Recuerda que ya te hemos contado.
El principio de todo y las primeras tribulaciones de Delambre.
Las primeras tribulaciones de Méchain en el tramo sur del meridiano, hostión incluido.
El doctor Salvà y su sirviente llevaron a un exangüe Méchain a una casa cercana. Allí el doctor residente, por cierto uno de los mejores de Barcelona, logró recuperar su pulso, si bien no su consciencia. Muy preocupados por su supervivencia lo cargaron en un carro y lo llevaron a Barcelona, para ponerlo en manos del doctor Sarpons, entonces reconocido como el mejor cirujano de Barcelona. La oreja derecha de Méchain sangraba abundantemente, e incluso aquel experimentado cirujano estaba seguro de que no sobreviviría a la noche. Los médicos decidieron sangrar todavía más al enfermo (trataban de evitar la formación de coágulos en el cerebro, al parecer) y dejar el tratamiento de las heridas traumatológicas para el día siguiente, y así evitarle estrés al cuerpo.
El principio de todo y las primeras tribulaciones de Delambre.
Las primeras tribulaciones de Méchain en el tramo sur del meridiano, hostión incluido.
El doctor Salvà y su sirviente llevaron a un exangüe Méchain a una casa cercana. Allí el doctor residente, por cierto uno de los mejores de Barcelona, logró recuperar su pulso, si bien no su consciencia. Muy preocupados por su supervivencia lo cargaron en un carro y lo llevaron a Barcelona, para ponerlo en manos del doctor Sarpons, entonces reconocido como el mejor cirujano de Barcelona. La oreja derecha de Méchain sangraba abundantemente, e incluso aquel experimentado cirujano estaba seguro de que no sobreviviría a la noche. Los médicos decidieron sangrar todavía más al enfermo (trataban de evitar la formación de coágulos en el cerebro, al parecer) y dejar el tratamiento de las heridas traumatológicas para el día siguiente, y así evitarle estrés al cuerpo.
Méchain amaneció
al nuevo día respirando pero sin haber despertado. Toda la parte
derecha de su torso estaba hundida. Se le habían roto las costillas
y la clavícula. Lo vendaron como una momia. Tres días después, la
fiebre comenzó a ceder, y recobró la consciencia.
Tampoco tenía
prisa el francés por recuperarse. Evidentemente, cuando comenzó la
guerra estuvo en un tris de ser expulsado, y de no ser por tener
pendiente el informe a los españoles probablemente habría sido así.
Pero ahora el gobierno español había cambiado de idea, y le
conminaba a todo lo contrario: tenía prohibido salir de Barcelona
hasta que terminase la guerra. El nuevo gobernador general de
Cataluña, de hecho, temía (con razón) que si Méchain regresaba a
Francia con sus mediciones, podría usarlas para dar alguna ventaja a
los franceses en sus batallas. Además, se había decretado el
embargo de los activos en poder de franceses, y eso significaba que
no había en toda Barcelona, en toda Cataluña, en toda España, un
solo banco o prestamista que estuviese dispuesto a prestarle el
dinero que habría necesitado para marcharse.
Si la desgracia se
había cernido sobre Méchain, a Delambre no le iba mucho mejor. Dios
parecía no estar muy de acuerdo en que el hombre lograse medir ese
mundo que se supone que él había creado en siete días.
Una vez que superó
los primeros problemas derivados de milicianos locales que tomaban
sus instrumentos por armas peligrosas, y provisto con nuevos
salvoconductos válidos, Delambre salió a toda prisa hacia
Saint-Martin-du-Tertre. Tenía prisa por poder hacer mediciones hacia
la colegiata de Danmartin antes de que el viento de la revolución se
llevase el edificio por delante. Sus movimientos fueron rápidos,
especialmente desde que los franceses consiguieron parar a los
prusianos en Valmy, y los ánimos en las zonas rurales que atravesaba
se pacificaron.
Sin embargo, la
Naturaleza todavía tenía algo que decir. El día de septiembre en
que Delambre consiguió subir a las alturas de la iglesia de San
Martín de Montículo, le fue imposible ver tanto la colegiata de
Danmartin como la cúpula de los Inválidos, porque había una niebla
del carajo.
Delambre trabajaba
a temperaturas tan siberianas que incluso afectaban al elegante
movimiento de los círculos de su medidor geodésico. Para colmo, al
estar en el punto más alto estaba al lado de la campana, que no dejó
de hacer su trabajo de marcar los momentos del día, dejándole sordo
a él y a sus asistentes. Finalmente, comprendiendo que sus problemas
de vista eran un hándicap en esas condiciones y que además
Lefrançais era mucho más bajito que él, por lo que cabía mejor en
el pequeño espacio de que disponían, decidió dejar las mediciones
en manos de su adjunto.
Tres semanas, tres,
esperaron, ateridos, Delambre y su gente hasta que un día vieron
París finalmente. Pero vieron París, sólo. Porque, cuando se
levantó la niebla, descubrieron que había una puta colina que se
interponía entre ellos y los Inválidos. Así las cosas, Delambre
hubo de medir los ángulos tomando como referencia la cúpula del
Panteón, sabiendo que algún día debería rehacer el trabajo que
había hecho en París.
En noviembre,
Delambre estaba de nuevo en Montlhéry, donde había comenzado su
accidentada excursión, pues pensaba hibernar en París (no lo culpo;
es la mejor época. El otoño parisino está sobrevalorado por
lacrimosos poetas asténicos.) Sin embargo, no pudo hacerlo. Los
propietarios de la granja de Malvoisine que le habían permitido
construir un puesto de observación en su tejado le comentaron, con
ese savoir faire que siempre despliega el francés rural (¡que
lo hagas, coño!), que temían que la nieve de la invernada colapsase
la estructura, causándoles posibles daños. Le conminaron a
desmontarla. Para Delambre, eso significaba que no podría volver en
la primavera (otra época parisina sobrevalorada, a menos que se
experimente furor uterino) a terminar sus mediciones en la propia
granja y otros nodos escogidos en los alrededores.
Delambre procedió
a hacer esas mediciones en lugar de volver a París y, una vez
terminadas, trató de seguir su trabajo hacia el sur. Pero cuando
estaba llegando a Fontainebleau, la nieve comenzó a caer y la
práctica de mediciones solventes devino imposible. Acababa Delambre
de terminar de hacer mediciones desde los últimos nodos en los que
se podía ver París. Ahora tendría que volver a la ciudad. Eso sí,
invirtió los meses de febrero y marzo en hacer el trabajo pendiente
en la cúpula del Panteón. Las autoridades le permitieron construir
una pequeña habitación cerrada, que por lo tanto hacía posible su trabajo en condiciones de temperatura propias del hombre blanco.
En lo alto de la cúpula colocó un globo iluminado para que el
Panteón fuese visto con más precisión. Pudo hacerlo porque la
Revolución había quitado de ese lugar la cruz que antes estaba y,
aunque se pensó en sustituir ésta con una estatua de Renommée
(la Fama), nunca fue colocada.
En los dos primeros
meses de 1793, mientras los albañiles construían el nidito
astronómico, el rey de Francia fue llevado a los tribunales,
condenado y ejecutado; acción que provocó una guerra con Inglaterra
y una serie de escaseces en la propia París que pronto provocaron
manifestaciones indignadas. Luego se declaró la guerra con España,
se produjo la contrarrevolución en la Francia occidental, y el
futuro Terror se puso al punto de baño María. Pero de todo esto
Delambre se enteró más o menos como se entera un operador de call
center de Toledo de las vicisitudes del mercado secundario de
deuda estonio. Mientras todo esto pasaba, él completó las
observaciones de Saint-Martin-du-Tertre, Danmartin, Belle-Assisse y
Montlhéry, que era lo que necesitaba. Realizó la última medición
el 9 de marzo, con notas suficientes como para medir el meridiano que
atraviesa París en invierno (que es el mismo que lo atraviesa en
verano; pero es mucho más bonito observar dicha travesía en la
primera de las estaciones citadas).
En dicha fecha,
Delambre había hecho menos de la décima parte de su trabajo;
mientras que, por esos días, Méchain había realizado ya casi la
mitad del suyo, y estaba fijando la posición de Montjuïch. No
obstante lo dicho, todavía confiaba, como le dijo a Méchain por
carta, en que llegasen a encontrarse aquel mismo año con el trabajo
hecho.
A pesar de este
optimismo delambrero, las cosas no iban bien. El gobierno francés,
aunque es verdad que tenía otras cosas de las que ocuparse, del
tenor de no ser invadido y tal, seguía el proyecto de cerca, y
estaba un poco hasta los pelos. La Academia había asegurado que el
trabajo del meridiano estaría hecho en un año, pero todo parecía
indicar que tardaría bastante más.
En realidad, el
gobierno francés sabía que todo aquello duraba ya bastante más que
el tiempo que se habían tomado Delambre y Méchain. Como ya hemos
dicho, Jerôme Lalande, el feo y desagradable científico, había
sido el primer patrocinador de la idea de unas medidas armonizadas
para todos. Su propuesta no había concitado interés público alguno
hasta 1789, cuando el gesto seudovoluntario de la nobleza francesa en
el sentido de renunciar a sus privilegios seculares supuso, de
rebote, que abandonase su autoridad sobre pesos y medidas. La
Revolución, mientras todavía era monárquica, había invitado a la
Academia para que estudiase la posibilidad de establecer un sistema
métrico. La lista de nombres implicados en estos trabajos es un
auténtico hall of fame de la ciencia: Condorcet, Lavoisier,
Laplace, Borda, Legendre...Todos ellos formaron una Comisión sobre
Pesos y Medidas. En febrero de 1790, como ya hemos citado, la
Asamblea estudió la propuesta de Lalande en el sentido de que se
adoptasen los sistemas de pesos y medidas vigentes en París para
toda Francia. Era una buena propuesta para una nación como Francia,
crecientemente centralizada, pues estaba en fase de convertir un
conglomerado de naturales de Neustria, Angulema, Borgoña, Normandía,
Picardía, el Delfinado, Liguria, etc., en una apretada falange de
enfants de la Patrie. Sin embargo, como bien sabemos
(Napoleón, hermanos, no cayó del Cielo ni fue impuesto por los
reptilianos), el proyecto francés, en realidad, ambicionaba más.
Mucho más. Y es por eso que un mes después, Charles Maurice de
Talleyrand se presentó en la Asamblea con una propuesta más, por
decirlo mal y pronto, del mundo mundial. El antiguo obispo
reconvertido a diplomático se mostró decidido partidario de la idea
mayoritaria dentro de la Academia, cuyo mayor patrocinador era
Condorcet: dejemos atrás todas esas medidas nacidas de las pulsiones
históricas, las necesidades y las decisiones de unos pocos: reyes y
aristócratas; y creemos una medida basada en la Naturaleza, que es
el patrimonio de todos.
Talleyrand, siempre
iluminado por Condorcet, que fue el auténtico Vickie el Vikingo de
aquella movida, propuso algo más que dejó alucinados a los señores
asambleístas: que todas las medidas que se desarrollasen, de
longitud, peso, área, etc., estuviesen interconectadas en un solo
sistema de carácter universal. Esto es: una vez definida la unidad
de longitud, todas las demás derivarían de ella.
La propuesta hoy
nos parece lo natural; pero en ese momento tuvo la calidad de alguien
que hoy nos propusiese propulsar los bateaux mouche de París (que,
por cierto, se disfrutan mucho más en invierno, no sé si lo sabéis)
con impalas salvajes. De hecho, ni los científicos se ponían de
acuerdo sobre esa interrelación. Lavoisier y el cristalógrafo René
Just Haüy se pusieron a trabajar para definir el kilogramo, o el
grave como se llamaba entonces, como un decímetro cúbico de
agua de lluvia al punto fundente (o sea, cero grados Celsius; ni
frío, ni calor); pero, claro, a nadie se le escapa que sin metro no
hay decímetro, así pues tuvieron que dejar el curro en stand by
(sería en 1799 cuando Louis Lefèvre-Gineau definiese el gramo como
un centímetro cúbico de agua de lluvia a la temperatura de máxima
densidad, esto es 4 grados).
Talleyrand sacó
adelante la propuesta, y la Asamblea, además, añadió otra petición
de los académicos, en el sentido de que la división de las nuevas
medidas fuese decimal. La batalla entre lo decimal y lo sexagesimal
venía produciéndose en Europa desde el Renacimiento, cuando Simon
Stevin comenzó a usar la división por diez. Con posterioridad,
personalidades como el británico John Locke se habían ocupado de
cantar las ventajas de lo decimal. Lavoisier, en el momento de la
Revolución, era su mayor fan. Cuando la nueva república americana
decidió utilizar la división decimal para su moneda, los
partidarios crecieron todavía más.
Sin embargo, la
cosa no era nada fácil. En realidad, el partido de quienes decían
que la nueva división debería basarse en el número doce tampoco
estaba mal dotado. A los partidarios de esta solución les parecía
que para cualquier comerciante analfabeto, obtener mitades, cuartos y
tres cuartos de cualquier cosa le sería mucho más fácil trabajando
en base doce. El principal obstáculo del sistema doudecimal era sus
fricciones con la aritmética, que se pretendían solver mediante la
construcción de una aritmética doudecimal en la que los números
diez y once tuviesen dos nuevos símbolos de un solo dígito. Otros
expertos abogaban por un mundo de base 8, un número que permitía
dividir cualquier cosa física en mitades ad infinitum. Menos
partidarios tenían las base 2 o las basadas en algún número
primo, como el 11.
En medio de estas
discusiones que eran, por así decirlo, enmiendas a la totalidad, la
Academia tomó una decisión en el aspecto, con mucho, más batallón
del proyecto: los prefijos. Parece una chorrada, pero si te paras a
pensarlo te darás cuenta de que los prefijos del sistema decimal es
lo que más usas de él. Así pues, si lo más importante de una
medida para un científico es cuánto mide, lo más importante para
el 99% del resto del mundo es cómo se va a llamar. La solución
intuitiva es no cambiar los nombres. O sea: si los vinateros miden el
vino en pellizcos, pues se estandariza la medida del pellizco,
dejando el nombre. Pero esto repelía el espíritu ilustrado y
revolucionario, que verdaderamente quería construir un nuevo mundo.
Un mundo en el que los meses se llamarían fructidor y brumario,
mandando a tomar Fanta a los viejos dioses romanos; y que, con las
mismas, también pasaba de los viejos nombres de las medidas.
Fue en mayo de 1790
cuando el citoyen Auguste Savinien Leblond propuso, por
primera vez, el neologismo “metro” como medida básica de
longitud. Sin embargo, el personal asumió que las subdivisiones del
metro (como el perche, 1.000 metros, el estadio de 100 la
palma de 0,1 o el dedo de 0,01) mantendrían sus nombres. En un
informe de la Comisión de Pesos y Medidas que data de mayo de 1793
es donde se propone, por primera vez, utilizar los prefijos clásicos,
latín y griego, para subdividir las medidas: kilo, mili, etc.
Esto dio para
mucho, y espero que tenga yo tiempo y vosotros paciencia para
contarlo. Pero, con todo, la propuesta que más vibración de cuerdas
vocales consumió, con diferencia, fue la que justifica estas notas,
esto es, basar la unidad de medida en las dimensiones de la Tierra.
Talleyrand, en la propuesta a la Asamblea de la que hemos hablado
recién, había propuesto definir el metro como el recorrido durante
un segundo de un determinado péndulo. Sabido es que el movimiento
pendular venía alucinando a los científicos desde que Galileo
demostró que depende de su longitud. La propuesta de Talleyrand
había sido ya discutida 170 años antes por el holandés Isaac
Beeckman y el padre Martin Mersenne. Y veinte años antes, ya Turgot
le había encargado a Condorcet que estudiase la posibilidad de un
sistema basado en el péndulo.
Condorcet, que
seguía convencido de lo adecuado de la solución, propuso a
Talleyrand que el gobierno francés promocionase un auténtico
congreso científico internacional, en el que dos hombres de ciencia
de cada nación se juntasen para discutir el tema. El francés
contactó con sir John Riggs Miller, miembro del parlamento inglés
que también estaba intentando encauzar las aguas británicas,
siempre proclives a fluir a su bola, por la misma canalización. Esto
hizo a Talleyrand albergar la idea de una entente científica
franco-británica, con lo que demuestra que no conocía a los
ingleses como creía. En todo caso, de América llegaron mensajes de
que una rutilante nueva estrella de dicho firmamento, Thomas
Jefferson, se interesaba por el tema. Jefferson, secretario de
Estado, tenía la orden de su presidente, George Washington, de
abordar la reforma de los pesos y medidas americanos, y hacerlo
coordinadamente con los franceses. Condorcet, literalmente empalmado
desde un punto de vista cerebral (el otro no sabemos) anunció,
campanudo, que en un futuro muy cercano Francia, Inglaterra y los
Estados Unidos estarían usando el mismo sistema de pesos y medidas.
Como científico era la hostia, pero como adivino no valía ni lo que
se paga en las fruterías por el perejil.
El tema del péndulo
tenía un pequeño problemilla. Desde Galileo hasta Condorcet, los
científicos habían aprendido que el periodo de un péndulo dependía
también de dónde se lo situase en la Tierra (me suena que un tipo
llamado Foucault construyó un videojuego con esto). Así pues, era
necesario escoger un lugar para hacer el experimento. Científicamente
hablando, supongo que estaremos de acuerdo en que el lugar lógico a
escoger era el Ecuador; pero tenía el problema de quedar donde
Cristo perdió el carné de la Asociación Nacional del Rifle.
Condorcet pensó un poco, y acabó convenciendo a Talleyrand de que
lo lógico, a falta de pan, eran las tortas de escoger un punto a
medio camino entre el polo norte y el Ecuador, puesto que allí la
longitud del péndulo sería la media de las que se pueden medir en
la Tierra. Buscando a esa latitud un lugar al nivel del mar y con
pocas montañas cerca que pudiesen dar por saco, el científico (sólo
por casualidad) francés terminó por escoger la ciudad (sólo por
casualidad) francesa de Burdeos.
Ni qué decir que
una vez que esta propuesta traspasó la raya de la Patrie,
quedó claro que de evidente y consensuada, la elección de Burdeos
no tenía nada. Los ingleses no se cortaron un pelo, así pues Riggs
Miller dijo que la medida habría de hacerse en Londres. Jefferson
propuso el paralelo 38, que es la latitud mediana de los EEUU, y que
sólo por casualidad caía en Monticello, o sea en su Estado. Y no
pocos franceses, incluso, abogaron por París. Finalmente, la ley
aprobada por la Asamblea el 8 de mayo de 1790 tuvo que decir que la
medición se haría “a 45 grados, o cualquier otra latitud que
pueda llegar a preferirse”, además de formar la Comisión de Pesos
y Medidas. Ya se sabe que cuando un problema es batallón, se forma
una Comisión.
La Comisión tardó
un año en discutir todos estos temas y presentó sus conclusiones ya
el 19 de marzo de 1791. Finalmente, su sentencia era abandonar la
estrategia pendular, que quedaría sustituida por la ya citada de la
diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y el
Ecuador, tal y como se establecería mediante las triangulaciones que
se llevarían a cabo.
Esta decisión es,
por contarlo básicamente, una victoria de Borda sobre Condorcet. El
científico y marino argumentó, en este sentido, que la solución de
Condorcet no le convencía porque al fin y al cabo haría depender
una medida: el metro, de otra: el segundo. En un eventual cambio de
las medidas de tiempo, pues, el metro colapsaría. Debe recordarse,
además, que en ese mismo momento la propia Academia estaba
discutiendo si la división del tiempo del día, heredada de los muy
sexagesimales babilonios, no debería ser cambiada. Lo lógico,
seguía Borda, era definir la longitud con longitud, y además con
una longitud, la de la Tierra, que cabía esperar que no cambiase.
Todo, por lo mencionar que era racional estimar que la
diezmillonésima parte que se buscaba daría una longitud
razonablemente cercana al aune parisino; una medida, pues, a la
que mucha gente estaba habituada.
La selección del
meridiano a medir también fue compleja. Borda quería que el arco
seleccionado atravesase, cuando menos, un punto con 10 grados de
latitud, para que así la extrapolación de todo el arco fuese más
precisa. También debería incluir el paralelo 45, esto es la
distancia media entre el Polo y el Ecuador, reduciendo los problemas
causados por la excentricidad del volumen de la Tierra. Los dos
puntos finales a medir debían de estar situados al nivel del mar. Y,
por último, el trayecto elegido debería atravesar una zona ya bien
conocida. Tal vez sólo por casualidad, este conjunto de científicos
franceses concluyeron que la única línea que cumplía en
todo el mundo estas características estaba en
Francia: la que iba
desde Dunquerque hasta Barcelona, pasando por París. Decisión que,
por cierto, dio al traste con toda la colaboración internacional que
había surgido con el proyecto del péndulo. La Royal Society en
Londres se puso como el puma de Baracoa y acusó a la Academia de
hacer pasar una medida francesa
por universal.
Jefferson también perdió la pasión por el sistema métrico, como
bien saben todos sus compatriotas que todavía miden a los jugadores
de la NBA en pies.
En
la misma zona se contaba, eso es cierto, con algunas experiencias
previas. Jean François Fernel, en tiempos de Enrique II, había
medido la distancia entre París y Amiens por el simple método de desarrollar un contador mecánico que anotaba todas las
vueltas que daba una de las ruedas de su carro (medición que, por
cierto, fue razonablemente precisa). Sin embargo, desde que en 1617
Willebrord Snell, conocido por algunos como el Eratóstenes holandés,
introdujo la triangulación, los científicos abrazaron este método.
Sin embargo, la triangulación presentaba el problema de conocer con
precisión las excentricidades de la Tierra que, como se sabe, no es
redonda, redonda del todo.
De
hecho, la Academia llevaba ya años preocupada por este tema, y había
enviado una expedición al Perú para comprobar la excentricidad del
Ecuador, así como otras para medir la curvatura de la Tierra en la
cercanía del Polo. En 1740, una expedición de Cassini (la tercera)
midió el meridiano entre Dunquerque y Perpiñán.
Siendo
la línea a medir una línea “de casa”, los optimistas y por
supuesto imparciales savants
franceses aseveraron al gobierno revolucionario que la medición
necesaria tomaría todo lo más un año. Y es por eso por lo que,
cuando en el final del invierno de 1793 quedase claro que Delambre y
Méchain estaban lejos de cumplir con su cometido, anduviesen un poco
mosqueados. Bueno, por eso y porque el entusiasmo generado había
supuesto una provisión para el proyecto de 300.000 libras, esto es
tres veces el presupuesto anual de toda la Academia.
Así
estaban las cosas cuando en marzo de 1793 Delambre, quien ya había
aprendido suficiente en su primer viaje sobre las barricadas y
poderes locales y, por lo tanto, había asumido que no daría un paso
sin el nihil obstat
oficial, solicitó
permiso para salir de París.
Otros expertos abogaban por un mundo de base 8, un número que permitía dividir cualquier cosa física en mitades ad infinitum. Menos partidarios tenían las base 2 o las basadas en algún número primo, como el 11.
ResponderBorrarHay un pueblo en América, el yuki, que cuenta en base 8, usando los huecos entre los dedos. De todas maneras, menos mal que allí nadie representaba a los hablantes de oksapmin (no sé si esta lengua tendrá otro nombre en español):
http://humanswhoreadgrammars.tumblr.com/post/87287241041/indielinguist-counting-in-oksapmin-1-tipun
Sin embargo, el personal asumió que las subdivisiones del metro
Se entiende perfectamente, pero querrás decir los múltiplos y submúltiplos. Porque el centímetro respecto al metro es una división, para que fuera subdivisión tendría que venir de otra división previa. Es el caso, como dice el nombre, del (minuto) segundo, división del minuto (primero), división a su vez de la hora.
Que por cierto, habló bien Borda. Era más fácil determinar el metro, sin duda, para la tecnología de la época.