Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal.
Los Estados Unidos de la posguerra no estaban sumidos en una recesión, pero sí se puede decir que tenían algunos sectores de su economía que tenían gravísimos problemas. Los armadores mercantes, por ejemplo, estaban pelados a causa de la obvia pérdida de las condiciones especiales de las que disponían anteriormente en el comercio con Inglaterra y la India. Los importadores de artículos de lujo también se quedaron a la quinta pregunta puesto que perdieron a su proveedor; pero mucho más importantes fueron los problemas experimentados por el incipiente sector manufacturero local, que se encontró de repente expuesto a la competencia internacional. Las llamadas al Congreso en demanda de aranceles y subsidios (sí, ellos también) fueron muy frecuentes.
Todo
esto, como problema, empalidecía sin embargo ante El Problema, que
no era otro que las serias dificultades que registraba el Congreso
para allegar los impuestos que necesitaba, sobre todo para pagar al
ejército; sin contar las deudas de guerra, que crecían muy
rápidamente dado que los EEUU comenzaron a impagar los intereses. El
Congreso, pletórico de buenismo, se volvió hacia los Estados para
solicitarles la pasta convencido de que cumplirían sin problema; y
se encontró con la típica actitud insolidaria propia de los
sistemas confederales. Para ser más exactos, les pidió 10 millones
de dólares, y los Estados le concedieron 1,5 millones. Como dice
Henry Hill en Goodfellas,
con eso no tenían ni para el ataúd.
Robert
Morris, nombrado secretario de Finanzas, urdió en 1781 la idea de
que el Congreso saliese del impasse
creando su propia figura fiscal, concretamente un impuesto del 5%
sobre las importaciones. Sin embargo, cabe recordar que en las
confederaciones este tipo de medidas suelen precisar la unanimidad de
todos los vecinos propietarios; y, en este caso, la negativa de Rhode
Island hizo descarrilar el proyecto. En 1783 Morris, literalmente
hasta los huevos de tratar de dialogar con mesas de escayola,
dimitió. Aunque hoy parezca increíble, lo que sucedió después fue
que, literalmente, no fue posible encontrar una sola persona en todos
los Estados Unidos que quisiera ser ministro de Economía; así pues,
Morris aceptó quedarse hasta que consiguiese pagar a los soldados. Y
cobrar, cobraron; pero no en dinero, sino en concesiones de tierras
en el Oeste.
No
hay que ser muy duros con los Estados. Si se negaban como se negaban,
era por la sola razón de que ellos mismos tenían problemas para
allegar impuestos. Especialmente desde 1785, año en el que las
tropas extranjeras abandonaron el territorio nacional y la armada
local fue licenciada (sin haber cobrado propiamente, como acabamos de
decir); momento en el que un montón de agricultores y ganaderos
perdieron el lucrativo mercado de proveer a todas esas tropas. Para
colmo, la única medida seria que tenían los Estados a su
disposición para poder honrar sus deudas de guerra era elevar los
impuestos sobre esos mismos productores primarios. En 1786, las cosas
en New Hampshire habían llegado a tal punto que hubo que llamar a la
milicia para disolver una mani de agricultores que estaba rodeando la
Asamblea. En Massachusetts, la carga fiscal sobre los agricultores
superaba el 30%. En el verano de 1786, hubo un auténtico movimiento
anti-desahucios en el Estado, con masas de personas personándose en
granjas que iban a ser embargadas para impedirlo. Daniel Shays, un
veterano de Bunker's Hill que había llegado a capitán en el
ejército, se puso al frente de una tropa de 2.000 agricultores que
atacó Springfield. Shays obligó a los tribunales locales a dar
marcha atrás en los embargos, pero el gobernador James Bowdoin envió
al ejército al mando de Benjamin Lincoln para sofocar la rebelión.
Todo
parecía estar a punto para pensar en un cambio de régimen. La cosa
confederal no funcionaba.
En
efecto, los evidentes problemas que planteaba el Estado confederal
abrieron el debate de la forma de Estado. Algunas personas, es verdad
que no muchas, hablaron de una monarquía. Otros contemplaron la
dictadura militar y otros, en el extremo opuesto, defendieron,
incluso a pesar de sus errores, la solución confederal, contemplando
los Estados Unidos como un conjunto de dos o tres confederaciones
separadas. Eran muchos, en efecto, los que pensaban que la nación era
demasiado grande para tener un solo gobierno.
En
1785, delegados de Maryland y Virginia se reunieron en Mount Vernon,
la casa de Washington, donde discutieron temas de altura estatal con
la participación de personas de las cercanas Pensilvania y Delaware.
Estos contertulios encontraron adecuada la idea de una reunión de
todos los Estados e invitaron a Maryland a organizarla. Finalmente
fue convocada en septiembre de 1786 en Annapolis. Sin embargo, sólo
participaron cinco Estados. Entre los que sí enviaron estaba Nueva
York, y entre sus representantes el que quizás era el mayor
propagandista de los errores y problemas de la forma confederal:
Alexander Hamilton. Hamilton quería la convocatoria de una nueva
conferencia, ya en mayo de 1787, encomendada de enmendar el
articulado constitucional. A esta convención, celebrada en
Filadelfia, sí que acudieron todos los Estados, con la única
excepción de ese habitual verso suelto llamado Rhode Island.
Sin
embargo, de los 74 hombres convocados, sólo fueron 55. Entre ellos,
sólo ocho habían firmado la declaración de Independencia. El 25 de
mayo, la reunión alcanzó el quórum necesario. Eran 29 delegados,
que eligieron por unanimidad a George Washington presidente de la
reunión.
Entre
los Estados había diferencias muy importantes. La mayor de ellas,
que había algunos que habían mandatado a sus delegados únicamente
para aprobar enmiendas en el articulado, mientras que otros habían
sido delegados también para sustituirlos. Pero lo cierto es que, en
las cuestiones de fondo de gobierno, estaban de acuerdo. Aquellos
representantes, no pocos de ellos veteranos de la guerra, tenían
claro que era necesario dar voz al pueblo ante el gobierno. Sin
embargo, como conocedores de la Historia de su propio devenir
reciente, temían la facilidad con la que las masas son manipuladas
por demagogos. Por lo demás, no eran tan idiotas como para pensar
que en su nueva tierra no había heredado esa sempiterna tensión
entre ricos y pobres que comenzó el lejano día en que Solón se
subió a un pedestal en una plaza de Atenas. Así pues, querían un
sistema en el que esos dos grupos que surgen cuando uno le da un
primer tajo a cualquier sociedad: los pobres y los ricos, tuviesen
sus oportunidades frente al gobierno; y querían, también, un
gobierno fuerte y capaz, lo suficiente como para frenarle los pies a
cualquiera de los dos grupos cuando se saliesen de madre. Todo eso,
además, creando un equilibrio de poder territorial entre Estados.
La
experiencia del estado confederal, además, les había enseñado
algunas cosas. La primera, que el Congreso debía ser capaz de
imponer y recaudar impuestos. Asimismo, también debería ser capaz
de acuñar moneda y endeudar al país, por no mencionar pagar esas
deudas en nombre de los Estados Unidos. Debía, asimismo, disponer de
un ejército, y tener poder para regular el comercio, tanto
internacional como intranacional. Una mayoría de delegados, no
todos, consideraba también que los Estados debían tener prohibida
la acuñación de moneda y de legislar en grandes asuntos mercantiles,
como puede ser el comercio o el derecho contractual básico.
Con
todo, el conflicto fundamental que surgió en aquella convención,
que estuvo varias veces a un pelo de Yul Bryner de quebrar e irse a
la mierda, fue el enfrentamiento entre Estados grandes y pequeños.
Veamos.
El primer paso de la convención, complejo pero no crítico, fue
ponerse de acuerdo en que los artículos vigentes no se enmendarían,
sino que se trataría de elaborar una nueva Constitución. Cuando
ocurrió eso, el virginiano Edmund Randolph propuso el conocido como
Virginia Plan,
que era una propuesta de regulación del gobierno muy favorecedora de
los Estados más grandes. Proponía una Legislatura Nacional
bicameral cuya representación sería proporcional al número de
hombres libres en cada Estado, en el caso de la Cámara Baja; siendo
los miembros de la Alta elegidos por los ya designados por el pueblo
para la Baja. Este parlamento elegiría al gobierno y a la
judicatura.
El
primer problema que presentó el Plan Virginia es que se defecaba
elegantemente en Montesquieu, al apostar por un sistema en el que
ejecutivo, legislativo y judicial venían a ser una especie de
santísima trinidad, una y trina. El segundo es que penalizaba
gravemente a los Estados de pequeña población. Éstos reaccionaron
encomendando a William Paterson, de Nueva Jersey, la presentación de
un conocido como New
Jersey Plan,
que mantenía el Congreso como una cámara única (como en la
regulación confederal) con un voto por Estado. La convención no
tardó en tumbar esta propuesta.
Aunque
el Plan Virginia está en la base de la organización de los Estados
Unidos, fue matizado de forma importante tras arduas negociaciones,
en buena parte muñidas por Ben Franklin, que terminaron en lo que se
conoce como El Gran Compromiso.
El
Gran Compromiso establecía la existencia de dos cámaras, con
representación en la Baja proporcional a la población, y
representación igual de todos los Estados en la Alta. O sea, la
Cámara de Representantes y el Senado (aunque, en este punto de la Historia, los
representantes no eran votados, sino elegidos por las legislaturas
estatales).
El
siguiente gran problema de la convención fueron los impuestos. Las
figuras fiscales que lanzase el gobierno de los EEUU deberían ser
recaudadas por los Estados en proporción a su población. Sin
embargo, los Estados esclavistas se negaron a que sus negros contasen
como los blancos de otros Estados. Por otra parte, los Estados del
Norte no esclavista querían que los negros contasen como cualquier
otro ser humano a la hora de distribuir la carga impositiva; pero que
nadie se emocione, pues también propugnaban que sus derechos como
votantes estuviesen reducidos. Finalmente, se llegó a lo que podemos
llamar en español el Compromiso Tres por Cinco, por el cual, tanto
en las votaciones al Congreso como en la distribución de la carga
impositiva, cada cinco negros contarían como tres blancos.
El
siguiente escalón fue el comercio. Los Estados del norte querían
dar al gobierno el poder de regular el comercio y alcanzar acuerdos
con otros países que los Estados deberían obedecer. Pero los
Estados del sur, temerosos de ser derrotados en las votaciones,
exigían que la ratificación de los acuerdos exigiese dos tercios
del Senado. El tercer gran compromiso llevó a la convención a
prohibir los impuestos a las exportaciones (principal punto de
fricción con los sureños), además de garantizar que en 20 años no
se limitaría la importación de negros y de obligar a los
Estados no esclavistas a devolver los esclavos huidos. Los Estados
del sur acabaron ganando su mayoría senatorial de dos tercios para
ratificar los tratados, a cambio de cederle a los norteños la
mayoría simple del Congreso para la legislación comercial.
Una
vez llegados a este punto, los miembros de la convención se
aplicaron a resolver uno de los grandes problemas del Estado
confederal, como había sido la ausencia de un gobierno nacional
fuerte. Crearon para ello la figura del presidente, elegido de forma
desconectada del Congreso. Dieron al Presidente el derecho de nombrar
su propia administración, eso sí con el consentimiento del Senado.
Asimismo, lo dotaron con la condición de commander
in chief
de los ejércitos. Podía alcanzar tratados con el apoyo de dos
tercios del Senado, podía convocar sesiones extraordinarias del
Congreso, y podía vetar actos del mismo; si bien este veto podía
tumbarse con una mayoría de dos tercios de ambas cámaras.
La
convención constitucional estuvo en sesión desde el 25 de mayo
hasta el 16 de septiembre de 1787. Tuvo 55 delegados, de los cuales
42 permanecieron hasta el final de las sesiones, y 39 firmaron el
documento final (los tres que no lo firmaron fueron Elbridge Gerry de
Massachusetts, y dos representantes de Virginia: George Mason y Edmund Randolph). Los delegados habían acordado que al menos nueve Estados
debían ratificar el documento para poderlo considerar la nueva
Constitución. Inmediatamente después de la firma, pues, comenzó un
amplio debate en toda la nación, pues durante sus sesiones las
conclusiones de la Convención no habían sido del conocimiento
público.
Inmediatamente
surgieron los bandos. El bando antifederalista (centralista, lo
llamaríamos nosotros) elaboró una auténtica cascada de
alegaciones: la Constitución no recogía ningún elemento de
garantía para las libertades tradicionales; la soberanía de los
Estados quedaba en entredicho; la figura del presidente tenía
demasiado poder, pudiendo convertirse en una especie de rey; la gente
no podría soportar la presión fiscal combinada del Estado y de la
nación... como puede verse, los argumentos antifederalistas son
bastante cercanos a los de la derecha republicana actual.
Contra
todo pronóstico, sin embargo, en sus inicios la ratificación no fue
nada mal. Entre el 7 de diciembre de 1787 y el 9 de enero de 1788,
cinco Estados aprobaron la nueva Constitución, e incluso tres de
ellos (Delaware, Nueva Jersey y Georgia) lo hicieron sin un solo voto
negativo. Pensilvania fue, de estos Estados, el que registró una
controversia más honda, pero aun así los federalistas de este
Estado obtuvieron 46 de los 69 puestos de la convención de
ratificación.
El
siguiente Estado en caer fue Massachusetts, pero no después de una
discusión áspera y una votación muy ajustada. Los federalistas se
hubieron de enfrentar a oponentes tan populares como John Hancock y
Sam Adams, pero lograron evitar buena parte de esta oposición
prometiendo que demandarían la aprobación de una bill
of rights.
En febrero, el Estado votó la Constitución, por 187 votos contra
168.
La
ratificación también fue fácil en Maryland y Carolina del Sur. Sin
embargo, en New Hampshire las cosas estuvieron tan enfrentadas que la
Convención votada al efecto no fue capaz de alcanzar un voto. Sin
embargo, en junio, una nueva convención aprobó la Consti por 57
votos contra 46, convirtiéndose en el noveno Estado que se apuntaba.
Matemáticamente,
pues, la nueva Constitución ya tenía apoyos suficientes para
existir. No obstante, en aquellos Estados Unidos era imposible un
movimiento de estas características sin el apoyo de Virginia y Nueva
York, y eso todo el mundo lo sabía.
En
Virginia, George Mason, a quien ya hemos visto negándose a votar el
documento final de la convención constitucional, lideró lógicamente
la oposición a la ratificación, ayudado por Patrick Henry. Edmund
Randolph, sin embargo, pese a haber seguido los pasos de Mason en la
convención, se dejó arrastrar al bando federal cuando tuvo claro
que Washington (el más notable virginiano) aceptaría la primera
presidencia de la nación. Nuevamente, la promesa de impulsar una
bill of rights
allanó muchos caminos y, cuatro días después que New Hampshire,
Virginia votaba la Constitución por 89 votos contra 79.
En
Nueva York, varios propagandistas, entre ellos Alexander Hamilton, John Jay y James
Madison, comenzaron a presionar en la prensa en favor de la
Constitución. A pesar de ello, la Constitución se votó por un
cortacabeza, 30 contra 27. Rhode Island y Carolina del Norte estaban
tan en contra de la nueva Constitución que, de hecho, no entraron en
la Unión hasta después de que se formase el primer Ejecutivo
(Carolina en noviembre de 1789, y Rhode Island en mayo de 1790).
Las
promesas que lograron la adhesión de muchos Estados se cumplieron
puntualmente: en el primer Congreso, James Madison presentaría la
propuesta de las diez primeras enmiendas de la Constitución que
constituyen el esperado y demandado bill
of rights.
Lo de las 10 enmiendas es bastante divertido: para empezar, James Madison no propuso 10, sino 12.
ResponderBorrar10 de ellas consiguieron el suficiente apoyo de los Estados para conformar las 10 primeras enmiendas, aún denominadas "The Bill of Rights".
Una de ellas, que afectaba a la manera de ponerse el sueldo los representantes electos, no fue atendida en su momento: entre 1789 y 1792 no consiguió apoyo suficiente. No obstante, en 1978, en medio de una polémica sobre los sueldos de los políticos, algún loco descubrió que el proceso seguía nominalmente abierto, y entre 1978 y 1992 se reactivaron los procesos de ratificación y consiguieron que se aprobara, siendo la última enmienda aprobada, 202 años después de ser propuesta.
La segunda quería blindar el número de representates en el Congreso, pero no consiguió el suficiente número de apoyos y al final se legisla bajo ley del Congreso.