Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia.
Luego hemos entrado a ver el grave problema que supuso la penetración de la Reforma en Italia.
Todos aquellos esfuerzos papales, como decíamos, acabaron en el cesto de los papeles y, de hecho, no pocos de quienes fueron fichados entonces por el Vaticano acabaron malamente. En realidad, Roma haría, ante la seria amenaza protestante en Italia, aquello que se le daba mejor hacer que, sin duda, era ponerse de canto y comenzar a repartir hostias, y no precisamente en su sentido litúrgico.
Luego hemos entrado a ver el grave problema que supuso la penetración de la Reforma en Italia.
Todos aquellos esfuerzos papales, como decíamos, acabaron en el cesto de los papeles y, de hecho, no pocos de quienes fueron fichados entonces por el Vaticano acabaron malamente. En realidad, Roma haría, ante la seria amenaza protestante en Italia, aquello que se le daba mejor hacer que, sin duda, era ponerse de canto y comenzar a repartir hostias, y no precisamente en su sentido litúrgico.
Con fecha 14 de enero de 1542, una
orden del propio Papa establece que todos los eclesiásticos y, en
general, aquellas personas que hasta aquel momento estaban más allá
de la jurisdicción de la Inquisición pasaran a estar dentro de la
misma. Con ello, el Vaticano pretendía darle un espaldarazo a una
institución que estaba muy de capa caída.
La Inquisición italiana había sido
creada en el siglo XII y encomendada en el siglo siguiente a los
dominicos; pero en el siglo XV había experimentado un gravísimo
deterioro que la había llevado prácticamente al olvido. Como es
bien sabido, en España vivía una nueva pujanza, pero sólo porque
en 1477 había sido rescatada por los Reyes Católicos, quienes
además la mantuvieron estrechamente ligada a su propio poder. En
Italia, sin embargo, la Inquisición episcopal era mucho más débil,
incapaz, en realidad, de luchar contra el protestantismo. No tenía
dirección central alguna, puesto que era raro que los sumos
pontífices siquiera designasen un inquisidor general. Los propios
servicios inquisitoriales no estaban organizados ni dotados de forma
permanente. Además, como ya hemos insinuado, tanto los obispos como
los oficiales de la Curia estaban exentos de su jurisdicción.
Esta situación tan poco venturosa
encontró un decidido paladín en el obispo Caraffa, titular de la
diócesis de Chieti y fundador de los teatinos, quien ya se ha
paseado por estas notas y de hecho ha de regresar. Caraffa fue
llamado por el Papa Pablo a Roma en 1536 y nombrado cardenal.
Inmediatamente que se estableció en la Curia comenzó a trabajar
para su objetivo de conseguir convertir a la Inquisición en una
institución poderosa y capaz de llegar a cualquier rincón de
Italia. Conocía bien el funcionamiento de la Inquisición española,
y ambicionaba importarlo a su país. Una Inquisición que fuese
competente frente a cualquier persona, no importase su rango ni
nivel, y que sólo dependiese de las órdenes del propio Papa. Pronto
encontró un radical partidario en el obispo de Burgos, el dominicano
español Juan de Toledo.
Pablo III fue rápidamente convencido
por Caraffa pero, sin embargo, sus ideas y planes se encontraron
pronto con la oposición de la mayoría del colegio cardenalicio. La
mayoría de los hombres del gobierno de la Iglesia, todavía,
mantenían una posición pragmática y creían en la posible
reconciliación entre católicos y protestantes mediante la
celebración de un concilio. Caraffa, sin embargo, representaba la
posición anti-concilio, porque no quería realizar concesión alguna
a los reformados. Inteligente y maniobrero, sin embargo, fingió
ceder y propuso a los cardenales comenzar los preparativos de ese
concilio; pero, al tiempo, sugirió la posibilidad de usar la
Inquisición contra los casos más flagrantes de herejía. A pesar de
estas actuaciones ladinas, sus intenciones quedaron bastante evidentes frente a lo que normalmente se conoce como “el partido de la paz”.
Muchos de los prelados pertenecientes a esta tendencia se retiraron a
Viterbo y se reunieron allí, alrededor del cardenal Pole, su jefe
oficioso. Caraffa nunca le perdonó al inglés aquel gesto.
Sin embargo, Caraffa tenía algún que otro triunfo
muy cercano. El 21 de julio de 1542 se publica la bula papal Licet
ab initio, que re-crea la
Inquisición italiana. Se establecía una comisión suprema del Santo
Oficio, compuesta de seis cardenales y presidida por Caraffa, quien
pasaba a ser considerado gran inquisidor. En la comisión se
colocaron varios cardenales dominicos, entre ellos Juan de Toledo,
así como el cardenal Bartolomeo Guidiccioni, el gran enemigo de la Compañía
de Jesús. Todas estas personas tenían potestad ilimitada para
investigar los crímenes contra la religión, mediando si era
necesario tanto la tortura como la confiscación de bienes. La
Inquisición quedaba por encima de cualquier actuación de los
ordinarios diocesanos. Establecería tribunales inquisitoriales
menores, ante los cuales sería la única cámara de apelación. Se
establecía en Italia, pero con vocación universal; de hecho, el rey
de Portugal declaró su competencia dentro de los términos de su
reino.
Caraffa
instruyó especialmente a los sacerdotes que trabajaban con él para
que no se amedrentasen ante los grandes; lejos de ello, consideraba,
y así lo transmitió, que era obligación de la Inquisición hacer
valer su fuerza y sus potestades para arrancar la herejía en los
estadios superiores de la pirámide del poder italiano.
Y como
lo dijo, lo cumplió. Al poco de publicarse la bula, la Inquisición
se fue a por el obispo de Bérgamo, Víctor Soranzo, de los Soranzo
de toda la vida de Venecia; una familia importantísima de la ciudad
de los canales. Lo encarcelaron en el castillo de Sant'Angelo y lo
dejaron sin sede episcopal. A continuación, se fue a por un famoso
predicador, Bernardino Ochino, vicario general de los capuchinos. El
Papa, y sobre todo su nieto el cardenal Alejandro Farnesio, colaboraron en la
movida. Alex le escribió a Nardo a Verona invitándolo a visitar Roma
“por temas importantes”. Para entonces Ochino ya sabía que se
habían hecho llegar a la capital diversas pruebas o testimonios
contra él, así pues pasó de ir. Entonces el Papa le envió una orden
perentoria, y Ochino obedeció, sólo que haciendo el viaje con toda
la lentitud de que fue capaz. A mitad de camino recibió un mensaje
en el que se le informaba de que, a su llegada a Roma, a menos que
abjurase de todas sus creencias heréticas, peligraban su integridad
personal y su libertad. En Florencia, pues, decidió huir de Italia.
Ascanio Colonnna le dio un caballo y un criado, y Renata de Ferrara
le dio toda clase de vestidos y aperos para el viaje. Ochino huyó a
Ginebra.
Otro
capuchino, también famoso predicador, Jerónimo de Melfi, tuvo que
seguirle a Suiza. Pero estas dos huidas se vieron seguidas de una
actuación inmediata entre los capuchinos, con docenas de detenciones
que, de hecho, dejaron a la orden temblando.
Por
supuesto, Pedro Mártir Vermigli, de quien ya hemos hablado, fue
llamado ante la Inquisición, y también decidió huir.
Con
otros tuvo el Santo Oficio algo más de suerte. A Celio Curione, uno
de los primeros propagandistas del protestantismo en Italia, lo
encontraron unos esbirros de la Inquisición por la calle y lo
rodearon. Curione, sin embargo, era un armario ropero de tres lunas,
y además sacó su faca, con lo que los guardias decidieron dejarlo
en paz. También logró huir a Suiza.
Exactamente
igual que en España, la Inquisición italiana se dedicó, en cada
rincón de Italia, a explotar las rencillas tradicionales entre
montescos y capuletos, enfrentando a unos con otros y sacando de
provecho de todo ello jugosas acusaciones. El primer lugar donde tuvo
real éxito fue Lucca. El Senado local, inicialmente, quiso plantar
cara a las ambiciones represoras del tribunal, pero estaba en una
situación muy delicada, conocedora de las ambiciones de Cosme de
Medicis de incluir la ciudad en su propio ducado, por lo que tampoco
podía alimentar enfrentamientos con la Iglesia. Luis Balbani, agente
luqués ante la Corte de Bruselas y muy amigo de Antonio Perrenot de Granvela, secretario del emperador, había
podido espiar un día una conversación entre Carlos V, el nuncio
apostólico y un enviado del propio Cosme, en la que se había estado
hablando de despojar a Lucca de sus libertades y autonomía si
continuaba dando cobijo a la herejía. Así las cosas, el gobierno de
la ciudad comenzó a publicar edictos contra la enunciación de
opiniones heréticas. En 1545 establecieron un Oficio propio.
El
hereje de Lucca más célebre era Francesco Burlamacchi. Burlamacchi
había llegado a la herejía católica por el mismo camino por el que
habían llegado la mayoría, esto es por la escandalizada crítica de
los excesivos lujos de la institución. Abogaba por el regreso de la
Iglesia a su pobreza original mediante un concilio, así como la
expulsión del Papa de territorio italiano. Esto último tiene que
ver con el hecho de que Burlamacchi, además de un predicador
religioso, también tenía ideas de orden políticas, centradas en la
radical demanda de autonomía para la Toscana, región que, decía,
debía establecer una liga republicana una vez que el poder de Roma
sobre Pisa y la propia Florencia hubiese desaparecido.
A
Caraffa no le bastaba que a un tipo así lo persiguiese el Oficio
luqués. Por eso, cada cuando le exigía al Senado local que
recibiese en su seno a un inquisidor enviado desde Roma. La ciudad se
libró gracias que su obispo local era el cardenal Guidiccioni, un
hombre muy influyente en la colina vaticana.
Otro
lugar fuertemente penetrado de protestantismo, pero en el que la
Inquisición lo tenía complicado, era Nápoles. La ciudad y su
región eran posesiones españolas, y eso hacía difícil que
aceptase a los agentes de Caraffa. Sin embargo, evidentemente la
corona española se desempeñó con mucha fuerza contra la herejía.
Carlos ordenó a su virrey, Pedro de Toledo, hermano del obispo
burgalés que ya había sintonizado con Caraffa, de luchar sin
cuartel contra los herejes. Bajo estas actuaciones, todas las
academias de la ciudad fueron cerradas, y toneladas de libros
prohibidos ardieron en las plazas. En 1546, el año que Carlos
albergó las esperanzas de destrozar a los protestantes en la guerra
de Schmalkalde, el emperador introdujo la inquisición española en
Nápoles. Caraffa acumulaba para entonces entre sus cargos el de
arzobispo de Nápoles, y no parece probable que fuese ajeno a esta
decisión. Los napolitanos, sin embargo, no se conformaron así como
así. Para ellos, una decisión como ésta era atentatoria contra sus
libertades. El pueblo de Nápoles, buena parte de su nobleza y los
burgueses ricos participaron en una revolución, con barricadas en
las calles y todo eso. El virrey obtuvo algunas primeras victorias,
tras las cuales, inocentemente, creyó la batalla ganada; como bien
saben los aficionados al fútbol, contra italianos hay que estar
pendiente hasta que terminan los minutos del descuento. Antes de que
pudiera celebrar sus victorias, un autonombrado gobierno de los
nobles y los comunes tomó el control de la ciudad. El emperador
Carlos, en un gesto del que podría haber aprendido su hijo en los Países Bajos muy pocos años después, decidió
ceder, y renunció formalmente al establecimiento de la Inquisición
en Nápoles; si bien decapitó a los cabecillas de la rebelión y le
impuso a la ciudad una multa de 100.000 ecus de oro.
Esta
decisión, sin embargo, lo que hizo fue dejar espacio para el
establecimiento de una Inquisición episcopal, que se desempeñó con
una notable crueldad.
Un
terreno en el que la Inquisición italiana dejó una impronta muy
importante, y no precisamente buena, fue en la cultura. En 1543,
Caraffa, en su condición de gran inquisidor, había publicado un
edicto según el cual se establecía la pena de excomunión, de multa
de 1.000 ducados, de confiscación de todos los libros más
cualesquiera otras penas quisiesen imponer los inquisidores, para
aquel librero italiano que vendiese cualquier libro sospechoso de
herejía y, en general, todo libro anónimo no expresamente aprobado
por la Inquisición. Un decreto de estas características, que ni
siquiera establecía un Índice de libros prohibidos, fue ponzoñoso
para la cultura italiana durante décadas.
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