A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento.
El emperador había hecho uso de su
poder terrenal para obligar a la Iglesia a no llevar a cabo sus
designios, pero eso no quiere decir, necesariamente, que Roma
aceptase los hechos así como así. El Habsburgo consideraba que su
principal enemigo en Trento era el cardenal Cervino, y no se
equivocaba pues éste era mucho más sutil, cabría decir que
florentino, que su compañero Del Monte, sanguíneo y cabrón.
Cervino era uno de esos tipos que creían en la máxima de los
consultores de que un problema es, en realidad, una oportunidad. Para
él, pues, el órdago imperial, que les obligaba a mantener abierta
la botiga de Trento, era la oportunidad de seguir labrando la
división entre católicos y protestantes que en el fondo iba
buscando el Papa, sabedor de que era literalmente imposible que
Carlos acabase por decantarse por el otro bando.
Por ello, Cervino labró inmediatamente
el plan de provocar que el mantenimiento de Trento viniese a suponer
que los decretos en torno a la doctrina de la justificación fuesen
definitivamente publicados. Esta publicación cerraría ya toda la
posibilidad de que ningún miembro de la Iglesia medianamente
comprensivo con las doctrinas protestantes pisase Trento; y se
vendría complementada, pensaba Cervino, con la victoria militar
imperial en los campos de Alemania. Con estos dos hechos ocurridos,
en la estrategia de Cervino, se podría volver a hablar de clausurar
o de aplazar ad calendas graecas
la reunión eclesial.
Fue en
el entorno de este diseño estratégico que el cardenal Farnesio
volvió a insinuar, en agosto de 1546, la idea de un traslado del
concilio. Para entonces, ya no podía contar con los peligros de la
guerra como justificación para la postura, por lo que escogió
hablarle a Carlos de la actitud del cardenal Madruzzo y de él mismo,
que habían supuesto una grave violación de la libertad de los
padres conciliares. Según la teoría del joven cardenal, la mayoría
de los padres reunidos en la ciudad estaban acojonados con tanta
presión y “exigían” un traslado de las deliberaciones para que
éstas pudieran ser realmente libres (en la medida en que pueden ser
libres unas deliberaciones sometidas al escrutinio final de un solo
tipo que se comunica con una paloma espiritual). Eso sí, Farnesio
había abandonado la idea de trasladar el concilio a una ciudad
plenamente papal, como Roma, y abogaba por Lucca o Ferrara, a las que
consideraba más independientes. Ja.
Carlos
escuchó a Farnesio sentado en su silla de altos brazos de la que
casi le colgaban los pies porque no era Dikembe Mutombo que digamos,
y tengo yo por mí que ni siquiera se dignó contestarle.
Probablemente, dejó que algún gesto de su mandíbula prognática
dejase claro que le importaban un cojón todas las razones que el
portavoz papal le había explicado. Tanto Carlos como los prelados
alineados con él, esto es fundamentalmente la Iglesia española, no
sólo querían que el concilio permaneciese en Trento, sino que,
además, exigían que su temática se centrase en los aspectos
disciplinarios del Cuerpo Místico. En otras palabras, que se dejaran
de discusiones sobre dogmas, y se pusieran a pensar sobre cómo hacer
que los obispos fuesen obispos, los cardenales cardenales y el Papa,
Papa. También le vino a decir Carlos a Farnesio que, como daba la
casualidad de que acababa de ganar a los sajones, al mangrave de
Hesse y a otros de sus aliados, resulta que la porra de dar hostias
la tenía él en la mano y que, consiguientemente, el que se moviese
no saldría en la foto. De hecho, para entonces los sacerdotes
proimperiales estaban ya haciendo filibusterismo teológico en Trento,
retardando lo más posible las discusiones sobre el dogma de la
justificación.
Este
fracaso diplomático, y las consecuencias inmediatas que tuvo en la
marcha diaria del conflicto, colocaron al cardenal Marcello Cervino,
auténtico moderador de las sesiones en aquel momento, en modo pánico. Decidió
apretar el acelerador, y para ello necesitaba más gente en el
concilio. Por ello, en la primera sesión que pudo, sacó adelante la
resolución de procesar a todos los obispos que no estuviesen en
Trento sin tener una razón importante para ello, al tiempo que
prohibía a los presentes abandonar la ciudad hasta cuando menos la
sesión siguiente. De esta manera, Cervino buscaba procesar y alienar
a los obispos alemanes, a pesar de que si no se encontraban en el
concilio era porque el propio Papa les había pedido que se quedasen
en su sitio luchando contra la herejía.
Mientras
tanto Pablo en Roma también hacía de las suyas. Aprobó a toda
leche los decretos relativos a la sexta sesión pero, sobre todo,
trató de cauterizar el debate sobre la disciplina de los obispos:
publicó a su bola una bula (obsérvese la elegante aliteración)
por la que decretaba que los cardenales que tuviesen varios obispados
debían en el plazo de un año, y bajo condiciones concretas, elegir
uno de ellos. Dado que todo lo que decidiese Trento terminaba en el
Papa, pensó Pablo, si en su inicio el Papa ya establece el final,
por así decirlo, ya no habrá discusión. La verdad es que mucha
gente se coscó de la movida y, además, no le dio demasiada
importancia, puesto que sabían la cantidad de veces, ésta fue una
más, en las que una bula papal se convertía en algo con lo que
calzar una mesa coja. Porque lo cierto es que aquel documento no tuvo
efecto alguno, y es probable que no hubiese ni un solo poliobispo que
renunciase a una sola sede.
En
Trento, las reflexiones sobre la residencia de los obispos no
avanzaban; pero, sin embargo, las discusiones dogmáticas, en este
caso sobre los sacramentos, iban a la velocidad de la luz.
La
velocidad de las discusiones dogmáticas tiene mucho que ver con un
cambio metodológico respecto de la forma de trabajar de la Iglesia
que fue introducido precisamente aquí, en Trento. Hasta aquel
momento, en todos sus concilios la Iglesia no había atacado las
herejías, sino a los herejes. Es, pues, confuso y erróneo decir que
tal concilio se pronunció contra el arrianismo: se pronunció contra
Arriano, que no es lo mismo.
Esta
forma de hacer las cosas tenía como consecuencia que, puesto que
además los herejes eran casi siempre miembros de la Iglesia, éstos
eran llamados a defenderse ante la asamblea ecuménica. Sin embargo,
en Trento el Papa Pablo dio la instrucción clara de que lo que debía
citarse en los debates y en los papeles era la herejía en sí, el
protestantismo; la única persona que sería citada por su nombre era
Lutero, que había muerto poco antes. De esta manera, las discusiones
avanzaban sin enemigos, porque los enemigos no eran ni convocados
para defenderse.
El
concilio, pues, dictó con rapidez catorce artículos sobre los
sacramentos en general, dieciséis sobre el bautismo y cuatro sobre
la confirmación. Fue en Trento, además, donde se estableció en
siete el número de los sacramentos así como el monopolio sacerdotal
para administrarlos. También se estableció que los sacramentos eran
indispensables para recibir la gracia divina, y se fijó el rango de
importancia entre ellos. El bautismo era necesario para lavar los
pecados, y la confirmación recibió su carácter sacramental.
La
cosa estaba más arrecha en el tema de la residencia de los obispos.
La cuestión era: ¿podía el Papa dispensar a un obispo de la
obligación de residencia? La mayoría del concilio se decantaba por
responder que no si dicha obligación había sido impuesta por Dios.
Los españoles, con Bartolomé de Carranza al frente, eran los
principales paladines de esta postura. Y, la verdad, no les faltaba
razón, porque los hechos demostraban que en el momento en que se le
daba poder al Papa de hacer excepciones, dichas excepciones se
convertían en regla: hasta seis veces antes de Trento, los concilios
habían prohibido a los obispos residir en un lugar diferente de su
sede; pero, acto seguido, el Papa había concedido tal número de
excepciones, y con tanta facilidad, que las órdenes no habían
servido para nada. Los legados imperiales, de hecho, ambicionaban no
sólo que Trento se posicionase sin ambages en contra de la
residencia de los obispos, sino que realizase una demanda clara al
jefe de la Iglesia para que hiciese recaer estos nombramientos en
hombres verdaderamente capaces para su labor. Cervino, sin embargo,
apenas se avenía a aceptar que el concilio le hiciese una
recomendación al Papa en términos difusos.
En
contra de los esfuerzos de los obispos partidarios de las visiones
imperiales, la verdad es que conforme pasaba el tiempo, en Trento la
proporción de obispos italianos era cada vez mayor. Y los italianos
eran, con mucho, los prelados más renuentes a aprobar reformas
profundas en la Iglesia, puesto que sabían que dicha reforma iba
directamente contra su estilo de vida y contra su cartera. Estos
obispos formaron un auténtico partido curialista que desplegó su
ataque en la reunión del 24 de febrero de 1547. Dicho día, el
obispo de Fiesole, Braccio Martelli, quien a pesar de ser italiano
tenía su propio criterio y lo defendía, tomó la palabra para
mostrarse contrario a la idea de que los obispos estaban sometidos a
la autoridad del Papa por cuanto en el ámbito de su diócesis, en
tanto que elegidos por Dios,
su autoridad era plena.
En ese momento se levantó un anciano
prelado que, de haber estado más gordo, podría haber sido tomado
por Papá Noel. Se trataba de Sebastiano Antonio Pighini o Pighino,
obispo de Alife y que, lo que es más importante, era uña y carne
espiritual con el cardenal Del Monte, nuestro amigo ultraconservador.
En mi condición de auditor de la Cámara Pontifical, berreó Pighino
soltando varios gallos fruto de la excitación y los nervios, le
exijo el venerado padre Martelli que le entregue ipso facto
el texto del discurso que acaba de hacer, para que sirva de prueba
en un proceso por herejía contra la Santa Sede.
Se montó la mundial.
La inmensa mayoría de los conciliares
ultramontanos, y no pocos obispos italianos con dos dedos de frente,
se levantaron a gritos contra la imprecación del obispo de Alife. Si
cualquier miembro del concilio que interviniese podía ser callado
mediante la amenaza inquisitorial, ¿qué puta libertad de mierda
tenían aquellos debates? ¿Acaso no suponía la exigencia del
lenguaraz Pighino que aquel concilio, convocado para decidir, en
realidad estaba ya decidido?
Hubo tres intervenciones, dos españolas
(los obispos de Jaén y de Calahorra, más el de Castellamare) que
defendieron ardientemente la libertad del sínodo. El obispo de
Albenga, Giovanni Battista Cicala, se levantó para apelar a Martelli
de hereje relapso (apelación que le debió de ser lucrativa: el Papa
lo nombró cardenal cinco años después).
En fin, el cardenal Del Monte, desde la
cátedra de legado papal, amenazó a Martelli por tres veces
con la excomunión, y le exigía a gritos el texto del discurso.
La
cosa estaba tan enfrentada que incluso entre los curialistas se
comenzaron a ver problemas. El obispo de Armagh en Irlanda, George
Dowdall, quien hasta entonces había sido un devoto partidario de las
tesis papales, tomó la palabra para decir que él había
escuchado de los propios labios de Pablo III que se pretendía dar la
máxima libertad a aquel concilio (cosa que probablemente era verdad,
pues Pablo, como casi cualquier Papa, era adicto al deporte de decir
una cosa y luego hacer lo que se salía de los huevos). El titular
calagurritano, Pedro López de Miranda, defendió la idea de que un
obispo era libre de marcharse de Trento si allí no se permitía hablar
y votar en libertad.
Con
los minutos, pues, los legados papales comenzaron a darse cuenta de
que se habían pasado tres pueblos. Del Monte, de la manera más
elegante que pudo, le devolvió a Martelli el texto de su discurso.
Cervino, por su parte, le echó un bronca en público al fogoso
Pighino, por haber usurpado la autoridad de los legados que presidían
la sesión. Aquella cesión funcionó. Los ultramontanos, también
conscientes de que habían ganado por los pelos, acabaron cediendo en
una de sus reivindicaciones más repetidas, como era que el decreto
conciliar sobre la residencia de los obispos citase también a los
cardenales.
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