Tras resolver el conflicto de la Valtelina, Richelieu hubo de enfrentarse a una fuerte conspiración interior y exterior, que terminó resolviendo con el ejemplarizante castigo del marqués de Chalais. A continuación, hemos pasado a contarte el que tal vez es el hecho más importante del mandato de Richelieu, esto es el sitio de La Rochelle. Luego la cosa se pondrá de nuevo mal en Italia, y se producirá el desagradable, pero ejemplarizante, affaire Montmorency-Bouteville. Luego las cosas se emputecen de nuevo en Italia, pero Superqueso Richelieu se las arregla para enderezarlas.
En efecto, durante
aquel mes de noviembre, como hemos dicho, todos los actores del drama
en que se había convertido la Corte del Louvre se encontraban en
París. Juntos, pero no revueltos. La reina madre habitaba el hôtel
du Luxembourg. Ni siquiera el rey estaba en el Louvre, ya que el
palacio estaba en obras. En aquel momento, dormía en el llamado
hôtel des Ambassadeurs, en la rue de Tournon. Richelieu, por su
parte, vivía en su propiedad de la rue de Vaurigard.
Cada mañana,
puntualmente, Luis XIII tomaba camino de la residencia de su madre, a
la que visitaba religiosamente. La reina madre, por su parte, había
dado instrucciones bien precisas de que, en aquellos encuentros,
jamás se franquease el paso al primer ministro, caso de que se le
ocurriese presentarse acompañando al monarca. Sin embargo, en la
mañana del 10 de noviembre, Richelieu decidió presentarse en el
hotel de Luxemburgo. Se encontró las puertas cerradas, pero para
entonces el cardenal ya no daba hilo sin puntada, lo cual quiere
decir que se había hecho informar puntualmente sobre la planta del
edificio. Entró, pues, en la capilla del edificio, abierta a la
calle, y de ahí accedió a un oscuro pasillo que, como él sabía
bien, daba acceso al gabinete de la reina. Tal y como esperaba, o tal
vez como ya le habían informado criados de la casa convenientemente
recompensados, la puerta del pasillo no estaba condenada, porque no
se utilizaba nunca.
«Como sabía bien
que sus Majestades estarían hablando de mí, he decidido venir para
poder justificar mis actos»; tal fue la presentación de Richelieu,
y es una presentación moderna pues, por mucho que ahora nos parezca
poderoso el papel de un primer ministro, debemos entender que lo
normal en aquellos protoestados, casi tardomedievales, que eran las
naciones europeas de principios del XVII, un primer ministro apenas
tenía derecho de audiencia para defenderse de la auditoría de los
miembros de la Familia Real.
Sólo si entendemos
el enorme gesto de modernidad que está implícito en el acto
de Richelieu, modernidad que por lo tanto no podía sino sacar de sus
casillas a los partidarios de lo antiguo, podremos entender el
verdadero ataque de furor con el que María de Medicis reaccionó a
la entrada del cardenal en su gabinete. Le dijo de todo. Le dijo,
para empezar, que él se lo debía todo a ella, lo cual era sólo en
parte verdad. Pero, sobre todo, lo acusó de corrupto y traidor. Le
dijo (delante del rey) que años atrás ella le había entregado un
millón de libras en oro del que nunca más supo; insinuó que ése y
otros recursos los acumulaba Richelieu para destronar a su hijo,
casar a su sobrina con el duque de Orléans y acto seguido proclamar
que el rey Luis era bastardo. Y tal. Terminó, por supuesto, con un
ultimátum: mirando al rey a los ojos, le informó de que ella no
volvería a participar en ningún consejo de gobierno mientras
Richelieu estuviese presente.
Durante toda esta
escena, la única que habló fue la vieja. Richelieu era consciente
de que su papel, por así decirlo, se había cumplido con el gesto de
presentarse inopinadamente; y, en el lo que atañe al rey, si hemos
de creer a los testimonios que nos han quedado fue testigo del
estallido de su madre mudo, pálido y con los labios apretados. Tal
vez ésta fue la pista que recibió el cardenal de que las cosas no
iban como él había pensado. Habiendo provisto a Luis con el capazo
de victorias militares y diplomáticas con que contaba, es bastante
lógico pensar que Richelieu había esperado que el rey fuese quien,
por su propia iniciativa, hubiese callado a su madre, colocando las
cosas en su sitio. Pero ya hemos dicho que aquellas naciones no eran
estas naciones, y entonces había muchas cosas que hoy damos por
ciertas (por ejemplo, que un rey no puede ponerse chulo con su primer
ministro; en puridad, en los tiempos presentes los reyes leen en
público los discursos que sus primeros ministros les redactan) que
no lo eran tanto. El silencio de Luis XIII, probablemente, le dijo
muchas cosas Richelieu, pocas buenas. Y fue por eso, probablemente,
por lo que se echó a los pies de la reina, dejando resbalar por su
mejillas lágrimas estratégicas, jurándole que él jamás había
albergado la menor idea de hacerle daño.
La reina madre, sin
embargo, no se sintió ni ablandada ni cohibida por esta actitud, y
siguió con sus gritos y sus reproches. Luis XIII, por su parte, se
limitó a esperar a que la senilidad de su madre acabase por
agotarla. Cuando la fuerza de los reproches cedió, se levantó de su
escabel y, fríamente, ordenó a su primer ministro que abandonase la
sala; y, acto seguido, informó a su madre, con la misma frialdad, de
que esa mañana abandonaría París camino de Versalles.
Ambos protagonistas
de la escena, María de Medicis y el cardenal Richelieu, sacaron
exactamente la misma conclusión de aquel broche final: el primer
ministro había caído en desgracia. De hecho, la reina madre estaba
tan segura de que el gesto de Luis era un aval a sus airados
remoquetes que esa misma mañana estuvo comentando con los suyos que
a Marillac le quedaban dos telediarios para ser primer ministro.
Incluso coqueteó con la idea de la expulsión de París de toda la
larga caterva de parientes y clientes de Richelieu. Mientras todo el
mundo en el París de mando se hacía lenguas con la nueva etapa de
gobierno que llegaba a Francia, Richelieu apremiaba a sus criados
para que terminasen de cerrar las decenas de baúles de su equipaje,
pues pretendía salir para Le Havre en el más corto espacio de
tiempo posible; el destino nos lo dice todo: pensaba tomar un barco,
quién sabe con qué destino.
Así estaba el tema
cuando un mensajero real aparcó su ciclomotor frente a la puerta de
la calle Vaurigard y, entrando en la mansión, le entregó un mensaje
del rey en el que éste lo reclamaba urgentemente en Versalles.
En realidad, el
gesto responde muy bien a la siquis del rey, y que María de Medicis
no se diese cuenta nos da la medida de lo realmente distantes que
eran entonces las relaciones entre madres e hijos en las familias
coronadas. El rey, como persona insegura que era, rehuía el
enfrentamiento frontal, máxime con una persona como su madre, que en
cualquier día de su vida mostraba más acometividad que Lola Flores
después de haberse tomado diez Red Bull. Pero también entendió, en
medio de esa discusión, como probablemente Richelieu había
calculado que entendería, que no podía renunciar al hombre que
había doblado el brazo de los protestantes de La Rochelle y que
había logrado cláusulas tan cojonudas como las obrantes en el
tratado de Ratisbona. En esto, sí, fue un rey moderno, en el
sentido que nosotros entendemos el término «modernidad». Se dio
cuenta de que entre el buen gobierno (o, cuando menos, el gobierno
efectivo) y la llamada de la sangre, había llegado el momento de
dejar la sangre aparte. Bien es cierto, aunque él no lo podía
saber, que con ese gesto Luis XIII clavó el primer clavo del primer
escalón de la escalera del cadalso que algún día habría de subir
Luis XVI. Pero hay algo de verdad es la historiografía marxista
cuando dice que la Historia son corrientes que llevan a a los hombres
hacia alguna parte, quieran ellos o no. Si Luis XIII no hubiese
optado por su primer ministro (y nótese que no escribimos valido,
pues Richelieu, en puridad, no lo era) otro rey habría acabado por
hacerlo, en Francia o en otra esquina de Europa, haciendo avanzar el
reloj de los tiempos.
Contra lo que había
vaticinado María de Medicis, el primer consejo de ministros que se
celebró tras aquella discusión no nombró primer ministro a
Marillac, sino que le retiró sus privilegios y decretó su exilio.
También fue arrestado su hermano, el mariscal de Marillac, en
puridad mucho más peligroso, puesto que tenía mando en tropa, esto
es capacidad de oponerse a las nuevas medidas con algo más que
palabras (de hecho, el mariscal acabó juzgado, en una parodia de
juicio con unas acusaciones que no se sostenían de forma alguna, y
aun así sería ejecutado el 10 de mayo de 1632). Para la Medicis,
estas noticias fueron tan chocantes que la sumieron en una especie de
coma etílico sin alcohol, en el que era incapaz de hilar dos frases
coherentes seguidas y se mostraba incapaz de reaccionar. No es para
menos, pues el destino quiso que de las miles y miles de personas que
conformaron, durante un periodo de tiempo de aproximadamente dos
siglos de cambio, las casas reales que estaban llamadas a perder su
poder omnímodo en manos de nobles menores y burgueses acomodados
elevados a la categoría de administradores de lo común; de todas
estas personas, digo, la primera que hubo de sentir sobre sus hombros
el peso de este nuevo yunque, que habría de pesar todavía mucho más
sobre los reyes cuando algunos hombres acabasen por desarrollar la
idea de la soberanía popular, tuvo que ser esta vieja insoportable,
acostumbrada a los viejos usos de la monarquía; tal vez, la persona
peor preparada en toda Europa para recibir un shock de estas
calidad y magnitud.
Eso sí: es
evidente que se recuperó pronto. María de Medicis, cornucopia del
pasado sin ella saberlo, no podía quedarse quieta ante lo ocurrido,
y por eso, nada más recuperó el habla y la capacidad de retener la
orina a voluntad, comenzó una acción de acoso y derribo de su hijo
Luis. La actitud y los escándalos eran públicos y notorios, y es
por esto que el rey no aguantó mucho tiempo, y acabó decretando la
residencia obligatoria de su madre en Compiègne, con expresa
prohibición de pisar París sin autorización previa. Gaston de
Orléans, que compartió la suerte de su madre, comenzó, una vez
fuera de París, una política de remisión de cartas y libelos
injuriosos contra el cardenal. María de Medicis, por otra parte,
contrató a un libelista que un día había sido empleado de
Richelieu: Mathieu de Morgues. Lo que siguió fue una guerra de
opinión pública en toda regla, con los medicistas inundando la
capital de libelos que el gobierno contestaba a través del Mercure
de France.
El 10 de julio de
1631, sin embargo, Luis XIII tuvo la sensación de que ya era
suficiente. El rey hizo saber a su madre que debía cambiar de
actitud. La reina madre reaccionó alejándose todavía más de
París, hacia la frontera, probablemente albergando la ilusión de
encontrar nobles levantiscos que la ayudasen a levantar tropas.
Decide irse a vivir a una pequeña ciudad llamada La Capelle, pero la
tarde que llega a la villa, se encuentra sus puertas cerradas.
Entonces decide pasar a los Países Bajos, la última etapa de su
tumultuosa vida.
No contento con el
exilio efectivo de la reina madre y la desgracia del mariscal de
Marillac, Richelieu aun dio un paso más para el acojone de sus
enemigos.
Henri de
Montmorency, personaje que ya ha aparecido levemente en estas notas,
era el gobernador de Languedoc. No tenía enfrentamientos con
Richelieu, hasta el punto de que éste en sus horas bajas llegase a
pensar en pedirle refugio; pero, sin embargo, también es cierto que,
al estar casado con María Felicia de los Ursinos, estaba lejanamente
emparentado con la reina madre. Tras todos los sucesos ocurridos, y
muy influido por su mujer, Montmorency se pasó claramente al bando
de María de Medicis y Gastón de Orléans. En un movimiento muy poco
calculado, levantó al Languedoc, formó una leva, y con sus tropas
fue al encuentro de Gastón. El 1 de septiembre de 1632, se produjo
una batalla en Castelnaurady, en el que las tropas reales, muy
superiores, le dieron a los alzados hasta en el cielo de la boca;
Montmorency fue capturado, gravemente herido. El 30 de aquel mes,
apenas curado de sus heridas, fue ejecutado. Hasta el último noble
de Francia intercedió por él, pero Luis XIII cerró todas las bocas
con una frase histórica: Je ne serais pais roi si j'avais les
sentiments des particuliers. Si yo tuviese los sentimientos de la
gente normal, no sería rey.
Con el último
suspiro de del duque de Montmorency desapareció para siempre de
Francia la nobleza como contrapoder efectivo de la monarquía. La
obra del cardenal de Richelieu se había completado.
Gran entrada ésta. de las mejores que le he leído. La narración de la bronca, magnifica. También impresionante la frase de Luis XIII.
ResponderBorrarUna cosa:
no entiendo que le cuesta a Luis XIII aislar completamente a su madre hasta que deje de joder y luego si se porta bien pues darle más libertad pero sin que pueda escapar. Joder, yo la metería en una maldita torre. Supongo que son cuestiones sentimentales. Al fin y al cabo hasta los reyes comparten algunos sentimientos con la plebe.
Saludos del Kaiser.