Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión.
¿Cuál fue la primera y fundamental razón que llevó a las colonias en albergar la idea de una secesión? La de siempre: el mal gobierno de la metrópoli.
¿Cuál fue la primera y fundamental razón que llevó a las colonias en albergar la idea de una secesión? La de siempre: el mal gobierno de la metrópoli.
La
guerra de los franceses y los indios generó todo un cachondeo de
control. Muchos proveedores de las colonias británicas, en efecto,
se dedicaron a hacer su agosto proveyendo a los enemigos de Londres
en la guerra. En 1760, Pitt exigió el final de todo aquel
contrabando. El gobernador de Massachussets respondió a esta
exigencia montando un sistema por el cual los agentes de la Corona en
el comercio tuviesen que obtener de la Corte Superior de la colonia
lo que se llamó writs
of assistance,
que venían a ser como órdenes judiciales que dotaban a estos
agentes de poderes que hoy diríamos policiales para investigar a los
comerciantes sospechosos.
Estas
autorizaciones pasaban por el parlamento correspondiente y fueron
usadas muy comúnmente en aquella época, debiendo ser renovadas
cada vez que subía al trono un nuevo monarca. Por ello, cuando en
1760 resulta que murió Jorge II, hubo que renovarlas en nombre de
Jorge III. Fue el momento que los mercaderes de Massachussets vieron
para librarse de aquel molesto temita. Para presentar batalla frente
al gobernador Thomas Hutchinson, los colonos massachussetianos
tuvieron un gesto que inauguraba toda una tradición americana:
contratar a un abogado listo.
Aquel
leguleyo hijoputa se llamaba James Otis, y en 1761 se presentó ante
la Corte Suprema de la colonia para protestar por algunas writs
firmadas por Hutchinson. El discurso de Otis ante los jueces fue tan
encendido que John Adams, que lo escuchó en directo, llegó a
escribir que ahí empezó la independencia americana. Lo podéis leer
aquí.
En efecto, si lo leéis comprobaréis que la excelente pieza retórica
de Otis contiene, sobre todo, una idea que es the
crux of the matter
para la independencia de los EEUU: nadie, ni
siquiera un Parlamento, puede
actuar o legislar contra la ley natural. Nadie puede, por lo tanto,
realizar un acto legal y legítimo por el cual legisla contra los
derechos humanos.
La
creciente interferencia de Londres en el comercio americano estaba
poniendo a los colonos de los nervios. Cuando, con el final de la
guerra, la metrópoli adquirió el control de Canadá, parecía haber
desaparecido los problemas para los colonos; pero pronto se vio que
no.
Londres
nombró ministro de Asuntos Americanos a George Grenville. El primer
asunto que abordó fue el de los indios de la (entonces) frontera
occidental de las colonias, algunos de los cuales habían sido
aliados del francés; y eran gentes, en general, que necesitaban ser
pacificados. Pero el problema de Grenville eran los blancos. Para entonces ya se había planteado la
gran dicotomía de intereses blancos respecto de la frontera. Por un
lado, los tramperos y comerciantes de pieles querían algo que hoy se
ve muy progre: que el Oeste fuese reservado para los indios y la
fauna local. Aunque no lo hacían por altruismo, sino básicamente
para forrarse. Frente a ellos tenían a los terratenientes y “hombres
de progreso”, que ya en esa segunda mitad del siglo XVIII abogaban
por un desplazamiento de la frontera, y demandaban protección para
los colonos. De hecho, el oficio de Ben Franklin era trabajar de
lobbista para estos últimos, que pretendían obtener concesiones en
el actual Ohio. Los clientes de Franklin eran de Pennsylvania. Los de
George Washington, de Virginia.
Londres
pensó que tenía tiempo para diseñar su política, pero se
equivocó. No contó con los indios, hondamente preocupados por el
final de la guerra, que había hecho desaparecer de sus tierras y
aledaños el contrapoder francés.
Los
indios ottawa, en parte con las orejas calientes por comerciantes
franceses que les prometían el regreso de París a la zona,
encontraron un jefe dispuesto y hábil en Pontiac (de ahí que estos
sucesos se conozcan en la Historia estadounidense como La
Conspiración de Pontiac). El indio, es obvio, no tenía nombre de
coche; es el coche el que tiene nombre de indio. En mayo de 1763, los
ottawa comenzaron a repartir leches con el objetivo literal de echar
a los ingleses al mar. En un mes, los indios se llevaron por delante
siete de los nueve fuertes que los ingleses tenían al oeste de
Niágara. La situación de los ingleses era tan desesperada que se
apuntaron, con siglos de antelación, a una triste realidad
posterior: la guerra bacteriológica. Literalmente acorralados por
los indios, comenzaron a utilizar trozos de tela infectados de
viruela para inocularles la enfermedad. Funcionó.
Centenares de indios murieron, y eso permitió a los ingleses darle
la vuelta a la tortilla (o al pancake)
y tener la zona pacificada en un año, más o menos.
Las
noticias del ataque de Pontiac llegaron a Londres en agosto de aquel
1763, e impulsaron la emisión por parte del gobierno de lo que se
conoce como Proclama de 1763, que hay que reconocer que no es un
nombre ni poético ni imaginativo. La Proclamación era la típica
medida provisional que buscaba ganar tiempo para poder armar una
política de verdad con la frontera occidental. Se establecían las
fronteras de tres nuevas colonias: Quebec, Florida Oriental y Florida
Occidental. Esto suponía reservar para los indios todo el territorio
desde los Alleghenies (ignoro si tienen nombre en español) hasta el
Mississippi, y desde el norte de Florida hasta el paralelo 50.
La
Proclamación dejaba un poco de lado a los especuladores. Pero
también es cierto que éstos estaban al pie del cañón y los de la
proclamación, en una fría metrópoli en el otro extremo del mundo.
George Washington, él mismo con vivísimos intereses comerciales de
capital virginiano, hizo una llamada a la desobediencia de la
proclamación. Tanto él como otros realizaron tal cantidad de
reclamaciones sobre los terrenos del valle del Ohio que el propio
gobierno inglés comenzó a negociar con los indios cesiones de
tierras.
Pero
los colonos no pararían. En 1768 un grupo de ellos llegó al oeste
de Carolina del Norte, al valle de Watauga; y al año siguiente el
famosérrimo Daniel Boone recorrió la conocida como Wilderness
Road,
desde el río Holston hasta la muy fértil y gallinácea Kentucky (en cierta ocasión le regalé a Tiburcio una monografia sobre las negociaciones diplomáticas de España en torno a Kentucky; lo mismo, si gritáis mucho, un día escribe algo...)
Además
de la expansión, la política inglesa presentaba otros problemas. La
regulación de Londres era especialmente problemática para los
agricultores de las colonias sureñas. Frente a éstos, tanto a la
hora de vender lo que producían como de comprar lo que necesitaban,
los comerciantes ingleses aparecían como intermediarios bastante
parásitos que no hacían sino inflar los precios de las
importaciones, y reducir los precios en origen de las exportaciones
(fenómeno éste que fue cantado, a la canaria, por Los Marismeños; y que también está presente en el celebérrimo eslógan Londres ens roba).
A ello hay que unir que los navieros, también ingleses, les puteaban
poti-poti con los fletes. Como consecuencia de todo ello, conforme
los rendimientos de las tierras se redujeron (como ocurría en
Virginia, ya lo hemos dicho, a causa de la voracidad de la planta del
tabaco), los agricultores se endeudaban fuertemente. Thomas Jefferson
llegaría a quejarse de que las deudas en el campo virginiano eran
tan grandes que se habían convertido en hereditarias. Los
agricultores trataron de pagar sus deudas con moneda local, colonial;
pero la negativa de los comerciantes ingleses fue tan fuerte que el
gobierno de Londres aprobó (1764) la Currency Act, que prohibía
expresamente esta práctica.
En
medio de todo este follón estalló la Parson's
Cause,
que operó de catalizador de toda esta mala hostia. Este conflicto se
centraba en definir cómo habría de pagarse al clero de la Iglesia
establecida; el momento en que se asoma a la Historia una figura tal
vez poco conocida por nosotros, pero mucho por los estadounidenses:
Patrick Henry. Un hombre que tuvo la misma habilidad de Martin Luther
King, esto es decir la frase correcta en el momento correcto. La de
Henry fue: dadme la libertad, o la muerte.
Lo
usual era que el salario de los curas virginianos se pagase en
tabaco. Pero cuando en 1758 una mala cosecha había disparado sus
precios, la asamblea de la colonia había aprobado la llamada
Twopenny Act, por la cual los sujetos pasivos de la contribución al
clero podían satisfacerla mediante el pago de dos centavos por libra
de tabaco (en un momento en que la libra de tabaco valía cinco y
medio en el mercado).
Los
curas, encabronados, no dijeron aquello de “Dios proveerá”, ni pusieron la otra mejilla, ni una leche;
prefirieron quejarse al rey, ya que lo tenían bastante más a mano que Dios (además de parecerse mucho). El rey
les hizo caso y en 1759 ilegalizó la Twopenny Act. Sobrados y
envalentonados, los curas se fueron a los tribunales y reclamaron el
pago de un año entero de, por así decirlo, intereses de demora. Fue
en uno de estos juicios en el que Henry defendió a los
contribuyentes. Realizó un discurso encendido, muy en su estilo, en
el que clamó porque el rey, con el acto de ilegalizar la ley
colonial, “había degenerado en un tirano”. El jurado condenó a
los contribuyentes, pero fijó el pago al sacerdote litigante en un
simbólico penique. En 1764, Henry entró en la House of Burguesses,
donde se convertiría en el mejor defensor de los virginianos.
En
todo caso, el principal problema que había aflorado la guerra era El
Problema, el que siempre lo joroba todo: los impuestos.
La
guerra había sido muy costosa, y se unía a otras guerras. Todo ello
lo tenía que pagar Londres, y para poder sufragarlo subió las
cargas impositivas. Los propietarios de tierras, en la segunda mitad
del siglo XVIII, estaban dedicando un tercio de lo que ganaban en
pagar impuestos. Esto se combinaba con una creciente autonomía de
las asambleas coloniales, que en apenas tres décadas aprobaron más
de 8.000 leyes propias, un 5% de las cuales fueron vetadas por
Londres.
En
abril de 1764, el gobierno Grenville, seriamente amenazado por
problemas financieros, decidió aprobar la denominada Sugar Act, con
la que esperaba recaudar 45.000 libras que necesitaba como el maná.
Desde 1733, pesaba sobre la importación de melaza, necesaria para
destilar el ron americano, una tasa de seis centavos por galón que,
sin embargo, en la práctica no se aplicaba. La Sugar Act se planteó
como objetivo recaudarla hasta el último mango. Asimismo, se
elevaron las tasas sobre otras importaciones imprescindibles. El
gobierno inglés, también, decretó en la legislación que las
causas judiciales que se planteasen por el tema de los impuestos se
desplazasen desde los tribunales coloniales a las mucho más
manejables admiralty courts, donde, para empezar, no
había jurados. Tal vez comience el lector a entender por qué los
EEUU le tienen tanto cariño a esta institución.
Españoles,
argentinos, mexicanos, peruanos y otros especímenes de homo
sapiens que, si Google no miente, tienen cierta costumbre de leer
este blog, estamos básicamente acostumbrados a que nos metan
impuestos por el orto. Pero ése no era el caso de los habitantes de
las colonias. Debéis saber, en este sentido, que la Sugar Act fue la
primera ley jamás aprobada por un Parlamento que tenía por objetivo
declarado (lo decía en su preámbulo) gravar, no a los habitantes
del Imperio, sino a los de sus colonias americanas. La Sugar Act es
como una exacción impositiva aprobada en Madrid sobre la hierba mate. Como aprobar un decreto que cobrase una tasa específica a
los espectáculos de aizkolaris.
Entenderéis
el volumen y calidad de la tormenta perfecta si os digo, además, que
el gobierno de Su Cachonda Majestad tuvo la enorme torpeza de aprobar
la Sugar Act y la Currency Act en el mismo mes. Aquí es donde el
tema general de los impuestos y el conflicto específico del tabaco
de los curas se dan la mano.
En
documento oficial, la ciudad de Boston se preguntaba: “Si se nos
grava con impuestos de cualquier intensidad sin haber tenido nunca
una representación legal allí donde se nos imponen, ¿acaso no nos
reduce eso desde el estatus de hombres libres al miserable estado de
esclavos tributarios?” James Otis, con su proverbial precisión de abogado litigante, lo expresó con mayor claridad: “Ninguna porción de los
dominios de Su Majestad puede ser gravada sin su consentimiento”.
Algunas de las colonias, notablemente Massachusetts y Nueva York,
comenzaron a comentarse sus cuitas y apareció, como si tal cosa, la
idea del boicot; de la huelga de importaciones.
Las
cosas no hicieron sino empeorar. Grenville, cuando presentó la Sugar
Act en el Parlamento, anunció que estaba preparando otra medida
recaudatoria. Llegó en marzo de 1765, conocida como Stamp Act. La
Stamp Act era mucho más importante para Londres que la Sugar Act:
las previsiones de ingresos alcanzaban las 60.000 libras. En virtud
de la ley, cada vez que un ciudadano de las colonias necesitase un
documento legal, comprase una licencia, un periódico, un folletín,
un almanaque, un mazo de naipes o unos dados, le sería obligatorio
comprar un sello con un valor variable desde medio penique hasta 10
libras. Si la Sugar Act afectaba a los comerciantes (e,
indirectamente claro, a los bebedores de ron), la Stamp Act afectaba
a casi cualquier miembro de la incipiente clase media colonial, desde
los abogados a los taberneros.
Inmune
a la crítica y a la reflexión estratégica, el gobierno inglés
siguió en la misma línea aprobando una nueva Quartering Act, la
cual establecía que cuando los barracones existentes fuesen
insuficientes para albergar a todos los soldados británicos de los
fuertes, se podría seudoexpropiar espacio en hoteles e incluso casas
particulares; más aun, determinados bienes que hasta entonces les
habían sido facilitados por el ejército deberían ser sufragados
por los colonos. Hay que recordar, en este sentido, que una medida de
este sentido provocó todo el follón del Corpus de Sangre en
Cataluña, que ha quedado escrito en piedra en la letra de su himno.
La
reacción colonial no se hizo esperar; y aconsejo vivamente a quienes
no entiendan cómo es posible que en EEUU exista una cosa llamada Tea
Party que se apliquen a leer un poco sobre esto, porque así lo
entenderán. Se generó una organización civil intercolonial: los
Sons of Liberty. Los SoF, financiados por los comerciantes y en buena
parte formados por ellos, se dieron a la violencia. En diversas
ciudades de las colonias, atacaron los locales de los partidarios de
la Stamp Act y acosaron a las fuerzas armadas.
En
octubre de 1765, Massachusetts, siempre al frente de la movida,
convocó un congreso sobre la Stamp Act. Se celebró en la ciudad de
Nueva York y acudieron delegados de nueve colonias. Este congreso
elaboró una Declaración de Derechos y Agravios de corte bastante
moderado, que venía a pedir que los coloniales fuesen tratados como
ingleses, y que la imposición de impuestos debiera contar con la
aprobación de los territorios que los iban a soportar (o sea: lo que
ya se daba en las cortes medievales españolas, que es que a los
ingleses, cuna de la democracia moderna y bla, ya les vale...). Desde
luego, ni por su candela verde, que diría un cronopio, se atrevieron
los congresistas a ponerse en modo rebelión, no digamos ya en modo
independencia.
El
congreso se vio seguido por el boicot. En los principales puertos
americanos, los comerciantes firmaron acuerdos para no comprar
mercadería inglesa. En 1 de noviembre, cuando la Stamp Act entró en
vigencia, se produjo un lock-out de comerciantes en toda
regla. Cuando volvieron al tajo, se dedicaron a incumplir la ley
sistemáticamente, pasando de comprar los sellos.
En
Londres, para entonces, Grenville había caído, por lo que había
comenzado el gobierno del marqués de Rockingham. El nuevo primer
ministro comenzó a escuchar las quejas también de los comerciantes
ingleses, afectados por el boicot. En enero de 1766 Pitt, haciendo
gala de su legendario olfato para detectar espacios para la
demagogia, hizo un discurso en el Parlamento en el que estimó que
Inglaterra estaba sacando 2 millones de libras de las colonias cada
año (una cifra alucinante) y abogó por que la Stamp Act fuese
retirada absolutely, totally and immediately.
Lo
consiguió. La Stamp Act fue archivada por la B de Varios en marzo de
1766.
¿Había aprendido Londres la lección?
A ver, lector, no te me emociones. Para leer este blog hay que tener un nivel, hombre.
¿Cuándo
cojones, a todo lo largo y ancho de la Historia, ha aprendido
Inglaterra una lección de humildad?
¡Tiburcio, manifiéstate! :)
ResponderBorrarEborense, estrategos
Tibuuuuuuuuurciooooooo!!!!
ResponderBorrarMuy bueno.
ResponderBorrarUna pregunta, alguien podría proporcionarme una forma de contactar con Tiburcio para que me permita leer su blog. Hace tiempo que lo venía leyendo pero cambió a "sólo invitados". :(
Gracias.
Secundo la moción de Unukalhai
ResponderBorrarMe uno a la moción, Tiburcio tiene textos muy amenos para leer de vez en cuando
ResponderBorraréste que fue cantado, a la canaria, por Los Marismeños...
ResponderBorrar¿No es "El intermediario de Los Sabandeños?
Correcto. Me engañó el sufijo :-)
BorrarJdJ:
ResponderBorrarHe estado investigando sobre la esclavitud en Usa, y me encuentro que en varias páginas definen a Ann Glover, que fue la última mujer ahorcada en Boston como bruja, como "esclava"; y no era negra, es más, era irlandesa católica
http://www.boston.com/news/local/massachusetts/2012/11/15/boston-irish-witch-set-the-scene-for-salem-trials/g5cWQU87fAWIJHh9dQXboJ/story.html
Curioso, no?