Recuerda que ya te hemos contado:
La extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.
Las opiniones no demasiado buenas que los ingleses se llevaron en su primer contacto con La Coruña.
Los miedos de sir John Moore de que en España estallase la burbuja.
Los cambios de planes de los ingleses, después de que un cartero vallisoletano se cargase a un francés pollas.
Los cerca de cien kilómetros que tuvieron que atravesar las tropas inglesas para superar el puerto de Pedrafita fueron, a decir de quienes los recorrieron y conservaron fuerzas para escribir sobre ello, el peor de los tramos de aquella expedición casi maldita. Según dejó escrito un oficial, el capitán Gordon, «todos los problemas que habían ocurrido en algún momento anterior serían considerados como la perfecta disciplina comparados con la retirada desde Villafranca del Bierzo, que más parecía la huida de una chusma que el movimiento de una tropa organizada. Cualquier comparación entre las tropas inglesas en ese momento y cualquiera de las unidades españolas del marqués de la Romana no le habría hecho ningún favor a éstas últimas».
La extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.
Las opiniones no demasiado buenas que los ingleses se llevaron en su primer contacto con La Coruña.
Los miedos de sir John Moore de que en España estallase la burbuja.
Los cambios de planes de los ingleses, después de que un cartero vallisoletano se cargase a un francés pollas.
El momento en el que Napoleón se puso en la boca el cuchillo de capar.
El pedazo resacón que se pillaron los ingleses en el Bierzo.
Los cerca de cien kilómetros que tuvieron que atravesar las tropas inglesas para superar el puerto de Pedrafita fueron, a decir de quienes los recorrieron y conservaron fuerzas para escribir sobre ello, el peor de los tramos de aquella expedición casi maldita. Según dejó escrito un oficial, el capitán Gordon, «todos los problemas que habían ocurrido en algún momento anterior serían considerados como la perfecta disciplina comparados con la retirada desde Villafranca del Bierzo, que más parecía la huida de una chusma que el movimiento de una tropa organizada. Cualquier comparación entre las tropas inglesas en ese momento y cualquiera de las unidades españolas del marqués de la Romana no le habría hecho ningún favor a éstas últimas».
Realizando
ese mismo trabajoso camino a pie que hoy hacen muchos animosos
peregrinos camino de Compostela, pero sin las comodidades y la
carretera de que éstos disfrutan, la desordenada y silenciosa tropa
inglesa, que hacía muchos días que había dejado de cantar, perdía
en los campos a sus miembros. Borrachos, hombres agotados, pálidos y
delgados hombres enfermos ya de días atrás, caían desmayados sobre
los helechos nevados, sin que alguien tentase siquiera intentar
levantarlos. Las tropas de retaguardia, muy habitualmente, se
encontraban en la vera del camino a soldados que se habían detenido,
tal vez pensando en un simple take a rest, y habían muerto
allí, mientras, silenciosa, la mano helada de la muerte invernal les
había apretado el corazón hasta exprimirlo. Un soldado
superviviente de aquella marcha mortal recordó luego, en sus
escritos, que la carretera was a line of bloody foot marks;
esto es, que la sangre de quienes habían pisado antes, con sus pies
semidesnudos y tapizados de heridas, era la que guiaba las pasos sobre la nieve de los
que venían detrás.
Aquella
tropa inglesa había alcanzado ese punto del sufrimiento en el que el
ser humano ya no se permite los sentimientos. Los camaradas veían a
sus amigos caer al suelo y morir lentamente sin por ello sentir el
impulso de ayudarlos. Los hombres marchaban reducidos a la condición
de simples seres vivos caminando hacia algún tipo de supervivencia.
Quien fallaba, quien caía era, simplemente, alguien que no lo había
conseguido. Ya no tenía nombre, ni historia, ni recuerdos
compartidos. En esas situaciones, muere quien ha de morir, y el resto
lo acepta. Un oficial vio una vez a una mujer doblarse hacia adelante
y caer, agotada, sobre un arroyo helado; los hombres que llegaron
detrás, sin una palabra, la usaron para no mojarse los pies.
Porque
ahora, ante la indiferencia de los soldados, también morían las
mujeres. Aquéllas que estaban en la expedición siguiendo a sus
maridos, tal vez los habían perdido antes. Y las putas, la verdad,
hace tiempo que los soldados no las necesitaban. La mayoría de
ellas, además, estaba tan borracha como la tropa, tan enferma, débil
y desesperada. Tres de esas mujeres encontraron una casa en la
montaña en la que se refugiaron. Allí las encontraron unos dragones
franceses, algunos días después. Las violaron repetidamente,
mientras las golpeaban, y luego las dejaron allí, para morir.
No hay
en las laderas de Pedrafita, que yo sepa, ni una sola estela o
lápida que recuerde a los hombres, y mujeres, que murieron de sed,
de hambre, de frío, de miedo, desangrados, por ayudar en la defensa de España.
También
es cierto que, como dice la canción, las chicas son guerreras y, en
realidad, mucho más fuertes y resistentes al dolor que nosotros los
hombres. Un fusilero llamado Harris quedó impresionado por una mujer
irlandesa, bajita y ancha, que había seguido a su marido a aquella
aventura y marchaba con él por la montaña. Estaba embarazada, y
subiendo la montaña del Cebreiro notó las contracciones. Sin una
palabra, se paró y dejó que la formación la dejase atrás. Harris
pensó que no volvería a verla pero, poco tiempo después, la mujer,
a paso rápido, recuperó la altura de su regimiento, con un bebé en
los brazos. Otro integrante de la expedición, un cirujano llamado
Griffiths, encontró a una mujer tirada en el suelo, muerta, mientras
su hijo trataba de mamar de su seno.
Una
buena demostración de lo simple que se había hecho la vida en
aquellas condiciones es que los carros del Paymaster, esto es los que
llevaban en monedas las futuras soldadas que habrían de pagarse,
fueron abandonados cuando los bueyes que tiraban de ellos no pudieron
más. Un soldado fue encomendado de vigilar los carros, pero a cada
oficial que pasaba le pedía ser relevado de su misión, porque, por
mucho de que se le hubiesen confiado 25.000 libras, quedarse allí
era una muerte segura.
Cuando
la tropa todavía estaba atravesando aquel puerto de montaña
infernal, los franceses tomaron ya contacto con la retaguardia, y
comenzaron los enfrentamientos con la misma. En estas condiciones, el
Paymaster contactó con el general Paget para confesarle que todo el
tesoro de la tropa se había quedado atrás, sin que los bueyes
pudiesen con él. Paget tuvo un violento acceso de cólera, en el que
no le faltaba razón: un Paymaster tenía que saber bien que su
obligación era siempre viajar con un día de adelanto sobre la
tropa; así pues, amenazó con ahorcar al oficial encargado de la
paga. Finalmente, lo envió con la orden de mover los carros fuese
como fuese, y lo hizo acompañar de un teniente llamado Bennet, al
que dio las instrucciones de que si los franceses llegaban tirase las
monedas por la ladera de la montaña y disparase a todo aquél que se
descolgase para recogerlas. Bennet tuvo que cumplir esa orden, y las
monedas bajaron montaña abajo. Eso sí, las monedas que habían
caído en el propio camino sí que eran presa fácil; tan fácil que,
para cuando los franceses llegaron sable en mano, se encontraron a
muchos soldados ingleses que, en lugar de luchar con ellos, estaban
metiéndose dinero en los bolsillos, sin caer en la cuenta de que de
poco les serviría si les abrían la cabeza de un tajo. Incluso, en
medio del enfrentamiento, hubo soldados que, finalmente, decidieron
descolgarse por el barranco, en busca de la pasta que les esperaba
allí abajo (muy abajo).
A todos
los sufrimientos de aquella tropa se unía, en no pocos casos, la
incomprensión hacia lo que estaba pasando. En efecto, si hemos de
creer los testimonios disponibles, entre aquellos soldados había
muchos que no lograban entender el porqué de aquella retirada. En
puridad, los ingleses no habían perdido batalla alguna desde que
salieron de Portugal.
El día
6 de enero, Moore recibió un mensaje de su primer ingeniero, el
coronel Fletcher. El comandante de las fuerzas inglesas llevaba días
discutiendo consigo mismo y con su entorno la mejor elección de un
puerto para embarcar sus tropas. Consideraba la posibilidad de elegir
Vigo, Ferrol o La Coruña. No le gustaba Vigo, porque consideraba que
el emplazamiento y las condiciones de la ciudad no permitían
defender bien la operación de embarque. Por su parte, la Marina
británica no tenía en mucha estima el puerto coruñés.
Por eso
había enviado a Fletcher en una expedición en la que había
visitado Vigo, La Coruña, Ferrol y Betanzos (esta última villa, la
verdad, se me escapa por qué; supongo que, siendo un experto
ingeniero, al coronel Fletcher no se le escaparía el detalle de que
Betanzos no tiene puerto de mar, ni de río, ni de una hostia). El 5
de enero contactó con el Estado Mayor de Moore. Fue ese informe de
Fletcher el que recomendó el puerto de La Coruña. El que llevó a
Moore hacia la muerte en Elviña.
Las
divisiones de vanguardia tenían la instrucción de virar hacia Vigo
al llegar a Lugo, razón por la cual George Napier fue enviado a uña
de caballo para comunicarles las nuevas órdenes de ir hacia la
ciudad donde nadie es fontanero. La primera unidad que encontró fue
la de sir David Baird en Los Nogales. Napier tuvo que levantarlo de
la cama, lo cual hizo que la cosa no empezase bien. Conforme iba
leyendo las nuevas órdenes, Baird se iba poniendo cada vez de peor
hostia. Baird siempre fue favorable a salir de España por Vigo (y no
pudo ser porque le gustase el aguardiente; porque todo el mundo sabe
que se toma mejor aguardiente en La Coruña, de fijo). Tras terminar
la lectura, le preguntó fríamente a Napier si iba a trasladar estas
órdenes a Hope y Fraser. Napier, un tanto acojonado, le informó de
que no tenía órdenes de hacerlo; pero que si él, Baird, no
disponía de ningún oficial que pudiese hacer el mandado, no tendría
ningún problema en asumirlo.
A pesar
de los obvios intentos de Napier por ser diplomático, la respuesta
terminó por cabrear al fácilmente cabreable John Baird. Con un tono
gélido, despachó a Napier de vuelta al cuartel de Moore. Napier,
temiéndose que Baird no hiciese lo que tenía que hacer, insistió
en llevar él las instrucciones; pero el general le cortó con un
grito seco, con el que le anunció que él se encargaría de enviar
el comunicado por medio de uno de sus dragones.
Y, de
hecho, lo envió. Pero aquel soldado a caballo encontró por el
camino quien le dio, de buen o mal grado, unas cuantas botellas de
vino. Se cogió una cogorza del setenta y siete, cayó a la tierra
mamado, perdió la orden y, consiguientemente, nunca la entregó. Por
razón de esto, las tropas al mando de Alexander Fraser habían hecho
casi 20 kilómetros de la carretera hacia Vigo cuando fueron
advertidas de los cambios. En la vuelta atrás, exhaustos como
estaban los soldados, 400 de ellos quedaron en la carretera.
Los ingleses que vinieron a España a librar lo que conocen como Peninsular War se portaron como auténticos cabestros infumables. Como radikales de un Frente Hooligan, violento y despiadado. Se bebieron nuestro vino, mataron a nuestro ganado, se follaron a nuestras mujeres, y a nuestras niñas. Muchos de nosotros, probablemente, llevamos su sangre, porque somos, a día de hoy, todo lo que queda de aquella borrachera que se pillaron en Sahagún, en Cacabelos, en Villafranca, mientras descargaban puñetazos en la cara de nuestra tatarabuela para que dejase de resistirse. Pero por un momento, sin duda, merece un recuerdo, algo parecido a un homenaje, la imagen de los muchos de ellos que murieron en el puerto de montaña que separa Galicia de la España que tiene al sur, esa mole que hoy se supera en unos cuarenta kilómetros a 120 por hora.
Pedrafita fue los Alpes inabarcables de aquella tropa, agotada y aterida, y, aunque no lo puedo asegurar, tengo por mí que muchos de sus cuerpos se quedaron allí para siempre, pues sería difícil que los españoles de la zona quisieran o pudieran enterrarlos a todos. Así pues, sus huesos se confundirían con las piedras, y el resto de sus cuerpos regresó, literalmente, a sus orígenes, pues hombre, homo, viene de humus, tierra. Pulvis eris, et in pulverem reverteris. Incluso es posible que en el fondo de esas laderas, en ese distante lugar que se ve abajo, amenazador, cuando se hace el ejercicio de subir el puerto por la carretera antigua; en alguno de esos lugares que hoy siguen siendo bastante inaccesibles, reposen aun, en su tumba de barro, lluvia y hierba, algunas o muchas de aquellas monedas que un día el teniente Bennet hizo caer montaña abajo.
Creo que es justo un pequeño homenaje a aquel esfuerzo, a aquel sufrimiento.
"Muchos de nosotros, probablemente, llevamos su sangre, porque somos, a día de hoy, todo lo que queda de aquella borrachera que se pillaron en Sahagún, en Cacabelos, en Villafranca, mientras descargaban puñetazos en la cara de nuestra tatarabuela para que dejase de resistirse."
ResponderBorrarAcostumbradfo a tu tono ligero y jocoso de escritura, este párrafo me parece durísimo y magistral.
No puedo dejar de pensar en la suprema estulticia de Carlos IV y su hijo Fernandito, dejando entrar a las tropas francesas con las consecuencias de masacres y destrucción a lo largo y ancho del país que tan bien se han contado en estas páginas, también por esos "aliados" tan majos que aprovecharon para cargarse las escasas infraestructuras proto-industriales que encontraron.
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