Atenta la compañía con:
En la carta a
Babington, una de las cosas que haría María era preguntar cómo
pensaban los seis caballeros proceder para matar a Isabel. Esa
pregunta fue su perdición porque por medio de la misma quedaba claro
que ella avalaba el proyecto de magnicidio. Apenas horas después de
haber escrito y enviado la carta, ésta estaba en manos de Phelippes,
quien dio un salto de alegría cuando descifró esa pregunta.
Automáticamente, bautizó la carta como the bloody letter.
Walsingham, sin
embargo, era, como hemos dicho, un oficial de inteligencia a la nueva
usanza. Lo que hizo con la carta no fue interceptarla, sino permitir
que llegase a manos de Babington, para así dejar que la bola de
nieve siguiese bajando por la ladera. Sin embargo, instruyó a
Phelippes para que introdujese una coda en la carta, cifrada
lógicamente, en la que se solicitaba de Babington la identidad de
los seis caballeros que estaban juramentados para realizar el
atentado.
Fue un error y no
funcionó. Para cualquier conspirador medianamente experto, esa
“petición” por parte de la reina de los escoceses, para colmo
por escrito, era más que sospechosa. Nadie en sus cabales pide o da
por escrito informaciones que sólo se musitan al oído. En una
reciente serie española, La República, uno de los
personajes, militar de derechas, recibe una carta del general
Sanjurjo en la que éste le conmina a unirse al golpe de Estado del
32. Sanjurjo, se ve en la escena, incluso pone su nombre en el remite
del sobre. Es un error tan burdo que sirve por sí mismo para
desacreditar todo el guión. Los conspiradores no se mandan cartas de
esa naturaleza, eso Babington lo sabía; razón por la cual quemó la
carta y decidió huir. Fue detenido diez días después, tratando de
hacerse pasar por granjero.
Cuando Walsingham
se presentó ante la reina y Burghley con lo que hoy supongo que
llamaríamos la acusación formal, la reina no se mostró muy optimista. Como
Isabel se apresuró a hacer notar, el hecho de que la carta original
de María ya no existiese por haber sido quemada aliviaba demasiado
la carga de la prueba de todo el caso. Walsingham, sin embargo, era
hombre de recursos. Hizo detener a los dos secretarios de la reina de
los escoceses, los llevó a su casa de Seething Lane en Londres y,
una vez allí, les enseñó una carta falsa; una imitación
perfecta del original que había preparado Phelippes. Lo que siguió
fue una serie interminable de interrogatorios dirigidos por Burghley
en los que Nau y Curle fueron llevados al límite de su resistencia
física y mental. Esto les llevó a admitir que aquélla era la carta
original de su ama. Babington también confirmó que el texto de la
carta era auténtico; y eso que, por error, le enseñaron la versión
en la que figuraba el post scriptum inventado por Phelippes.
En el mes de
septiembre de 1586, y en un acto al que acudió todo Londres,
Babington fue ahorcado. Sus posesiones, por cierto, fueron
embargadas por la corona, la cual se las cedió a Ralegh, quien así
pudo recuperarse de las enormes consecuencias financieras de su
cagada en la isla de Roanoke. Pero, lo que es más importante, desde
ese momento se comenzó a producir la presión constante por parte de
Burghley frente a la soberana, en el sentido de que cumpliese las
mismas leyes que ella misma había aprobado. Bajo la legislación
impulsada por Isabel, ciertamente, ahora ésta tenía que nombrar una
comisión que fijase las responsabilidades de María. Isabel no sólo
sabía que eso era lo que decían las normas; también sabía que
estaba en buena parte obligada a actuar así por la lógica de los
hechos. Los magnicidas, por lo general, despiertan la simpatía de
quienes los observan desde el balcón del futuro; pero para las
gentes del presente no son otra cosa que una gran amenaza. El
problema fundamental que presenta un magnicida, o más concretamente
la tentación de ser lenitivo con él, es el mensaje que lanza. Ed
Harris, en el soberbio papel que hace en el western Sin perdón,
afirma: “cualquiera puede disparar a un presidente; pero, ¿quién
disparará a una reina?” Esta idea, que a nosotros en el siglo XXI
nos puede parecer una chorrada, ha tenido mucha importancia durante
mucho tiempo. El atributo fundamental de las testas coronadas,
mientras fueron designadas para serlo por el mismo Dios, era su
inviolabilidad. Si un magnicida tuviera éxito y cambiase el rumbo
dinástico de una nación, no faltarían personas que demostrarían
que esa era la voluntad de Dios. Pero, ¿qué decir de un magnicida
que lo intenta, falla y es perdonado? Pues el mensaje que se
lanza, eso Isabel lo sabía, era que el cuello de un monarca es, en
realidad, tan atacable como el de un mendigo.
Es por esta razón
que María, reina de los escoceses, fue juzgada los días 12 al 15 de
octubre de 1586, ante un público de commoners, en el castillo
de Fotheringhay en Northamptonshire. Su actitud inicial se resume con
su natural altivo y protestón; pero fue quedándose cada vez más de
una pieza conforme las diferentes evidencias en su contra se fueron
mostrando. En el último día de las sesiones, cuando comprendió que
toda su correspondencia secreta había sido conocida por el Estado
inglés, rompió a llorar y abandonó la sala.
Los miembros de la
Comisión formada al amparo de la ley quedaron citados en la Star
Chamber de Westminster el dia 25. Allí, todas las evidencias fueron
mostradas de nuevo. María, que no estaba presente, fue encontrada
culpable. Un triunfante Burghley, entonces, conminó a la reina a
dictar sentencia en los términos de la ley. Pero se encontró con
que la reina callaba.
Isabel había
estado pensando. Pensando mucho. Había colocado, de hecho, dos
pensamientos en ambos platillos de la balanza. En uno estaban los
argumentos ya expresados; todo eso de que el que deja escapar a un
magnicida está poniendo precio a la cabeza de los reyes. Pero en el
otro estaba el hecho de que María era reina. Aun depuesta de
su condición de reina de los escoceses, el hecho de que hubiera sido
ungida para serlo la introducía en ese estrecho número de humanos
de condición real (como de hecho sigue pasando; y es por eso que hoy
tenemos un rey emérito, que es rey por lo tanto). La pregunta es:
¿puede un rey matar a otro rey? Si, al fin y al cabo, termina con la
vida de un monarca, ¿no estará lanzando el mismo mensaje que quien
perdone al magnicida?
En estas dudas
estuvo la reina hasta el 4 de diciembre. Fueron días de presión
casi constante por parte de Burghley, la mano derecha de la reina
que, además de impulsado por su fanatismo protestante, estaba
aconsejado por su pragmatismo de gobernante; él sabía, y cierto es,
que si Isabel no dejaba caer el hacha en el cuello de María,
Inglaterra podría fácilmente convertirse en un Estado fallido en
constante polémica consigo mismo, corrompido en sus entrañas por la
disputa religiosa. Aquel día 4, finalmente, Isabel cedió y,
arrastrando los pies, firmó la sentencia de culpabilidad.
Ahora quedaba el
último paso. ¿Firmaría ella misma la sentencia de muerte sobre su
prima? Que no se entienda mal la pregunta. Tras haber conocido todas
las pruebas obrantes en el sumario, Isabel desde luego que quería a
María muerta. Pero lo que ya no tenía tan claro es que pudiera ser
ella misma la que decretase esa muerte. En realidad, si un talibán
protestante se colase en la casa-prisión de la escocesa y se la
apiolase, ella estaría realmente contenta. Pero no era ésa la
opinión de quienes podían proveer ese asesino, esto es, el Consejo
Privado de la reina. Los hombres de Isabel querían que aquel tema se
resolviese, por así decirlo, desde la Constitución (ésa que
Inglaterra nunca ha tenido). Que quedase claro que si María, reina
de los escoceses, era muerta, su ejecutor era una legalidad que ya no
se podría poner en duda. Las cosas, además, se alargaron porque Walsingham,
un personaje central en la eventual ejecución de María, se puso
enfermo de una de sus frecuentes infecciones urinarias.
Aquella ausencia de
Londres alimentó la procrastinación de la reina a la hora de
decidir sobre la vida de María. William Davison, que había vuelto
de Holanda y que había sido nombrado secretario de la reina, le
contó a Burghley más o menos por año nuevo que tenía la sensación
de que Isabel nunca firmaría la sentencia. La respuesta del primer
ministro fue una campaña de intoxicación: se dedicó a difundir el
rumor de que Felipe II había desembarcado tropas españolas en
Gales, y así se lo hizo saber a la reina.
Recuperado
Walsingham en Londres, Burghley y él, junto con Leicester y Hampton,
hicieron ir al nuevo embajador francés en Londres, Guillaume de
L'Aubespine, barón de Châteauneuf, a una casa de Bishopsgate
Street. Allí lo sobornaron para que participase con ellos en el
“descubrimiento” de una falsa “conspiración”. Un intento de
asesinato que se había producido, efectivamente, dos años antes,
pero que no había tenido la menor importancia. El centro de aquellos
hechos había sido Michael Moody, sirviente de un nombre llamado sir
Edward Stasfford, quien había pensado en colocar barriles de pólvora
en habitación debajo del dormitorio de la reina para reventarla o,
tal vez, envenenar sus zapatos (un modo de asesinato que, por cierto,
también sería manejado por la CIA para matar a Fidel Castro). El
embajador francés, conocedor de que Enrique III estaba poco menos
que encerrado en París por las tropas de los Guisa y que por lo
tanto no podía renunciar al apoyo de Inglaterra, participó en la
charlotada.
El 1 de febrero de
1587, en el palacio de Greenwich, con la guardia personal artificial
e innecesariamente doblada (pues no había realmente ninguna amenaza
contra ella), una Isabel en horas bajas, muy bajas incluso, hizo
llamar a Davidson y le pidió que le trajese los papeles del caso de
María, reina de los escoceses. Entre ellas, la orden de ejecución,
redactada por Burghley semanas atrás, que justificaba la acción en
el grave peligro para el Estado que suponía la permanencia de
aquella mujer en el reino de los vivos.
Al llegar Davidson,
en un gesto casi apresurado, Isabel pidió pluma y tinta; y firmó.
Acto seguido, le ordenó a Davidson no mostrar aquel documento a
nadie hasta que no lo hubiese ella hecho sellar por el Lord
Chancellor. Acto seguido, hizo un chiste: le dijo a Davidson que
cuando le comunicase las noticias a Walsingham (quien convalecía de
nuevo de sus infecciones) el disgusto probablemente lo mataría. Era,
lógicamente, una ironía. Así era Isabel: superaba los momentos
tristes tirando de humor negro. Una de esas personas medio
inteligente, medio hijoputa.
Porque los hechos
nos demuestran claramente que Isabel firmó; pero no quería firmar.
De nuevo: no es que no quisiera matar a María. Lo que no quería era
matarla ella. Cuando Davidson se iba a marchar, lo llamó de
nuevo y le ordenó enviarle un recado a Walsingham para que
inmediatamente le escribiese él una carta en su nombre
al guardián de María, el talibán Amyas Paulet, conminándole a
cargársela. Buscaba la reina que a María, reina de los escoceses,
la matase un ciudadano por su propia mano, sin que la condena a
muerte que ella acababa de firmar se pudiera perfeccionar.
Amyas Paulet era un
protestante enloquecido, un meapilas sin pila, un enemigo acérrimo
del papismo; pero no era gilipollas. Cuando recibió la carta, al
punto rechazó la “misión”. En respuesta a su jefe, la consideró
“peligrosa y deshonrosa” y, además, no se cortó en dejarle
claro a Walsingham que, tal y como se planteaban las cosas, él
acabaría siendo la cabeza de turco de toda aquella movida.
Davidson, pues,
cuando dejó a Isabel fue a visitar a Walsingham como primera
providencia. Cuando salió de sus habitaciones, habría de cometer,
que diría Ricardo de la Cierva del nombramiento de Adolfo Suárez,
un error, un gran error. Teniendo como tenía instrucciones estrictas
de la reina de under no circumstances enseñar la sentencia de
muerte firmada a nadie que no fuera el Lord Canciller, se fue a ver a
Burghley y Leicester y, como lo niños pequeños con el cromo de
Iniesta, les dijo: “mira lo que tengoooo”.
Ambos dos ministros
le ordenaron que hiciese sellar ese papel esa misma tarde.
Después de las
diez de la mañana del día siguiente, tras haberlo consultado con la
almohada y las toneladas de dulces con que la reina torturaba su
organismo y su dentadura casi a todas horas, Isabel ya no tenía tan
clara su decisión del día anterior. Por eso mismo, hizo llamar a Davidson
para decirle que, si la sentencia no estaba todavía compulsada, le
gustaría dilatarla. Davidson fue a verla, hemos de suponer que
pálido como las nalgas de un esquimal, y le informó de que había
sido ya firmada. Isabel, entonces, musitó en voz muy baja algo que
Davidson no entendió, salvo las palabras unseemily haste (algo
así como prisas indecorosas); y, acto seguido, le dijo que no quería
ser ya molestada más con ese tema. Una especie de me la suda todo,
pues.
Davidson había
sido, pues, librado literalmente en soledad con una sentencia de
muerte en la mano. Consultó sobre qué hacer con Hatton, y éste con
Burghley. El primer ministro convocó una reunión clandestina de
diez consejeros escogidos en su casa al día siguiente. Y le dijo a
Davidson que le entregase la sentencia a él para que la pudiese
guardar en lugar seguro. El secretario de la reina se la dio, y cabe
imaginar que tras dársela tuvo un orgasmo espontáneo.
El 3 de febrero, en
la reunión. Burghley leyó la sentencia en voz alta. Acto seguido
sometió a sus colegas la decisión de que el cuñado de Walsingham,
Robert Beale, llevase el papel a Fotheringhay a toda prisa, sin
molestar más a la reina con este tema. Así, dijo, Isabel no
sabría de la ejecución hasta que fuese un hecho.
Aquella noche, la
reina durmió mal. Dijo que había soñado con la muerte de María.
Se lo comentó al día siguiente a Davidson, pero éste respetó el
pacto de silencio sellado en la reunión de Burghley y le contestó
con evasivas.
La ejecución de
María, reina de los escoceses, se produjo minutos después de las
nueve de la mañana del miércoles 8 de febrero; y cierto es que
Isabel, que aquel día fue a cabalgar con un diplomático portugués,
fue, probablemente, una de las últimas personas de la Corte en
saberlo.
El primer golpe de
hacha del verdugo estuvo desalineado (muchos historiadores han dicho
que probablemente a él mismo le pudo la responsabilidad de estar
matando a un rey legítimo). Impactó en la coronilla de María, y no
en su nuca. Con un segundo golpe, el verdugo acertó en la nuca, pero
no consiguió separar la cabeza del cuerpo. El verdugo tuvo que
terminar la labor como los carniceros cuando hacen filetes, usando el
hacha como cuchillo para cortar los últimos tejidos que quedaban sin
cortar (en realidad, no hubo tercer hachazo, como muchos relatores de
la ejecución dicen, tal vez mal informados). Un festival de sangre.
Lo cual quiere
decir que María, reina de los escoceses, no murió de un golpe
limpio, sino, más probablemente, entre sufrimientos que difícilmente
podemos imaginar.
El tipo de destino
que, de toda la vida, le han recetado los ingleses a los que les caen
mal.
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