Por una vez en la vida, a Libia le había tocado la lotería.
Eso sí: le había tocado el Gordo. Colocada a tiro de lapo de una Europa de
posguerra que cada vez necesitaba más petróleo, descubría que tenía el área de
Sirt petada de combustible fósil muy ligero y con poco sulfuro, o sea petróleo
pata negra. Además, y al contrario que otros productores árabes, ni tenía que
hacer pasar su crudo por otro país, ni tenía que usar el canal de Suez.
Y, además, hay que reconocer que lo planificó todo muy bien.
El gobierno sanusiya tomó la sabia decisión de dejarse
asesorar por aquellos extranjeros que perforaban en suelo a la hora de diseñar
el sistema en sí de extracción. Libia tenía dos prioridades a la hora de hacer
concesiones. La primera, fácil, que los petroleros hicieran algo por el país. Digo
que esta es fácil porque es muy sencillo negociar contratos en los que un socio
que se va a forrar se comprometa a construir carreteras, escuelas y esas cosas.
La otra ya no era tan fácil. Necesitaba Libia hacer las cosas de forma que a
sus socios no dejase de interesarles nunca seguir explorando, y perforando. En
yacimientos tan ricos, siempre cabía la posibilidad de que un explotador (sobre
todo si lograba una posición razonablemente monopolística) cavase un buen pozo
y luego se echase a dormir.
Se reguló el tema en la Ley del Petróleo de 1955. El
país se dividió en cuatro zonas: dos al norte del paralelo 28, dos al sur. A
pesar de que teóricamente, ya lo hemos dicho, las autoridades provinciales
tenían enormes poderes en materia de riqueza del subsuelo, la ley estableció
una Comisión del Petróleo, centralizada, que de hecho se hizo con el poder
fundamental a la hora de administrar la gallina de los huevos de oro. Muy
especialmente, la Comisión le escamoteó a las autoridades centrífugas el
derecho a conceder explotaciones, y sólo se sometió a la autorización del
ministro de Economía. También se abrogó la exclusiva en la recolección de
cualesquiera impuestos o gravámenes se le impusieran a los explotadores.
Un movimiento inteligente, probablemente inspirado por las
propias multinacionales, colocó aquel sistema muy lejos de la forma que tienen
de hacer las cosas muchos países, entre ellos España: los miembros del gobierno
y los diputados del parlamento quedaron expresamente excluidos del Consejo de
Administración de la Comisión. No sólo eso, sino que la ley permitió que no
libios pudiesen trabajar en dicha comisión, de modo y forma que el primer director
de la misma fue un ejecutivo, entonces ya jubilado, de la Shell.
La legislación y sus posteriores desarrollos generaron un
sistema concesional de muchos pocos. Las concesiones no podían superar los
30.000 kilómetros cuadrados en las dos zonas del norte, y los 80.000 en las del
sur. El número de concesiones en cada zona que podía tener una sola compañía estaba
topado. Pero, mucho más importante, en los contratos de concesión se establecía
que cada uno de los concesionarios debía revertir una cuarta parte de dichas
concesiones en el quinto año de ejercicio, y otro cuarto en el octavo año. A
los diez años, las concesionarias tenían que reducir su presencia a un tercio
de la concesión original en las zonas norteñas, y un cuarto en las sureñas (las
concesiones eran, como poco, de medio siglo). Last, but not least, este sistema revertido, que por lógica
otorgaba al Estado libio el poder de barajar de nuevo cada tantos años y
repartir una nueva mano (además de impulsar a los concesionarios a cavar
profundo y a toda hostia); este sistema, digo, se combinó con unos precios casi
ridículos: 500 libras de entrada, más un alquiler entre 10 y 20 libras por cada
100 kilómetros cuadrados. Tomar una buena tajada costaría menos de 1.500 libras
el primer año, y eso significaba abrir el negocio a los pequeños operadores, no
sólo a las grandes hermanas. Los alquileres no aumentaban seriamente hasta el
octavo año (o sea, el año en el que, si habéis visto las estipulaciones, los
concesionarios se quedaban con la yema de sus concesiones, esto es aquéllas que
les daban más petróleo; con lo que, aun siendo la renta cara, la pagaban con la
gorra). Y, como dicen los vendedores charlatanes, aún hay más: la legislación
establecía que el pago de impuestos sólo se activaba a partir de un determinado
nivel de exportaciones.
En suma, el primer sistema concesional petrolífero libio
difícilmente podía estar más inteligentemente diseñado: forzaba a los
concesionarios a hacer prospecciones muy rápidas; les forzaba a devolver una
parte muy sustancial de lo conseguido, y a hacerlo muy pronto; al mismo tiempo, sin embargo,
les facilitaba las cosas para forrarse el riñón a lo bestia; y todo esto se
hacía petando el país de explotadores del petróleo, evitando la dependencia
excesiva de alguna multinacional o trust.
Al-Sanusi y su gente utilizaron la ley del petróleo para
hacer una cosa más: comenzar a sentar las bases del aldabonazo que darían años
después, cargándose el molesto (para ellos) sistema federal. El 70% de los
ingresos del petróleo, según la ley, debía dedicarse al desarrollo económico
siguiendo las directrices de un consejo creado al efecto. Otro 15% era para el
presupuesto federal, y sólo el 15% restante era para la provincia donde estaba
la explotación. Con cosas así, el gobierno libio trataba de convencer al mundo
de que los políticos, o sea los líderes tribales, no iban a mangonear el
petróleo.
Hasta 84 concesiones, gestionadas por 19 empresas
diferentes, fueron realizadas bajo el paraguas de aquella ley. En 1963, el
suelo de Libia estaba perforado por 437 pozos de petróleo, cuyas ventas
suponían el 97% de las exportaciones del país. En los años sesenta, se reformó
la ley para ganar un control mayor del Estado libio en el precio del petróleo,
así como una participación en los beneficios de los concesionarios.
En 1963, cuando se cargó el sistema federal, la Comisión del
Petróleo pasó a ser un ministerio. Poco después, se creó la LNOC, Lybian
National Oil Company, y la LIPETCO, Libyan Petroleum Company. Desde 1968, ya
todas las concesiones tenían que ser empresas de capital mixto constituidas con
LIPETCO.
En menos de veinte años de independencia, pues, Libia había encontrado el camino para enderezarse económicamente y, poco a poco, había sentado las bases para introducir algo de racionalidad en una estructura estatal que era, en buena parte, consecuencia de la forma torticera, basta y muy poco profesional que tenían las grandes potencias de regular sus ex colonias y territorios tercermundistas en general. Éste es el punto en el que hay que ponerse un poquito políticamente incorrecto, porque es un hecho que, alcanzada esta encrucijada, hay países que toman la decisión de desarrollarse, y otros la de hundirse. En palabras escritas en el reciente libro de un economista español, a veces los países se encuentran en la encrucijada entre ser Kosovo, o ser Dinamarca.
Libia escogió, en buena medida, ser Kosovo. El diseño de su política petrolífera era muy inteligente, pero hasta un diseño inteligente necesita, para ser eficiente, la gestión de hombres razonablemente honrados. Esto no fue lo que pasó con el entourage sanusiya ni, en general, con las elites tribales del país. El gran problema de Libia ha sido siempre no ser capaz de transmitir al propio país los beneficios de su privilegiada producción petrolífera, y ese pecado comenzó entonces. La década de los sesenta, por decirlo así, es una década intensamente corrupta en Libia, y es mi opinión que de eso los libios no pueden señalar a otro culpable que no sean ellos mismos. Ellos, cabe repetir, eligieron ser Kosovo. Ellos prefirieron aferrarse a su estructura tribal, a sus relaciones de poder basadas en el juego de influencias étnicas y tribales, y nunca se plantearon, seriamente, la compatibilidad de estas formas medievales con un mundo y una economía modernos. A occidente tampoco le preocupó mucho el problema; al fin y al cabo, la leche y la miel manaban del país como en el relato bíblico.
El petróleo, que había salvado a Libia del colapso por pobreza extrema, convirtió a su monarquía en un régimen cada vez más bananero. Y acabaría pagándolo.
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