Tras resolver el conflicto de la Valtelina, Richelieu hubo de enfrentarse a una fuerte conspiración interior y exterior, que terminó resolviendo con el ejemplarizante castigo del marqués de Chalais. A continuación, hemos pasado a contarte el que tal vez es el hecho más importante del mandato de Richelieu, esto es el sitio de La Rochelle. Luego la cosa se pondrá de nuevo mal en Italia, y se producirá el desagradable, pero ejemplarizante, affaire Montmorency-Bouteville.
Como corresponde a
una Europa tan convulsa y en proceso de mutación hacia el complejo
sistema de poderes en que se acabaría por convertir, la situación
política no podía seguir estable por mucho tiempo. El problema era,
cómo no, la Italia del Norte. El área del Milanesado y la Valtelina
puede ser considerada como el Vietnam del siglo XVII, esto es el
teatro en el que todas las potencias obrantes en el horizonte
geopolítico habían decidido medir la longitud de sus penes. Para
Francia, ya lo hemos dicho, el conflicto tenía, además, un elemento
estratégico, por cuando el control del norte de Italia le venía a
garantizar una movilidad bélica sin la cual no podía soñar con
hacerle sombra a España y al Imperio. Pero, claro, esto sus enemigos
también lo sabían.
El modo que estos
dos aliados católicos utilizan para poner las cartas sobre la mesa
es un clásico de la Historia de la geopolítica: hacer como si los
tratados los hubiera firmado un espontáneo desconocido. En efecto,
Viena y Madrid hicieron como si el tratado de Susa no existiese y,
consecuentemente, enviaron tropas (para ser más concreto, Fernando
II las envió) para ocupar las posiciones de los grisones. Asimismo,
España hizo mandar a Spínola, su Schwartzenegger particular, a
Milán. El general Colalto, al mando de más tropas imperiales, se
hizo con Mantua.
El 23 de marzo,
Richelieu, una vez más cambiada la púrpura cardenalicia por la
armadura del generalato, cruza de nuevo los Alpes y toma Pignerol,
una población estratégica para el paso entre Francia e Italia. La
toma de Pignerol no la esperaba nadie; yo diría que ni siguiera el
propio Richelieu creía en ella. Lo que está detrás de esta
victoria de importante calidad estratégica es, tal y como yo lo
creo, el hecho de que el haber resuelto el problema religioso (más o
menos) en el interior de Francia le otorgó a este país un plus de
acometividad con el que los españoles no contaban. Exactamente igual
que les ocurriría a los europeos que se las tuvieron que ver con
Napoleón y sus generales, en un principio esperaban una Francia más
feble, por desunida; pero, sin embargo, ya para entonces la capacidad
de golpeo en tierra de los galos había cambiado mucho, ganando en
calidad y capacidad de respuesta. Madrid, nada más conocer la
noticia de Pignerol, esto es que Richelieu había abierto un grifo
por el cual podía manar infantería en Italia a raudales, comenzó a
hablar de paz. Pues lo que se hablan de paz, exactamente igual que
los que hablan de acuerdo y diálogo, sin siempre los que menos
interesados están en ello.
Para España,
además, fue un golpe nada positivo el hecho de que el propio Papa
encontrase que la vía lógica era la negociación, y enviase a
alguien de su sangre, Antonio Barberini, a las negociación.
Barberini, por cierto, acudió a las negociaciones acompañado de un
becario que llegaría aprender mucho en aquel tipo de embroques y
convertirse en un político de primera fila: Giulio Mazarini o, si lo
preferís, Julio Mazarino.
El Papa, claramente
del lado de los españoles (evidentemente, no podía perdonarle al
muy religioso rey francés que no se hubiese pasado por la pómez a
todos sus protestantes) intentó algo que a los inquilinos de
Castelgandolfo siempre se les ha dado de coña, esto sacar de lo
peor, mejor. Esto quiere decir que desde el Vaticano se abrió la
idea de un pacto por el cual las dos partes litigantes en los pasos
alpinos, esto es Francia y Austria, se garantizasen mutuamente el
paso. Lo cierto es que esta propuesta tal vez la hubiese firmado
Froilán de Borbón, teniendo en cuenta la afición que muestra por
dispararse en el pie; pero no Richelieu, quien sabía que,
controlando Susa y Pignerol, un acuerdo como ése venía a significar
que él, que se había ligado a Heidi Klum y Adriana Lima, le cedía
una de las dos al emperador, quien había demostrado no ser capaz de
conseguir un polvo ni pagando.
A todo esto hay que
unir que todo el poderío francés, como cualquier poderío
medianamente serio, no era gratis. Las finanzas francesas estaban,
como dicen allí, sur la paille. Armando sabía, pues, que
tenía que llegar a algún tipo de acuerdo. Lo que resolvió fue
hacerse fuerte antes de que dicho pacto llegase a producirse. De esta
forma, y observando la descarada (y tradicional) doblez mostrada por
Saboya en todo el merdé, resolvió okuparla.
El 10 de mayo, el
rey Luis XIII se reunió con su primer ministro y generalísimo a las
riberas del frío Ysère, en Grenoble, donde hoy aceleran partículas;
dejando tras de sí en Lyon a la reina María y a todo el partido
anticardenal, para entonces alimentado y casi dirigido por Michel de
Marillac, que ocupaba en la Corte el puesto de garde de Sceaux.
Contra
el criterio y para mosqueo de esta Corte reaccionaria, decidida
partidaria de la paz, el Consejo de Guerra, o sea digamos el Estado
Mayor francés, votó unánimemente la continuidad de las
hostilidades, así como la invasión de Saboya. Contra las protestas
de propios y extraños, el rey francés, surfeando sobre la ola de la
Historia que cada vez conspiraba más para que Saboya perdiese su
independencia real, tomó aquel reino casi sin problemas para, acto
seguido, volver grupas, con su ejército, hacia los Alpes.
En
Lyon se montó la mundial. Ya se conocen bien los argumentos: que si
un movimiento tan arriesgado va a terminar con Francia. Que la si la
casta ha actuado en su propio beneficio. Que si el cardenal éste
tiene mesmerizado al rey, y bla. Tanto Luis como su primer ministro
han de volver cagando melodías a Lyon y reunir el Consejo de
Ministros. Marillac se pone de canto, con su habitual estilo entre
rudo y maleducado; Richelieu no dice ni jota; en realidad, tiene
preparada una prueba más de su poder pues, cuando todos esperan que
deba ser él quien se levante para defenderse, quien lo hace es el
propio rey, quien, de una manera más o menos elegante, viene a decir
que él va a cruzar los Alpes por sus santos cojones. Porque, ojo con
la bomba, lo que quiere es recuperar Casal, el lugar donde se
encontraba sitiado el duque de Mantua; en otras palabras, mandar a
tomar por saco cualquier adarme de poder no francés en la Valtelina.
Las
cosas, sin embargo, no fueron así. El 22 de septiembre de aquel
1630, el rey cae presa de unas fiebres disentéricas que, a finales
de mes, provocan que en la Corte se le de por perdido. Sin embargo,
el día 30 de septiembre el estallido de un abceso intestinal elimina
la fiebre y provoca una recuperación que en ese momento se tuvo por
milagrosa. Sin embargo, antes de que se produjese esta recuperación,
lo cierto es que a Richelieu, como vulgarmente se dice, no le llegaba
la camisa al cuerpo, y de hecho estuvo, más que probablemente,
pensando en dos alternativas para salvar su cuello: refugiarse en su
territorio de Avignon, o refugiarse en el Languedoc, aprovechando la
ayuda de su amigo el duque de Montmorency.
A
pesar de todos estos problemas, la campaña italiana se hizo, sin el
rey y sin Richelieu, quien hubo de permanecer en la Corte para tratar
de controlar el fortísimo partido contrario a él, y que para
entonces hacía que no pudiese ir a lugar alguno sin la compañía
del señor de Tréville (jefe de los mosqueteros) y como treinta
guardias personales. Faltos de la acometividad que habrían tenido de
estar el rey con ellos, los franceses hubieron, sin embargo, de
aceptar una tregua general, la tregua de Rivalta, en buena medida
muñida por Mazarino. No obstante, los acuerdos finales, esto es los
pactos de Ratisbona y Cherasco, a los que hay que añadir un codicilo
secreto firmado en Turín el 6 de julio de 1632, concluyeron con una
victoria más que aseada de los planteamientos franceses: la posesión
de Mantua y del Montferrat le era garantizada al duque de Nevers,
mientras que Francia como tal recibía tanto Pignerol como el valle
de Perusia.
A
finales de noviembre de aquel año de 1630, toda la Corte estaba de
nuevo reunida en París. La reina, derrotada en su política
procatólica; el rey, todavía débil. Y Richelieu en medio, mirando
debajo de la cama cada noche. Cada noche.
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