El elemento fundamental que había dado vía libre a los alemanes
en Austria fue el progresivo desinflamiento de Italia en la cuestión
checoslovaca. La colaboración en España y el progresivo alejamiento
de Roma respecto de las potencias democráticas hacía cada vez más
difícil para Mussolini oponerse a los deseos de Hitler de entrar en
Praga. Por lo demás, entre los países de la zona que albergaban
menos esperanzas en el reparto del país, Yugoslavia y Rumania, el
sentir era claro, y Berlín lo percibía con nitidez, de que no
estaban dispuestas a jugarse nada por defender a Praga. Por lo que se
refiere a Hungría y Polonia, ambos países, atraídos por las
posibilidades de expansión territorial que ofrecía la operación,
es obvio que no pondrían problema alguno. Ciertamente Hitler había
perdido la partida inicialmente jugada de conseguir que Polonia se
aviniese a realizar una campaña militar conjunta de invasión. Pero,
sin embargo, había conseguido lo que necesitaba al fin y al cabo,
que no era otra cosa que la negativa de polacos y rumanos para que
tropas rusas, eventualmente, cruzasen su territorio. Todo esto, sin
tener en cuenta que, en realidad, Rusia, o mejor deberíamos decir la
URSS, estaba en aquel momento básicamente preocupada por Japón, así
pues no tenía mucho tiempo para pensar en esos asuntos. La relativa
neutralidad soviética anulaba cualquier posibilidad de actuación
por parte de Francia, que no la aventuraría sin la ayuda de Moscú.
Y, en lo concerniente a Inglaterra, todo el mundo en Europa conocía
bien la escasa proclividad del Foreign Office a la hora de mancharse
las manos (hasta que llegó Tony Blair, claro).
En la ecuación de Checoslovaquia sólo había una incógnita que
seguía siéndolo para los planes germanos: Austria debía colaborar.
Esta es la razón por la que el canciller quería invadirla y otros
políticos nacionalsocialistas más tibios preconizaban una especie
de Anschluss fría, basada en
el desarrollo pleno de los acuerdos del 11 de julio y, por lo tanto,
llevar hasta el extremo la alemanización de Austria, al estilo de lo
que ya había propuesto Otto von Bismarck: una alianza cara a la
galería que fuese una fusión de facto.
Hay un factor más para la aceleración
de los planes de invasión que a menudo se olvida. Se trata de
Göring. Hermann Göring, tal vez por cultivar cierto perfil de alto
mando militar a la antigua, con conocimientos y práctica
diplomática, tendía casi siempre a ser algo más tibio que su
Führer. En la práctica, pues, solía actuar de contrapeso de
algunas de las impaciencias de su jefe. Pero en el tema de Austria
cambió en los últimos meses de 1937. Una de las razones para ello
pudo ser, desde luego, la sintonía que encontró en Guido Schmidt,
quien como ya hemos dicho lo visitó con relativa frecuencia en aquel
tiempo. Pero la segunda, y no menos importante, era la necesidad de
conseguir llevarse bien con el poder nacionalsocialista. Göring
había sido nombrado Comisario Extraordinario del Führer para la
Ejecución del Plan Económico Cuatrienal; y, a finales de 1937,
llevaba esa tarea como el culo.
Como otros muchos antes que él, y
otros muchos después, Göring creyó que la economía era una cosa
que obedecía los toques de corneta de «lo que es justo».
Planificó, pues, lo que la propaganda decía que los alemanes
deseaban, y no se preocupó demasiado de si tenía pasta para
pagarlo. En consecuencia, la economía alemana se le escapó de las
manos, lo cual le provocó un enfrentamiento moral con Schacht, mucho
más ortodoxo que él. La clase patronal se le puso en contra, y
consiguió ganar para su partido al alto estado mayor alemán; con lo
que el viejo proyecto de Göring de convertirse en uno más de la
alta clase de militares hizo aguas.
Dentro de este caos, Göring cayó en
la cuenta de que algunos de los cuellos de botella de la economía
alemana (porque Göring, como todo el mundo, culpaba a factores
exógenos de su propia estupidez), notablemente su falta de materias
primas y necesidad de productos agrícolas, se podían solucionar si
Austria quería, pues el país tenía excedentes de ambos. Sin
embargo, Von Schuschnigg siempre se había negado a activar esas
cláusulas del acuerdo de julio.
Así las cosas, Göring se endureció.
Tanto, que cuando Guido Schmidt le invitó, probablemente por un mero
deseo de ser coleguita y tal, a una jornada de caza en Austria, el
alemán primero montó la mundial porque la cacería iba a tomar
parte en una región del país Karwendel, donde sería fácil que
nadie se enterase, ni en Berlín ni en Viena, de que había estado
allí; y después la volvió a montar porque, decía, Austria no
estaba dispuesta a aceptar que sus camaradas (los nazis austríacos)
lo vitoreasen libremente por las calles.
Fue por esta razón que don Hermann se
convirtió en un apasionado partidario de la intervención militar
sobre Austria, a realizar antes de marzo de 1938 porque, decía, para
el Reich era fundamental poder disponer de los minerales de Estiria y
la madera del Tirol.
Que Göring abrazase, con la fe
del converso, el discurso Austria ens roba,
supuso una gran noticia para el señor que se encontraba en su casita
de campo de Obersalzberg, muy cerca de Berchtesgarden. Lo importante
que era la cuestión austríaca para Hitler lo deja bien claro el
dato de que este tema, y la cuestión judía, eran los dos únicos
sobre los que nunca pedía consejo a su entourage.
Para Adolf Hitler, nacido en Austria al fin y al cabo, superar los
montes nevados que veía desde su porche y entrar en Austria era,
nunca mejor dicho, un casus belli.
Y, además, el canciller austríaco, a pesar de que todo el mundo
pensase que lo de Checoslovaquia estaba hecho, sabía que no podía
invadir aquel país. La Reichswehr le había dejado bien claro que el
ejército alemán no estaba preparado para una guerra, y todavía
existían posibilidades de que estallase si daba ese paso. Por otra
parte, sobre la mesita del porche tenía Hitler un informe reciente,
escrito por sus servicios diplomáticos; este informe decía que el
polaco coronel Beck le había dicho a Yvon Delbos (en parte porque
los alemanes le habían sugerido que lo soltase) que consideraba a
Austria perdida y carne de Anschluss; y, según el informe, Delbos no
había reaccionado oponiendo cortapisa o amenaza alguna. Toda la
cuestión era acertar con el momento. Y Hitler, por lo general,
siempre acertaba. Más en concreto, Hitler pensaba en su discurso
ante el Reichstag del 30 de enero (quinto aniversario del
advenimiento de los nacionalsocialistas al poder) para sacar a pasear
el órdago a grande en Austria.
Mientras Hitler pensaba estas cosas
entre juego y juego con su impresionante pastor alemán (que fue
envenenado justo antes del suicidio de su dueño, en el búnker), el
canciller Kurt von Schuschnigg no estaba en su mejor momento,
precisamente. La depreciación de diversas monedas europeas había
puesto en dificultades el comercio exterior del país, la situación
económica empeoraba y, con ello, el paro en el país. Lo cual era
una putada para el canciller, puesto que había prometido que 1938
sería el año del pleno empleo. Algunos colaboradores le insinuaban
la posibilidad de buscar una entente con los viejos enemigos
socialdemócratas, que pasaría por regular algunas de las
principales reivindicaciones de las clases trabajadoras. Sin embargo,
él seguía creyendo más sencillo (lo era; lo que está claro es que
fuese mejor) un acercamiento con las derechas.
Sin embargo, los
nacionalsocialistas austríacos cada vez honraban menos los acuerdos
de colaboración más o menos taimada alcanzados con el gobierno. En
Tirol y otras zonas, por ejemplo, ensayaban y llevaban a cabo
acercamientos con miembros y organizaciones de las Heimwehren,
haciéndoles ver que la acción nacionalsocialista era mucho más
atractiva. Asimismo, ellos mismos distribuían los rumores de
posibles golpes nacionalsocialistas contra el gobierno. En enero de
1938, los servicios secretos austríacos fueron advertidos por la
mismísima Reichswehr, en el sentido de que se preparaba un acto de
provocación modelo incendio del Reichstag. Se hablaba del asesinato
del agregado militar alemán en Viena o, incluso, del del propio
embajador Von Papen. Asimismo, medios alemanes presionaban a Von
Schuschnigg para que dimitiese como canciller, para ser sustituido
por una personalidad política de signo neutro, con un vicepresidente
nacionalsocialista, que contaría con Guido Schmidt como principal
asesor. Este nuevo gobierno organizaría un plebiscito como el que,
por cierto, para entonces defendía incluso la prensa británica.
En el sur de Baviera se hicieron
pronto evidentes, en aquellas primeras semanas de 1938, los
movimientos de las formaciones paramilitares nacionalsocialistas,
tanto las SA como las SS. El gobierno austríaco recibió informes
fidedignos de que las milicias paramilitares locales, que se habían
refugiado en áreas de Alemania alejadas de la frontera, se estaban
moviendo hacia Baviera.
El NSDAP, o el Reich que para el
caso es lo mismo, había perfeccionado ya sus planes de invasión.
Preveían la marcha de tres columnas. La primera partiría de
Reichenhall, pasaría la frontera por Lofer y avanzaría hacia el
Pizgau. La segunda saldría de Freilassing y se marcaría como
objetivo Salzburgo, avanzando luego por la Alta Austria hasta
fusionarse con la tercera columna en Linz. Esta tercera y última
columna saldría de Passau y, una vez unida a la segunda, marcharía
sobre Viena. Los efectivos de la Legión Austríaca estaban
plenamente motorizados, para poder realizar estas marchas en muchas
mejores condiciones que lo hicieron Mussolini, o Mao. Por último, la
Gestapo austríaca estaba ya plenamente organizada y preparada para
empezar a trabajar.
Todo estaba, pues, en perfecto
estado de revista.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario