Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.
Una
de las consecuencias del embargo marítimo decretado por Thomas
Jefferson fue el cambio estratégico de muchos emprendedores de las
antiguas colonias, que comenzaron a interesarse por la manufactura, y
muy especialmente la textil. En consecuencia el Sur, que ya había
comenzado a plantar algodón, comenzó a hacerlo en cantidades, nunca
mejor dicho, industriales, cuando la demanda del Norte se disparó.
Pero, lógicamente, este movimiento afectó a los industriales
ingleses, acostumbrados a hacer suyo este mercado. Londres envió
emisarios a Washington, pero como solía acostumbrar el Imperio, lo
hizo permitiéndoles hacer apenas ofertas cutres, lo cual enfureció
a Madison.
En
1810, el Presidente llamó a casa al embajador en Londres, al tiempo
que invitaba a los ingleses a hacer lo propio con sus emisarios. Así
quedaron rotas de
facto
las relaciones diplomáticas, un hecho lógico teniendo en cuenta el
siguiente movimiento que tenía preparado Madison, que no era otro
que una ley específica que, en noviembre, cortó todo comercio entre
los dos países.
Estos
enfrentamientos, unidos a que las relaciones con Francia tampoco eran
ninguna maravilla, provocaron un serio descontento en los Estados
Unidos por la marcha de la política exterior. Esto se dejó ver en
las elecciones de 1810 y 1811, en las que buena parte de los
veteranos congresistas perdieron sus puestos, para ser sustituidos
por hombres de la frontera con ideologías y objetivos diferentes.
A
principios de 1812, sin embargo, Madison continuó con su política
agresiva. Primero había favorecido un levantamiento popular contra
los españoles en la Florida occidental, y ahora envió tropas a la
oriental. Madrid, inmediatamente, amenazó con declarar la guerra, y
la Nueva Inglaterra yankee amenazó con montar el pollo si había
leches. Madison tuvo que llamar a las tropas a casa, con lo que lo
que consiguió fue dejar a los southwesteners
de su país encabronados, teniendo en cuenta las ilusiones que ya se
habían hecho de expandirse por la Florida.
Peor
iban las cosas más al norte, en la frontera delimitada por los
valles del Ohio y del Mississippi. Allí, los indios habían sido
simple y llanamente tangados por los blancos con una serie de
acuerdos por los que primero cedieron grandes zonas de terreno, y
después fueron incluso expulsados de sus reservas (razón por la
cual los indios aman a Jefferson más o menos como los catalanes aman
a Felipe V). En 1811, el gran jefe shawnee Tecumseh decidió que
había que llegar a otro acuerdo. Pero el gobernador de Indiana
William Henry Harrison, todo un prototipo del americano antiindio,
atacó a los shawnee en Tippecanoe Creek y se llevó por delante su
pueblo de Prophetstown. Tecumseh, a su regreso, encontró la villa
reducida a cenizas, y prometió guerra eterna.
Los
shawnee, a partir de entonces, crearon un estado de terror que hizo
que muchos colonos hubieran de abandonar sus establecimientos. Este
hecho generó entre ellos un fuerte sentimiento antiinglés, por
considerar que los británicos habían estado ayudándoles desde
Canadá. Consecuentemente, y no se olvide que acabamos de decir que
el partido de los hombres de la frontera había ganado mucho
predicamento en el Congreso tras las elecciones, los colonos
llamaron, a la vez, a la conquista de la Florida pero, sobre todo,
por la del Canadá, para así echar a los ingleses de “su”
tierra. Henry Clay, congresista de Kentucky, se convirtió pronto en
portavoz in
pectore
de este partido, que fue apelado por los yankees como war
hawks;
no sé si no será la primera vez que el belicismo se ha definido
usando la figura de este ave rapaz.
Con
Clay elevado a los altares parlamentarios como speaker
de
la Cámara y los problemas en el mar no totalmente resueltos, Madison
tenía poco margen de maniobra y, por ello, el 1 de junio de 1812, y muy a su pesar personal, envió a la Cámara un mensaje de guerra, que seis días después había sido
votado por ésta y por el Senado. Nueva Inglaterra y los Estados del
medio de la nación (medio de entonces, porque la línea se fue
corriendo) se negaron por considerar que sería su comercio el
principal pagano de la guerra. Los principales opositores fueron los
americanos del norte de Nueva York y de Vermont, pues sostenían un
lucrativo comercio con Canadá. Algo que, como veremos, daría problemas cuando la guerra terminase.
Formalmente,
esto es si nos leemos el mensaje de Madison, EEUU fue a la guerra por
la práctica del impressment,
esto es la manía que ya hemos contado de los británicos de apresar
barcos americanos incluso en sus aguas territoriales. Pero la verdad
es que la guerra era por el impressment,
pero
también por Florida, por Canadá, y por los indios.
El
principal problema de la guerra era el de todas las guerras: allegar
recursos. Para colmo, cuando más necesitaba EEUU a su banco estatal,
resulta que en 1811 el Congreso lo había dejado morir, una vez
cumplidos sus veinte años de concesión. Gallatin consiguió y
obtuvo del Congreso, no sin resistencias, nuevos impuestos, que sin
embargo fueron mayoritariamente evadidos. Así las cosas, la guerra
hubo de financiarse con los préstamos cuya solicitud fue
generosamente permitida por el Congreso (cambiar la guerra por la educación, la sanidad y las pensiones, y lo mismo esto os suene).
A
principios de 1812, Madison había autorizado una leva de 50.000
voluntarios en el ejército, pero seis meses después apenas se había
apuntado la décima parte. Consecuentemente, el presidente fue
autorizado a llamar a 100.000 miembros de las milicias estatales;
pero buena parte de estos efectivos, oficiales incluidos, no tenía
la menor intención de pelear fuera de las fronteras de su propio
Estado. Este efecto fue más evidente todavía en Nueva Inglaterra,
que era la base lógica para montar una invasión del Canadá, porque
allí la resistencia a la guerra era total y el aporte de la milicia
estatal, nulo. El Sur, pese a aprobar la guerra, no era muy
entusiasta de pelear en Canadá, por temor a que una eventual anexión
de aquel territorio hiciese perder peso a los estados esclavistas. En
esas condiciones, era el Oeste el único que tenía una verdadera
intención de hacerse con el Canadá; pero, al mismo tiempo, era el
único territorio que no se podía permitir sacar tropas de sus
Estados, ocupadas como estaban en defender a la gente de los indios.
Con
estos mimbres, EEUU atacó a Canadá con bastante poca eficiencia. En
julio de 1812, William Hull trató de penetrar en el país, intentona
que fue tan fracasada que acabó viéndose obligado a rendir Detroit
al general canadiense Isaac Brock. La segunda acción americana se
produjo en octubre y acabaría constando la vida de Brock. El capitán
John Wool desplazó una fuerza estadounidense a lo largo del río
Niágara y tomó Qeenston Heights, donde la milicia de Nueva York
debía unírsele. Pero los neoyorkinos se negaron a pasar de la raya
de su Estado, así pues se convirtieron en meros testigos de cómo
los refuerzos canadienses llegaban para arrearle de capones a Wool.
En
noviembre se produjo la tercera acción estadounidense, esta vez
dirigida contra Montreal. Desde Plattsburg, en el lago Champlain
(NY), el general Henry Dearborn marchó hacia el norte. Al pasar de
los 50 kilómetros, decidió que ya había avanzado demasiado y, tan
tranquilo, se dio la vuelta. Con dos gónadas.
El general William Henry Harrison, el
Indianslaughter
que
hemos visto antes, trató de recuperar Detroit, sin éxito. Quedaba
claro, pues, lo acertado que había estado Jefferson cuando dijo que
invadir Canadá is
only a matter of marching.
Ya, ya...
En
el mar, por lo menos, a pesar del bloqueo británico de los puertos
al sur de New London, Connecticut, los corsarios americanos hicieron
mucho daño a los ingleses, capturando centenares de barcos.
La
guerra de 1812 tuvo una importante dimensión internacional. Apenas
una semana después de la declaración estadounidense de guerra, el
zar de Rusia había decidido unirse a Inglaterra contra Francia. Y
una de sus primeras acciones fue intentar muñir una paz entre
Londres y Washington, para así dejarle al primero manos libres para
arrear leches en el continente. Madison, uno de los presidentes menos
belicistas que ha tenido los Estados Unidos, atrapó al vuelo la
oportunidad en cuanto la conoció, y envió a Europa a dos de sus
pesos pesados, Gallatin y John Quincy Adams, para intentar llegar a
un acuerdo. Pero los ingleses, la verdad, les trataron como el culo.
A pesar de este problema, Madison se las arregló para ganar las
elecciones de 1812, gracias al apoyo del Sur y del Oeste; ya que en
el Este yankee
el ganador claro fue el neoyorkino DeWitt Clinton, campeón del
llamado partido de la paz, que se las arregló para caerle simpático
tanto a republicanos como a federalistas.
La
victoria presidencial acabó animando a la guerra a un presidente,
como hemos dicho, poco proclive a la pelea. El principal objetivo de
la Casa Blanca era retomar Detroit, para lo cual WH Harrison
consideraba conditio
sine qua non
el control del lago Erie. Había que echar de allí a los canadienses
y el gobierno USA le otorgó esa labor a un joven capitán llamado
Oliver Hazard Perry. El 10 de septiembre, Hazard se encontró con los
ingleses al oeste del lago, en un lugar llamado Put-in-Bay,
obteniendo una victoria.
Tras
esta acción, Harrison se aplicó a perseguir a las tropas del
general canadiense Henry Proctor, que habían reaccionado a la
victoria estadounidense saliendo de Detroit. El 5 de octubre,
Harrison le infligió una dura derrota en el Thames River. Más al
este, en el lago Ontario, el capitán Isaac Chancey se había llegado hasta
la actual Toronto y se la llevó por delante, incendiando el
parlamento. La acción de Chancey, bastante inútil pues nada más
cometerla se marchó, tuvo la “virtud” de aportar a los
anglocanadienses la excusa que necesitaban para arrasar Washington.
La
guerra había girado en un sentido muy negativo para los estadounidenses en
abril de 1814, cuando la abdicación de Napoleón dejó a los
británicos las manos libres para centrarse en la guerra americana.
Haciendo uso de su decisiva fuerza naval, los ingleses procedieron a
bloquear las ciudades portuarias americanas, y desembarcaron en la
bahía de Chesapeake un ejército que marchó hacia Washington,
arreando de hostias a todos los patriots
que se fueron encontrando, y el 24 de agosto llegaron a Washington,
con las antorchas en la boca, con la intención, que llevaron a cabo,
de no dejar de la Casa Blanca y el Capitolio ni los ceniceros.
Si
que te incendien tu propia capital tiene un valor simbólico
indudable, mucho más valor bélico tuvo la ofensiva simultánea
realizada por los ingleses en Niágara, el lago Champlain y Nueva
Orleans. Pero aquí los ingleses la cagaron, o más bien cabría
decir que se dieron de bruces con la primera generación de militares
genuinamente americanos. En Niágara, Jacob Brown y Winfield Scott
supieron pararlos en seco. En cuando a los 10.000 veteranos de
Wellington que desde Montreal bajaban hacia el lago Champlain, los
americanos se los llevaron por delante en Plattsburg Bay (septiembre
de 1814). En el suroeste del país, Andrew
Jackson, que llevaba tiempo arreándole leches a los indios, a los
que se llevó por delante en la batalla de Horseshoe Bend, Alabama,
obligándoles a ceder grandes extensiones de tierra. Una vez
controlados los indios, Jackson se volvió hacia los ingleses. Temía
que fuesen a usar el puerto de Pensacola (Florida), motivo por el
cual invadió la ciudad. Luego marchó hacia Nueva Orleans, donde se
encontraba ya cuando llegaron los ingleses.
El
8 de enero de 1815, 8.000 ingleses que ya se habían batido en las
guerras napoleónicas se las vieron con una difusa masa de gentes a
las órdenes de Jackson. Los americanos hicieron más de 2.000 bajas,
y apenas sufrieron una veintena. Esa victoria convertiría a Jackson
en el segundo gran líder de América después de Washington, como
puede comprobar cualquiera que tenga unos cuantos dólares en la
cartera.
Con
todos estos precedentes, a finales de 1814 ambos
contendientes quedaron para negociar en Ghent, Bélgica. Los ingleses
reclamaron que se les diese territorio en el Oeste para poder crear
un Estado Indio tapón entre EEUU y Canadá, así como proveer el
acceso canadiense al Mississippi. A cambio, esto es muy típico de
los ingleses, no ofrecían nada. Ni siquiera se avenían a restituir
el derecho de los barcos de Nueva Inglaterra de pescar en
Newfoundland y Labrador, que les había sido retirado por la
guerra pero les había sido concedido en 1783.
Henry
Clay, que se había unido a Gallatin y a Adams, tenía la clara
intención de malbaratar los derechos comerciales de Nueva Inglaterra
si con ello acababa ganando terreno en Canadá o en el Oeste. Opinaba
(y no le faltaba razón) que la cicatería con que los Estados yankis
se habían desplegado a la hora de aportar soldados y dinero para la
guerra no los colocaba precisamente en la mejor posición para
exigir. Pero tal vez no medía demasiado bien sus fuerzas o, como le
suele pasar a los políticos, no pensaba demasiado en las
consecuencias. Si Clay supiese leer partidos como los leía Luis
Aragonés, se habría dado cuenta de que la ofensiva inglesa que
había sido detenida en Plattsburg Bay tenía la clara intención de
separar Nueva York y algún otro Estado de los EEUU; y esa intención
venía a ser como cagar en un estercolero, porque a muchos yankis les iba esa marcha.
Cuando
los Estados del noreste se enteraron de cómo iban las cosas en
Ghent, convocaron una reunión en Hartford, Connecticut. La Hartford
Convention no se anduvo con mamonadas: planteó, desde el minuto uno,
la secesión de los EEUU y la firma de una paz propia con Londres. Es
cierto que, tras los primeros ardores, la Convención acabó dominada
por elementos algo más moderados que se contentaron con acordar a su
clausura, en diciembre, la petición de una serie de reformas
constitucionales que protegiesen los intereses de los pijos del Este
frente al Oeste y la Virginia
Dinasty,
o sea el Sur. Pero el susto estaba dado.
Y,
además, funcionó, pues Adams, en Ghent, hizo de los derechos
pesqueros del noreste un casus
belli
ante el cual, al contrario que Clay, estaba incluso dispuesto a ceder
territorio por el Oeste.
En
el bando inglés, el duque de Wellington hacía todo lo que podía
por rebajar las ínfulas expansionistas de sus compatriotas,
recordándoles que si no salían amiguitos de Ghent, la guerra le iba
a salir cara de cojones a Su Graciosa Majestad y Sus Normalmente
Siesos Súbditos. Las serias derrotas sufridas acabaron por
convencerles de que tenía razón. En ese momento, los deseos de
firmar algo
se impusieron en ambas partes, así pues el Tratado fue firmado en la
Nochebuena de 1814. En realidad, Ghent no solucionó nada, pues dejó
los dos temas fundamentales, esto es la relación comercial
(incluidos derechos pesqueros) y el tema de las fronteras para el
estudio por futuras comisiones. Pero eso, la verdad, ha pasado mogollón de veces cuando se ha cerrado un conflicto.
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