Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.
A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético.
En el punto en el que nos encontramos, el Papa llegó a la conclusión optimista de que no tenía nada que temer de que se celebrase el concilio. Además, estaba en trámites de negociar una alianza con el emperador, así pues necesitaba que Carlos estuviese contento. Por lo tanto, cuando los legados insistieron en trasladar la reunión a una ciudad pontifical, afectó sorpresa y se puso en contra. Fue todo muy impostado y muy actuado y probablemente no engañó a nadie, pero sirvió para que el concilio de Trento fuese, finalmente, el concilio de Trento.
A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.
En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético.
En el punto en el que nos encontramos, el Papa llegó a la conclusión optimista de que no tenía nada que temer de que se celebrase el concilio. Además, estaba en trámites de negociar una alianza con el emperador, así pues necesitaba que Carlos estuviese contento. Por lo tanto, cuando los legados insistieron en trasladar la reunión a una ciudad pontifical, afectó sorpresa y se puso en contra. Fue todo muy impostado y muy actuado y probablemente no engañó a nadie, pero sirvió para que el concilio de Trento fuese, finalmente, el concilio de Trento.
Se ordenó la apertura de las sesiones para el 13 de diciembre de 1545. Para que la cosa saliese tan bien como esperaba, Paul ordenó a lo cuarenta obispos que estaban en Roma que se desplazasen hacia el norte; orden que, la verdad, fue pobremente obedecida, lo cual demuestra que cuando el Espíritu Santo da órdenes, el Diablo mata moscas con el rabo.
Así las cosas, en las jornadas previas
a la apertura del concilio, éste más bien parecía una reunión de
tuppersex mal convocada. No sólo los obispos que habían prometido
desplazarse a Trento no lo habían hecho, sino que algunos de los que
llevaban meses esperándolos en la ciudad se habían pirado,
aburridos, arruinados, o ambas cosas. El día 13 había en Trento cuatro cardenales, cuatro
arzobispos, 21 obispos y cinco generales de órdenes religiosas.
Cuatro gatos mal contados, como aquél que dice.
Entre la tropa de Trento había dos
religiosos franceses y cinco españoles, que no representaban a
nadie. Y, para poder decir que había al menos un alemán en la
reunión, era necesario contar a Madruzzo. Suecia, Inglaterra y
Escocia estaban representadas por un solo obispo in partibus.
No había ni un solo abad. Por lo referente a los poderes temporales,
el emperador y el rey francés habían enviado oradores. Los demás,
ni eso.
En
esas condiciones tan putomiérdicas empezó el concilio. Pero si
piensas, lector, que con eso se garantizó Pablo III una asamblea
sumisa a sus planteamientos, estás errado. No fue por eso.
Nada más comenzar las
sesiones, el Papa puso encima de la mesa, a través de sus legados,
el principio general de que a él, Vicario de Cristo en la Tierra, no
lo controlaba ni Dios (mejor dicho: sólo lo controlaba Dios), así
pues él nombraba cardenal a quien le saliera del santo pingo. Y
lo demostró.
En la
Iglesia católica hay una regla no escrita, pero muy respetada, según
la cual el Papa, tras convocar un concilio ecuménico, deja de nombrar
cardenales nuevos. Los concilios, por así decirlo, comienzan y
terminan con la misma relación de fuerzas entre los miembros del top
echelon eclesial, a menos que
actúe Dios llevándose a alguno a contemplar su rostro. Pablo III,
sin embargo, se defecó y miccionó sin problema alguno sobre dicha
regla y, apenas tres días después de comenzado el concilio, nombró
cuatro nuevos cardenales. Uno de ellos, el español Pedro Pacheco de
Villena, un pijo que había hecho carrera en Roma comiéndole la
oreja a Adriano IV y era obispo de Jaén, incluso estaba ya en
Trento; con lo que se produjo un escandaloso cambio de estatus. La
costumbre no sólo establecía que en medio de un concilio no se
nombraban cardenales, sino que no se nombrase más de uno de cada
vez. El Papa, por lo tanto, incumplió no una, sino dos reglas
fundamentales; y lo hizo muy conscientemente, para demostrar que ahí
estaba él, y que hacía lo que se salía de los huevos. De hecho, el
español Pacheco fue investido de la púrpura cardenalicia a pelo
puta, para que pudiera exhibir su dignidad inmediatamente; una
gestión de la que se encargo el habilísimo legado cardenal Giovanni
Maria Ciocchi del Monte. Un tipo con mucho futuro: tanto, que el
Espíritu Santo acabó fijándose en él para hacerlo Papa (Julio
III). Esto, por cierto, se lo aseguraron diversos astrólogos que
consultó en Trento, lo cual abre ciertas dudas sobre la creencia del señor Papa sobre los poderes de Dios, sus designios inescrutables y el valor de la Gracia y la vida virtuosa y tal, si resulta que creía que el futuro estaba escrito en las estrellas (siempre he pensado que creer en Dios y en el Zodíaco son convicciones totalmente incompatibles).
Los
participantes en Trento partidarios de que de allí saliese una
reforma comme il faut
de la Iglesia católica propusieron que la asamblea fuese designada
“representante de la Iglesia universal”, o sea Ecclesiam
universalem repraesentans. Esta
propuesta no era baladí, porque habría descabalgado al Papa de la
máxima autoridad sinodal; el concilio, por así decirlo, se habría situado por encima de él. El 13 de enero de 1546, en una sesión
complicadilla, los legados consiguieron sin embargo cargarse la
propuesta, como se cargarían muchas otras.
Los
legados papales consiguieron aquello blandiendo el mal recuerdo de
los concilios de Constanza y Basilea; los cuales, efectivamente, se
habían proclamado representantes de la Iglesia universal y habían
salido como la mierda. De hecho, el trabajo de los legados tenía que
ver con conseguir que Trento no se pareciese en nada a sus
predecesores. En ambos concilios el voto se había contabilizado por
naciones, pero esta vez los legados presionaron y consiguieron imponer el principio de un hombre, un voto. De esta manera, se
garantizaban la victoria de sus tesis, ante la presencia mayoritaria
de obispos italianos. Asimismo, teledirigidos por el Papa, los
legados impusieron otra novedad que nunca se había aplicado en los
concilios anteriores, como fue no dar valor al voto de los
procuradores de obispos físicamente ausentes de las sesiones de
Trento; de esta manera, Pablo se garantizaba que el voto alemán no
se escuchase en su concilio.
Roma, de hecho, exigía a los obispos alemanes que permaneciesen en
sus sedes para luchar contra la herejía, a tiempo que les negaba el
voto delegado derivado de esa ausencia impuesta. El tipo de
incongruencia que repugna a cualquier mente racional, pero no al tipo
de tipos que te van con el cuento de que todo lo controla un señor
cuyos designios son inescrutables, y tal.
Ahí,
sin embargo, Pablo se pasó. Probablemente no hubiera tenido problema
si se hubiese contentado con meter medio pepino por el orto de sus
críticos; pero al obstinarse en penetrar con la totalidad de la
cucurbitácea, removió conciencias que esperaba mantener tranquilas.
Carlos
I, en efecto, se encabronó cuando supo que la voz de la Iglesia
alemana había sido silenciada en Trento. De hecho los legados lo
apoyaron, no fuese que fueran a tener problemas. Pero el Papa
permaneció impasible el ademán, aceptando como único voto delegado
posible el de obispos in partibus.
El detallito no se le escapó a Carlos, en todo caso.
Finalmente,
el Papa fortaleció su posición al aprobar Trento, con el impulso de
los legados, una serie de subsidios para que algunos obispos pobres
pudiesen estar en el concilio. Ni falta hace decir que los
beneficiarios llegaron a la ciudad con el voto papal entre los
dientes.
Tanto
en Constanza como en Basilea se había admitido en las sesiones, e
incluso en el voto, a abades, priores, doctores en teología, simples
curitas e incluso laicos. Ni qué decir tiene que cuando esta
posibilidad se planteó en Trento, el tema no salió adelante. Aquí
el Papa y los arzobispos estuvieron muy de acuerdo, pues ninguno de
ellos quería que en Trento se escuchase la voz del clero de base,
mucho más cercano a las tesis reformadas que sus jefes. Así pues,
el 29 de diciembre se decidió que los generales de las órdenes
religiosas fuesen los únicos con voz aparte de los mitrados. Había
tres abades de la zona de Montecassino, que fueron conminados a
acordar sus propuestas entre ellos antes de hablar. Los legados del
poder temporal recibieron la autorización de hacer propuestas, pero
los nobles y teólogos, si bien podían participar en las reuniones,
no podían intervenir, mucho menos votar. De hecho, la estrategia
papal se pasó de frenada pues, en realidad, los legados papales
querían que los abades tuvieran más papel, conocedores de que los
monasterios eran frecuentes centros de apoyo de las tesis de Roma.
Sin embargo, fue tal el poder monopolístico que crearon las medidas
para obispos y arzobispos que, para cuando los legados quisieron
recular en el asunto abacial, se encontraron con una oposición
cerril que les obligó a doblar su cerviz.
El
único opositor de talla que tenía Pablo era el emperador. Carlos se
cansó de enviarle memoriales al ya cardenal Pacheco, erigido
portavoz de la Iglesia española, para que le parase los pies al de
Roma. En paralelo, ordenó a los obispos españoles para que se
fueran en masa hacia Trento, para desequilibrar el voto. De esta
manera, España lideró el partido ultramontano en Trento, un
partido, si no antipapal, sí fuertemente crítico con las ideas de
Roma; algo que la propaganda nacionalcatólica del franquismo intentó
(con éxito) que olvidásemos.
Los
españoles no podían ganar en votos; pero sí lo hicieron en
elocuencia, en savoir faire
teológico, en mano izquierda y, desde luego, recordando, cada vez
que hizo falta recordarlo, que su aval último era un señor al que
no le habían dolido prendas de entrar en Roma a hostia limpia. En
Trento se vio con claridad cuáles habían sido los resultados de la
reforma episcopal realizada por Ximénez de Cisneros a la hora de
crear una Iglesia española; así como la ventaja que había tomado
España sobre la hedonista Italia en materia teológica, pues entre
los sabios que estaban en Trento pocos o ninguno podían competir con
Domingo de Soto o Bartolomé Carranza, los dos principales asesores,
diríamos hoy, del partido español. Un partido que declaró desde su
llegada que el concilio se había convocado “para combatir los
dogmas erróneos de nuestros adversarios de la misma forma que
nuestras malas costumbres”. Tenían un fuerte aval en Diego Hurtado
de Mendoza, el hábil poeta y hombre de armas, representante de
Carlos en el concilio, quien dejó también claro que “según lo
que colijo de los concilios antiguos y modernos, el concilio es sobre
el Papa”.
Con
la llegada en masa de los españoles a Trento, los designios
optimistas de los legados, y consecuentemente del viejo Pablo III,
comienzan a tambalearse. Inmediatamente, los legados solicitan a Roma el envío
de cuarto y mitad de curas para equilibrar la balanza. Los dos
trenes, el tren romano y el tren español, chocan por primera vez en
la sesión que se dedica a la organización de los trabajos
trentinos. El Papa quería que el primer punto a tratar fuese la
definición de los dogmas. Su jugada estaba clara. Si Trento
prefiguraba de salida los dogmas y por lo tanto establecía (cosa que
ocurriría con seguridad, pues en eso ambas partes estaban de
acuerdo) la imposibilidad de recibir los conceptos protestantes, el
concilio decaería con rapidez y dejaría ad calendas graecas la discusión del temita de
los curitas folladores, los obispos venales y los papas hijos de puta.
El emperador, sin embargo, tenía otra visión. Sin perder de vista
su repugnancia hacia la Iglesia reformada, Carlos prefería que
Trento tardase un tiempito en declararse opuesto al protestantismo.
En ese momento, el emperador esperaba conseguir que cuando menos una
parte de los heréticos regresasen a casa por Navidad, a cambio de
algunas concesiones litúrgicas y de la promesa de que los escándalos
del clero se iban a acabar; no le hacía pandán, por lo tanto, que
se fijase un cisma casi desde el minuto uno. El principal valedor de
este approach era el
cardenal Madruzzo.
Los
legados trataron de hacerle una celada al emperador por la vía de
declarar que, si se discutía la reforma de la Iglesia católica y de
sus costumbres, habría que discutir dicha reforma hasta el fondo y
para todos; lo cual incluía, también, las costumbres de los laicos.
Con eso pretendían acojonar al emperador y a su clase dirigente,
pero la verdad es que no coló. Carlos hizo de don Tancredo,
pretendió ni darse cuenta de la jugada, y dejó que Madruzzo se
marcase un discurso en favor de la reforma que removió muchas
conciencias entre sus auditores. Así las cosas, y como mal menor, los legados acabaron aceptando la propuesta del obispo de Feltre, el inteligente
paviano Tomasso Campeggi, en el sentido de crear dos comisiones: una
para las dogmas y otra para la reforma eclesial, que trabajarían
simultáneamente. Esta proposición fue aprobada el 22 de enero de
1546, no sin mediar una discusión pública entre Madruzzo y Del
Monte en la que, al parecer, lo más bonito que se dijeron fue hijo
de cerda sifilítica. Con ello, el papado sufrió una de sus pocas
derrotas en Trento, pues en la práctica perdía la capacidad del
Papa de tener la última palabra en cuestiones disciplinarias.
Cuando
se enteró, el Papa se puso como un líder político cuando no le dan
la razón, o incluso peor. Le escribió a sus tres legados una carta
llena de reproches (a ellos, que estaban haciendo un papelón de
cojones...) exhortándoles a revertir la decisión del 22 de enero.
Los legados le contestaron diciéndole al Papa que, en verdad, si
presionaban al concilio en ese sentido, se podría producir una
revuelta contra la autoridad de Roma; y, lo que es peor, le
informaban de que no tenían nada claro que el partido rebelde no
lograse allegar a sus filas a la mayoría de los padres conciliares.
Esta afirmación, la verdad, lo dice todo de la capacidad que
entonces tenía la diplomacia española (en realidad, imperial) y de
lo realmente mal que se lo había montado Polito, abocando a sus
legados a realizar maniobras tan descaradas, tan dictatoriales, tan
sobradas, que se le había asomado el plumero por la casulla.
En todo caso, tras la
lectura del e-mail de respuesta de sus legados, Pablo se tranquilizó,
o tal vez lo habló con el Espíritu Santo. El caso es que suavizó
sus posiciones y ahora instruyó a los legados para que estableciesen
su línea roja en la prohibición de que las discusiones sobre las
malas costumbres de la Iglesia alcanzasen a la propia Curia romana.
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