Ya a finales de la década de los setenta, a causa de la
obstinación del régimen libio de mantener su antiamericanismo incluso más allá
de lo que lo que lo hacían otros países del mundo árabe, así como las primeras
sospechas de que podía estar financiando terroristas, Estados Unidos había
comenzado a propugnar restricciones al comercio con el país. En 1981, La situación
dio un salto cuántico más con la salida de varias compañías petrolíferas
estadounidenses del país y, finalmente, en 1982 llegó el embargo de Washington
al petróleo libio.
La retórica del régimen fue la de costumbre, esto es yo
puedo con esto porque no le tengo ningún miedo al enemigo imperialista. Pero lo
cierto es que sólo en 1981 la producción de petróleo en Libia cayó un 40%,
provocando un inmediato déficit de la balanza de pagos y, consiguientemente, el
fin del momio basado en gastar dinero a espuertas en políticas sociales y, en general,
la financiación del proceso revolucionario. Libia, que en algunos momentos de
los años setenta llegó a tener un gasto en desarrollo por habitante que
cuadruplicaba al del resto de los países árabes juntos, se encontró, casi de la
noche a la mañana, sin dinero, y sin haber hecho las cosas que tenía que hacer
a causa de la natural ineficiencia que se observa siempre en estos sistemas, a
la vez, centralizados e híper-generosos. En 1980, el gobierno anunció un plan
de desarrollo a 20 años, que comenzaría a llevarse a cabo a través de un primer
plan quinquenal. Pero, en realidad, aquel plan venía a ser algo así como la
carta a los reyes magos de lo que se debería haber hecho mientras había un
dinero que ahora empezaba a escasear. Al contrario, aquel país sin Estado,
controlado por comités revolucionarios a los que, en gesto muy soviético (que
se aprecia incluso más allá del marxismo; así, las democracias parlamentarias
cuando sostienen el principio de que la masa de votantes es sabia per se), se
les concedía el don de la inteligencia política, nunca controló cosas básicas.
Por ejemplo, la masa monetaria (que en un país que es exportador nato tiende a
desbocarse por definición) y, consecuentemente, la inflación. Durante los ochenta,
la situación avanzó tan rápidamente hacia el caos que a mediados de la década
los ministerios implicados en las políticas de desarrollo ni siquiera se
molestaban en hacer informes de gestión. Para colmo, en 1985, el siempre
impulsivo Gadafi llevó un conflicto con las naciones vecinas hasta el punto de
expulsar del país a cerca de 100.000 trabajadores expatriados, una medida que
tuvo un efecto que se sospecha parecido a la expulsión de los judíos de España.
A todo eso hay que añadir el problema de la desestructuración
de la Administración. Una característica muy propia de los regímenes de corte
soviético, que de alguna manera Gadafi adaptó a su revolución verde, es la
escasa importancia de los puestos gubernamentales. En la vieja URSS, por
ejemplo, mucho más importante que ser ministro de algo era ser secretario del
comité central del Partido encargado de ese algo. De hecho, el ministro solía
ser un subordinado del cargo partidario. En la Libia de Gadafi pasaba algo
parecido. El Congreso Popular, teórico gobernador del país, en realidad tenía
que obedecer a los comités revolucionarios, coordinados por Gadafi a través,
sobre todo, de la figura de su secretario Ali al-Kilani, miembro por supuesto
de la tribu gadafita. Esto era tan evidente que Gadafi incluso se permitió
dimitir como miembro del Congreso Popular, además de mover a los otros cuatro
miembros del comité revolucionario inicial desde el mismo hacia la estructura
coordinadora de los comités revolucionarios, gesto con el cual terminó de
convertir la teórica estructura de gobierno en un huevo vacío.
El poder revolucionario escapó, pues, del control de la Administración;
en realidad, deberíamos decir de la seguridad jurídica. Esta es una de las
razones por las cuales la Libia de Gadafi se pudo convertir en santuario y
banco del terrorismo; en realidad, para aquellos que, desde la diplomacia,
quisieran parar o contrarrestar estas acciones, no tenían a nadie con quien
contactar como no fuese al propio Gadafi personalmente, que con los años iba
adoptando posturas y modos de vida más peripatéticos. Muy pronto, los comités
revolucionarios se infiltraron en la propia policía; pero en 1980 dieron un
paso más, un paso que le sonará a quienes lean sobre la guerra civil española,
con la creación de sus propios tribunales populares dedicados a perseguir y
condenar a los enemigos del régimen. Por lo demás, exactamente igual que pasó
en la Alemania de Hitler o la China de Mao, la Constitución de 1969 pasó a ser
una tibia referencia jurídica porque, realmente, la regulación efectiva del
país había que ir a buscarla a la obra personal del jefe: Mein Kampf, el Libro Rojo y, aquí, el Libro Verde. Y cabe recordar,
una vez más, que los líderes y los regímenes que tomaron esta decisión
antijurídica y notablemente lesiva para los mínimos derechos de las personas
fueron admirados en muchas partes en su tiempo. Hitler lo fue, aunque la
mayoría de sus admiradores en Francia, en Reino Unido, en Estados Unidos, en la
URSS, luego hicieron como que nunca les había gustado; Mao mesmerizó a cohortes
enteras de progresistas occidentales; y Gadafi, más modestamente es cierto, no
le fue a la zaga.
La necesidad de hacerle un aclarado bajo la canasta a sus
propias ideas del Libro Verde llevó a Gadafi incluso a dar marcha atrás en su
primera decisión de colocar el país bajo el paraguas de la sharía, la ley
musulmana (algo que le granjearía gran parte de los enemigos que se lo acabaron
cargando, por cierto). El 3 de julio de 1978, en un debate con el ulema del
monasterio de Muley Mohamed, arguyó que la ley musulmana no podía ser la guía
de las sociedades modernas. No lo hizo, como pudiera parecer, para defender, un
suponer, la libertad de las mujeres. Lo
hizo para cauterizar el hecho de que el Corán, como texto hijo de su
tiempo que es, es un documento que no es que no ponga en solfa, es que defiende
con bastante claridad la propiedad privada. Rechazando la sharía, Gadafi
pavimentaba el camino hacia la total eliminación de las prácticas privadas en
su sociedad y en su economía.
El problema para Gadafi, para su régimen y para su
revolución, es la tendencia burocrática que tienen siempre los esquemas
organizativos basados en los soviets, los comités revolucionarios, las juntas
revolucionarias, o como se les quiera llamar. Se puede formular el principio
general de que estos mecanismos de vida social y política, mientras no están en
el poder, son muy flexibles y participativos; y, cuando lo toman, fabrican con
rapidez elites pancistas para las cuales la operativa de los comités ya no es
procurar el progreso o la felicidad social, sino preservarlos a ellos en el
momio. Porque esto mismo le pasó al régimen libio, en 1981 Gadafi tuvo que
llamar a la creación de los Guardias de la Revolución, una especie de revolucionarios
vigilando a los revolucionarios para que fuesen revolucionarios. Y que no sirvieron para una mierda.
Una pregunta interesante es: todo este proceso, ¿qué
enemigos internos generó? Fueron varios. Estaban los monárquicos que habían
sido desalojados del poder. También hay que contar con los inevitables
revolucionarios de primera hora que habían terminado desafectos. Pero también
estaba el clero, que con la sacralización de los principios del Libro Moco
había perdido mucho poder e influencia. Y, en general, personas que tenían la
mala costumbre de querer vivir bajo regímenes de seguridad jurídica, derechos
reconocidos, y tal. La mayoría de estos grupos no se formaron en Libia, sino en Occidente o en algunos países vecinos. Quizás el más conocido fue el Frente
Nacional para la Salvación de Libia, formado por el ex revolucionario Mohamed
Mugharif. Pero, por lo general, Gadafi no encontró problema en luchar contra
estos movimientos, a base de reorganizar las fuerzas armadas casi constantemente
para colocar allí a personas de su estricta confianza.
Es muy probable, de hecho, que Gadafi, si hubiese sido
estratégicamente más inteligente, no hubiese tenido problemas para pervivir y
seguir, hoy, vivo en su jaima. La razón es que cuando se es un
Estado petrolífero se tiene una gran ventaja. Es verdad que el petróleo puede
pasar etapas de relativa moderación en sus precios, lo cual coloca al país en
situaciones comprometidas, como bien sabe ahora mismo el conductor de autobús y
presidente de nación honoris causa,
Nico Pasado. Pero también es cierto que a ratos repunta, y que si usas la pasta
bien cuando repunta, y te preocupas de no buscarte demasiados enemigos, a base de
vaivenes del mercado lo vas llevando.
Para conseguir esta estabilidad, sin embargo, Gadafi habría
necesitado más cosas que un viento favorable en los mercados de futuros de
materias primas. Habría necesitado, por ejemplo, llevarse mejor con sus vecinos
y compis del mundo árabe, cosa que no pasó porque muchos de ellos pasaron
décadas en situación de sordo cabreo con ese tipo que puteaba a los ulemas.
Pero habría necesitado, sobre todo todísimo, no haber hecho
el pollas, y no haberse buscado enemigos demasiado grandes. Ya hemos dicho que a
finales de los setenta, el primer cabreo de los Estados Unidos le dio un aviso
serio. ¿Lo entendió? Me temo que va a ser que no.
Sin duda.
ResponderBorrarY no haber tratado de absorber Chad, para acabar recibiendo una inmensa paliza en el Tibesti.
Y no haber despilfarrado dinero a espuertas, no ya en grupúsculos terroristas sino en pagarle las francachelas a Idi Amín, pongamos por caso.
Y no haber cabreado a cuanto gobierno musulmán hubiera a tiro. Solicitando que se ahorcara a Hussein de Jordania por Septiembre Negro, cuando él no podía dar ejemplo.
Y no hacer el canelo en sus ridículas apariciones.
Y no permitir una corrupción familiar y un nepotismo estrafalario.
Y no rodearse de colaboradores lelos. que si creemos a Javier Nart confundían a Ernesto Cardenal con un cardenal de Roma.
Y no creerse el ombligo del mundo. Entre otras cosas sus visitantes debían esperar sistemáticamente en pleno desierto ("Una hora para un jefe de estado, nueve días para un escritor").
En fin. Esas cosas.
Rafael.