Tras aquella purga, y con una sociedad alemana entregada, Hitler podía embarcarse en la labor de crear el ambiente necesario para defender la invasión de Austria. Lo realmente alucinante es la forma, más que miope ciega del todo, con que se recibieron en Viena estas noticias. Para los avezados analistas de Von Schuschnigg, los hechos de Alemania demostraban que el régimen tenía serias discrepancias internas, lo cual operaba como freno objetivo contra cualquier tentación; y, además, el descabezamiento del estamento militar provocaba que el Ejército fuese demasiado ineficaz, además de necesitado de tiempo para digerir los cambios, por lo que, en el peor de los casos, tardaría bastante tiempo en poder plantearse una invasión. Eso sí, cambiaron bastante rápido de opinión; en cuanto leyeron los periódicos.
Una de las víctimas de la deconstrucción de las administraciones militar y diplomática alemanas practicada por Hitler fue Franz von Papen. Este pobre personaje que se pasó tanto tiempo tratando de convencer a los nazis de que podía pasar por un nazi sincero, y que a base de intentarlo compartió su destino, fue llamado a Berlín; momento en el cual, lógicamente, se abrió la incógnita de su sustituto.
Papen salió de Viena el 28 de febrero. Al día siguiente, el consejero de Estado Seyss-Ynquart, que cada vez más iba para portavoz del nacionalsocialismo austríaco, salió en la misma dirección, pero antes se confesó con el corresponsal de una agencia de prensa estadounidense. Le dijo que todos los problemas del Grupo de los Siete se la pelaban. Que él nunca había sido miembro de ese grupito. Se mostró en total sintonía con el canciller, pero, dijo, existe un movimiento de cierto corte separatista, que trabajaba constantemente para destruir la unidad austroalemana.
Éstas y otras declaraciones que aparecieron en esos días en la prensa llevaron a Von Schuschnigg a pensar algo que era totalmente correcto: que la facción a la que pertenecía Von Papen, es decir aquélla que preconizaba una profundización de los acuerdos de julio respetando la independencia austríaca, había perdido. «Von Papen», dijo el canciller, «no es el hombre que nos puede salvar».
Guido Schmidt, sin embargo, consideraba que la partida todavía no podía darse por perdida. En su opinión, la limpieza realizada por Hitler no sería gratis. Había puesto en su contra a las vertientes más conservadoras del Ejército y la Administración alemanas. Además, recordaba, Austria disponía de la bomba con espoleta retardada de los papeles de la Teinfalstrasse. Adecuadamente manejados en el ámbito diplomático, aquellos papeles podían hacer mucho daño a Hitler, aislándolo. Había que desechar una publicación prematura; era mucho mejor que esa publicación se convirtiese en una amenaza permanente para los nacionalsocialistas. La jugada de Schmidt venía a ser (o eso le decía a Schuschnigg) utilizar esa presión para que Hitler acabase hablando en la sesión del Reichstag a favor de la profundización de los acuerdos de julio.
Más o menos en aquel tiempo se anunció la vuelta de Von Papen a Viena; pero no ya como embajador, sino en misión especial. No se sabía muy bien para qué era esa misión, pero el 11 de febrero, el consejero de la embajada alemana Stein le dijo a unas autoridades austríacas que Hitler ya había tomado la decisión de exigirle a Austria una política exterior «totalmente conforme a los acuerdos de julio, aunque dentro de los protocolos de Roma». Si el gobierno austríaco no respondiera a satisfacción germana, continuó, el Ejecutivo del Reich se reservaba las acciones a realizar.
Papen, en efecto, se dirigió a Guido Schmidt en términos muy parecidos, casi calcados. Schmidt protestó por la acusación de infidelidad de Austria. Pero, más allá, no está claro exactamente lo que le dijo, y en qué medida eso que le dijo estaba sintonizado con su canciller y jefe. El caso es que, a la vuelta de Von Papen a Berlín (y Papen nunca se habría atrevido a mentirle a un Führer que, él lo sabía bien, a ratos hasta pensaba en fusilarlo), Hitler fue por ahí contando a los suyos que Austria había aceptado alinear su política exterior con los acuerdos del 11 de julio y a ofrecer, como garantía de este cambio de actitud, una crisis ministerial que favorecería a los elementos seudo, cuasi, proto, o sesquinacionalsocialistas. También es un hecho que todo aquel mes de febrero el principal consejero de Schmidt, llamado Wolf, lo pasó en Berlín, sin que tampoco esté del todo claro a quién vio y qué tipo de milongas les contó.
Una de las cosas que Von Papen había hecho en su misión especial vienesa había sido darle la murga a Kurt von Schuschnigg en el sentido de que tenía que ir a Berchtesgarden a ver a Hitler. El canciller austríaco no quería hacer tal cosa, sobre todo porque eso suponía acabar prácfticamente con la multilateralidad del tema austríaco; situación en la que él no podía hacer otra cosa que perder frente a una personalidad y un país tan poderoso como Hitler y su Reich. Poco a poco, Schuschnigg fue fabricando su renuente aceptación, y todos los indicios son de que no tenía la menor idea de que iba hacia un ultimátum de Hitler; entre otras cosas porque no podía imaginarse que la actitud alemana se había venido cociendo durante semanas con la colaboración de Seyss-Ynquart, lógica; pero también, según todos los indicios, de la menos lógica pareja formada por Schmidt y Wolf. Porque Guido Schmidt, para entonces, se había convertido en la quinta columna nazi en el gobierno austríaco; y aunque él decía que no se publicaban los papeles de Teinfalstrasse porque hay que saber dominar los tiempos, en realidad lo que estaba haciendo era bloquear la única acción que podía dañar los planes de los nacionalsocialistas.
Schmidt hizo
algo más: convenció a Von Schuschnigg de que Hitler le debía una.
De que el canciller alemán era consciente de que resultaba
tributario del gobierno austríaco por la elegancia con que había
tratado el tema de los papeles de la Teinfalstrasse. Que, en
consecuencia, podía ir a Berchtesgarden esperando poder cerrar con
el Führer un acuerdo austroalemán sobre nuevas bases. El discurso
de Hitler ante el Reichstag había sido finalmente agendado para el
20 de febrero. Si pudiera ir a verle y convencerle de que, en dichas
palabras, el Führer se refiriese a la independencia austríaca y se
mantuviese dentro del marco del 11 de julio, Von Schuschnigg tendría
una gran victoria.
El 10 de febrero, el Frente
Patriótico austríaco celebró un gran baile, de los de Viena de toda
la vida, en la Wiener Hofburg. Durante aquella cita mundana, Von
Schuschnigg departió con diversos diplomáticos, a los que anunció
que al día siguiente el secretario de Estado Schmidt les enviaría
un comunicado importante. Ese comunicado se produjo como estaba
previsto y, efectivamente, anunciaba que al día siguiente, 12 de
febrero, Kurt von Schuschnigg visitaría a Adolf Hitler en
Berchtesgarden. A los diplomáticos se les contó que era una
convocatoria para resolver los malentendidos producidos en los
últimos meses, y que el gobierno austríaco no tenía nada que
temer, puesto que en la negociación del encuentro había quedado
claro que la independencia de Austria no se discutiría.
No existe ni un solo dato en
contra de la afirmación de que el Kurt von Schuschnigg que salió
hacia Alemania el día 12 de febrero de 1938 era un político
absolutamente convencido de que había ganado. De que su
reivindicación fundamental: la independencia de Austria, se había
ganado ya antes de la reunión, en las instancias previas (dirigidas
por alguien que él no sabía le había traicionado). Es posible que
el estado de ánimo del canciller fuese hasta chulesco.
Ja. Y no queremos decir Ja,
en alemán. Queremos decir Ja, en castellano.
[MODE ESPECULATION ON]
No hay manera de cuadrar todas las cosas que sabemos de este proceso con las que no sabemos y podemos intuir sin aceptar la idea de que Guido Schmidt traicionó a su canciller. En mi estado de conocimiento, no puedo deciros con exactitud en qué momento el secretario de Estado de Exteriores decidió que era mejor subirse a la ola del nacionalsocialismo. Lo que puedo daros es una opinión personal. Yo creo que Schmidt comenzó a coquetear con el cambio de bando a lo largo de todo el año 1937, en sus coloquios con Göring. Hermann Göring era un vendedor de mantas de pelo, un encantador de serpientes, un pígnico maniobrero tan típico que yo diría que es imposible que exista un partido político en el que no haya un Göring (y, además, le vaya razonablemente bien. Probablemente, el Göring auténtico nunca pensó que su jefe fuese a llevar las cosas hasta un punto que acabase obligándole a él a suicidarse; pero a los demás Görings de este mundo, como digo, les suele ir bastante bien). Como encantador de serpientes que era, es probable (ojo, yo no lo puedo demostrar; estoy elucubrando) que le contase a Schmidt dos milongas. Milonga Uno, absolutamente falsa, yo soy la hostia de poderoso, el Führer come en mi mano y hará lo que yo le diga en este tema; Milonga Dos, parcialmente cierta, el NSDAP austríaco es una jaula de grillos, los del Grupo de Leopoldo están muy mal de lo suyo, son de ese tipo de radicales de primera hora de los que luego te tienes que deshacer, y de Seyss-Ynquart no me fío. Corolario: tú, que tienes un prestigio internacional y que aparecerías como bisagra entre lo nuevo y lo viejo, estás llamado a ser el archipámpano de este proceso.
Schmidt, es probable, sabía medir a Göring y, por lo tanto, difícilmente caería en sus embrujos tan fácilmente. Para mí, lo que cambió la mentalidad del secretario de Estado fue la visita de Yvon Delbos a la cuenca del Danubio, y sus resultados (mejor: sus no-resultados). Cuando Delbos volvió a París desdiciéndose elegantemente de los férreos compromisos que semanas antes había jurado tener en el tablero europeo centrooriental; cuando se hizo evidente que Hitler tenía razonablemente pactadas las actitudes de Polonia, de Hungría y de Yugoslavia, para Schmidt se hizo claro que la alternativa era seguir en el momio o morir, probablemente, en un paredón. Entonces lo urdió todo, aunque para él, como para Hitler, el registro de la Teinfalstrasse y el descubrimiento del Plan RH supuso un obstáculo inesperado. Supongo (sigo suponiendo) que él pudo tener algo que ver en el aplazamiento durante un mes del pleno del Reichstag donde Hitler pensaba dar el aldabonazo austríaco; y lo supongo porque, como ya se ha contado en estas notas, fue precisamente ese mes lo que él aprovechó para mandar a su turiferario Wolf a Berlín a negociar. Hitler sabía, se lo dijo a Hess, que tras el descubrimiento por la policía austríaca del Plan A, era necesario urdir un Plan B; y resulta difícil de imaginar que lo hiciese a espaldas de ese extraño emisario vienés que se había trasladado a su casa.
En las seis u ocho primeras semanas del año 1938, Hitler lo tuvo fácil. No tuvo sino que manejar la angustia de Schmidt, la naiveté de Von Schuschnigg, el margen de maniobra obtenido tras la limpieza del Ejército y la Wilhemstrasse, y las enormes ganas que tenía Von Papen de agradarle para que no le pegase un tiro. Cada uno de los peones de este tablero hizo exactamente el juego que él quería. Al milímetro.
[MODE ESPECULATION OFF]
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No hay manera de cuadrar todas las cosas que sabemos de este proceso con las que no sabemos y podemos intuir sin aceptar la idea de que Guido Schmidt traicionó a su canciller. En mi estado de conocimiento, no puedo deciros con exactitud en qué momento el secretario de Estado de Exteriores decidió que era mejor subirse a la ola del nacionalsocialismo. Lo que puedo daros es una opinión personal. Yo creo que Schmidt comenzó a coquetear con el cambio de bando a lo largo de todo el año 1937, en sus coloquios con Göring. Hermann Göring era un vendedor de mantas de pelo, un encantador de serpientes, un pígnico maniobrero tan típico que yo diría que es imposible que exista un partido político en el que no haya un Göring (y, además, le vaya razonablemente bien. Probablemente, el Göring auténtico nunca pensó que su jefe fuese a llevar las cosas hasta un punto que acabase obligándole a él a suicidarse; pero a los demás Görings de este mundo, como digo, les suele ir bastante bien). Como encantador de serpientes que era, es probable (ojo, yo no lo puedo demostrar; estoy elucubrando) que le contase a Schmidt dos milongas. Milonga Uno, absolutamente falsa, yo soy la hostia de poderoso, el Führer come en mi mano y hará lo que yo le diga en este tema; Milonga Dos, parcialmente cierta, el NSDAP austríaco es una jaula de grillos, los del Grupo de Leopoldo están muy mal de lo suyo, son de ese tipo de radicales de primera hora de los que luego te tienes que deshacer, y de Seyss-Ynquart no me fío. Corolario: tú, que tienes un prestigio internacional y que aparecerías como bisagra entre lo nuevo y lo viejo, estás llamado a ser el archipámpano de este proceso.
Schmidt, es probable, sabía medir a Göring y, por lo tanto, difícilmente caería en sus embrujos tan fácilmente. Para mí, lo que cambió la mentalidad del secretario de Estado fue la visita de Yvon Delbos a la cuenca del Danubio, y sus resultados (mejor: sus no-resultados). Cuando Delbos volvió a París desdiciéndose elegantemente de los férreos compromisos que semanas antes había jurado tener en el tablero europeo centrooriental; cuando se hizo evidente que Hitler tenía razonablemente pactadas las actitudes de Polonia, de Hungría y de Yugoslavia, para Schmidt se hizo claro que la alternativa era seguir en el momio o morir, probablemente, en un paredón. Entonces lo urdió todo, aunque para él, como para Hitler, el registro de la Teinfalstrasse y el descubrimiento del Plan RH supuso un obstáculo inesperado. Supongo (sigo suponiendo) que él pudo tener algo que ver en el aplazamiento durante un mes del pleno del Reichstag donde Hitler pensaba dar el aldabonazo austríaco; y lo supongo porque, como ya se ha contado en estas notas, fue precisamente ese mes lo que él aprovechó para mandar a su turiferario Wolf a Berlín a negociar. Hitler sabía, se lo dijo a Hess, que tras el descubrimiento por la policía austríaca del Plan A, era necesario urdir un Plan B; y resulta difícil de imaginar que lo hiciese a espaldas de ese extraño emisario vienés que se había trasladado a su casa.
En las seis u ocho primeras semanas del año 1938, Hitler lo tuvo fácil. No tuvo sino que manejar la angustia de Schmidt, la naiveté de Von Schuschnigg, el margen de maniobra obtenido tras la limpieza del Ejército y la Wilhemstrasse, y las enormes ganas que tenía Von Papen de agradarle para que no le pegase un tiro. Cada uno de los peones de este tablero hizo exactamente el juego que él quería. Al milímetro.
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