En diciembre de aquel año, Delbos regresó de su viaje por la
Europa de Este y, unos pocos días después, compareció ante la
comisión de Asuntos Exteriores de la Asamblea Nacional. En unas
pocas semanas, el espíritu del ministro francés había cambiado
radicalmente. En noviembre se había mostrado, como hemos explicado,
totalmente implicado en la garantía de la independencia austríaca.
Esta vez, sin embargo, declamó, con una voz monocorde, como si fuese
la voz de un robot telefónico de atención al cliente, que en
Varsovia el coronel Beck le había dicho que no albergaba ningún
tipo de esperanza sobre el futuro de Austria. El coronel polaco decía
estar convencido de que la Anschluss era un hecho que ya nadie podría
parar y, de hecho, apostaba por la primavera de 1938 para su
producción.
Joseph Beck, con casi total seguridad, hizo aquellas afirmaciones
ante Delbos por indicación de Hitler. La jugada del canciller alemán
fue maestra. Con esa afirmación, Beck dio el primer martillazo sobre
el presunto muro de resistencia que Delbos había ido a construir. La
declaración polaca dejaba claro ante el ministro francés que
Polonia (y esto quería decir: también Hungría: Daranyi y De Kanya
habían estado en Berlín a finales de noviembre y, tras una escena
durísima con Hitler a cuenta de un congreso religioso en Budapest en
el que el canciller había prohibido la participación de católicos
alemanes, y tras calmarse Hitler, ambas partes habían llegado a la
conclusión de que no tenían demandas territoriales comunes, así
pues la Anschluss ya les valía…) había decidido jugar la carta de
dejar hacer a Hitler para cobrarse esa compensión en forma de las
partes de Checoslovaquia que ambicionaba. Polonia y Hungría
decididas a mirar cómo Alemania movilizaba sus divisiones sobre
Checoslovaquia y, eventualmente, Austria, significaba que la entente
danubiana se hacía imposible. Hitler necesitaba saber cuál podría
ser la reacción de Francia ante aquel fait accompli. Y el
gesto de Delbos de confesar las cosas en el Parlamento le enseñó
que la férrea voluntad de defender la independencia de Austria ya no
lo era tanto. Con Francia reculando, el futuro de Austria quedaba en
manos de quien más quería Hitler que lo tuviera: Mussolini.
Delbos, como ocurre siempre con los diplomáticos, tenía, desde
luego, buenas noticias. Polonia le había asegurado a Francia que, en
caso de guerra, combatirían a su lado; como también se lo aseveró
Stoyadinovitch, el primer ministro yugoslavo. En Rumania, el rey
Carol le habría contado que Göbels y Göring andaban a la gresca
por la política danubiana y balcánica, y que Mussolini estaba muy
preocupado por la pujanza alemana en la zona.
Toda esta farfolla, sin embargo, no lograba esconder el verdadero
significado del viaje de Delbos: si Inglaterra le había encomendado,
de alguna manera, la construcción de un pacto danubiano, el francés
volvía a París con sólo dos participantes seguros: Checoslovaquia
y Turquía.
La cosa estaba así: el húngaro Daranyi, durante su visita a
Alemania de noviembre de 1937, estuvo en casa de Göring, y en su
salón pudo ver, ya, un enorme mapa de Europa, en el que Austria ya
no aparecía.
Roma era la única esperanza.
Italia tenía dos grandes intereses en el avispero austríaco:
salvaguardar su posición en el Adriático, centrada en la ciudad de
Trier o Trieste; y no retroceder en su influencia en el área alpina
conocida como el Brennero.
Benito Mussolini, que ha pasado a la Historia como un fascista de
libro con todo merecimiento, tenía sin embargo otra cara en el plano
exterior. Tras lo de Abisinia, que estuvo a punto de salirle muy mal,
había practicado una política exterior basada en colaborar con las
potencias de la sociedad de naciones y, muy especialmente, cultivar
la amistad con Inglaterra; sin olvidar que, a pesar que
ideológicamente eran como el agua y el aceite, tenía unas
relaciones más que amigables con Moscú.
Mussolini, cómo no, aplaudió encantado la llegada del
nacionalsocialismo a Alemania. Para Italia, otra nación de
importancia en Europa abrazando el fascismo suponía reducir muy
considerablemente el riesgo de aislamiento. Pero Mussolini estaba
lejos de querer cebar la máquina que estalló en lo que conocemos
como segunda guerra mundial. Su verdadero sueño, como muchos de los
suyos basado más en la ficción que en la realidad, era construir
una Europa con un tetrapoder (Inglaterra, Francia, Alemania e Italia)
en el que él jugase un papel arbitral que le permitiese ser, no la
primera potencia, pero sí la más necesaria.
Mussolini apoyó, sin ambages, los primeros escarceos alemanes
contra las potencias europeas, en 1933 y 1934; pero lo hizo menos por
convicción que por demostrarle a esas mismas potencias que lo
necesitaban.
En la primera entrevista entre Hitler y Mussolini, Stra 1934,
Hitler no le ocultó al italiano sus planes imperialistas. En ese
momento, el italiano se dio cuenta de que el III Reich le brindaba,
por sí solo, una oportunidad de oro para ser ese país árbitro
internacional: el avispero danubiano.
La cosa tenía una lógica aplastante. Hitler tenía la intención,
y cada vez más tenía los medios, de sentar sus reales en el lecho
del Danubio. Hacía falta que alguien tratase de influir en el mismo
terreno, para así contrapesarlo; y ese alguien sólo podía ser
Italia. El corolario de esta intención fueron los protocolos de
Roma.
Cuando Austria sufrió el golpe de Estado de 1934, Mussolini
movilizó sus divisiones en el Brennero. Es bastante difícil que no
supiese que la cosa no estaba lo suficientemente madura como para una
victoria hitleriana en Austria; lo hizo para decirle a Londres y
París: «aquí estoy yo, y podéis confiar en mí».
Luego llegó su aventura africana, y el espectáculo, no muy
agradable, de encontrarse 52 estados en su contra en Ginebra. Para
colmo, en 1936 los vientos cambiaron en Francia, y un gobierno que
había aceptado de muy mala gana la posibilidad de sancionar a Italia
por lo de Etiopía fue sustituido por otro del Frente Popular, de
signo bien distinto. Además, en España también una coalición de
izquierdas había ganado las elecciones [y pueden sin miedo los
lectores de este blog pensar que el gesto de Mussolini de ayudar a
Franco tiene mucho más que ver con romper esa posible entente
Madrid/París que con pruritos ideológicos anticomunistas, que al
Duce le importaban más bien poco.] Fue este repentino aislamiento el
que hizo pensar a Roma que, en lugar de jugar a ser una especie de
contraversión del nacionalsocialismo, lo que tenía que hacer era
entenderse con él; porque, además, entendiéndose con Hitler,
acojonaba a las potencias occidentales, moviéndolas a pactar. En
1936, tras el levantamiento de sanciones, todavía esperó un poco
antes de hacer nada. Pero diversas novedades, entre otras la
creciente colaboración francorrusa, le llevaron a decidirse.
Mussolini entró en la guerra de España a ganar por KO. Era,
realmente, lo que necesitaba: una victoria rápida que elevase en
Madrid a un nuevo posible aliado (acreedor, en realidad) y que le
dejase las manos libres para poder volver a diseñar una política de
cierta equidistancia entre los dos bloques que acabarían peleándose
en la guerra mundial. Los italianos entraron por Málaga con la
intención de darse un paseo militar hasta los Nuevos Ministerios, y
por eso en Guadalajara se llevaron el patinazo que se llevaron, para
desesperación del general Franco. La prolongación de la guerra
civil española condenó a Austria de la misma forma que la cuestión
austríaca terminó por condenar a la República española. Tener que
implicarse cada vez más en el conflicto supuso para Mussolini no
tener las manos libres frente a Hitler, que le reclamaba, cada vez
más, que no se metiese en los temas del área danubiana. Aun así,
Mussolini todavía creía que podría salvar Austria para sí.
El 25 de octubre de 1936, pocas semanas después del acuerdo entre
Alemania y Austria por lo tanto, el voluble conde Ciano voló a
Berlín. Volvió convencido de que lo mejor que podía hacer Italia
era aliarse con Alemania. El 1 de noviembre, Mussolini pronunció su
famoso discurso de Milán en el que santificó la creación del eje
Berlín-Roma. Aquel discurso activó todas las alarmas en Viena. Aun
así, en noviembre de 1937 [nunca nos cansaremos de afirmar la
importancia de este año], el Duce hizo llegar a Von Schuschnigg un
memorando con los puntos en los que, según él, consistía
verdaderamente la alianza con Berlín. Esto es:
Ni Alemania ni Italia se unirán a un pacto que les puedan ofrecer
Inglaterra y Francia para desunirlos.
Las dos potencias llevarán a cabo una política común en España.
En el futuro actuarán coordinadas frente a amenazas comunistas.
Italia defenderá las pretensiones coloniales alemanas.
En suma, Mussolini le dijo a los austríacos que la independencia
de su país era una conditio sine qua non para el
funcionamiento del Eje. Fue por lo demás, una declaración
dictada por los hechos, puesto que para entonces, y desde el verano
del 37, Mussolini estaba preocupado por una acción que no había
previsto. Con su capacidad limitada de entender los hechos
internacionales (mucho más limitada en su yerno), el Duce había
creído que su política de basculamiento entre Inglaterra y Alemania
se iba a producir ceteris paribus, esto es, que las otras
partes no se moverían. Pero no había sido así. Como ya hemos
dicho, en aquel año de 1937, Berlín inicio una ofensiva de visitas,
sobre todo a París pero también a Londres, por parte de germanos
ilustres que, como vulgares zetapés, no hacían otra cosa que hablar
de paz, paz, paz… La jugada, ya lo hemos dicho, les salió redonda,
porque Inglaterra se tragó aquel anzuelo que quería tragarse, y
llegó a albergar ilusiones de poder llegar a un pacto con el III
Reich; pacto que, de producirse, reduciría a Italia a la condición
de barrio periférico de la potencia teutona.
Así estaban las cosas en diciembre de 1937, cuando el secretario
de Estado de Exteriores austríaco, Guido Schmidt, recibió un
mensaje confidencial de Anthony Eden, según el cual el Foreign
Office tenía la casi total certeza de que se avecinaba una nueva
ofensiva alemana sobre Austria.
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