En realidad, durante buena parte de los años setenta, el
régimen libio no mostró un especial interés en enfrentarse con los intereses
occidentales, y Estados Unidos les dejó hacer, interesado como estaba en que el
país no cayese en la órbita de influencia soviética. Por ello, Washington nunca
reaccionó seriamente a la decisión de Gadafi, a la muerte de Nasser en 1970, de
erigirse en su heredero en la construcción de una estrategia panárabe en la
zona que presentase batalla a la influencia occidental. Los estrategas de
Langley calcularon que, siendo como era Gadafi bastante infatuado y un poco
pollas con la cuestión del nacionalismo árabe, acabaría a hostias con sus
propios correligionarios. Y no se equivocaron, porque primero fue el propio
Gadafi quien partió peras con el régimen del egipcio Anuar el-Sadat, al que
consideraba tibiamente nasserista; y, en 1980, fue Arabia Saudita quien mandó a
freír vientos a Trípoli, fundamentalmente a causa de su manía de ir por libre
en el tema del petróleo.
Gadafi comenzó a gastar partes nada desdeñables de los
cuantiosos recursos que le aportaba el petróleo en jugar al Strategos en la
zona. En 1981, se metió de hoz y coz en un conflicto con Chad por el área de Auzou (que, si viene del francés, debiéramos escribir en español Ozú).
Como consecuencia, el presupuesto de defensa creció exponencialmente, hasta
llegar a la cuarta parte del presupuesto público. Después, trató de
desestabilizar Túnez, país que consideraba poco musulmán; lo cual le granjeó
los primeros conflictos con Estados Unidos, así como con Francia. En 1981, a
causa de este problema y de la invasión del Chad, París rehusó firmar un
contrato de Elf Aquitaine con la LIPETCO.
Con todo, el problema fundamental fue Washington. Las
diversas pruebas que fueron acumulando los servicios de inteligencia
norteamericanos acabaron en acusaciones abiertas de financiación del terrorismo
(desde 1979, Libia fue incluida en la lista de países promotores del
terrorismo), de promover la inestabilidad en el África negra y, sobre todo, de
obstaculizar las tentativas de paz en Oriente Medio. La retórica de Washington
se hizo más directa tras el asesinato de los atletas judíos por el grupo
palestino Septiembre Negro durante los Juegos Olímpicos de Munich (1972) y el
asesinato del embajador norteamericano en Sudán, un año después. Gadafi siguió
a lo suyo, apoyando de una forma más o menos descarada a los grupos radicales
palestinos, y realizando intentos de entregar armas al IRA irlandés.
En el terreno que más preocupaba a los americanos, Gadafi
condenó los acuerdos de Camp David. La actitud de Trípoli había provocado ya
que la Administración Carter prohibiese en 1978 la venta a Libia de material
militar. Pero el 15 de febrero de 1980, Washington fue más allá cerrando su
embajada en Trípoli.
Como es bien sabido por los curiosos del pasado, en 1981
hubo cambios importantes en la política mundial, aunque en principio fuesen
inapreciables. Estados Unidos, que estaba en una situación económica
manifiestamente perfectible y además sufría de una honda depresión social
después de haber pasado la década anterior recibiendo bofetones como el de los
rehenes de Teherán, votó para la presidencia a un actor de relativo poco éxito, antiguo membrillo macartista, que basó su campaña en prometerle a los estadounidenses un regreso a los good old days. Poca gente creyó que
fuese a hacerlo, como poca gente creyó que, en realidad, el ascenso de una
mujer en Reino Unido, Margaret Thatcher, fuese a ser un gran cambio. Pero, para
bien o para mal, lo fue.
Ronald Reagan era un tipo tan simple que nunca dejaba que le
entregasen más de dos fichas escritas sobre cualquier tema. Como suele pasar
con personas que simplifican de esa forma sus análisis, sus ideas eran bastante
maniqueas, y su compromiso con cumplirlas, total. Una de esas ideas de Reagan era
no pasarle ni una al libio de la jaima. Pretextando su relación con el
terrorismo, en mayo de 1981 Estados Unidos clausuró la embajada libia en su
país y, acto seguido, acusó formalmente a Libia de haber intentado asesinar a representantes
norteamericanos. Es probable que Gadafi todavía pensase que el actor iba de
farol (mucha gente lo pensaba de hecho en Europa). Pero las cosas cambiaron en
agosto de ese mismo año 1981, cuando unidades de la Sexta Flota estadounidense
dispararon a dos cazas libios en el área del golfo de Sirte, que según Libia
eran aguas territoriales y según Estados Unidos, internacionales.
En diciembre de 1981, los ciudadanos estadounidenses vieron
prohibidos sus viajes a Libia, y el presidente Reagan hizo un llamamiento
público a los que estaban dentro para que saliesen a la naja. En marzo de 1982,
Washington embargó todas las exportaciones de petróleo libio y, lo que es casi
más importante, todas las exportaciones de complejos elementos de bienes de
equipo para la extracción y producción de petróleo y gas procedentes de Estados
Unidos.
El 17 de abril de 1984, un grupo de libios pro régimen disparó
en la plaza de San Jaime de Londres a Yvonne Fletcher, una policía local que
estaba realizando las típicas labores de vigilancia durante una manifestación
contra Gadafi. Sin embargo, a pesar de esta muerte, Bruselas todavía permaneció
renuente a aplicar sanciones económicas contra el país norteafricano (como, por otra parte, hace siempre). Reagan,
sin embargo, siguió a lo suyo y en 1985 amplió el boicot a Libia a todos los
productos refinados del petróleo. Ese mismo año hubo sendos ataques en los
aeropuertos de Viena y Roma, que fueron atribuidos al grupo de Abu Nidal, que
se daba por financiado por los libios. Como resultado de estos dos atentados,
en enero de 1986 el POTUS (President Of the United States) invocó la
International Emergency Economic Powers Act (que, si se piensa, es IEEPA, o sea
el grito típico de los tejanos en los rodeos) cesando toda operación financiera
con la Jamahiriya, además de congelar todos los activos libios en Estados
Unidos. Además, como es lógico, Estados Unidos apoyó al presidente chadiano
Hisen Habré en la guerra de Aouzou.
No obstante, como le ha ocurrido siempre a los Estados Unidos
sin que, la verdad, parezca que le importe mucho, este tipo de hostilidades
manifiestas provocaron el efecto de hacer al agredido más fuerte en el
interior. Tras el suceso del golfo de Sirte, de hecho, Gadafi se presentó ante
el Congreso Popular y, contrariamente a lo que siempre había dicho, anunció que
tomaría las riendas del poder gubernamental directamente, además de proponer
medidas que en la práctica convertían Libia en un país militarizado y
movilizado contra los Estados Unidos.
Sin embargo, la escasez de entusiasmo con que los libios
habían aceptado la monarquía, y después el régimen del Libro Verde, se hizo de
nuevo patente cuando Washington dio el paso final en el enfrentamiento con
Libia, como fue el bombardeo norteamericano de Trípoli y Bengasi. Gadafi, en sus
delirios panarabistas modo yo soy el líder más liderés de Liderilandia, siempre
había pensado que el pueblo libio se levantaría en armas en defensa de la
ideología panárabe, además de su propia persona. Lejos de ello, sin embargo, se
encontró con que aquellos bombardeos provocaron más manifestantes contrarios en
los países vecinos que en la misma Libia. De hecho, Gadafi desapareció de los
medios de comunicación durante semanas, probablemente temeroso de la
posibilidad de ser derrocado por ese pueblo que no se había tragado el viejo
truquito de meterse conmigo es meterse con los
alemanes/vascos/catalanes/rusos/bla.
En 1986, cuando Gadafi comenzó a sentirse aislado, en
realidad disponía de tiempo atrás de síntomas suficientes de que esta vez la
política de Estados Unidos iba en serio. La Exxon había abandonado el país ya
en 1981. En 1983, fue la Mobil.
Muamar el-Gadafi sabía ahora que su política internacional,
y muy probablemente también la interna, no podía seguir como hasta ahora. Había
jugado una mala mano de póker. No exactamente un farol, porque contaba con el
par de ases de sus ingresos petrolíferos para financiar sus aventuras. Lo que
nunca pudo esperar es que un actor mediocre y simplón fuese a llevar un ful de
mano, y decidiese utilizarlo. Solo, o en compañía de otros, el líder de la
revolución libia acabó por darse cuenta de que, para poder siendo Libia, tal
vez no le quedaría otra que ser menos revolución.
Hola Juan.
ResponderBorrarLo de la simpleza de análisis de Reagan me ha recordado una reflexión que me he hecho a menudo.
Por mi formación en ciencias, mis planteamientos personales y, más probablemente, por mi propia personalidad, tiendo a ser muy racionalista y analítico, pero lo que he observado es que eso no es precisamente bueno cuando se trata de tomar decisiones en los ámbitos de las mal llamadas "ciencias sociales". La gente como yo suele ser bastante mala como políticos, empresarios y hasta en las relaciones personales. Por el contrario gente más "simple" como Reagan o Gadafi son los que hacen las grandes cosas (buenas o malas). No recuerdo quién decía que hay tres tipos de personas: los que hacen que las cosas pasen, los que se dan cuenta que pasan las cosas y los que se preguntan qué ha pasado. Me temo que aunque los del segundo grupo tendemos a burlamos de los simples, son ellos los que campan a sus anchas en el primer grupo. Y si no fuera por ellos probablemente nos encontraríamos siempre discutiendo sobre todos y cada uno de los detalles, pero siempre inmóviles. Probablemente Platón discreparía de mí, pero yo así lo veo.
Un saludo
Tu comentario me parece muy interesante, honesto y humilde.
BorrarMe siento identificado.
Por mucho que nos joda, para la política hay que valer. El sueño de que los mejores son los que deben gestionarnos es un sueño intelectual poco eficiente. Es cierto que el gobierno tiene sus cosas tóxicas (la figura de Gadafi es muy significativa al respecto); pero también lo es que para gobernar bien hay que saber hacer cosas, y estar atento a cosas, que tienen poco que ver con la capacidad de integrar ecuaciones de quinto grado o saberse de memoria el Kalevala.
BorrarLa primera mercancía en un gobierno, sobre todo si es democrático, es la empatía. Y es verdad que las personas que saben muchas cosas tienen problemas para empatizar con las que saben menos, o las que no saben nada. Por lo demás, está el problema de que el ciudadano votante no actúa con racionalidad, sino con todo lo contrario. Por lo tanto, es situaciones como la actual, negativas, es como un enfermo que no quiere ser curado o, mejor, que quiere que le curen no curándole. Y esto es algo que una persona que sepa dos palabras de medicina nunca va a entender.
Me ha encantado lo de "el ciudadano votante no actúa con racionalidad, sino con todo lo contrario". Lo que me pregunto es, ¿de donde puede sacar la racionalidad el votante, cuando el votado miente como un bellaco? ¿ Del Kadevala o de cualquier otro poema épico?
BorrarDel sentido común
ResponderBorrarConociendo el sentido común que nos acompaña, casi prefiero el Kalevala. A no ser que vaya a ser una obra apógrifa de Azaña o de Negrin. o esas cosas.
BorrarUna muela de juicio se saca con dolor. No hay duros a peseta, Esas cosas,
ResponderBorrar"Pos" claro, "y a quien madruga..." No se como no me había dado cuenta.
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