1938, que por supuesto es el año que
sigue a este tan interesante de 1937, es, para el Gobierno austríaco,
el año en el que ya se tiene que tomar absolutamente en serio todos
los rumores y noticias en el sentido de que los nacionalsocialistas
están pensando en complotar contra su autoridad.
Uno de los miembros de Los Siete, el
doctor Tavs, aportará casi inocentemente el motivo.
A principios de
año, concede una entrevista a la revista yugoslava Slovenski
Glass en la que, el muy tontolaba, desvela con total naturalidad
la inmensa mayoría de las cosas que los nacionalsocialistas
austríacos habían pactado de boquilla con Von Schuschnigg.
Obviamente, esto sitúa al canciller ante la espada y la pared, y es
por esto que el máximo mandatario del país ordena al prefecto
Skubl, secretario de Estado de Seguridad, que realice un registro en
la Teinfalstrasse.
Es obvio que los nacionalsocialistas no
habían tomado precaución alguna contra este tipo de acciones pues,
aunque formalmente su vida pública estaba prohibida, sabían bien,
por el propio Von Schuschnigg, que no iban a ser molestados. Por otra
parte, ni se podían imaginar que Tavs iba a hacer el pollas de
aquella manera. Corolario: cuando la policía austríaca entró en el
local, encontró todo tipo de documentación clandestina. Una especie
de papeles de Sokoa a la teutona.
Uno de los principales elementos
encontrados por la Policía fue toda la documentación relativa a la
relación entre la Teinfalstrasse y la Helferstorferstrasse, esto es,
entre los ilegales consentidos y los ilegales de verdad. En los
papeles intervenidos estaba toda la documentación sobre
organizaciones de combate, nombre y filiación de los correos, así
como la identificación precisa de quién o quiénes se
responsabilizaban, en cada provincia, de la dirección política del
nacionalsocialismo. Lo que se dice un mapa preciso del movimiento
semiclandestino.
Con todo, lo más importante que
apareció en el local fue lo que se conoció como plan RH; que es un
tema que no tiene nada que ver con aquello que decía Arzallus del RH
de los vascos, sino con la planificación del golpe de gracia a una
Austria independiente.
El Plan RH contaba con la producción
de un ultimátum basado en la renuencia de los austríacos a
desarrollar los acuerdos de julio del 36. Los nazis pensaban fijarse
fundamentalmente en el famoso (famoso en su día, se entiende)
párrafo tercero de dicho acuerdo, que afirmaba la alemanidad de
Austria. La verdad es que fue una torpeza por parte de Von
Schuschnigg firmar aquel acuerdo sin casi fijarse en aquel párrafo,
que consideraba un mero texto introductorio de carácter decorativo.
Cuando se trata de política, no digamos ya de identidades
nacionales, hasta el texto más insulso puede ser importante; como,
por otra parte, bien hemos comprobado en nuestro predio muy
recientemente con el gesto del parlamento catalán de colocar la
palabra nación en el preámbulo de un Estatuto, esto es,
pretendidamente también un texto meramente cornucópico y sin valor
jurídico alguno.
Para las gentes de Hitler, sin embargo,
aquel párrafo tercero fue de la máxima importancia desde el minuto
uno después de la firma. De hecho, como digo, su principal «percha»
para sostener un ultimátum contra el canciller era el hecho de que,
según ellos, en múltiples declaraciones a periódicos de todo el
mundo, Von Schuchsnigg había dejado clara su traición a los
principios de este párrafo. Un hombre que rechaza la alemanidad de
Austria no está, decían, capacitado para dirigir un Estado alemán
y, consecuentemente (al loro que viene lo bueno), el pueblo alemán
tenía la obligación moral de salir en defensa de sus
hermanos austríacos, oprimidos por un canciller antigermano. Esto,
por supuesto, no era inmiscuirse en los asuntos de un Estado
soberano, sino exigir el cumplimiento de las cláusulas de julio.
Una toma de posición, en términos
imperativos, por parte del III Reich, provocaría, tal era la
esperanza de los nacionalsocialistas, la dimisión del canciller Von
Schuschnigg; la hipótesis no era nada descabellada pues,
verdaderamente, a principios de 1938 había que estar tolili para
pensar que se podía estar al frente de Austria una vez que Berlín
te había puesto oficialmente la proa. Paralelamente, el Reichswehr
concentraría unidades motorizadas, carros de combates e incluso
aviones en la frontera; pero sin intervenir. Se trabajaría a toda prisa para alcanzar un
acuerdo con Yugoslavia que permitiese colocar tropas también en esa
frontera. El Plan RH era, en realidad, un plan de invasión
germano-yugoslavo, en el que Berlín había ofrecido a Belgrado el
cebo de que lo que se cocía en Austria era el regreso de los
Habsburgo, lo que podía provocar el intento de hacer renacer el
Imperio. Hitler necesitaba esta complicidad, porque no tenía nada clara la participación de sus propias Fuerzas Armadas en la movida.
El Plan RH contaba con pillar a Italia
demasiado preocupada con otras cosas. Consideraban los nazis que
Mussolini no tendría mucho que decir a la caída del gobierno
austríaco y su sustitución por un gabinete presidido por un
político neutro y con un vicecanciller y tres ministros nazis.
Seis meses después, el pájaro cuco desalojaría a todos los demás
pollitos del nido, el gobierno pasaría a ser plenamente
nacionalsocialista y entonces, sólo entonces, se convocaría un
referendo, con resultado más que previsible (porque los referendos, por lo general, siempre los gana quien los convoca).
La documentación del Plan RH contenía
dos listas ministeriales distintas, pero en las dos se concedía el
ministerio del Interior a Seyss-Ynquart. Guido Schmidt retendría sus
responsabilidades de Exteriores; y un tercer filonazi, Glaise
Hostenau, ocuparía un ministerio sin cartera que le daría, a la
vez, acceso a las deliberaciones gubernamentales y un margen de
actuación más que sobrado para poder actuar de enlace entre los
ejércitos austríaco y alemán.
El Plan RH se completaba con una serie
de documentos meticulosamente descriptivos de una serie de
provocaciones que serían impulsadas por los nazis para lubricar la
campaña del ultimátum. Entre ellas, figuraba el asesinato del
mismísimo embajador Von Papen. En realidad, en primer lugar los
nazis austríacos habían elegido al agregado militar, general Muff.
Pero había sido Berlín quien había ordenado que el objetivo se
cambiase. Probablemente, Hitler esperaba matar, literalmente, dos
pájaros de un tiro. La sección del estandarte 89 de la SS ilegal
austríaca, con mucho la más activa, había sido ya designada para
realizar el apiole. Ya se habían agenciado para los terroristas unos
uniformes de la Legión de Hierro, cuerpo paramilitar creado por los
legitimistas austríacos, a los que les iban a cargar el mochuelo.
Antes de descubrirse los papeles, un
Von Papen en plena fase de soltura intestinal había ido a ver
personalmente a Von Schuschnigg para pedirle protección ante un
complot contra él de la Legión de Hierro. El 5 de enero, y tras
haber sido denunciado por los nacionalsocialistas, la policía llegó
a detener a un ex nazi, ahora enlistado en la Legión, llamado Walter
von Leubuscher, quien sería el teórico asesino del embajador.
Von Papen quedó chupetizado cuando se
enteró de lo que se estaba tramando; sobre lo cual, pese a ser
embajador en Viena, tenía información apenas borrosa, si es que la
tenía, ya que en el NSDAP no se fiaban de Von Blomberg ni en general del ministerio de Asuntos Exteriores, al que reputaban demasiado petado de viejos políticos de la derecha nacionalista alemana no nacionalsocialista. Papen era partidario de la profundización de los acuerdos de
julio pero, probablemente por la distancia que, en todo caso, había
tomado con Berlín, no era consciente de cómo estaban cambiando las
cosas en Alemania. De cómo, paulatinamente, el nacionalsocialismo
estaba colocando peones importantísimos en el Ejército alemán, lo
cual hacía que cada vez fuese menos probable que los hombres de
uniforme fuesen a contrapesar las claras convicciones de Hitler en el
sentido de que debía invadir Austria. Este camino, sin embargo, era pedregoso.
El jefe militar germano,
general Von Fritsch, estaba convencido de que Heinrich
Himmler preparaba un golpe contra él que llevaría a cabo la
Gestapo. Fritsch sabía de buena tinta (y es verdad, por cierto) que
un completo dossier sobre las personas con las que hablaba por
teléfono o se reunía había viajado hacía poco a Berchtesgarden;
Hitler no confiaba en él y tan sólo esperaba la eclosión de un general suficientemente pronazi para sustituirlo. Y, como hemos explicado algunos párrafos
más arriba, ya no podía contar con la complicidad de Göring quien,
por razones propias, se había pasado al partido Hawk en lo que a Austria se refiere.
Schuschnigg reaccionó como tenía por
costumbre: con cautela. Para empezar, prohibió que la documentación
incautada fuese publicada. Eso sí, el 30 de enero, cuando se
celebraba el aniversario de la llegada al poder del NSDAP en
Alemania (el día que Hitler debería haber planteado el ultimátum a Viena; cosa que como veremos enseguida, no hizo), las manifestaciones fueron prohibidas en Viena. Pero con
este gesto se cargó, sin querer, toda posibilidad de que las cosas
fuesen de otra manera.
Tras los registros policiales en Viena, el
general Von Fritsch, en soledad porque Von Blomberg estaba de luna de miel, creyó que era
el momento de «atacar» a Hitler. Convencerlo de que debía hacerle
caso en su principal reivindicación, que ya le había explicado a Blomberg, en el sentido de que el Ejército necesitaba dos
años sin conflictos para poder consolidarse. Para ello contaba con
que el escándalo de la Teinfalstrasse se conociese en todo el mundo.
Ni se le ocurrió que el canciller austríaco fuese a guardarse los
papeles. Pero eso mismo es lo que hizo.
Con el silencio de Schuschnigg, a
Fritsch todo le salió mal. No sólo no se encontró a Hitler
escandalosamente crucificado en la prensa mundial por golpista; sino
que el suceso, al permanecer en secreto pero dar lugar a represiones
en Austria, favoreció al bando nazi, esto es Hess, Himmler, Göbels
y, ahora, también Göring, para reclamar «venganza para la
Teinfalstrasse».-
Hitler, mientras tanto, dio orden desde
Berchtesgarden de aplazar sine die la sesión del Reichstag de
30 de enero, aquélla en la que habría de presentar el ultimátum.
Lógico. El Plan RH había sido descubierto. Hacía falta montar otra
estrategia. Ya no se podía acusar a Austria de haber violado el
tratado; a Viena le bastaría con airear dos o tres fotocopias.
Rudolf Hess fue a verle al
Obersalzberg. El lugarteniente de Hitler era de la opinión de que
había que golpear. Esperar una señal de los nacionalsolcialistas
austríacos para invadir el país con las SS. Hitler, mucho más
inteligente que su amigo de celda, le corrigió: cualquier cosa que
se haga, ya no va a bastar la mera acción de presión del Partido.
Para que lo entendiese su interlocutor, y derrochando con él una
paciencia que al resto del mundo le negaba, le explicó: «puesto que
lo previsto en el Plan RH ya no podremos ejecutarlo clandestinamente,
cualquier intervención nuestra provocaría una guerra civil en
Austria; y, si eso pasa, tendré en dos días al mundo entero a mis
espaldas».
[Inciso español. Valore el lector la
forma bien diferente en que, asimismo, valoraba Hitler dos hechos
aparentemente iguales: el estallido de sendas guerras civiles. Sabía que
una guerra civil provocada por los nazis en Austria generaría un
conflicto internacional en el que todo el mundo, también Italia,
estaría en su contra de una forma u otra. Sin embargo, año y medio
antes se había metido de hoz y coz en otra guerra civil, la
española, sabiendo que nada de eso iba a ocurrir. Las razones para
esta diferencia son dos: una, la geopolítica: España no está donde
está Austria. Otra, la política a secas: por mucho que ahora
queramos ver en la guerra civil una «guerra en defensa de la
democracia», en ese bando democrático había importantísimos
elementos muy poco democráticos, con enormes sintonías con la URSS.
Éste es el segundo factor que hacía a España diferente de Austria;
que hacía que el problema austríaco fuese un problema y el español,
no.]
Hitler, en todo caso, había llegado a
la conclusión de que el Ejército tenía que meterse en tema hasta
el corvejón. En ese punto Hess, lógicamente, contrapuso la
renuencia de Fritsch, y de otros muchos generales. Sin embargo,
Hitler le contestó: lo de Austria tendrá que ser en unas semanas. Ya
he hablado con Göring y Göbels. Pero es necesario que la oposición
del ejército y de la Wilhelmstrasse (Exteriores) se acabe de una
vez. Acto seguido, le dijo a Hess: «ha llegado la hora y voy a hacer
tabla rasa. La dirección del Ejército y de la Wilhelmstrasse deben
ser nacionalsocialistas. Desde ahora, seré mi propio ministro de la
Guerra. Blomberg, Fritsch y sus acólitos deberán irse. He pensado
en Von Ribentropp para ministro de Exteriores».
Y terminó, entre dientes:
«En cuanto tenga al Ejército en la
mano, le voy a decir un par de cosas a ese Schuschnigg».
Y se las dijo. Vaya que se las dijo.
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