declaraba, asimismo, el carácter divino (y, por lo tanto, tan
irrenunciable como inmutable) de los diezmos eclesiásticos; una
condición que había sido negada ya en Francia por varias sentencias
de tribunales superiores, que ya por entonces comenzaban a entender que la única legitimidad que sostiene un impuesto es que lo fije un gobierno que, por lo tanto, igual que lo fija, lo puede desfijar. Y, sobre todo, París no podía colocarse
detrás de unos decretos que establecían la sumisión primera de los
obispos franceses a la jurisdicción romana, porque eso supondría
sancionar la injerencia del Vaticano en los asuntos internos de los
obispados y, por ende, del país. Menudos son los franceses como para dejar que venga un puto italiano a decirles si tienen que desayunar cruasán o brioche.
En 1614, sesenta años después de
haber terminado Trento que se dice pronto, todavía los nuncios
papales y hasta los Estados Generales rogaban sin éxito a la corona
que aceptase las regulaciones de Trento. En puridad, hay que decir
que las decisiones de concilio de Trento no han sido nunca
oficialmente publicadas, ergo asumidas, en Francia.
¿Y España? Bueno, España es
diferente. El rey Felipe había quedado bastante contento de la forma
en que se había cerrado el concilio. Para él, ciertamente, Trento
presentaba una victoria en el terreno dogmático, donde sus puntos de
vista, que hoy diríamos ultraconservadores (y lo eran incluso para
la época) se habían impuesto a la visión de alemanes y franceses.
Con las decretales referentes a la reforma de la Iglesia, el tema era
ya otro. La conclusión final de tanto dime y tanto direte había
sido el incremento del poder de la Iglesia en detrimento del
temporal; y eso al rey español, aunque algunos quieran ver en él a
un fanático religioso al que todo le daba igual a cambio de una
indulgencia, eso no le gustaba nada.
El principal problema lo tenía el rey
español con una decisión de la sesión vigésimo cuarta, según la
cual todo prelado de nuevo nombramiento fuera examinado en su
ortodoxia y austeridad por el sínodo provincial, y en última
instancia por el propio Papa. El embajador Vargas se había quedado
casi sin lengua en Roma explicándole al Papa que esa regulación le
parecía Felipe “poco decente” y muy peligrosa para la paz de sus
reinos. En realidad, lo que pasaba es que reducía enormemente el
poder real de apadrinaje. Tampoco gustaban a los españoles otros
capítulos aprobados en esa sesión que consideraban tendían a ser
demasiado blandos con los reformados frente a la Inquisición,
El año 1564 se consumió sin que
Felipe II permitiera la publicación de los decretos de Trento en
España, en las Provincias Unidas, en sus posesiones italianas y
borgoñonas. Pero al año siguiente España comenzó a tener fuertes
problemas financieros, para los cuales le venía muy bien una ayudita
de Roma; por lo cual Felipe cedió y autorizó la publicación;
aunque con importantes restricciones. Concretamente, estableció el
rey español en su publicación que ninguna restricción de su poder
quedaría automáticamente establecida, sobre todo en materias como
los privilegios judiciales, el derecho de apadrinamiento o de
nominación, la regulación de los diezmos que hubieran de ser
pagados por laicos y otros varios temas. En suma, Felipe aceptó sólo
aquellas decisiones de Trento que no le afectaban a él y, muy
especialmente, había evitado su pérdida de influencia en el
nombramiento de prelados y sobre la jurisdicción eclesiástica.
Los juristas españoles, además,
rápidamente desarrollaron la doctrina (yo creo que cierta desde el
punto de vista del Derecho) según la cual los privilegios del rey
católico, bien procedentes de la concesión directa del Vaticano,
bien fruto de una fuerte carga consuetudinaria, no podían ser
abolidos así como así por un concilio ecuménico. Hay entender, además, que en algunos territorios de
dominación española, entre los privilegios fruto del pasado se
encontraba la entrega al rey temporal español de la condición de
legado apostólico nato; esto venía a significar que, en los
territorios donde tenía concedida esa condición, el rey asumía la
justicia eclesiástica desde la primera instancia; y eso era algo a
lo que no estaba dispuesto a renunciar. De hecho, todos los virreyes
y gobernadores de los innúmeros territorios españoles dentro y
fuera de Europa fueron rápidamente instruidos en el sentido de que
no debían aceptar ninguna de las novedades de Trento en este
terreno.
¿España mostraba egoísmo con esa
actitud? En mi opinión, ni modo. Ya hemos visto, para empezar, que
la actitud de Francia fue incluso más radical. Pero, ¿y, por
ejemplo, Venecia? Pues la verdad es que la república, guardándose
de mostrar una pleitesía superficial, en realidad reaccionó de
forma muy parecida a España. La formal sujeción veneciana provocó
la euforia del Papa, el cual les regaló un palacio en la capital; un
edificio que si no estoy equivocado hoy ocupa la embajada de Austria
en Roma. Sin embargo, a la larga Venecia decidió conservar todos sus
usos antiguos y sus derechos de soberanía.
En lo que toca a Portugal, el rey
Sebastián, un hombre que había sido criado por los jesuitas y, en
consecuencia, era, literalmente, más papista que el Papa, no puso
reparos a las recetas trentinas. En lo tocante a Polonia, entonces un
país peligrosamente penetrado de reformismo, el Papa tuvo la suerte
de que el rey Segismundo Augusto le era profundamente fiel. Entre el
rey y Commendone, que anduvo por ahí de nuncio, consiguieron cerrar
la puerta a un concilio nacional que se estaba cociendo y que la
Dieta de Varsovia aceptase los decretos de Trento sin enmiendas. Con
este paso, entonces no se podía saber pero así fue, comenzó a
forjarse la condición de Polonia como stronghold
católico en la Europa del Este.
Por
último, los siete cantones católicos de Suiza, que entonces
haberlos habíanos, también aceptaron los decretos de Trento,
aunque no sin matizar que no harían nada para tratar de imponérselos
al resto de la confederación.
A
partir de este punto del epílogo, es muy difícil seguir. La
pregunta valorativa final es: ¿labró Trento la desgracia final de
la Iglesia, o la salvó de desaparecer? Paradójicamente, yo creo que
la respuesta correcta bien puede ser... las dos.
En
Trento la Iglesia labró los cimientos de su propia destrucción como
poder geopolítico de primer orden. Cuando el canciller prusiano Otto
von Bismarck intervino ante su parlamento para hablar de las
reticencias del Vaticano a la formación de Alemania (la formación,
pues, de una nación básicamente protestante en el centro de
Europa), sentenció, campanudo: “no habrá otro Canosa”. 800 años
después, Bismarck se refería a la peregrinación, y posterior
humillación, del emperador romano germánico Enrique IV, quien había
sido excomulgado por el Papa Gregorio VII y hubo de ir a Canosa a
suplicar, ése es el verbo, que lo perdonase. Era el año 1077 y en
aquel entonces todo el mundo asumía que la donación de Constantino
era un hecho cierto y que todos los reinos temporales de Europa eran
como realquileres de un reino único, ostentado por el Papa.
Bismarck, diciendo lo que dijo, vino a decir: construiremos Alemania;
y si al Papa no le gusta, le recomiendo que se aparte de nuestro
camino, no sea que le vaya a caer alguna que otra hostia.
El
proceso por el cual la Iglesia católica comenzó a ser irrelevante;
el proceso por el cual sus hombres tuvieron que empezar a ambicionar
pequeños y mezquinos reinados como el que intenta el magistral
Fermín de Pas sobre una niña pija e impresionable de provincias, y
poco más; ese proceso, digo, de alguna manera empieza en Trento; un
proceso del que la Iglesia sale más poderosa que nunca, pero no más
fuerte. El categórico “aquí se va a seguir haciendo lo que digo
yo, perdón, lo que dice Él” con que se puede resumir Trento
hubiera estado de coña de haber sido obedecido por la grey católica;
pero, la verdad, ni siquiera lo fue en el minuto uno; menos aún
pasados los siglos. La Iglesia caminaba con paso firme hacia su irrelevancia, ésa que se hizo evidente el día que un jefe del
Estado fascista (por cierto) decidió darle estatus de Estado para
que tuviera algo. Y ni ese algo supieron administrarlo
correctamente, como demuestra el hecho de que, en ausencia de una
correcta supervisión financiera, convirtiesen su Vaticano en una
cueva de ladrones que acabó con un señor ahorcado debajo de un
puente de Londres.
Pero,
al mismo tiempo, la Iglesia se salvó. Porque la reforma protestante,
y muy especialmente la actitud y las costumbres mostradas por la
Iglesia en sus tiempos inmediatamente anteriores, la habían colocado
al borde de la disolución. Al borde de convertir el cristianismo en
algo parecido a la religión musulmana; una creencia según la cual,
según la fetua que leas, lo mismo tienes que arrancarle los cojones
a tu vecino que invitarlo a cenar. La conservación de una jerarquía
católica, la verdad, ha sido agua bendita (nunca mejor dicho) para
la Historia occidental de los últimos quinientos años.
En
fin, hasta aquí hemos llegado. Te dije que te pusieras cómodo, que el viaje era largo. Espero que no se te haya hecho pesado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario