Para Companys, este conflicto será de gran utilidad, porque servirá para enmascarar el conflicto real que tiene sobre la mesa de su despacho y en Cataluña entera: al presidente catalán ambas partes del conflicto obrero, CNT-FAI por un lado y Partido Comunista (PSUC) por el otro, le exigen, en ocasiones con malos modos, que se ponga de su parte; que rinda Cataluña a la causa. Companys tiene más querencia a apoyar a los anarquistas, dada la disposición de éstos de apoyar asimismo a la causa soberanista de la Esquerra, en la que, como ya escribí, en realidad no creen. Pero, por otra parte, a Companys le sobra inteligencia para entender que el PC es, cada vez más, la mano que mece la cuna de la guerra del lado republicano. Todo esto acabará por estallar, en mayo de 1937; pero pasan meses, casi un año, durante los cuales al gobierno catalán, el conflicto con Madrid le medio funciona para dar largas.
El 18 de octubre, el gobierno de Madrid, también preocupado por el difícil cariz que están tomando las relaciones con Cataluña, envía al presidente Azaña. Companys lo recibe con ínfulas de jefe de Estado extranjero. El 6 de agosto, la Generalitat asume unilateralmente la práctica totalidad de las competencias en materia de Interior. El 15 de octubre, unos pocos días antes de la llegada de Azaña, Companys se abroga legalmente el derecho de indulto, propio de los jefes de Estado.
Todo es, como casi siempre, un debate económico, que en parte ya hemos contado. En los últimos días de agosto, Cataluña solicita de Madrid tres créditos: 50 millones de pesetas para pagar la guerra; 30 millones de francos en París para la compra de materias primas; y 100 millones en metálico. Ciego, el gobierno de Madrid contesta con la exigencia a Cataluña para que realice un depósito en Madrid superior al crédito pedido, de casi 375 millones de pesetas. Por supuesto, la Generalitat jamás formalizará dicho depósito; y, de hecho, este desencuentro es el motivo más que probable de la decisión catalana de incautarse de los fondos obrantes en la Delegación de Hacienda de Barcelona.
El 21 de octubre, el gobierno catalán crea su propio departamento de comercio exterior. El 11 de diciembre sanciona la emisión y uso de moneda propia. El 27, se crea el secretariado de Asuntos Exteriores, adjunto a la Presidencia.
Azaña resume este proceso aseverando en su diario que Cataluña «no ha organizado una fuerza útil, después de oponerse a que la organizase y mandase el Gobierno de la República». Es posible que al pígnico intelectual metido a político no le falte razón en esta valoración, cuando menos en parte. El gobierno catalán, secuestrado por la deriva obrerista desde el primer minuto en que consiguió repeler el golpe de Estado en su territorio, ya no pudo admitir la idea de un ejército bajo el mando central de Madrid; además, como hemos dicho, esta resistencia, que en su origen es en realidad una resistencia anarquista que no quiere que la revolución sea frenada por burgueses o marxistas, es también la resistencia de Companys quien, como buen nacionalista catalán soberanista, comulgaba con la idea de que Cataluña era un Estado independiente, coligado con el Estado español contra un enemigo común.
De hecho, acierta Azaña cuando, con indisimulado recochineo, recuerda en sus escritos que Cataluña, a finales del 36, era ya consciente de que necesitaba un ejército; pero no podía ponerlo en marcha porque, entre otras cosas, los anarquistas habían quemado los registros de las cajas de reclutas. «A este paso», concluye el presidente de la República con su usual retranca y frotando la herida con sal, «si ganamos, el resultado será que le debamos dinero a Cataluña».
No se puede negar que Companys tuvo claros deseos de organizar la cosa adecuadamente; pero lo consiguió sólo parcialmente. Como ya hemos visto, en septiembre del 36 dio un paso importante al disolver el Comité de Milicias, auténtico gobierno de facto de Cataluña; pero, al devolver la seguridad pública a las fuerzas de seguridad, decretó la penetración en éstas de los partidos y sindicatos, con lo que la base del problema seguía ahí. En octubre comenzó las primeras levas del ejército regular. En noviembre dio el paso más importante disolviendo cerca de 3.000 (sic) tribunales populares, que funcionaban a la pata la llana como les daba la gana, y comenzó a luchar contra toda una red de pequeños virreinatos locales montados por faístas en un montón de pueblos y villas catalanes. Finalmente, el 7 de diciembre crea el Ejército de Cataluña, a partir de la movilización de seis quintas (1931 a 1936).
En todo caso, como ya he escrito, en la Cataluña de Lluis Companys hay una costura que amenaza romperse. Por mucho que el propio Companys, sus aliados y algún que otro historiador moderno con peripatéticas visiones del pasado quieran enmascararlo, lo cierto es que la Historia de la guerra en Cataluña son dos historias: la de la guerra con Madrid, y la de la guerra de los catalanes obreristas entre ellos. Y esta segunda es chiquicientas mil veces más importante, y más erosionante, que la primera.
Ya el 30 de julio del 36, los militantes de UGT Manuel Séster, Desiderio Trilles y Miguel Moroño mueren asesinados. El 23 de enero de 1937, en el pueblo tarraconense de La Fatarella, se produce uno de esos hechos del que se habla poco, quizá porque no cuadra demasiado con la imagen de un bando republicano donde presuntamente faltaba la voluntad represora de la que el franquista iba sobrado. Ante una movilización de los campesinos, contrarios a la colectivización, las patrullas de control disparan sobre los mismos, causando una treintena de muertos.
Lo más importante, sin embargo, es la violencia intersindical: 17 de febrero de 1937, muerte de un militante de la CNT. El 26, son acribillados otro cenetista en Manresa y el presidente de las juventudes anarquistas de Centelles; en Granollers, el mismo día, muere un guardia de asalto; Companys, personalmente, tendrá que apaciguar horas después a sus compañeros, que se dirigen a la Generalitat dispuestos a todo. El 28, un guardia civil muere en Olesa de Montserrat; en su entierro se produce un tiroteo en el que resulta muerto el obrero Juan Gozalbo.
El 24 de abril, alguien dispara sobre Rodríguez Salas, comisario de Orden Público. El 25, asesinan a Román Cortada, miembro del Comité Regional de la UGT. El día 27, probablemente como represalia por el 24, hombres armados de la Generalitat se desplazan a Puigcerdá y acaban a tiros con uno de los personajes más nefastos de la guerra civil española: el «Cojo de Málaga», auténtico virrey anarquista de la población. El 2 de mayo, muere un faísta.
Todo esto ocurre en la retaguardia. Y más cosas que no son muertes, y que definen una situación simple y llanamente intolerable que, sin embargo, Companys permite y ampara.
El 1 de mayo de 1937, en el palacio del Parlamento catalán, habilitado como residencia del presidente Azaña, éste habla por teléfono. En un momento de la conversación, una voz irrumpe en la línea: «No puede usted continuar hablando de estas cosas. Está prohibido». Azaña, que se ha quedado pijarriba, balbucea: «¿Por quién?» «Por mí», informa, en respuesta típica de ácrata, el empleado de la Telefónica.
La CNT y la FAI han acumulado, y ejercido, tanto poder en esa Cataluña que sólo formalmente es un proyecto soberanista de la Esquerra, que hasta se sienten con derecho, y desde luego tienen el poder, de censurar una conversación telefónica del Presidente de la República Española.
Es obvio que las cosas no pueden continuar así. Y no continuarán. Este «no continuarán» es mayo del 37: la consecuencia lógica de una situación insostenible. Aunque hay quien dice que fue sólo un conflicto de abastecimientos. Claro que también hay quien dice que los reyes mayas eran de Alpha Centauri.
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