Atenta la compañía con:
Las noticias de la ejecución y muerte de María Estuardo viajaron muy deprisa. Burghley y Hatton lo supieron antes de que hubieran pasado 24 horas. Châteauneuf, el embajador francés, lo sabía a eso de las doce de la mañana del día siguiente; y el tañir de campanas y los fuegos artificiales comenzaron en Londres a eso de las tres de la tarde. Estaba ya bien entrada la tarde cuando Burghley fue a ver a la reina para informarla de que su prima estaba muerta; aunque es muy difícil pensar que para entonces no lo supiera ya por las gentes de palacio. Isabel dejó escapar un gran suspiro, pero afectó indiferencia.
Pero ese pasotismo
duró poco. El viernes 10, dos días después de los hechos por lo
tanto, Isabel usó ostensiblemente a Hatton (más claro: no usó a
Burghley) para expresar su fuerte descontento con todos los
asistentes a la reunión semiclandestina en la que se había montado
todo. De hecho, convocó una reunión de sus consejeros privados, con
la única excepción de Leicester, que tuvo la habilidad de quitarse
de enmedio. En sus habitaciones privadas, les soltó un discurso de
la hueva y una bronca de cojones. La mayor parte de las invectivas se
las llevaron Burghley y Davidson. De hecho, en unos días Isabel
ordenó enviar a Davidson a la Torre de Londres en un carro, a pesar
de que estaba enfermo. Y si no hizo lo mismo con Burghley fue, al
parecer, porque la reina pensaba que estaba demasiado débil para
soportarlo con vida.
En ese momento,
además, entre los conspiradores comenzaron los movimientos
orquestales. Burghley, quien había redactado un pliego de descargo
para la reina en el que admitía la culpa colectiva por todo lo que
había ocurrido, decidió guardarla y redactar una segunda en la que,
básicamente, venía a decir que Davidson tenía la culpa de todo. Los ingleses, ya se sabe, siempre tan poco proclives a admitir culpas cuando son evidentes. A ver si os vais a creer que a Nigel Farage lo han creado unos genetistas locos en un laboratorio de Wisconsin.
Por supuesto, usando su poder Burghley purgó los archivos de la corona para hacer desaparecer aquellos documentos que más lo comprometían. Así las cosas, a Davidson poco faltó para que lo ahorcasen. Si se salvó fue porque un noble protestante, primo segundo de la propia Isabel, tuvo la valentía de hablar por él: lord Buckhurst. Aquel hombre tuvo los huevos de decirle a la reina a la cara que sí, que su secretario la había traicionado; pero que, al fin y a la postre, ella le había firmado y entregado una sentencia de muerte. La reina accedió a salvarle la vida; pero debió de pensar, como Burghley, que mejor era no dejarle demasiadas pistas a los historiadores, porque realizó su propia labor de deconstrucción archivística. Sin ir más lejos, el original del documento que Robert Beale había llevado a Fotheringhay desapareció, a pesar de que Beale se preocupó de preservarlo para su conocimiento por el Parlamento. Es obvio que alguien lo tomó y lo quemó; o tal vez lo guardó en alguna olla y cualquier día aparece en la tienda de algún anticuario. El único testimonio que tenemos a día de hoy son dos copias que hizo a toda prisa el propio Beale antes de iniciar su viaje.
Por supuesto, usando su poder Burghley purgó los archivos de la corona para hacer desaparecer aquellos documentos que más lo comprometían. Así las cosas, a Davidson poco faltó para que lo ahorcasen. Si se salvó fue porque un noble protestante, primo segundo de la propia Isabel, tuvo la valentía de hablar por él: lord Buckhurst. Aquel hombre tuvo los huevos de decirle a la reina a la cara que sí, que su secretario la había traicionado; pero que, al fin y a la postre, ella le había firmado y entregado una sentencia de muerte. La reina accedió a salvarle la vida; pero debió de pensar, como Burghley, que mejor era no dejarle demasiadas pistas a los historiadores, porque realizó su propia labor de deconstrucción archivística. Sin ir más lejos, el original del documento que Robert Beale había llevado a Fotheringhay desapareció, a pesar de que Beale se preocupó de preservarlo para su conocimiento por el Parlamento. Es obvio que alguien lo tomó y lo quemó; o tal vez lo guardó en alguna olla y cualquier día aparece en la tienda de algún anticuario. El único testimonio que tenemos a día de hoy son dos copias que hizo a toda prisa el propio Beale antes de iniciar su viaje.
En el juicio que se
abrió contra Davidson en la Star Chamber, probablemente la corte más
temible de toda Inglaterra, tanto Burghley como todos los grandes
nombres de la Corte inglesa mintieron como perras, o sea, como
británicos de honor. Burghley declaró por escrito que la reunión
clandestina de consejeros privados la había convocado Davidson; que
fue el secretario de la reina quien leyó allí en voz alta la
condena a muerte; que redactó todas las cartas e instrucciones que
se elaboraron para la ejecución (ya hemos dicho que todos los
borradores hechos de la mano de Burghley se han perdido); y que a
todos los convenció de que aquél era el deseo de la reina. De todos
los hombres que habían estado en esa reunión sólo hubo uno
que desdeñó firmar aquella confesión falsa: Walsingham. Éste es
el nivel que, de toda la vida, ha exhibido la muy honorable Gran
Bretaña cuando alguien le está apretando los huevos.
Tras un juicio de
más de cuatro horas, a Davidson le cayó una multa de 10.000 marcos,
que viene a ser como unos 8 millones de euros de hoy en día, y
sentenciado a prisión durante el plazo que a la reina le pluguiese.
Nunca pagó la multa (no era suficientemente rico) y fue, finalmente,
liberado sin alharacas, más bien con nocturnidad, tras un año de
maco.
Burghley, sin
embargo, no había salido totalmente indemne de la movida, porque
Isabel lo apartó de su vista; y un primer ministro como él
difícilmente podía hacer bien su trabajo si no era atendido
personalmente por la reina. En marzo, tras mucho porfiar, consiguió
una audiencia; pero tres meses después todavía esperaba por la
segunda; mientras la reina lo insultaba ante terceros, lo llamaba
traidor, sin hacer nada por impedir que sus palabras llegasen a los
oídos de su otrora mano derecha. En junio, camino de Richmond
Palaces, Isabel aceptó parar en la residencia de Burghley en Theobalds, Hertfordshire; pero, en realidad, Isabel ya nunca llegó a confiar de
nuevo en su primer ministro como lo había hecho en el pasado. En realidad,
había algo más profundo que la ejecución de María entre los dos.
Burghley siempre había tratado a la reina con un deje sexista; como
si ella fuera a ser toda la vida una pobre mujer limitadita y por
ello necesitada del consejo de un hombre. Ahora, la reina se había
rebelado y había decidido enseñarle a sus ministros que ella era la
reina absoluta, con todas las consecuencias.
Además, Isabel
había comenzado su propia campaña de imagen pública ante Europa
para liberarse de la acusación de regicidio, y para ello necesitaba
distanciarse de quienes lo habían perpetrado según su visión. Esta
estrategia era especialmente necesaria frente a Jacobo VI, el hijo de
María que aquel año cumplía 21 y por lo tanto daba carpetazo a su
minoridad. La reina le escribió cartas autoexculpándose de lo
ocurrido, que calificó de miserable accidente. Envió a
Robert Carey, el noveno de los hijos de lord Hundson, uno de los
nobles de su Corte, para darle explicaciones personalmente. Carey y
Jacobo eran amiguetes de una misión que éste había realizado en
Escocia en compañía de Walsingham en 1585. Sin embargo, esta vez ni
siquiera pisó la nación de los pictos. Jacobo le negó el pasaporte
por su propia seguridad (e hizo bien; un enviado de la reina
probablemente habría sido masacrado antes de llegar a Edimburgo) y
le conminó a facilitar las explicaciones a dos representantes que
fueron a verle a la raya escocesa.
En todo caso, el
principal alfil del tablero cuyos movimientos eran predecibles tras
la muerte de María, reina de los escoceses, era España.
Con María muerta,
Felipe II tenía todos los caminos dinásticos abiertos para exigir
el trono de Inglaterra. Desde mayo de 1585, el rey español venía
pensando en alguna acción importante de respuesta al apoyo decidido
que Londres venía prestando a los rebeldes holandeses. En enero de
1586, le pidió al marqués de Santa Cruz, un veterano de Lepanto,
los primeros informes sobre las condiciones de una eventual invasión
a gran escala de Inglaterra. En ese momento, sin embargo, una acción
de esas características no habría hecho otra cosa que alimentar los
derechos de María, reina de los escoceses, y del fuerte partido
católico francés de los Guisa que la apoyaba. Es por ello que se
guardó de llevar adelante sus planes, a pesar de que en Roma eran
muy bien vistos.
La ejecución de la
escocesa, sin embargo, cambió las cosas, puesto que María, en su
testamento, legaba sus derechos dinásticos precisamente en la
persona del rey español; desheredando, por lo tanto, a su hijo
Jacobo siempre y cuando éste permaneciese en la fe reformada.
El rey escocés, de
hecho, había realizado una alianza con Londres, ratificada en julio
de 1586, tras la cual Escocia había pasado a ser fuertemente
dependiente de Inglaterra, sobre todo en el ámbito financiero.
Isabel, además, respondió aceptándolo sin ambages como rey de
Escocia e insinuando que, si permanecía en la fe protestante, podría
llegar a heredar el derecho al trono inglés.
En Roma, el Papa
Sixto V, que personalmente no sentía una gran simpatía por el rey
español, lo presionaba constantemente para que diese pruebas de
querer ser de verdad el campeón de la catolicidad que decía ser. El plan que
más le gustaba al inquilino del Vaticano era la conversión al
catolicismo de Jacobo de Escocia, seguida de deposición de Isabel.
Felipe, por su parte, le dijo al Papa a través del conde de
Olivares, su embajador en Roma, que participaría gustoso en planes
para deponer a la reina inglesa; pero no lo haría en beneficio de
Jacobo. Su plan era poner al frente del trono inglés a su hija más
joven, la infanta Isabel Clara Eugenia.
Contaba en ese
momento Felipe con que Francia no intervendría pues, como ya hemos
contado, Enrique III bastante tenía con conservar el cuello,
desangrada como estaba la nación por su enfrentamiento con los
Guisa.
Así las cosas, en
Sevilla, Cádiz y Lisboa, el rey español comenzó a allegar los
recursos militares y navales que algún día serían conocidos como
la Armada Invencible.
En ese momento, a
España le faltaba algo que era fundamental para sus planes: datos
precisos sobre los planes y discusiones en el seno de la Corte
inglesa. Desde la marcha de Bernardino de Mendoza de Londres, y
también a causa del buen trabajo de Walsingham, los españoles
habían perdido capacidad de espionaje en Londres. Pero esto cambió
en la primavera de 1587 cuando el propio De Mendoza consiguió
colocar un espía de alto nivel en la Corte. Un espía que los
españoles conocieron por el nombre el clave de Giulio.
Durante siglos poco
se ha sabido de la filiación de este misterioso Giulio que trabajó
para los españoles. Hoy se sabe que era sir Edward Stafford,
embajador de la reina en París. Stafford, él mismo un ludópata con
enormes deudas, se dejó sobornar por los españoles a cambio de
pagos que llegaron a ser hasta de más de un millón de euros de hoy
en día, a cambio de los cuales les pasó toneladas de información
política y militar sobre los planes de Inglaterra.
Stafford, todo hay
que decirlo, no se llevaba bien con la reina y, de hecho, Walsingham
siempre sospechó de él. Ya hemos visto, de hecho, que uno de sus sirvientes incluso acunó la idea de cargársela. Walsingham, de hecho, interceptó durante meses toda la
correspondencia del embajador, la abrió y luego la volvió a cerrar;
incluso las cartas personales que le escribía a su madre. Sin
embargo, Stafford se mostró más listo que su perseguidor, pues
siempre borró las huellas de sus traiciones e, incluso, se cuidó de
transmitirle a los españoles algunas piezas de información
inventadas por él mismo. De esta manera, impidió que los ingleses
pudiesen derivar de las reacciones españolas el tipo de información
que habían recibido y, por lo tanto, quién se la habría podido
facilitar.
En marzo de 1587,
sir Francis Drake convenció a la reina, que la verdad no estaba
convencida, de cederle una pequeña flota para que se uniese a una
veintena de barcos mercantes. Con estos barcos, Drake quería dar
seguridad al comercio inglés pero, al tiempo, le prometió a la
reina que haría todo lo posible para afectar el poderío naval
español. Su plan era bloquear la costa atlántica española y
abordar los barcos que pudieran llegar de América o de Asia.
Walsingham, quien como ya hemos dicho estaba con la mosca detrás de
la oreja, esperó unas tres semanas antes de informar a Stafford de
estos planes. Para entonces, sin embargo, quien se había arrepentido
del paso dado era la reina; Isabel había decidido no hacer aquella
expedición (que acababa de partir de Plymouth) y negociar una paz
con Parma. Drake, decían las nuevas órdenes, podría atacar buques
españoles en alta mar, pero le quedaba totalmente prohibido atacar
ciudades o puertos españoles.
El Señor Francisco, sin embargo,
nunca recibió estas instrucciones. Llegaron a Plymouth una semana
tarde. El duque de Parma, mientras tanto, había enviado algunas
señales de que observaba con simpatía unas eventuales negociaciones
de paz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario