En enero de 1937, el canciller Kurt von Schuschnigg recibió el primer
informe serio que le colocó en la convicción de que Hitler no se iba a parar en
el acuerdo de julio de 1936. Se trataba de un memorando de la industria westfalo-renania;
un informe que, por otra parte, tanto Schacht como Von Papen habían conocido
antes de ser enviado a Viena (así estaba el tema).
El análisis era demoledor: Alemania avanzaba a marchas forzadas hacia
una guerra a gran escala, tal vez con uno, tal vez con dos frentes; y necesitaba
mucho más de lo que tenía. La política de autarquía (que fue, por cierto,
copiada por Franco, también con
resultados más que discutibles) no había funcionado. Alemania necesitaba sacar
de algún lado entre un 25% y un 30% más de PIB del que tenía. Lebensraun en estado puro. Con lo que
tenía Alemania por sí misma, ni siquiera teniendo una cosecha récord
conseguiría tener cereales panificables en volumen suficiente como para alimentar
a su gente. Su déficit en materias primas se estimaba, según la materia, entre
el 40% y el 60% de las necesidades totales. La necesidad era muy importante en
hierro (y lo sería, iniciada la guerra, en wolframio, razón por la cual la
restricción de ventas a Hitler sería la primera reivindicación estadounidense
frente a Franco, a cambio de la gasolina que España necesitaba). Alemania tenía
aluminio en suficiencia, pero sólo disponía de los dos tercios de zinc que
necesitaba, la mitad del plomo y, ojo, como mucho el 15% del cobre que
necesitaba (tal vez este dato ayude al lector a entender la casi constante
corriente de simpatía entre Alemania y Chile en aquellos tiempos). Carecía de
estaño, de níquel, de cromo y, como hemos dicho, de wolframio. Si hablamos de
gasolina, las necesidades eran tan perentorias que resuelven por sí solas las
dudas de por qué decidió Hitler abrir el frente oriental. Algo importantísimo
para la guerra: su dependencia del exterior para el caucho era de un unsurmountable 85%. Esquilmando los
bosques tiroleses a toda hostia, estimaban los técnicos westfalo-renanos,
Alemania podía llegar a producir la mitad de la celulosa que necesitaba.
El crecimiento preguerra germano había sido financiado por el gobierno
mediante la emisión de deuda (supongo que suena) que había sido absorbida por los
bancos (también suena) y las empresas. Pero como quiera que una parte
importantísima de la maquinaria industrial y constructora alemana estaba
dedicada a elementos improductivos para la economía en general (armamento y
fortificaciones), los títulos no se habían comunicado al circuito monetario, no
se había generado inflación, pero tampoco actividad. En esa situación, los
bancos compraban deuda contra reservas: literalmente, se estaban comiendo los
ahorros de los alemanes para colocarlos en papelitos. Por otra parte, el diktat de la autarquía, que al fin y al
cabo suponía no importar cosas que la economía y la gente necesitaban, sí que
había elevado el coste de la vida, en torno a un 35%, empobreciendo a los
asalariados.
La salida de libro en una situación así es: restricción presupuestaria
y devaluación de la moneda. Pero Hitler no se podía permitir lo primero y no
podía hacer lo segundo, con un marco como el que tenía, que no tenía reservas
de oro que lo respaldasen.
Aquella Alemania tenía un funcionario por cada doce ciudadanos; uno
por cada ocho si se hacían bien las cuentas, esto es sumando a los servidores
públicos todos los integrantes de los diversos staff del NSDAP. El país recaudaba de sus contribuyentes 60.000
millones de marcos, de los que dedicaba más de 20.000 al funcionamiento de sus
diversas burocracias.
Pero había otra salida, claro: la guerra.
Es bien sabido que la Alemania de 1937, como la de 1939, no estaba
totalmente preparada para la guerra. La construcción de la maquinaria militar
no estaba terminada, y el país no contaba con las reservas de todo tipo que
necesitaba para poder conllevar un enfrentamiento bélico. A esto se unía la experiencia
de la guerra de España, que, para muchos militares alemanes con las neuronas
razonablemente amuebladas, venía a demostrar que el axioma de que disponiendo
de superioridad en carros de combate y aviones la guerra estaba tirada,
resultaba ser falso. Además, las grandes maniobras realizadas por el ejército
en el otoño de 1937 habían provocado nuevas dudas. El uso de bencina sintética
había reducido la eficacia de las unidades motorizadas.
A la cortedad de las reservas había que unir la cortedad de oficiales.
La falta de los mismos queda clara en las decisiones tomadas por el Estado nazi
en aquellos de recortar un año los estudios en los Gimnasios, así como permitir
el acceso a las escuelas de oficiales desde el mismo bachillerato. En medio de
aquel shortage, a Hitler no se le
ocurrió otra cosa, en 1937, que decretar la arianización de los mandos del
ejército, lo que provocó una violentísima discusión entre él y el general Von Blomberg,
su ministro de la Guerra.
Todas estas noticias, que podían mover a cierta tranquilidad e incluso
optimismo en Londres, eran, sin embargo, muy preocupantes para Viena: venían a
querer decir que lo lógico para Alemania, si quería ganar mercados, materias y
poder, era atreverse con los peces chicos. Si Berlín decidía comerse a Viena,
la única esperanza real de ésta era que Italia no lo permitiera, en defensa de
sus posiciones geopolíticas alpinas. Pero, tras las únicas conversaciones con
el Duce, tras su progresivo acercamiento a Hitler, Von Schusschnigg ya no las
tenía todas consigo.
Los austríacos no olvidaban que Von Blomberg había puesto tres
condiciones para que Alemania pudiese afrontar una guerra a gran escala: una,
estar seguros de una oposición frontal polaca al paso por su territorio de
tropas rusas; dos, estar seguros de la actitud de Italia; y tres, poder disponer de los recursos naturales e
industriales de la Europa oriental y sudoriental.
A esto había que añadir la política de cierto acercamiento que los
alemanes practicaban respecto de las democracias occidentales. El barón Von
Neurath y su secretario de Estado Von Mackensen creían posible llegar a un
acuerdo colonial con Francia, a cambio de garantías en el continente por un
periodo de unos diez años (suficiente para construir la armada que quería
Hitler). Además, hay que tener en cuenta que el excelente resultado que estaban
dando en la guerra civil española las baterías antiaéreas alemanas
prácticamente reducía a cero las posibilidades de Francia de actuar si se
ejercitaba alguna presión contra Checoslovaquia.
En el caso de Inglaterra, sin embargo, la actuación de Joachim von
Ribentropp como embajador no había sido la mejor del mundo, así pues las cosas
estaban un tanto emputecidas. La obstinación del futuro ministro nazi había
enfangado la cuestión colonial, que había terminado por naufragar en el momento
en que el Duce había decidido apoyar los postulados germanos.
A finales de 1937, el gobierno austríaco recibió informes fidedignos
de que Austria estaba en el centro de los problemas internos existente en
Alemania entre el ejército y las clases conservadoras por un lado, y el NSDAP y
sus unidades por otra. Las SS y otras unidades hitlerianas querían una invasión
inmediata del país, mientras que los mandos militares se mostraban contrarios a
la Anschluss.
La cosa venía de algo antes, cuando menos medio año. En el verano de
aquel año de 1937, Franz von Papen había acabado de improviso sus vacaciones
para volver a Viena. A través de su secretario Von Kletterer (no he podido
encontrar su nombre; pero casi me apostaría a que se llamaba Klemens, como su
antepasado, tal vez su padre, que también era diplomático y que pereció en
medio de una merienda de chinos, esto es durante la rebelión de los bóxers)
comunicó a Guido Schmidt y a altos mandos militares que deseaba reunirse con
ellos. Von Papen era, claramente, del partido de los mandos militares alemanes,
y buscaba aliados en Austria para su pelea de poder en Alemania.
Von Papen decidió trabajarse a Schmidt, probablemente porque
consideraba a Von Schuschnigg demasiado renuente o terco, y porque Guido
mostraba ya cierta capacidad de comprensión hacia los nacionalsocialistas. De
hecho, le facilitó varios viajes a Alemania, a la mansión de Hermann Göring, ya
que ambos, Papen y Schmidt, estaban convencidos de que podía atraer al jerarca
nazi al partido militar contra la invasión de Austria. Y, de hecho, la
conversión funcionó por un tiempo, hasta 1938. Hasta entonces, Göring era un
firme partidario de la colaboración estrecha entre Alemania y Austria, para que
el segundo de los países aportase sus materias primas y su ayuda logística
frente a Checoslovaquia. La táctica le funcionó… a los alemanes. Guido Schmidt
creía estar manipulando a los nazis; pero eran ellos los que lo manipulaban a
él. Enseñándole la zanahoria de un acuerdo con Hitler vía Göring que luego
nunca se produciría, los nacionalsocialistas consiguieron que Schmidt
bombardease literalmente todos los intentos de Von Schuschnigg de llegar a
entendimiento con otros países de Europa oriental.
La clave de la movida es Göring. El número 2 del gobierno (ya no
sabría decir si del NSDAP. ¿Tiburcio?) había montado un plan económico
cuatrienal de colaboración entre Austria y Alemania que fue recibido con
hostilidad por los industriales germanos, que despreciaban al pígnico nazi por
creerse la Polla de Montoya de los planificaciones financieros del mundo
mundial. Esto lo desalentó bastante. Y lo que terminó por encabronarlo del todo
fue ser informado del indisimulado desprecio hacia su sabiduría militar con que
se lo juzgaba en los cuartos de banderas del ejército teutón. Así las cosas,
Göring abandonó el partido militar, se convirtió en un converso del radicalismo
nazi, y a principios de 1938 fue él quien comenzó a comerle la oreja a Hitler
con que se tenía que pulir Austria sí o sí.
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